miércoles, 30 de diciembre de 2020

La fundación del paisaje



         Mc Donald es lo más bello que hay en Florencia,

         Mc Donald es lo más bello que hay en París,

         Mc Donald es lo más bello que hay en New York;

         Moscú todavía no tiene nada bello.

 

                                           Andy Warhol

  

   Severo Sarduy 


  Al designar las cosas -los seres innombrados y las cosas- el poeta funda el paisaje: traza los cimientos de un habla que son como la apropiación de un sitio, el bautismo de un país. Al dar un nombre, crea el sentimiento de pertenencia, la noción de lugar, como si un nexo indisoluble, aunque sin materia, ligara, con la trabazón de la sintaxis, los objetos nombrados, los ríos y montañas del espacio recién descubierto, inexplorado. Todo lo descubierto y por descubrir es una metáfora de América: antes de América, en las islas anunciadas en lsaías -60.9- , o en la Medea de Séneca, o después, en la rugosa Luna o, algún día, en los curvos confines del espacio.

 Los míticos fundadores de los reinos europeos, más que dinastías o linajes, fundaron "el árbol" de la sucesión: las rosetas de las catedrales -y aún antes, el severo sostén del románico- y el arco pitagórico de las ojivas son contemporáneos, y como el doble en lo visible, de un orden tan riguroso y algorítmico, tan articulado como el del gótico naciente; el de la prioridad o la jerarquía en los diversos planos de lo decible, como un boceto de perspectiva verbal.

 Los juglares, a la sombra de las almenas, o a la de una genealogía de ramas feudales, cercanas a la raíz, como si las alimentaran silenciosos ríos subterráneos, aún deslumbrados por el fulgor de la epopeya carolingia, cuyas hazañas consignaba el relato, la verdad oral, pudieron modelar una métrica, dibujar la mise-en-abime de los recientes ciclos heroicos en un vocabulario nítido como el de la heráldica, como la frase inmediata y legible de un blasón.

 Los trovadores fueron más allá: inventaron un sentimiento más bien reconocible -el amor- y lo afrontaron a la tradición: requerimientos dirigidos a la Dama, similares y contemporáneos de las súplicas a la Virgen; requiebros a una Dama que no esposarían, de la cual no habría descendencia. Para entonar, para proferir esa petición sin desenlace, no disponían de otras señal es ni de otras marcas que las del cantar de gesta: ruinas y proezas, conquistas y capitulaciones: sujeciones.

 Las marcas del trovador resuenan en otro espacio, indiferenciado y nocturno, donde se convierten en signos incandescentes: en metáforas astrales.

 La canción de gesta, con sus transposiciones meridianas, como una traducción o una equivalencia de los hechos, de la épica, a un código inmediatamente descifrable, es metonímica, diurna, discursiva, dibujada como un escudo; el amor cortés, y el texto voluptuoso y continuo que lo dice, son metafóricos y nocturnos.

 El descubrimiento de América es un desafío, también, al lenguaje.

 La proliferación, para los conquistadores infinita, de cosas a nombrar implica, al menos, una multiplicación, a veces delirante de la sinonimia; siempre una crisis de la denominación. Las palabras no bastan, el orden gramático y su logos se fatigan intentando seguir las espirales del cuje, la curva de una hamaca que es la de una liana y que es, invertida en el reflejo de un estanque, la de un astro conocido en su periplo anual.

 Déficit elocutorio, posible fundación de un barroco que se extiende, en el espacio, hasta donde Hernando de Soto, sediento de la Fuente de Juventud como otros lo estaban de El Dorado, y clavando febriles cartas, en el tronco de los árboles gigantescos, para su mujer, penetra en el interior de La Florida.

 El resto, la llanura enigmática de América, hacia el norte, es, por entonces, nada. O casi. Para la imagen, para el reino de la imagen, poco tiempo ha pasado. Esta vasta empresa de denominación, que encubre apenas una ambición ontológica -nombrar a partir de nada, fundar desde lo que, para la mirada europea, es lo no marcado en el tiempo, el espacio sin inscripción: lo ahistórico-, se confunde con la evolución, con los gestos sucesivos y contradictorios de la poesía americana.

 En énfasis bíblico, las generosas cláusulas, precisas como la elipse de una órbita, de Whitman, su soplo homérico -incluso él, dice el poema que comentamos, requería un Homero, aunque fuera en la versión de Pope- intentan una fundación retórica, un fundamento en la palabra: todo es objeto de comentario, de glosa, de elogio: de cita. América, la calma planicie de trigo, los rectos y desmesurados ríos, ya es discurso; el hombre americano una imagen; todo es arqueología.

 Su contradicción, y hasta su parodia, están en Olson –y aún, medio siglo antes, en el imagismo de la escuela de Chicago-: "los objetos deben de ser tratados exactamente de la manera en que se presentan y no en función de ideas o de concepciones preestablecidas y exteriores al poema."

 La mirada de Richard Howard, poeta en Nueva York, es doblemente irónica; concluyente, en todo caso: por una parte -considero sólo, de sus siete libros de poemas, el último, Misgivings- se vuelve hacia la historia, hacia Europa, hacia el París de las primeras fotos. Esboza, o más bien modela una galería de retratos del Segundo Imperio y la Tercera República que, más que semblanzas, son como el doble o el pendan: cáustico de las fotografías, compuestas en la iconografía realista del retrato finisecular. Los poemas, de cierto modo, fijan también a los personajes, como en una emulsión argentina y sensible, en una placa obscura; los envuelven, como en finas bandas de lino: detalles aparentemente anodinos, o desconocidos, o mórbidos; consejos o apóstrofes que se reducen con frecuencia a simples nombres, tratados desde una proximidad excesiva, o desde una distancia legendaria. Son más carillas, haces dispersos de eventos olvidables o heroicos, fragmentos demasiado precisos, puntuales al exceso como para armar una biografía: George Sand entra en el estudio de Nadar, su compére, quien ha bautizado un dirigible con el nombre de la escritora ya sexagenaria y le pide ahora, en este mediodía, que se siente como Racine ante la cámara. Ella, drapeada en terciopelo rojo y con una exuberante peluca "Luis-algo", ni la grande dame de sus espantosos cuentos ni la grande amoureuse que se vanagloriaba de ser, posa "serenamente herética, eficiente, real", para el doble retrato en que Nadar y Howard, en el revelado de un díptico –los poemas van acompañados y son como el gemelo de la fotografía-, la inmovilizan, la ensimisman.

 Europa, el pasado, el corpus cultural existen, son innegables, pero no se reducen a "concepciones preestablecidas y exteriores al poema": son todo un universo a la vez seductor y vigilante, pero concluso, clausurado: letra muerta. Si Howard lo restituye no sin júbilo es como quien recorre, junto a un fotógrafo "oscurecido por una nube de poses y por una lista de grandes nombres", un memorable museo de cera.

 Ese mundillo de Nadar, perfecto y acabado, donde trona, "héroe inherente en Eros", Charles Baudelaire, "con esa espléndida impaciencia que es la más profunda de las virtudes francesas", iba a encontrar su reverso, o su contradicción, en la intacta cosa americana, en el espacio libre y abierto de América, donde "quien crea algo nuevo, tiene que aniquilar algo viejo", es decir, donde toda verdadera creación es un parricidio simbólico, la renuencia a un saber precedente y marchito.

  El poeta se limita, pues, al mundo que le es dado, inaugura un habla o sienta las premisas de una Estética cuyo referente mayor es la producción industrial de objetos utilitarios o de consumo, una repetición que encubre apenas la pulsión de muerte, tal y como Andy Warhol y los pintores del Pop, en la tautología arrogante de sus telas mecanizadas y prosaicas al extremo, la van a reflejar. Pero esa proliferación incontrolable de objetos brillantes y chillones, de cosas que, en su desperdicio, dan lugar a otras cadenas de cosas, no es la conclusión de una civilización de lo barnizado de lo oficialmente atractivo, de la seducción enchapada; es su punto de partida, su Altamira o su Lascaux, el grado cero de lo Bello: "si nuestro Sublime no va más allá que algunas cosas como latas de cerveza y tenedores plásticos, éso no es todo lo que podemos decir, ni es ése el Dios en que en verdad confiamos."

 


 Podemos quizás, con la perspectiva del tiempo, encarar de otro modo lo que con demasiada frecuencia se consideró como el "exilio" de W. H. Auden -el poeta que, por su particular sentido de la percusión, por su insistencia en los valores métricos, puede ser considerado como un modelo formal de Howard- y que no fue más que un regreso al país natal, cuando, poco antes de la guerra, abandonó Inglaterra para volver a los Estados Unidos, renunciando así, voluntariamente, a un corpus cultural, haciendo tabula rasa para ver de nuevo -o por primera vez- lo nuevo y no en función de lo viejo.

 Esa misma perspectiva puede iluminar, si los confrontamos considerando atentamente la significación de cada palabra, el título y el subtítulo de uno de sus libros más reveladores, publicado en 1947: The age of anxiety. A baroque eclogue. El poeta vuelve al origen o, más bien, nos devuelve al presente el origen como fundación perpetua -el presente perpetuo de Octavio Paz-; "figura el advenimiento de la presencia, en el presente, tal y como su lengua se lo hace vivir, experimentar, sufrir (éprouver)". (2) ¿Qué sucede cuando el poeta, en New York y en el siglo XX, se declara -cada verso lo declara con la nitidez de sus imágenes y con su particular gravitación sonora- contemporáneo del origen?

 Ante todo, una opción: el poeta practica entonces lo que Roland Barthes llamó la función predictiva del historiador: "es en la medida en que él sabe lo que aún no ha sido contado, referido, que el historiador, como el agente del mito, necesita duplicar el fluir crónico de los acontecimientos con referencias al tiempo propio de su palabra", nos restituye así, "aunque no sea más que a título de reminiscencia, o de nostalgia, un tiempo complejo, para métrico, en nada lineal, cuyo espacio profundo recordaría el tiempo mítico de las antiguas cosmologías, ligado por esencia a la palabra del poeta, o a la del adivino". (3)

 De allí, de esa sed de presente -de origen traído al presente-, las referencias, en la poesía de Richard Howard, al tiempo propio de su palabra, al modo de decir propio de su tiempo, al tono reconocible de una ciudad.

 Llevando su palabra presente hasta un decir del origen, de lo que comienza absolutamente con ella, el poeta despuntualiza el presente, reconoce en él el espesor del porvenir que, por supuesto -al contrario del historiador- no conoce, pero del que percibe, desde ahora, las dimensiones "paramétricas".

 El poeta no dice lo que será; su palabra de testimonio de que algo adviene. Es su texto lo que trae un mundo a la presencia, lo que lo arroja a la luz.

 

 Notas

 

 (1). R. Howard Bloch, Etymologies and Genealogies, a literary anthropology of the Frenen Middle Age, University of Chicago Press, 1983.

 (2). Reiner Schürmann, 11 y dans le poime..., in Cahiers internationaux de symbolisme, Nos. 24-25, Bruxelles, 1982.

 (3). Roland Barthes, Le discours de I'histoire, in Information sur les sciences sociales, vol. VI, Aoüt 1967.

 

 Tomado de Revista de la UNAM, núm. 38, junio 1984.

 

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