Ramón Meza
Verde y blanco. Verde, por el exuberante
follaje de añejas plantas y arbustos de adorno, por el penacho de esmeralda de
las palmeras; follaje y hojarasca que no logran tener a raya las rejas de
hierro, de madera y cercas de mampostería y ladrillos coronadas de vidrios
sobre las cuales tienden las lianas sus guirnaldas. Y blanco, por los frontis,
columnatas, capiteles y frisos de correcto corte clásico que se destacan
esmeradamente blanqueados, con reflejos de mate porcelana a la luz del sol, por
entre la masa verde de la vegetación lujuriosa que crece en torno de las
viviendas, en aquella tierra humedecida por arroyuelos y vetas líquidas que aún
serpean entre el macío y los nelumbios de agua representantes de la vegetación
desaparecida de antiguos cenagales extinguidos por el drenaje.
El Cerro tiene algunos edificios cuya
construcción está ajustada a las más severas prescripciones de los estilos
griegos, llenos de armonía y proporción en sus dimensiones. El basamento
general del edificio, al cual se asciende por gradas, la columna con su fuste
estriado y correctamente marcados sus capiteles y base, los frisos, las
cornisas y los tímpanos con sus líneas y adornos trazados con gusto y
precisión, los pórticos elegantes y cómodos, contribuyen a imprimir a este
barrio el sello de superior distinción en punto a cultura arquitectónica. El
ensanche de la ciudad, las necesidades del comercio y el aumento de población
han desfigurado un tanto el aspecto general que hasta hace pocos años
presentaba el barrio del Cerro, con sus buenas construcciones aisladas,
rodeadas de jardines cuyas columnatas blancas y sus tímpanos rompen con sus
siluetas rígidas la maza movible del lozano follaje.
Y en torno de estos edificios de clásico
molde, extendíanse los inmensos y bien cuidados jardines cuyo trazado y ornato
a las claras revelaba su origen árabe. Los arriates donde florecían y
perfumaban el ambiente los jazmines, las azucenas, las rosas y diamelas; las
graderías donde en macetones de barro cocido, hacían estallar sus flores rojas
los claveles; las calles de naranjos repletas de azahares en Octubre, y de
dorados globos en Enero; las fuentes de triple tazón, las glorietas ornadas de
lianas, los leones de mármol dormido al pie de los pórticos, y las palmas
reales, con su esbelto fuste y su abanico de esmeralda movido por la brisa
suave, son detalles, reminiscencias, del gusto de la molicie de soñadoras razas
orientales, imitadas, reproducidas en esta tierra tropical, de análogo clima y
análoga raza, por las tradiciones y la herencia.
Todas las flores de Cuba y las exóticas que en
Cuba pudieron aclimatarse veíanse en los jardines del Cerro. El cortinaje
verde, que por todas partes como invariable fondo presentaba el macizo follaje,
estaba matizado por todos los colores que en su cáliz ostentaban con su
brillantez y hermosura las flores: desde el blanco del perfumado jazmín del
Cabo y el rojo del Marpacífico hasta el azul, el azul intenso de la conchita,
inverosímil en una flor y que tal se diría, por su rareza, que fue importada de
lejano país de hadas.
Pero no todos son rasgos de estilos clásico y
oriental en las construcciones y jardines del Cerro. Hay una calle en él donde
los edificios contrastan con los que se levantan a ambos lados de la ancha
calzada cubierta por el polvo de la piedra caliza, que el tráfico y el sol
desmoronan esparciéndola en nubes que incomodan. Las construcciones de madera
del Tulipán, los muros y paredes de ladrillo sin repello, por donde trepa la
yedra y tienden sus ramos de rosadas flores el coralillo y el bouguenville, las
cercas de alambre, más ligeras y aéreas, sustituyendo a la de pesadas lanzas de
hierro u otras de aspecto amenazador y formidable, el césped cortado a modo de
alfombra en vez del arriate relleno de tierra, marcan a las claras la influencia
del gusto y de las reglas que presiden a las construcciones norteamericanas. El
amplio portal de madera y las vidrieras de las ventanas en vez de las celosías
y barandajes de hierro, los pisos de madera de pino acepillada y lustrosa y las
paredes pintadas al óleo en vez de los suelos de mármol de cuadros blancos y
negros, y los azulejos de las cenefas, a la par que lo ligero y airoso de la
construcción, denotan otro estilo. Están menos defendidas; sus cercas son más
humanas, aunque no llegan al ideal de verse sustituidas por la línea de césped
y acera que señala el límite de la propiedad particular y ajena al lado de la
vía pública, no son tan agresivas como las de Jesús del Monte, con sus cactus y
caballetes coronados de vidrios de botellas. Acusan una época posterior: o un
medio ambiente de más avanzada cultura social. A esto contribuye el ferrocarril
próximo que detiene sus locomotoras un momento en la elegante estación de
madera, rodeada de flores y cercada por muros de ladrillos, y que luego se pierde,
con su ruido y su mole, entre el espeso follaje.
Mas ni en una ni otra parte pierde el Cerro su
fisonomía de barrio aristocrático. Aún se echan de ver trazos y señales de este
abolengo entre la invasión vulgar que las necesidades del comercio, del tráfico
y de la expansión de la ciudad le han impuesto. Los jardines ostentan aún, por
lo general, las gallardías de otra época; y por los amplios portales y galerías
de sus casas asoman los lindos rostros, de perfiles finos, de suave color que
revela sana herencia de niños y de jóvenes y también la venerable caza del
anciano de canas sedosas y blancas, de rostro terso, bien conservado, por la
pureza de los hábitos, rostros tan escasos, tan raros hoy en esta tierra donde
se ha vivido tanto en pocos años y donde los disgustos y terrores agrietaron la
piel de las generaciones, pusiéronla rugosa, amarilleándola con los tintes de
amargas bilis, demacrándola con las huellas de las cavilaciones y de los
insomnios.
El primer nombre del barrio del Cerro fue San
Salvador y más tarde la Prensa, por el ingenio así llamado, situado en él y que
fue también el primero de la Isla. La fundación del pueblo data del año 1700.
Por entonces, o sea a principios del siglo XVII[I], había un edificio cercado,
donde se acopiaban maderas para las construcciones navales del Arsenal de la
Habana, y ningún vecindario. Al pie de la colina o cerro que logró dar nombre
definitivo al pueblo, situaron sus casas José María Rodríguez y Francisco
Betancourt. La zanja real cruzaba el terreno y una carretera facilitaba su
comunicación con la ciudad. En 1807 ya eran más numerosos los vecinos y se
levantó una iglesia de madera, sustituida en 1843 por la actual dedicada a San
Salvador, pequeña, humilde, de una sola nave y cuya pobre construcción
contrasta con las espléndidas mansiones particulares que la rodean. Las
familias más aristocráticas y acomodadas de la capital levantaron allí
magníficas viviendas donde pasaban sólo los meses del verano. Entre las más
suntuosas se recuerdan las de los Condes de Fernandina, de Peñalver, la de
Carvajal, Condes de Santovenia, la Quinta de doña Leonor Herrera, Lombillo,
Marqués de Esteva de las Delicias y la célebre Quinta del Obispo, construida
por el que lo fue muy ilustre de esta Diócesis, José Díaz de Espada y Landa,
llena de árboles frutales, que excitaban la codicia de los pilluelos, a quienes
se ahuyentaba a voces desde lo más intrincado del ramaje ¡comer y dejar para
los que vienen detrás! que era el castigo más humano que podía imponer un corazón
bondadoso y cristiano a los tenaces ladronzuelos destructores de la fructífera
arboleda.
El Cerro junto con su iglesia poseía también su cementerio que aún
levanta su capilla y sus muros ennegrecidos por el tiempo. Mandado clausurar
desde hace años, hoy le invaden, como a casi todos los lugares análogos de la
isla los arbustos y las yerba[s]. Tiene un eco que repite con notable claridad
hasta tres palabras.
Mas lo que principalmente caracteriza entre
nuestros barrios el del Cerro son sus casas, sus amplias casas, con vastas
galerías y portales; verdaderos portales, pues no sostienen un segundo cuerpo
de edificio que avanzan en otras partes como pesadas y amenazadoras masas sobre
el vano inferior para buscar la línea de la calle. En sus patios hay parterres
rodeados de barandas donde el hierro se retuerce en graciosos arabescos o
cierran celosías y persianas ornadas con medios puntos de vidrios de vivísimos
colores.
Noches hay espléndidas y hermosas en que,
sobre los leones echados, las fuentes que dejan rodar hilos de agua de una en
otra taza, las galerías enlozadas, las glorietas, los naranjos repletos de
azahares, los jardines perfumados por las flores, los penachos de las palmas
balanceados por la brisa, caen de lleno los rayos de la luna plateando
perfiles, marcando sombras.
Y con sus eternos e invariables recuerdos
aviva el astro de la noche recuerdos de otros días, rasgos y destellos lejanos
de otro estado social distinto, de otra cultura inspirada en otras tradiciones
y que aún conservan parte, fragmentos de su fisonomía, a pesar del rápido
desmoronamiento que siguió a su también rápida eflorescencia y en cuya
destrucción laboran de consuno el abandono y el tiempo.
No hace mucho tiempo, en aquellas amplias
salas, aposentos, galerías, glorietas, terrazas y jardines, gozaban de los
favores de la fortuna numerosas familias cubanas; en aquellas espaciosas
mansiones era frecuente ver representadas las generaciones desde el abuelo
hasta el biznieto agrupados en mesas prolongadas donde el aroma del café
servido en grandes bandejas de plata por criollos color de ébano, dominaba en
las gratas conversaciones de sobremesa los hálitos de los jardines. Veladas de
carácter familiar, donde la más exquisita cortesía, el más fino trato y
hospitalidad eran sus encantos. Y el mayor de todos, el que se alzaba dominando
con su belleza y con sus gracias los aromas y perfumes de jardines, las flores
y las brisas, la mujer cubana en toda la plenitud de sus alegres goces y de su
hermosura. La música de los pianos dejaba oír gratas e inolvidables melodías de
Bellini, Rossini y Donizetti, el bello vals de Arditi El beso. Y junto con los
rezos de la hora de oraciones imprimían actitud a estos numerosos grupos
familiares que así gozaban plenamente de los encantos puros del hogar y la
amistad. Hoy quedan en el vasto barrio del Cerro, las palmeras, las cercas, las
celosías, los medios puntos de vidrios que el sol hiere y penetra de la misma
manera que en otros días; los leones soñolientos, la arboleda y las fuentes,
algunas flores y plantas, las más robustas; de todo esto queda algo, queda
bastante, pero las numerosas familias que las llenaban se dispersaron, se
subdividieron; son demasiado amplias, demasiado grandes aquellas antiguas
mansiones señoriales, aquellos patios, cuadras, jardines, cuartos de nutrida
servidumbre; tal parece que nada las llena, y que no volverán a llenarse jamás.
Cuba y
América 113, Año VI, junio, 1902. págs. 93-96. Tomado de La Habana Elegante. Segunda época.
No hay comentarios:
Publicar un comentario