Jorge Mañach
Bread Loaf -"La Hogaza- es uno de los
topes más altos en la vecindad de Middlebury. Un poco más allá están las
escarpadas crestas desde las cuales, en invierno, se desprenden los esquiadores
para sus vertiginosas aventuras. En verano, toda esa crestería es un macizo
denso de pinos, de sauces, de abetos y abedules. En el seno de él tuvieron
instalada durante los años de guerra, la Escuela Española, y fue allí donde
José María Chacón y Calvo, profesor uno de esos años en Middlebury, pasó una de
esas temporadas históricas de frugalidad y de frío que parecen ser parte de su
destino de hombre de estudio. Pero este verano la escuela que allí estuvo fue
la inglesa -lugar donde no se enseña el idioma de Shakespeare-, sino los modos
literarios de usarlo. Y allá de cuando en cuando subíamos los del valle, los de
la Escuela Española y la Italiana y la Francesa y la Rusa, para asistir a
alguna representación de teatro avanzado o escuchar alguna apetecible
conferencia. Por ejemplo, la que le escuchamos a Robert Frost.
Frost es, como se sabe, el más insigne, acaso el más grande y
probablemente el más viejo de los poetas norteamericanos de hoy. Van y vienen
las modas poéticas, mudan las imágenes y los ecos, suben o bajan prestigios
nuevos, pero la gloria de Robert Frost permanece sólida y fresca siempre, como
una de sus montañas. Es el poeta de la Nueva Inglaterra; pero esta localización
no parece limitarlo, sino más bien aludir a algo primordial y entrañable en su
inspiración, a un sentido profundo y seminal de su tierra y de su raza enteras.
Pues aunque la periferia histórica de lo americano haya crecido tan enormemente
hacia el Sur y hacia el Oeste, aunque todo ese vasto mundo nuevo, expansión de
la frontera, mire ya hacia la zona de los yanquis puritanos con un poco de
gigantesca ironía, por debajo de esa sorna y displicencia se descubre sin
esfuerzo un respeto intacto a lo originario, a la tierra de los peregrinos y
los patriarcas, a la matriz sajona, donde se habla el mejor inglés y las
costumbres son más austeras.
En el alma poética de Robert Frost hay mucho del yanqui tradicional -el
amor a la costumbre y el paisaje, el fondo de sabiduría natural, aliñado de lo
bíblico, el pudor de los sentimientos y el humor “seco”. Pero no es este ningún
Gabriel y Galán de la Nueva Inglaterra. Lo yanqui, en él, está como destilado y
potenciado más allá de lo comarcano; en su espíritu resuenan todos los rumores
agitados de la nación y el mundo. Los acoge con cierta sorna filosófica, con la
displicencia del hombre que se sabe las cosas esenciales -el amor, la
naturaleza y la muerte -y, a veces, con una vaga inquietud por el destino de la
promesa norteamericana y la humana. Conservador, como todos los espíritus muy
apegados a la tierra, tiene, sin embargo, de utópico lo que todo amador de
estrellas. Cuando parece que va a disolverse en espejismos utópicos, la frena
siempre su buen sentido de labriego exquisito, saturado de lecturas. Todo ello
se resuelve en una poesía a la vez serena y trémula, cargada de inteligencia
humana, de bucolismo, de amor profundo… una poesía que constantemente vuelve,
fatigada del espectáculo de los hombres, al del
al del arce joven que empieza a soltar su
corteza
de verde
infantil y enseñar el blanco lechoso
Arrodillado una
vez ante mis hierbas
hurgaba la
tierra con perezosa azada
tarareando mi
mezcla de tonadas;
pero al ver que
algunos muchachos de la escuela
se habían puesto
en la cerca a espiarme,
el corazón se me
detuvo con el canto.
Pues cualquier
mirada es siempre mala
que se permite entrar en mundo aparte.
Aquella tarde, Frost había sido sonsacado de su soledad para que diese
una conferencia en la sala de actos de Bread Loaf. Hubo que ir muy temprano para
conseguir asiento. Cuando llegamos, un poco ateridos ya del frío de la
ascensión, la sala estaba casi llena: pero logramos sentarnos en fila delantera,
al amparo de la hospitalidad interprofesoral. Cuando el poeta llegó con su aire
de leñador anciano y su revuelta melena blanca, estalló una ovación larga y devota.
La recibió con esa tranquila, sonreída displicencia, de los hombres que ya le
conocen el gusto a la gloria y que, además, no le otorgan mucha importancia al
aplauso de los hombres.
De pie frente a un atril desde el cual la
lamparilla encaperuzada le esculpía de luces y sombras, el rostro vigoroso
empezó a hablar, por vía de pequeña introducción a una lectura de sus últimos
poemas. Hablaba de lo que era la poseía. No sabía el bien qué cosa era. A lo
largo de su vida, se le habían ocurrido innúmeras definiciones. Todas le
parecían siempre buenas y malas. Aquella tarde pensaba que la poesía pudiera
definirse como una pausa del alma entre las cosas. Pero en su charla no había
nada de docente; era más bien como una confesión, como un soliloquio en que la
voz, lenta, densa y grave se hacía inaudible.
Comenzó a leer sus poemas. Los interrumpía a
veces para interpolar un comentario, casi siempre irónico, humorístico. Parecía
como si quisiera acreditar la falta de solemnidad del juego poético. Aludió a
cierta conversación suya con T. S. Eliot, el laureado Nobel, el poeta americano
que se hizo británico y que hablaba con un acento inglés... de Michigan.
Comprendimos que no le interesaba mucho aquella poesía arcana, de sonambulismo
filosófico. Sobre la alusión suavemente irónica, saltó enseguida su propia linfa
diáfana, clara de fondo y visitada por los reflejos del cielo el paisaje, como
aquel arroyo de la Quiebra de Ripton que habíamos estado contemplando según
ascendíamos a la cresta de Bread Loaf.
Desde el silencio lleno de su verso, vimos por
todas las ventanas abiertas cómo se iba poniendo lentamente el sol sobre las
montañas.
Diario de la Marina, 18 de septiembre 1949.
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