Severo Sarduy
No podemos precisar exactamente
dónde se nos habla por primer vez de un lugar de aterrante martirio, antro a la
vez de la sombra y el fuego, del tumulto y la soledad. Ya en los Evangelios se
nos avisa la existencia de dos realidades exactamente opuestas: una residencia
feliz, la vida eterna, y su reverso, una residencia cáustica, centro de
renovados suplicios. Frente a estas revelaciones, la cultura, en todos sus
aspectos, no ha cesado de elucubrar. Unas veces mesurada, y otras que son la
inmensa mayoría, delirantemente pero siempre alrededor de la incitante, pista
evangélica.
El hombre de este siglo se ha
librado un poco del miedo, a pesar de que la religión constantemente, aunque
con sutileza, intenta devolvérselo.
Quizás por una intuición
primitiva, adánica, los mundos infernales concebidos por el hombre en todas sus
visiones, convergen, manifiesta o secretamente, en un oscuro ámbito, del cual
todas éstas no son sino los más evidentes indicios. En lo que sí difieren
ampliamente las concepciones, es en la cifra de su sadismo, y en la
intervención, directa o no, que Dios y sus creaciones hayan tenido en su
origen.
El Infierno cuyo temor se canta
desde casi todas las grandes epopeyas, no es hechura del hombre. Es, según
parece, un demiurgo, personificado en función de Dios-verdugo, quien proyecta y
realiza la oscura residencia, cuyo centro coincide siempre con el de la tierra,
y cuyo origen aparece en el mito, relacionado con la expulsión eterna de los
demonios, desde otros planos superiores o celestes, hasta las profundidades de
algún río, donde estos ángeles o dioses caídos, magos en el arte de torturar,
permanecen vigilantes, atormentando afrentosamente a la multitud de los que,
por una burla del azar, fueron definitivamente condenados.
Es la epopeya babilónica de
Gilgamesh, cuyo Infierno, al igual que el de Hesíodo y Dante, se presenta como
una extraña ciudad subterránea, "defendida por siete murallas y siete
puertas", donde se manifiestan por primer vez dos de las ideas que
centrarían todas las concepciones posteriores sobre el Infierno. La idea de la
condenación eterna se sugiere fijamente en este pasaje: "Sígueme"
-grita el monstruo "sígueme a la casa a la que se entra sin esperanza de
salir de ella. Por los caminos que sólo sirven para la ida y nunca para la
vuelta".
Es Dante quien, hermanando estas intuiciones
con la angustia del cristianismo, desata todas las fuerzas demoniacas latentes
en la conciencia humana descubriendo una verdadera gehena, y, sin embargo,
invita al mismo tiempo a una sorda rebelión en contra de su blasfemia, de su
exageración sádica, de su olvido de la más temible pena: la privación eterna de
la presencia de Dios.
Con Swedenborg, en el siglo XVII, todas estas
fuerzas convocadas por Dante sufren un viraje hacia el hombre, y le devuelven
súbitamente toda la responsabilidad frente a un destino del que las delirantes
concepciones de un castigo arbitrario, le habían librado.
En estas circunstancias, aparece
Dostoievski, con su monstruosa maquinaria sobrenatural; el Infierno trasciende
su amurallado círculo, abandonándonos en medio de su dominio más secreto. No
esperaría más. Alucinaría nuestra vigilia con los indicios de su constante
crecimiento, hasta que en "el día del juicio", la comprensión de su
naturaleza bestial, iluminará al hombre. Dominado por este signo, ya
Dostoievski no pudo separarse más de su terrible deseo de insectizamiento, de
monstruosidad, sobre el cual Kafka levantaría su fantástico andamiaje. Un
ahogante ambiente, lleno de reptiles, preside la simbología aterrante,
manifiesta en la contemplación eterna del espíritu del mal, que esta vez, surge
como una araña de enormes dimensiones, militante del ejército de parásitos
dotados de inteligencia y voluntad, cuyo domicilio es el cuerpo humano.
Pero es en Marcel Jouhandeau,
(que con Berdiaeff y Lautréamont compone una trilogía mefistofélica) donde más
peligrosamente se ha jugado con la idea de la libertad humana, libertad que,
aún dentro de la fe, Jouhandeau usa para levantar frente a Dios un imperio sobre
el cual el mismo Dios no puede hacer nada, donde “los condenados están sentados
como héroes o como reyes, cada uno sobre un trono de fuego en su eterna
constancia y serán lo que no será sometido”. Esa libertad mal entendida rechaza
después de Jouhandeau, desde la renuncia a Dios, hasta su extremo opuesto, y se
pregunta si no es Dios más sensible a su Infierno que a su Cielo, para terminar
con estas imploraciones: “Refresca, señor, mis labios abrasados por el mal, no
apartes de mí tu rostro”.
El último heraldo, el más lúgubre
de todos los del Infierno, corresponde por ironía al existencialismo ateo de
Sartre. El suplicio revelado por Sartre es completamente diferente, y es en ese
desamparo al que el Infierno nos arroja, (porque el Infierno de Sartre está en
la tierra, y "son los otros") donde reside el secreto de su crueldad.
Poco a poco, nos vamos identificando con los personajes de "La
Nausea", "La Edad de la Razón". "El Ser y Nada" y
otros que han comprendido la vida como un absurdo al cual fueron lanzados y del
cual serán separados sin saber cómo, en la que la conducta del hombre, loable o
no, se explica solamente como una de las posibilidades que, haciendo uso de la
libertad que le pertenece, puede escoger en un momento dado, y que por tanto,
no puede extrañarnos. La oculta rebelión sartreana multiplica sus frutos en
"Las Moscas", donde un terrible sentimiento de singularidad, de
autorreclusión, de tedio, nos invade desde las alucinantes moscas, enormes como
seres humanos, enlace del hombre y el demonio.
Una de las últimas cuestiones de
que trata el libro, (muy cuantitativa por cierto) es la cifra a que ascenderá
el pueblo de los condenados. No habíamos hallado ninguna referencia precedente al
escabroso problema. El mismo autor se muestra indeciso y dice: "Tal vez
sea inconveniente reproducir ciertos pensamientos que se atribuyen en nuestro
tiempo a algunas personas de bondad ejemplar". Nos enfrentamos
repentinamente con la menos temible. y por consiguiente la más oculta de todas
las visiones del Infierno: no es el Infierno tumultuoso, ajado por el uso, sino
otro para cuya existencia no han hecho falta ni el gran alboroto, ni los
supliciados. Este lugar. concebido por Sta. Teresa, es terrible, pero está
vacío. Es un Infierno en potencia.
A las mismas conclusiones debe
haber llegado Sta. Gertrudis, cuando escuchó del Señor, según nos dice:
"No te diré lo que hice de Salomón ni de Judas, para que no se abuse de mi
misericordia."
Pero el Infierno vigila y espera.
El aviso se repite, con torturante frecuencia, multiplicándose como la vanidad
del hombre. Entonces comprendemos la estrecha correspondencia, la exacta
justicia. El Infierno se ha vertido todo en aviso. No necesitamos más Infierno
que el temor al Infierno. Entonces todo el andamiaje cae abajo, y nos quedamos
vigilando, fuera ya de todo Infierno, porque nada nos avisa, y todo nos amiga,
en perdurable asilo.
En el resto del libro la
imposición dogmática se fortalece irremediablemente. Las disquisiciones sobre
el momento de la entrada, los habitantes y la duración del Infierno, no superan
el tedio característico de las latanias monorrítmicas de domingo por la mañana,
ni por supuesto, (hubiera sido fatal) añaden nada a la manida fórmula del
revelacionismo. Es verdaderamente lamentable que en la mayoría de las
cuestiones planteadas, las soluciones ofrecidas, sean inocuas, o nos abandonen
frente a problemas más difíciles. Motivo para que, no podemos hacer otra cosa,
después de admirar la trama infernal, (que en realidad no sé de dónde, ni cómo
se conoce) que saborear nuestro acostumbrado desamparo, que por querer evadir,
resulta seguramente por castigo, la única posesión cierta que nos dejan.
(1) "El Infierno" por
Jean Guitton, Michel
Carrouges, Ch.-V. Héris. Gustave Bardy, Bernard Dorival y C. Spicq.
Ediciones Criterio. Emecé. Buenos Aires.
Ciclón, vol. 2, n. 1, enero, 1956.
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