jueves, 30 de agosto de 2018

Rupert Brooke: un poeta inglés


  
  Ramón Pérez de Ayala

 Hace ya algún tiempo, leí en la prensa inglesa la noticia de que Rupert Brooke, un poeta muy mozo pero ya tan granado como los mayores líricos ingleses, había muerto, víctima de la guerra. La verdad es que yo no había oído jamás el nombre de ese poeta, ni había leído cosa alguna escrita por él, o si la había leído, no me acordaba. Algún tiempo después, vi en una revista norteamericana. The Outlook, un retrato de Rupert Brooke, acompañado de una breve nota biográfica y crítica y de un soneto suyo, intitulado «El Soldado», que hubo de impresionarme hondamente. Luego llegó a mis manos una antología de la novísima poesía inglesa. El libro lleva este nombre: «Georgian Poetry. 1915-1915». No sé si sabrá el lector que en Inglaterra es norma añeja y permanente de la Historia literaria inscribirla dentro de la Historia política, agrupando a los escritores en reinados y aplicándoles un calificativo común, derivado del monarca que a la sazón reinase. Así se dice literatura y escritores Isabelinos, de los que florecieron en tiempos de la reina Isabel, o novela victoriana por el género novelesco cultivado durante la época de la reina Victoria. “Poesía Jorgista” quiere decir la nueva manera poética que se inicia en Inglaterra bajo el rey actual, Jorge V. La antología, abarca solo un lapso de dos años, y de ellos ha sido de guerra un año y medio. ¡Curiosa emoción la que nos brinda este libro! El fragor de las armas y el estruendo del combate que de continuo nos atribulan en estos días negros, se aquieta y serena y en su vez levántase un acento tan puro y espiritual que no parece nacer de hombres en lucha sino de hombres en éxtasis, no de hombres a quienes la iracundia enfebrece sino de héroes de leyenda piadosa a quienes mueve amor, que todo mueve.
 Rupert Brooke figura en esta antología con varias composiciones, que bastan, en efecto, para acreditarle como un poeta de la casta y del estro de los mejores líricos ingleses. Y téngase en cuenta que la lírica inglesa es sin duda la más rica, la más sutil, la más profunda y la más arrebatada del mundo. No cometían hipérbole los panegiristas póstumos de Rupert Brooke. He aquí lo que de él dice The Outlook:
 «El rostro de Rupert Brooke recuerda el de Keats, si bien el del poeta antiguo era más reposado en tanto el del poeta muerto en el Egeo la última primavera está tan colmado de entusiasmo que nos parece que va a salirse fuera de la página. Es un rostro lleno de hermosura y vibrante con una acción recóndita que se halla en suspenso, como remansada en emoción imaginativa. El verso de Brooke es también semejante al de Keats en intensidad y veneración de la Belleza; si bien en tanto Keats tiene la sencillez antigua junto con el espíritu romántico, en Brooke hay una temblorosa modernidad de sentimiento y una gracia peregrina para dar con la expresión objetiva de los sentimientos subjetivos. Keats y Brooke murieron en el esplendor primero de la mañana. Ambos participarán la fortuna de una juventud radiante e inmortal. Rupert Brooke era, desde su infancia, un poeta y un atleta además. Vivió lo más de su vida en estrecha intimidad con la naturaleza. Gustaba de pasear incansable a campo traviesa, y, como Byron, gozábase en nadar de noche. Estudio en King's College, Cambridge, donde formó un gran círculo de amigos y brilló como uno de los estudiantes más distinguidos. Alguien que por entonces le conoció dice que mirarle era como contemplar la juventud del mundo. Fue uno de los hombres más hermosos de su tiempo. Viajó por el continente americano, pero sintió muy pronto la necesidad de volver a su amada Inglaterra, el país en donde pueden vivir los hombres de corazón generoso. Apenas declarada la guerra comprendió toda la tremenda significación del acontecimiento y al punió entró a servir a su patria. Formó parte de la división naval enviada a Amberes; peleó en las trincheras, bajo la metralla alemana, e hizo con la expedición Inglesa la famosa retirada nocturna, a través de ciudades y aldeas incendiadas, al tiempo que rebaños de paisanos fugitivos de sus hogares y campos natales. Más tarde partió con la primera expedición a los Dardanelos, y allí murió, el 25 de Abril de 1915, día de San Miguel y San Jorge. Lo enterraron, a la luz de la luna, en un monte de olivos en Seyros. “Esperaba morir, escribió Winston Churchill, deseaba morir por su amada Inglaterra, cuya belleza y majestad conocía muy bien. Avanzó hacia la muerte con serenidad perfecta, con absoluta convicción de la justicia de su patria, y el corazón desnudo de odio al enemigo”. El soneto titulado “El Soldado”, es la poesía más noble que se ha escrito durante esta guerra. Entre este breve poema y el llamado Himno al Odio, cuyo autor fue condecorado por el Emperador de Alemania, hay una distancia como del cielo al infierno. Murió de edad de veintinueve años. El poeta que escribió: 

 descenderemos con paso seguro
 y coronados de rosas, en el reino de las tinieblas,

conocía el secreto de la magia natural, que los dioses solamente inician en aquellos a quienes aman.
 Una de las características de la poesía de Brooke es la fruición en todas las cosas de naturaleza, aun las más humildes, (…) atadas y feas, como partes, igualmente pulcras de la gran belleza universal, ya que todas las cosas son anhelo o conato del tipo hacia el arquetipo y expresiones sensibles del espíritu divino. Otra es la familiaridad serena con la muerte, en la cual no veía sino el tránsito del tipo al arquetipo, de la forma mudádica e imperfecta a la Idea perfecta, ecuánime e incorruptible. Esta ansia del más allá en donde cada cosa realiza su ideal y plenitud, y todas ¡unías se conciertan en unidad suprema, la expresa Brooke ora en tono grave y misterioso como en la composición llamada «Tiare Tahiti», ora con cierta ironía y tierna ingenuidad, como en el poema «Cielo», que traduzco fielmente a continuación:

 Un pez, abarrotado el buche
de moscas, en lo más ardiente
del mes de junio, perezoso
brujuleando entre las aguas
embebidas de sol, al mediodía,
cavila en la ciencia profunda,
luz y sombra, y en cada secreto
de temor y esperanza propios del alma-pez.
Dice el pez: el mundo es arroyo
y estanque. Pero ¿no ha de haber
un Más allá? Esta vida no parece ser el Todo,
pues si lo fuese ¡cuán desagradable!
¿Qué duda cabe que algún bien supremo
se guarda pan el agua y para el fango?
Descubre la mirada reverente
una Causa Final del mundo liquido.
Aunque envuelta entre sombras,
la Fe nos dice que el futuro
no puede ser Enteramente Seco.
¿El fango al fango y la muerte en acecho?
Imposible.
La vida na se acaba con la muerte
sino que existe Alguna Parte
más allá del Espacio y del Tiempo,
donde el agua es más húmeda
y el limo es más limoso.
Y allí —la Fe nos dice— está nadando Uno,
que ya nadaba antes que existiesen los ríos,
inmerso, de alma y forma de pescado,
omnipotente y escamoso y bueno.
Bajo su Aleta todopoderosa
los pececillos hallarán cobijo.
¡Oh! Nunca el cebo esconderá el anzuelo
-el pez dice- en aquel Eterno Arroyo,
y habrá hierbajos ultramundanales,
y fango, de hermosura celestial,
y rollizas orugas abundantes,
y gorgojos paradisiacos,
y polillas y moscas inefables,
y el gusaneo suculentísimo
y en aquel Cielo apetecido,
donde halla saciedad todo deseo,
no reconocerá más tierra,
—dice el pez—.

 Para terminar, ofrezco al lector la traducción del ya célebre y casi profético soneto de Rupert Brooke, El Soldado:
 «Si yo muriese, pensad solo esto de mí: que allí donde me entierren habrá un rincón de tierra extranjera que será Inglaterra ya para siempre. Y allí, entre los fecundos terrones se esconderá una ceniza más fecunda aún. Fina ceniza que Inglaterra engendró, formó, despertó a la vida de conciencia, y a la cual dio, en un tiempo, flores para amar, caminos para recorrer, y un cuerpo que a ella sola pertenece, ya que vivió de su aire y se refrigeró y curtió en los ríos y con los soles maternos. Y pensad que este corazón, por la muerte purificado de toda maldad y convenido en un pulso de la mente eterna, hará brotar allí en donde yacen los pensamientos que Inglaterra le había dado, el rumor y la vista de sus campos, ensueños tan sosegados como sus días, y risas, aprendidas de los antiguos, y cordialidad, en pechos apacibles, bajo un cielo inglés».
 Es verdad que de esta poesía al «Himno al odio» hay tanta distancia como del cielo al infierno.

 La Esfera, Madrid, 19 de febrero 1916,  núm. 112, p. 19.

No hay comentarios: