sábado, 24 de febrero de 2024
miércoles, 21 de febrero de 2024
Escrutadores de un escrutador
Severo Sarduy
El palacio Medici Riccardi, de
Florencia, ha sido el escenario, del 26 al 28 de febrero, de un coloquio
internacional de estudios sobre la obra de Ítalo Calvino. Organizado por el
Ayuntamiento florentino, el encuentro se ha convertido en un homenaje de la
ciudad al autor de Palomar, Las ciudades invisibles, Las
cosmocómicas y Si una noche de invierno un viajero, entre otros
títulos de su singular producción literaria. Un grupo de intelectuales
europeos, entre los que se encuentra el autor de este artículo, ha analizado
las múltiples facetas del escritor italiano.
El plafón de Luca Giordano (y no de Giordano
Bruno, por favor, como declaró extasiado uno de los asistentes) que
cubre la sala donde se reúne el coloquio internacional de estudios sobre la
obra de Italo Calvino no podía representar mejor la ficción del gran escritor
italiano desaparecido en septiembre de 1985.
Ni el plafón, con su mitología macarrónica en
que entre un naufragio de utilería y carros de la aurora que parecen atravesar
tifones se pasean faunos y guerreros que no son más que armaduras vacías. Ni el
plafón, ni sobre todo los fabulosos espejos pintados, arrogancia del barroco
toscano, que incluyen al espectador en lo representado, en la pintura. Uno de
estos espejos, para llover sobre lo mojado o mejor dicho rizar el rizo de lo
tautológico, es puramente calviniano, ya que representa a dos angelotes robustos
que, con una gracia algo amanerada, levantan en el aire precisamente... otro
espejo. Los espectadores reflejados son en este caso atildados profesores
otoñales recién llegados por ejemplo de Sidney.
Estas alegorías avant la lettre (datan
del siglo XVII) resumen casi sin residuos la obra de Italo Calvino. Los
estudiosos (Celati, Del Giudice, Fortini, Malerba, Manganelli y los franceses
Jacqueline Risset, François Wahl y Mario Fusco, además de Panpalon¡, Roscioni,
Falafchi, Nava), como es natural, abordarán la obra desde un ángulo mucho másperformance como
no debe de decirse en castellano, por ejemplo, desde el punto de vista de la
óptica. Así lo hace Ruggero Pierantoni partiendo de que Calvino es ante todo
un iluminador, alguien que como los maestros holandeses del siglo
XVII utiliza una cámara oscura del lenguaje. Se basa en el recorrido visual que
va desde La giornata di uno scrutalore hasta Palomar,
cuyo personaje y no por azar, se llama como un observatorio.
Calvino no lo olvidemos, era hijo de
botánicos, adoraba los microscopios y los telescopios y llevó esa pasión hasta
la de las paradojas visuales, como la obra de Escher que situó como emblema de
la suya. Es una lástima que en esta breve nota yo no pueda relacionar algunas
de las Cosmicómicas con la obra de Escher y por ende... con la de Gödel
y la de Bach, discreta alusión a Hoffstadter. Los profesores locales
privilegian sistemáticamente al joven Calvino, sin duda por motivos políticos y
porque pertenecen a la generación cositetta del compromiso, en
detrimento del Calvino posterior, puramente fantástico y borgesco.
Otro punto de vista que merece atención en la
elucidación en las múltiples facetas de Italo Calvino (desde su colaboración en
la Prensa del partido, en 1946, su paso por el neorrealismo, por el trabajo
editorial, hasta sus canciones, sus jocosos retruécanos y sus libretos de
óperas) es su participación en el Ulipo, ese taller de literatura potencial
creado por Queneau que Calvino tradujo al italiano y que con sus códigos
impuestos y sus reglas para suscitar la inspiración marcó a
menudo su obra, aunque menos que el Nouveau Roman francés, relación que
Mario Fusco analiza en su ponencia.
François Wahl hablará de la escritura de
Calvino frente al paisaje. Actitud doble: por una parte, se trata de la mirada
de un fenomenólogo; por otra parte, la interpretación de un filósofo, aunque el
problema esencial puede resumirse en esta pregunta: ¿un paisaje es algo que
"está por escribir" en la conciencia de quien lo percibe, o es algo
que "ya está y desde siempre ha estado escrito?” En fin, se sube a la sala
Luca Giordano por un ascensor minúsculo de aluminio, inestable y chirrión. Un
micrófono algo fañoso difunde las ponencias pero (nueva alegoría calviniana),
minuciosas cámaras de televisión repercuten esa afiebrada retórica en múltiples
salones, donde la absorben y memorizan señoras vestidas con pieles algo
gastadas, seguramente princesas de algunos de los múltiples avatares heráldicos
de este país, o bien estudiantes neo-algo, entre Mao y el pospunk.
Olvidé lo esencial y, sobre todo, para alguien
que como Calvino gustaba de las ciudades ideales como por ejemplo la pintada
por Piero della Francesca, y hasta las ciudades invisibles que describió con la
meticulosidad de un urbanista maniático: Florencia está completamente vacía. Es
decir, que si una noche de invierno un viajero llega como yo a cumplir 50 años
en ella y a recordar la obra de un gran amigo, no puede más que llorar de
emoción estética, a menos que no adopte la actitud de Andy Warhol, quien declaró
perentoriamente que "McDonalds es lo más bello que hay en Florencia. /
McDonalds es también lo más bello que hay en París. / Ni Pekín ni Moscú tienen
todavía nada bello".
Qué imagen quedará de Italo Calvino. Sin
duda la de un escritor como los verdaderos, particular y atípico. Uno de los
raros en haber utilizado todos los registros del lenguaje con sus colores y sus
texturas. Su último libró traducido al francés se llama Colección de
arena y el personaje que lo inspiró es más que revelador: eso es el
lenguaje calviniano, todo hecho de estratos, de granos, de fluidez. Pero arena
más que las otras, sobre todo la del discurso científico. No se trata, hay que
insistir en ello, de ninguna de las odiosas variantes de la ciencia ficción;
no, se trata de ciencia transformada en escritura. Arena también semiológica:
la del lenguaje que habla de sí mismo, la que analiza el propio lenguaje. Arena
sobre todo, la del tiempo. El tiempo que pasa en un reloj vigilante, escéptico,
algo irónico. Como la mirada de Italo en las fotos que hoy tapizan la ciudad.
El País, 2 de marzo de 1987.
domingo, 18 de febrero de 2024
La era de lo inmaterial
Severo Sarduy
La noticia ha merecido los
honores de la imprenta, por ejemplo la primera página de Le Monde; sin
embargo, no excluyo que algún día comprendamos que merece aún más. Y ello a
pesar de su aparente trivialidad: un enigmático fenómeno de
"moléculas-fantasmas". Sin ir más lejos, Jacques Benveniste, que
ostenta todas las garantías científicas posibles -por ejemplo, es director de
investigaciones del INSERM- apoyado por su laboratorio y por otros cuatro que
están, como se dice, más allá de toda sospecha, ha sostenido en Estrasburgo
que, contrariamente a lo que imponía hasta ahora la ciencia, algo que no
está presente puede actuar. En otros términos: un agua en la que se ha
diluido una sustancia farmacológicamente activa puede tener un efecto biológico
específico aun cuando, a fuerza de disolución, ya no contenga ninguna molécula
de esta sustancia.
Puede verse inmediatamente
lo que esto significa para una práctica como... la homeopatía, considerada por
muchos como una meticulosa construcción de charlatanes o una inofensiva
especulación. Allí donde la física no puede reconocer nada, hay algo que actúa,
que cura.
Para explicar este milagro
-como se ve, la palabra no es una hipérbole-, el sabio recurre a metáforas,
casi a pequeños poemas de estilo japonés. Por ejemplo, dice, se trata de
"un efecto molecular sin moléculas" o de "moléculas-fantasma",
o bien de "marcas o trazas moleculares".
Lo más extraordinario es
esto: el agua -se ha dicho- conserva el recuerdo de las
sustancias con que estuvo en contacto. Si así es, ello significaría un
desmentido a la oposición cara a Bergson: todo lo que es memoria es espíritu;
la materia puede conservar huellas o marcas, pero no recuerdos.
La noticia de Estrasburgo,
ya reveladora en sí, suscita un paralelo con otra igualmente reciente. Como es
sabido, en el Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire (CERN) de Ginebra y
en muchos otros aceleradores de partículas del mundo, los alquimistas de hoy
tratan de saber en qué consiste la materia, cuál es el soporte último de la
materia. Hemos asistido así, en los últimos años, a un fabuloso ballet
de partículas: cada vez más pequeñas, cada vez más ligeras y menos
definibles. Sus mismos nombres son reveladores; primero basculan en la
literatura y luego en una insulsa poesía próxima a la evanescencia: se comienza
con el cuarq, pero pronto se llega a algo muy fin de siglo,
muy romanticoide: la partícula de charme. Luego, a medida que
el proceso se acelera, las partículas van perdiendo
materialidad y hasta energía: son más bien nociones recuerdos de partículas,
pensamiento puro.
La materia, en definitiva
-pero es un descubrimiento occidental, una sorpresa de Ginebra que ya sabía,
desde siempre, el budismo-, no reposa en nada asignable, en nada tangible. Iba
a decir: en nada real.
A pesar de todo esto me
interesa menos el debate científico -y más que de debate, en el caso de la
homeopatía hay que hablar de una verdadera guerra, si no de una inquisición-,
que, por supuesto, es imposible desplegar aquí, que su transposición a lo
simbólico y más concretamente al arte.
Todas las obras que hoy nos
marcan -libros y cuadros, para atenernos a ellos- lo hacen por su relieve
visible, por la sabia o laboriosa organización de sus frases o sus colores; en
resumen, por su materialidad. Algunas inclusive, como las recientes catástrofes
de la llamada nueva figuración, abusan de ese estar ahí, insisten en lo
tangible, casi interpelan o tocan por el hombro al indefenso espectador. Ni
hablar de las novelas: verdaderos coágulos verbales, turbios depósitos -como el
del café o el del vino- de significaciones evidentes.
Benveniste -sería curioso
saber si tiene algo que ver con el otro, el lingüista, revelador a su modo de
algo invisible: la acción a distancia de la estructura de la frase- dice:
"O bien hace tres años que nos equivocamos, y con nosotros los laboratorios
de más renombre, o bien nos encontramos frente a un descubrimiento
extraordinario cuyas consecuencias aún no podemos medir, ni los cambios
espectaculares que implicará".
Se trata, pues, de un
verdadero corte con respecto a la idea de que sólo un elemento presente puede
actuar, aun si se trata de un elemento oculto. Se trata de algo así como una
falla que se abre en el saber, en lo establecido, algo tan inconcebible como el
hecho de que la Tierra no fuera plana o de que girara alrededor del Sol.
Vuelvo al espacio del
reflejo, de la retombée, a las artes -aunque no sé en qué
sentido va el reflejo, quién precede a quién-: ¿dónde están las obras que nos
van a marcar, en este fin de siglo, por sus trazas moleculares de palabras y de
colores, por el recuerdo que han dejado en el soporte blanco: la
página o la tela? ¿Dónde está ese arte de lo imperceptible, de lo inmaterial?
¿Dónde encontrar los signos de lo negativo que sigue actuando, de lo que ya se
ha ido y cuyo efecto es cada vez más radical?
El País, 15 de junio
de 1988.
viernes, 16 de febrero de 2024
El reverso del ser
Severo Sarduy
De más está decirlo: para realizar este
artículo, un amigo filósofo y yo tuvimos que buscar durante toda una mañana el
libro Heidegger y el nazismo, de Víctor Farías, que habíamos
leído y perdido casi irremediablemente, porque, como es de sobra ignorado, el
inconsciente, sobre todo si funciona de a dos, no falla en
nada. Y es que nadie que se interese no ya en la estricta filosofía, sino
simplemente en la aventura del pensamiento, quiere acreditar, realizar esta
verdad ya indiscutible, y más vasta aún -en la medida en que una verdad puede
serlo- de lo que se pensó: uno de los más grandes filósofos de la historia, y
quizá el mayor develador del ser, quedó como ciego ante la
ignominia contemporánea a este develamiento: la de la barbarie nazi.
En Francia, como era de esperarse, la polémica
suscitada por la publicación del libro de Farías ha adquirido una particular
intensidad. De todos los países, incluyendo el suyo, es éste donde Heidegger ha
tenido una influencia más decisiva, radical incluso en lo que se refiere al
renuevo y a la profundización de la poesía -René Char-, de la crítica de
tendencia filosófica -Maurice Blanchot- y hasta del psicoanálisis -Jacques
Lacan-, sin hablar, por supuesto, de toda la filosofía de él derivada, que es,
prácticamente, toda la filosofía no positivista, ya que poco se lidia hoy
directamente con el ser, sin pasar por un cuestionamiento o una espectrografía
del lenguaje, sin preguntarle a las palabras, de un modo heideggeriano, qué
son, de dónde vienen y, sobre todo, adónde nos llevan cuando nos servimos de
ellas para saber algo más que eso de que directa e ingenuamente nos informan.
Digo que en Francia la polémica ha adquirido
una particular intensidad; pero esto no es lo esencial, sino que ha cambiado de
tonalidad y, si así puede decirse, de textura. En el sentido matemático del
término: se ha sofisticado. No se trata ya de saber si -y hasta qué punto-
Heidegger se comprometió con el nacionalsocialismo. El libro de Farías, las
investigaciones precedentes, el acceso a los archivos de la guerra y hasta un
artículo como el de Luis Meana -Héroes sin dioses, en EL PAÍS
del 24 de noviembre, página 38-, dan de sobra cuenta de ese error; se trata de
saber si - y hasta qué punto- la investigación ontológica del gran filósofo
alemán está contaminada, influida, o puede funcionar como una
metáfora, una transposición a un terreno completamente alógeno, de lo que fue
la ideología nazi.
Ése es, al menos aquí, el verdadero debate.
¿Podemos seguir utilizando esa estrategia para sitiar al ser, para tener acceso
a la Presencia, si está, de cualquier manera que sea, contaminada por la
fetichización de la tierra, del pueblo -y de la lengua alemana, por lo que es
precisamente la negación, el reverso del ser? ¿Podemos seguir
y no sentando al maestro bajo pretexto de que el carné de un Partido
-cualquiera que sea- no tiene nada que ver con un análisis de la poesía de
Hölderlin o de los templos griegos bajo el ámbito de una precisa luz?
Todo empieza -en este sentido- en Francia, con
un prólogo: el de Christian Jambet al libro de Farías publicado por Verdier.
Ante todo, Jambet insiste en el hecho de que
el sujeto del saber no es, no coincide con el individuo del estado civil. Y
añade que Lukacs puede hacernos despreciar a Schopenhauer cuando nos recuerda
que éste le prestó sus gemelos de teatro a un oficial para que pudiera enfocar
mejor y asesinar a los insurrectos de 1848, pero que la anécdota no tiene nada
que ver con El Mundo como voluntad y como representación.
Sin embargo, añade enseguida Jambet, el
nazi no es un partido como los otros, "un régimen más
autoritario que el Estado prusiano, una revolución más sanguinaria que el
Terror, una utopía más peligrosa que la de More", sino una verdadera
visión del mundo. Heidegger, por otra parte, nunca rebaja o descalifica el
mundo de la vida concreta, de la experiencia, en nombre de la verdad del ser.
El prólogo de Jambet es violento. Y es que hay
que ver cuál es la significación del libro de Farías para un militante de
izquierda, que, no sin razón, no quiere que se confunda su compromiso -que fue
esencialmente ético- con otro compromiso, irracional, el de un intelectual que
queda capturado en el espejismo nazi y proyecta en él su imagen. El filósofo
francés concluye afirmando que es irrisorio tratar de separar el "buen
Heidegger" del "malo" como si se tratara de reconocer lo que hay
de "vivo" y de "muerto" en la filosofía de Hegel.
Para Jacques Derrida, que responde en el Nouvel Observateur, lo
importante es precisamente que no se confunda la parte renovadora -y, según la
expresión de Derrida, des-constructora- de la filosofía de Heidegger
con lo que en ella queda de tradición reaccionaria.
No se trata, por supuesto, de justificar a
Heidegger, sino de ver en el nazismo algo que no surge espontáneamente, como un
hongo, según la imagen que él emplea, sino que tiene ramificaciones y analogías
en otros países de Europa y cuyos ecos se encuentran en pensamientos
aparentemente distintos, sin complicidad exterior con esa ideología, pero en el
fondo aparentados cuando no equivalentes. Entre los nombres citados está el de
Valéry y también el de Husserl.
Para Derrida, lo que importa es, pues,
distinguir en el pensamiento de Heidegger lo que puede comunicar con el
exterior mórbido -y que él identifica con la tradición espiritualista y lo que,
al contrario, en la cuestión del ser o en la cuestión de la cuestión, funciona
por sí solo, en toda autonomía.
De modo que se trata hoy, como dice con más
precisión Derrida en su último libro -De l'esprit, Heidegger et la
question, publicado por Galilée-, de una nueva travesía de Heidegger,
la cual no es ni un comentario "interno" ni un requisitorio basado en
documentos "externos" tan necesarios que permanecen en sus límites.
Lo que Derrida en última instancia inculpa son
las llamadas "políticas del espíritu", de la crisis del
espíritu" o de la "libertad del espíritu", que antes como ahora
se tratan de oponer a todo lo bárbaro, a todo lo inhumano, ya se llame nazismo,
fascismo, totalitarismo, materialismo o nihilismo. Para Derrida las filosofías
del espíritu funcionan precisamente como lo contrario de lo que se proponen. La
prueba está en el hecho de que a partir del Discurso del rectorado, de
1933, Heidegger eleva un himno al espíritu, ese mismo espíritu que seis años
antes había evitado y luego rodeado, cuando se refería a él, de prudentes
comillas. Antes como hoy, concluye Derrida, la invocación del espíritu quería
hacer una meditación sobre el destino de Europa. De l'esprit es,
pues, una reflexión ante todo sobre el hecho de evitar, sobre la palabra evitar
en alemán y sobre cómo Heidegger pasa de la prohibición de utilizar la
palabra espíritu a su abuso.
No hay mayor interés en de tenerse en el resto
de los ataques de Derrida contra Jambet, y de los cuales más bien se deriva que
éste se considera como único detentador de la tradición heideggeriana. La
reciente respuesta de Farías es muy neta: "Si Derrida sabía todo esto,
¿por qué no nos dijo nada? Así me hubiera economizado un trabajo de 12
años". Y añade lo siguiente: "Mi libro permite verificar el estatuto
propiamente filosófico de los escritos políticos de Heidegger y la dimensión
política de numerosos temas filosóficos". Podíamos pensar que, ante la
gravedad del problema planteado, este diálogo de personas es
marginal.
Preguntas finales de un simple pero asiduo
lector de Heidegger. Su nefasto compromiso no admite ni la menor duda ni la
menor disculpa. Si se refleja en su investigación ontológica, ¿hemos pasado
años leyéndolo ingenuamente, tomándolo como un modelo de rigor filosófico?
¿Podemos desechar de golpe uno de los ámbitos más lúcidos que se hayan
delimitado desde el comienzo de la filosofía para captar lo "dicho del
ser", como una sensible cámara de eco? Ese empobrecimiento, ¿no sería como
el de los marxistas de vieja chapa, que excluyeron de un plumazo el
psicoanálisis bajo pretexto de contaminación burguesa?
Y finalmente: ¿todo saber, hasta una fórmula
matemática que parece ser lo más puro, no sería más que el reflejo de algo que
lo sustenta en la ideología, de algo imperceptible pero operante, solapadamente
eficaz?
El debate sobre el compromiso de Heidegger,
como puede verse, es como una sombra que pasa entre dos espejos: se prolonga
hasta el infinito. No termina jamás.
El País, 1 diciembre de 1987.