Lino Novás Calvo
Lydia Cabrera acaba de reeditar El monte (Rema Press, 2154, N.W.,
23 Court, Miami, Florida). Llevaba varios años agotado. Y aun cuando no lo
estaba no fueron muchos los que alcanzaron a leerlo. Parecía una obra para
iniciados, y lo era. Era también una obra
para todos.
A simple vista pudiera parecer un libro de
pura investigación, una obra erudita, sobre la magia afrocubana. Es eso. Es
mucho más: un intrincado tejido de mitos, cuentos, ritos, fórmulas, hechizos,
leyendas y misterios de los negros -y aun de los blancos- de Cuba.
Nada igual se ha publicado nunca. Nada igual
podrá publicarse, pues las fuentes de donde ha sido tomado están agotadas.
Lydia sola es la depositaria de ese tesoro.
Déjenme decirles ante todo quien es Lydia Cabrera. Una señora que
perteneció a la "buena" sociedad habanera de antes quiso conocer en
Miami a la autora de El monte. La vio, la escuchó, la observó, y salió
diciendo:
-¡No lo comprendo! Tan fina y tan inteligente y… ¡ocuparse de esas
porquerías!
Sí, ésa es Lydia. Su padre fue un notable
escritor, jurista y patriota. Proviene de una antigua familia española, sin
gota de sangre africana. Es bella, elegante, refinada. Con todo, ha consagrado
su deber y su inteligencia a esas… cosas de negros.
Esas cosas tienen su porqué. Son algo que
tiene mucho que ver con nuestras comunicaciones con el misterio. Valen para los
negros y para los blancos. Son de ayer, de hoy y de mañana. En el fondo de esos
mitos, leyendas y hechizos, podemos encontrar algo que rompe el tiempo y brinca
sobre las razas. Lydia no lo dice, y es posible que el lector ingenuo no lo
advierta; pero está ahí, y bien valdría la pena explicarlo.
No lo intentaré, sin embargo, en esta reseña. Quisiera tan sólo decir
algo de lo que, más superficialmente, parece ser este libro. El propósito de la
autora ha sido, sin duda, bien modesto: recoger, de boca de los negros viejos,
la versión de su magia. Y lo ha hecho, como es debido, con humildad, fidelidad
y respeto: como pidiendo permiso para pisar la sagrada sombra de una ceiba. Ni
ella misma tenía idea de lo que iba a salir de esa aventura.
No fue fácil. Los negros cubanos (y los
blancos y mulatos iniciados en sus misterios) guardaban muy celosamente los
secretos. Tiempos hubo en que el revelarlos hubiera sido traición y sacrilegio.
Pero los tabúes se fueron ablandando al envejecer los últimos libertos. Ésa fue
la ocasión que aprovechó Lydia para introducirse en cuartos fambás. Le
favorecían, entre otras cosas, sus buenas relaciones con algunos babalawos,
iyalochas y mayomberos. Pero tenía que andarse con mucho cuidado.
Era un campo muy inseguro. No todos estaban dispuestos a decir la verdad. Fue
una paciente labor de indagación, selección y confrontación que duró muchos
años. Pero el resultado fue El monte. ¡Bien valía la pena!
El monte no es la única incursión de Lydia
Cabrera a los misterios afrocubanos. Otros dos libros, también agotados -¿Por
qué?, Cuentos negros de Cuba- valen igualmente lo que pesan. Éstos son
libros de ficción -cuentos y leyendas- inspirados por la mitología afrocubana.
El monte es un libro de minuciosa y rigurosa indagación. Pero de esa realidad
descubierta se escapan los relatos más alucinantes. La imaginación se queda
chiquita ante los dichos de esos viejos congos y lucumíes que Lydia ha
entrevistado.
Una de
las cosas que más fascinan en este libro es la identificación de lo divino con
lo humano. El negro afrocubano todo lo humanizaba. Sus hombres pueden ser
diosas y sus dioses son hombres. Nunca se los ha visto juntos.
Y esto es lo que queda. Del poder sugestivo de
esos cuentos maravillosos he tenido yo comprobación en uno de mis cursos para
graduados en la Universidad de Syracuse, New York. Aunque adelantados en
literatura hispanoamericana, mis alumnos quedaron asombrados: nada igual habían
leído nunca. El mito y la leyenda estaban tan cerca de nosotros, que pudiéramos
vernos participando en sus peripecias. Además, venían aderezados con ciertas
yerbas y especias sutilmente introducidas por la autora en los relatos: humor,
gracia, ironía, malicia… Todo lo que escribe Lydia Cabrera está siempre un poco
en clave. Un día le dije:
-Me figuro que mientras recogías esas patrañas
te estarías riendo por dentro.
Me respondió con igual seriedad:
-¡Nada de burlas! Eso es sagrado…
Pero no pudo contener la risa.
El monte es una inmensa maraña de 600
páginas en que se entreveran los más extraños elementos:
-Fórmulas: cómo se prepara una nganga; cómo se prepara un
zarabanda. Guerra de energías…
-Ritos:
cómo se propicia y domina a las fuerzas ocultas.
-Curanderías: todo el tesoro medicinal de Osain y de Zata Nfindo.
-Brujerías: ¡cuidado con esto!
-Limpiezas: todos las necesitamos.
-Historias de Orishas: Olofi, el
ser supremo, ya retirado; Changó, el guerrero; Oshún, la tonuda; Eleggua, el
travieso; Oyá, el brincador tuerto, cojo y manco… Y tantas otras divinidades
humanizadas: Yemayá, Obatalá, Eshú…
-Piedras
mágicas: la santísima Piedra Imán…
-Sacerdotes y sacerdotisas: iyalochas, babalawos, mayomberos…
-Sacrificios: perros, gatos, chivos, jutías,
pollos, gallos, gallinas, sapos, alacranes…
-Y comunicación con los difuntos: los ikús, los ibbeyis…,
pues también éstos habitan en el monte. Hasta Jesucristo, que murió en un
Monte, dice un informante, "tenía mucho de yerbero".
Aunque los santos católicos viven en el cielo,
cuando los negros afrocubanos los sincretizaron con sus deidades los trajeron
al Monte. Por eso viven también allí; Santa Bárbara (Changó); Nuestra Señora de
la Caridad del Cobre (Oshún); la Virgen de Regla (Yemayá); Nuestra Señora de
las Mercedes (Obatalá); la Virgen de la Candelaria (Oyá); San Lázaro (Babalú
Ayé); San Francisco (Orula); San Bartolomé (Eshú); San Silvestre (Osain)… Y no
se extrañen de advertir sincretismos de ambos sexos, como el de Changó y Santa
Bárbara. Changó, que es bastante pícaro, pudiera estar disfrazado de mujer…
Desde
luego, los habitantes más numerosos del Monte son los "palos" y las
yerbas. Pero no crean que por eso se trata de simples entes vegetales. Cada uno
de ellos tiene su dueño divino y su personalidad mágica. Puede, incluso, que
algunos salgan a pasear de noche por el campo y que se reúnan a paliquear en
las sabanas. Se sabe que, por lo menos, las ceibas hacen eso de vez en cuando.
De esos habitantes mágico-vegetales cita Lydia por lo menos medio
millar, cada uno de los cuales posee cualidades maravillosas, buenas o malas,
según como se les utilice. La misma yerba puede ser panacea o mortífero veneno.
Todo depende del yerbero y de las divinidades que moran en el bosque.
Por eso sería inútil que el profano se adentrara en la manigua en busca,
por ejemplo, de una yerba para el mal de los riñones. Los palos, no sólo hay
que saber buscarlos, sino hablarles, propiciarlos y encaminarlos. También hay
que tomarlos a la hora indicada. Finalmente, antes de hacer eso, habrá que pagar
al monte el debido tributo. Pues no crean ustedes: en el mundo de la magia,
como en este otro en que vivimos, todo tiene su precio. Nadie da nada por nada.
Y, entre toda esa maraña, cuentos, relatos, cada uno a cuál más
maravilloso. Una verdadera mina de milagros humanizados.
Pues,
como dije, lo verdaderamente cautivador es esa identificación de lo humano y lo
divino en la milagrería afrocubana. Para el africano de Cuba sus divinidades
eran hombres y mujeres, con todas sus virtudes y defectos, sus desdichas y sus
felicidades. Sus dramas, eran nuestros dramas; sus comedias, nuestras comedias.
Por eso cuando un santo católico es identificado con un santo congo o lucumí,
adquiere las [características] montunas de un santo africano. Sobre este sincretismo
dice un informante citado por Lydia:
-Los santos son los mismos aquí que en África. La única diferencia está
en que los nuestros comen mucho y tienen que bailar, y los de ustedes se
conforman con el incienso y no bailan.
En realidad, cuando los santos católicos se sincretizan con los
africanos… también comen y bailan.
Finalmente, unas palabras sobre lo que allí se llamaba -y aún debe
llamarse- "subir o bajar un santo". Ocurre esto cuando una divinidad
"monta" un "caballo" humano. Cuando un Orisha se apodera
así de una persona, expulsa su ego y se instala en su lugar. Y mientras
permanezca allí, el "caballo" será simplemente su instrumento,
carente de cerebro propio. El "caballo" hablará y obrará como el
santo que lo "ha montado". Y entonces lo veremos hacer y decir las
cosas más inauditas. Por ejemplo: lamer llagas purulentas y comer cucarachas…
¡Y esto no es nada! Vean ustedes El monte y luego me dirán…
“El monte”, Papeles de Son
Armadans, Vol. CL, 1968, pp. 298-304.
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