miércoles, 7 de mayo de 2025

Sobre el Infierno

 


 Severo Sarduy


 No podemos precisar exactamente dónde se nos habla por primer vez de un lugar de aterrante martirio, antro a la vez de la sombra y el fuego, del tumulto y la soledad. Ya en los Evangelios se nos avisa la existencia de dos realidades exactamente opuestas: una residencia feliz, la vida eterna, y su reverso, una residencia cáustica, centro de renovados suplicios. Frente a estas revelaciones, la cultura, en todos sus aspectos, no ha cesado de elucubrar. Unas veces mesurada, y otras que son la inmensa mayoría, delirantemente pero siempre alrededor de la incitante, pista evangélica.

 A lo largo de veinte siglos, la pintura y la poesía principalmente, no han dejado de comentar el tema, que requiere por supuesto, a medida que los tiempos avanzan, mayor exageración, siempre en busca de sensaciones novedosas. Obrando sobre el engañoso terreno de los opuestos, el hombre ha enriquecido la terrible gehena, a medida que, por el conocimiento de su propia naturaleza, ha necesitado alejarse más de las seductoras invitaciones demoníacas. A todo lo dicho sobre el Infierno, añadimos ahora un libro más que, no por ser el último, nos dice algo novedoso sobre el manido tema. Desde luego, tenemos que reconocer que sobre las opiniones (no por muy frecuentes dentro de la religión, menos peregrinas) sostenidas a lo largo de la historia respeto al Infierno, este libro es un compendio formidable.

 El hombre de este siglo se ha librado un poco del miedo, a pesar de que la religión constantemente, aunque con sutileza, intenta devolvérselo.

 Quizás por una intuición primitiva, adánica, los mundos infernales concebidos por el hombre en todas sus visiones, convergen, manifiesta o secretamente, en un oscuro ámbito, del cual todas éstas no son sino los más evidentes indicios. En lo que sí difieren ampliamente las concepciones, es en la cifra de su sadismo, y en la intervención, directa o no, que Dios y sus creaciones hayan tenido en su origen.

 El Infierno cuyo temor se canta desde casi todas las grandes epopeyas, no es hechura del hombre. Es, según parece, un demiurgo, personificado en función de Dios-verdugo, quien proyecta y realiza la oscura residencia, cuyo centro coincide siempre con el de la tierra, y cuyo origen aparece en el mito, relacionado con la expulsión eterna de los demonios, desde otros planos superiores o celestes, hasta las profundidades de algún río, donde estos ángeles o dioses caídos, magos en el arte de torturar, permanecen vigilantes, atormentando afrentosamente a la multitud de los que, por una burla del azar, fueron definitivamente condenados.

 Es la epopeya babilónica de Gilgamesh, cuyo Infierno, al igual que el de Hesíodo y Dante, se presenta como una extraña ciudad subterránea, "defendida por siete murallas y siete puertas", donde se manifiestan por primer vez dos de las ideas que centrarían todas las concepciones posteriores sobre el Infierno. La idea de la condenación eterna se sugiere fijamente en este pasaje: "Sígueme" -grita el monstruo "sígueme a la casa a la que se entra sin esperanza de salir de ella. Por los caminos que sólo sirven para la ida y nunca para la vuelta".

  Pero la más cruel, y a la vez la más trascendente de todas las intuiciones que, conciente o no, contiene el Gilgamesh, es la visión precursora de los condenados torturándose a sí mismos y entre sí, con una torpeza febril, espejo de su frustración: cábala viva de lo que, en los misterios cristianos, significaría el Infierno como obra y riesgo del hombre.

 Es Dante quien, hermanando estas intuiciones con la angustia del cristianismo, desata todas las fuerzas demoniacas latentes en la conciencia humana descubriendo una verdadera gehena, y, sin embargo, invita al mismo tiempo a una sorda rebelión en contra de su blasfemia, de su exageración sádica, de su olvido de la más temible pena: la privación eterna de la presencia de Dios.

 Con Swedenborg, en el siglo XVII, todas estas fuerzas convocadas por Dante sufren un viraje hacia el hombre, y le devuelven súbitamente toda la responsabilidad frente a un destino del que las delirantes concepciones de un castigo arbitrario, le habían librado.

 En estas circunstancias, aparece Dostoievski, con su monstruosa maquinaria sobrenatural; el Infierno trasciende su amurallado círculo, abandonándonos en medio de su dominio más secreto. No esperaría más. Alucinaría nuestra vigilia con los indicios de su constante crecimiento, hasta que en "el día del juicio", la comprensión de su naturaleza bestial, iluminará al hombre. Dominado por este signo, ya Dostoievski no pudo separarse más de su terrible deseo de insectizamiento, de monstruosidad, sobre el cual Kafka levantaría su fantástico andamiaje. Un ahogante ambiente, lleno de reptiles, preside la simbología aterrante, manifiesta en la contemplación eterna del espíritu del mal, que esta vez, surge como una araña de enormes dimensiones, militante del ejército de parásitos dotados de inteligencia y voluntad, cuyo domicilio es el cuerpo humano.

 Pero es en Marcel Jouhandeau, (que con Berdiaeff y Lautréamont compone una trilogía mefistofélica) donde más peligrosamente se ha jugado con la idea de la libertad humana, libertad que, aún dentro de la fe, Jouhandeau usa para levantar frente a Dios un imperio sobre el cual el mismo Dios no puede hacer nada, donde “los condenados están sentados como héroes o como reyes, cada uno sobre un trono de fuego en su eterna constancia y serán lo que no será sometido”. Esa libertad mal entendida rechaza después de Jouhandeau, desde la renuncia a Dios, hasta su extremo opuesto, y se pregunta si no es Dios más sensible a su Infierno que a su Cielo, para terminar con estas imploraciones: “Refresca, señor, mis labios abrasados por el mal, no apartes de mí tu rostro”.

 El último heraldo, el más lúgubre de todos los del Infierno, corresponde por ironía al existencialismo ateo de Sartre. El suplicio revelado por Sartre es completamente diferente, y es en ese desamparo al que el Infierno nos arroja, (porque el Infierno de Sartre está en la tierra, y "son los otros") donde reside el secreto de su crueldad. Poco a poco, nos vamos identificando con los personajes de "La Nausea", "La Edad de la Razón". "El Ser y Nada" y otros que han comprendido la vida como un absurdo al cual fueron lanzados y del cual serán separados sin saber cómo, en la que la conducta del hombre, loable o no, se explica solamente como una de las posibilidades que, haciendo uso de la libertad que le pertenece, puede escoger en un momento dado, y que por tanto, no puede extrañarnos. La oculta rebelión sartreana multiplica sus frutos en "Las Moscas", donde un terrible sentimiento de singularidad, de autorreclusión, de tedio, nos invade desde las alucinantes moscas, enormes como seres humanos, enlace del hombre y el demonio.

 Pero donde se revela todo el espanto que yace vigilante en nuestro mundo cotidiano, es en el triangulo delirante de "Huis-clos". He aquí don-de nos preguntamos si existe algo que nos separe de estos tres seres, presentes ante la eternidad, porque el Infierno de Sartre, resulta tan cotidiano. pero a la vez tan desgarrador, que creemos advertirlo esperando, sobre la más intranscendente de nuestras decisiones, y no sabemos entonces, si es más terrible el suplicio, o la duda, "ese fantasma de sufrimiento que roza, que acaricia y que nunca hace demasiado daño".

 Una de las últimas cuestiones de que trata el libro, (muy cuantitativa por cierto) es la cifra a que ascenderá el pueblo de los condenados. No habíamos hallado ninguna referencia precedente al escabroso problema. El mismo autor se muestra indeciso y dice: "Tal vez sea inconveniente reproducir ciertos pensamientos que se atribuyen en nuestro tiempo a algunas personas de bondad ejemplar". Nos enfrentamos repentinamente con la menos temible. y por consiguiente la más oculta de todas las visiones del Infierno: no es el Infierno tumultuoso, ajado por el uso, sino otro para cuya existencia no han hecho falta ni el gran alboroto, ni los supliciados. Este lugar. concebido por Sta. Teresa, es terrible, pero está vacío. Es un Infierno en potencia.

 A las mismas conclusiones debe haber llegado Sta. Gertrudis, cuando escuchó del Señor, según nos dice: "No te diré lo que hice de Salomón ni de Judas, para que no se abuse de mi misericordia."

 Pero el Infierno vigila y espera. El aviso se repite, con torturante frecuencia, multiplicándose como la vanidad del hombre. Entonces comprendemos la estrecha correspondencia, la exacta justicia. El Infierno se ha vertido todo en aviso. No necesitamos más Infierno que el temor al Infierno. Entonces todo el andamiaje cae abajo, y nos quedamos vigilando, fuera ya de todo Infierno, porque nada nos avisa, y todo nos amiga, en perdurable asilo.

 En el resto del libro la imposición dogmática se fortalece irremediablemente. Las disquisiciones sobre el momento de la entrada, los habitantes y la duración del Infierno, no superan el tedio característico de las latanias monorrítmicas de domingo por la mañana, ni por supuesto, (hubiera sido fatal) añaden nada a la manida fórmula del revelacionismo. Es verdaderamente lamentable que en la mayoría de las cuestiones planteadas, las soluciones ofrecidas, sean inocuas, o nos abandonen frente a problemas más difíciles. Motivo para que, no podemos hacer otra cosa, después de admirar la trama infernal, (que en realidad no sé de dónde, ni cómo se conoce) que saborear nuestro acostumbrado desamparo, que por querer evadir, resulta seguramente por castigo, la única posesión cierta que nos dejan.

 

(1) "El Infierno" por Jean Guitton, Michel Carrouges, Ch.-V. Héris. Gustave Bardy, Bernard Dorival y C. Spicq. Ediciones Criterio. Emecé. Buenos Aires.

 

Ciclón, vol. 2, n. 1, enero, 1956.


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