El adelantado de Segovia, 4 de abril de 1984, p. 2; Clarín, Buenos Aires, 8 de marzo de 1984, con el subtítulo “Si hay miseria que no se note”; Gente, Buenos Aires, 15 de marzo de 1984; El Día, Montevideo, 5-11 de mayo de 1984; Revista Proa, Buenos Aires, Núm. 10, enero-febrero de 1994, con el título “Eufemismos argentinos según Borges”; y, Textos recobrados 1956-1986, Buenos Aires, Emecé, 2003.
lunes, 31 de julio de 2023
domingo, 30 de julio de 2023
A la memoria de Ricardo Güiraldes
I
SILENCIO EN EL CAMPO
PARADÓJICA HERENCIA DEL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA
Fino abuelo tuvimos, como hecho de plata y marfil viejo, aunque él nunca lo seguía, supo darnos un buen consejo.
Lástima que nuestros poetas se nos hayan vuelto facundos: aprendieran el mucho-en-poco de los peones errabundos.
II
DON SEGUNDO DE LA PAMPA SENTIDO ESPIRITUAL DE ESTA HISTORIA
Ya no lo sigue el escudero, siempre tan leal con la tierra: ahora lo ronda un muchacho que asaltó la vida en acción de guerra.
Frente alucinada en el cruce cardinal de cuatro distancias, el muchacho —a lomos del pingo— ventea el olor de las estancias.
¡Oh, camino que anda y no llega, a lo largo del desconsuelo!
Hay que ser solidario: o perderse o seguir los rastros, bajo la constancia severa y nocturna de los astros.
¡Fantasma o promesa a caballo, con cuánta razón te llaman Sombra!
III
LA TRANQUERA CIFRA
DE LA TIERRA ARGENTINA
Aquí se organiza el paisaje y de aquí arrancan las medidas; único accidente geográfico, índice alerta entre las llanuras dormidas.
Así, tan escueto como esta pobre tranquera; tan entre dos infinitos que de cada lado se está afuera;
IV
RICARDO SOMBRA
ENVÍO
Llegaste cuando yo no estaba y yo vine cuando habías partido, y nuestra alianza queda encinta de todo lo que pudo haber sido.
Tal vez te recogieron, como en tu cuento al Trenzador, arrugando con crispada mano la carta en que te dije adiós.
Hoy, tus ecos juntando, te alzo una estatua de reflejos, y por la señal de tu planta te voy campeando desde lejos.
Tanto despojo me conforta: acaso es mejor que así sea.
¡Ojalá que tu alma tenga la esbeltez de tu persona!
Aquí te dejo estas palabras en el regazo
de tu Adelina.
Prólogo al libro de
R. Güiraldes, Seis Relatos, Buenos Aires, “Cuadernos del Plata”, Edit.
Proa, 1929.
viernes, 28 de julio de 2023
martes, 25 de julio de 2023
Presentando a Girondo: de Güiraldes para el Conde Kostia
Estimado Señor y
amigo:
Hace tiempo ya de mi
visita a La Habana y desde entonces no tengo de vuestra hermosa ciudad ninguna
noticia directa. Me hubiera sido sin embargo muy grato el saber algo de mis
amigos cubanos.
Le he mandado a
usted Raucho y Rosaura pero presumo que se habrán perdido pues
no recibí respuesta a mis envíos. Lo mismo me sucedió con algunos ejemplares
mandados a diarios y revistas y con otros que adjunté para la librería de
Cervantes y otra cuyo nombre ahora no viene a mi memoria, sita en la Calle
Obispo. Ahora va hacia Uds. mi amigo el poeta Oliverio Girondo, lleno de
talento, de entusiasmo y de buenos proyectos. Hago los más fervorosos votos
para que no se pierda por el camino y espero que esto no sucederá porque es de
los que saben encontrarse a sí mismos.
Mi querido Señor Valdivia,
creo que se interesará Ud. en el programa de unificación literaria hispano
americana que lleva hasta Uds. a mi compañero Girondo. Mi deseo es que sean
buenos amigos y se aprecien mutuamente.
Salude Ud. con mi más
distinguida consideración a todos los de su familia y reciba los mejores deseos
de felicidad de su
Ricardo Güiraldes
A finales de 1916, Ricardo Güiraldes emprendió junto a su mujer Adelina del Carril y un grupo de amigos, un viaje por diferentes puntos del Caribe. Como parte ese viaje visitó La Habana antes de seguir hacia Puerto Rico y Jamaica.
Al puerto habanero arribó el 3 de febrero de 1917, en el vapor Abangarez procedente de Panamá, con pasaporte que lo acreditaba, no como escritor, sino como hacendado. En el barco venía la compañía de operetas de Esperanza Iris -con más de cincuenta integrantes- que esa misma semana actuaría en el teatro Payret.
De los apuntes que toma a lo largo del viaje, que depura y ficciona despaciosamente, surge más tarde su novela Xamaica (1923) donde la estancia en Cuba -que hasta donde sabemos incluyó visitas a Guanabacoa y las Cuevas de Bellamar- no queda reflejada.
Ocho años después, Güiraldes le escribirá a uno de los escritores que se ocupó de recibirlo, al Conde Kostia, para presentarle a Oliverio Girondo.
Al frente de un proyecto del que era el único protagonista -pero cuyo propósito consistía en conectar a los diversos núcleos literarios de Hispanoamérica-, el joven poeta se aprestaba a visitar la capital cubana.
De algún modo, por el tiempo transcurrido y
porque otras cartas suyas a Aniceto Valdivia se habían perdido, o no habían
tenido respuesta, era como arrojar una botella al mar.
Además de servir de credencial, la misiva se revela como un componente más de aquel proyecto que Girondo calificó de “misión intelectual” y que, pese a concebirse como una tournée planificada, no dejaba de ser una aventura.
Para que el “programa de unificación literaria” que Güiraldes menciona llegase a buen puerto, Girondo tenía que contactar con los escritores nuevos de la isla -en este caso con los minoristas-, lo cual logró, pero al parecer un tanto azarosamente.
Güiraldes no conoce -o no recuerda quizás- a ningún otro escritor cubano, pero sí al prolífico Valdivia que, además de acogerlo en enero de 1917 y hacerle de cicerone, escribió a su paso una reseña sobre El cencerro de cristal.
Claro
que hay un desajuste de tiempo y de sensibilidad, y que el Conde Kostia no es la persona más adecuada para ocuparse del bisoño poeta argentino, pero no por eso deja de estar
inmejorablemente colocado.
Aunque de la época de Casal, nunca fue un gran
competidor. Goza de simpatía y se mantiene activo en 1924, siendo frecuentado
por la familia Loynaz, Mañach y otros jóvenes de Social.
¿Se vieron el Conde Kostia y el embajador literario del Cono Sur aquel verano de 1924? Tal vez. Pudo ser, en efecto, una de las vías para llegar a los entonces incipientes minoristas.
También parece que llegaría a ellos preguntando, según se desprende de la alusión del poeta a un librero de la calle Obispo -quizá el dueño de la Cervantes- con quien se detuvo a conversar.
Si hasta entonces los vínculos literarios entre Buenos Aires y La Habana eran mínimos, ya no lo serán en adelante. El encuentro entre Girondo y los cubanos propiciará, entre otros intercambios, la aparición de un dossier de poesía cubana en Proa, la revista que conducen Borges y Güiraldes, y el inicio de las relaciones con Mariátegui.
Pedro Marqués de Armas
Carta recogida por Jorge Schwartz en Homenaje a Girondo, Buenos
Aires, Corregidor, 1987, p. 266.
viernes, 21 de julio de 2023
La lección de Güiraldes
Lección de ejemplaridad es la que
dejó Güiraldes a sus amigos —¡comprensión única de los amigos espirituales!— en
la media docena de libros escritos entre El Cencerro de Cristal, su iniciación
en 1915, y Don Segundo Sombra, su triunfo como novelista en 1926. Su
triunfo que sólo brevemente pudo saborear, cumpliéndose aquella predicción del
personaje de este libro que tantos puntos de contacto parece tener con el propio
autor: "En mi destino estaría escrito que todo bien era pasajero."
La lección que aquí aprendemos es lección de
fortaleza, de espiritualidad, de americanismo. Impone respeto por la pureza de
su tono y la convicción que la anima; y llega a tener entre los jóvenes virtud
incitadora y valor de guía.
Con la cordialidad y el ejemplo, animó Güiraldes
las empresas en que estaban empeñados los mejores, los de su clase. Con ellos fundó
la revista Proa en la que número a número apareció su firma, quedando en
sus páginas buen testimonio de las predilecciones del poeta y del crítico. Allí
están sus impresiones sobre sus "nuevos predilectos": Fargue, Valery
Larbaud, Romains, Henry J. M. Levet, Saintleger Leger. Estuvo en las avanzadas
de Martin Fierro, llenando su papel de hermano mayor, velando por el
cumplimiento de la promesa empeñada, sobrepasándose en el propio concepto del
deber que cumplía a su generación, forjando constantemente, con limpidez
absoluta, las categorías de su credo, el credo que se habían impuesto los
hombres de su grupo. "Vuestra juventud sube hacia mi rostro, como un
aliento de pampa, cuando sobre la gramilla iluminada de rocío (emoción de la
madrugada que vuelve a encontrar su mundo) me aferró al optimismo ascendente de
los nuevos crecimientos. El hombre se siente pequeño ante la infinita trasmutación
que anuncia lo porvenir, pero crece con sentirse capaz de comprenderla."
Fue un definidor, de cara a lo
más recio de un arte nuevo, que en sus manos alcanza la perfección de lo viejo.
La claridad con que en todo momento nos habla de su arte, ajeno a todo
rebuscamiento, nos hace ver que tuvo una clara idea del camino que se había
trazado, camino marcado en sus propias novelas, de las que la última se
afincaba en la anterior, para sobrepasarla. En carta memorable, dice: “Cuando
me decidí a escribir, no ya como un diletante, sino como un hombre de buena voluntad
que se impone un deber en la vida, puse en una carta a un amigo estas palabras,
más o menos: "Voy a ceñirme tal vez a una modalidad y siento la honda tristeza
de dejar de ser el vagabundo del libro". ¡Qué clara conciencia del camino!
Tenía arraigada la idea de que todo está en
uno y que a cada paso debemos hacernos más exigentes con nosotros mismos,
puesto que en arte no hay una llegada —"llegar no significa sino haberse
creado nuevos motivos de partir. " Le obsesiona la idea de la partida,
hasta como motivo intelectual, y no admite otra sabiduría que la que nos obliga
siempre a partir hacia un conocimiento futuro, para "crear a la
inteligencia una razón de vivir".
Hay una inquietud que es sólo movilidad, ruido
con que atraemos la atención, gestos desaforados en incesante desvanecimiento.
Y hay también la inquietud intelectual que es un proceso de pasar de los hechos
adquiridos a la superación de las posibilidades. Esa superación era la que
perseguía Güiraldes, y hacía carne de su espíritu en cada nueva producción.
Poseía una gran fuerza creadora, encausada por un pensamiento directriz. Dio expresión
propia a su arte, simplificándolo hasta los elementos primarios, con la convicción
que alguna vez expresó de que el valor de toda obra es interior, y que le hacía
escoger lo más sencillo de la vida. De ahí la gran unidad de su obra; la
armonía entre su arte y su concepto del arte.
Característico de la nueva sensibilidad ha sido
el horror de la frase, que falsea la realidad o la expresión. Por reacción se
llegó hasta el balbuceo y más acertadamente a cierta ruptura con el
encadenamiento lógico que daba de lado a la espontaneidad. Güiraldes quiso
solamente ser artista, reivindicando la expresión directa y la sencillez, si
nos atenemos a sus definiciones y a los resultados obtenidos. Su fuerza, su plenitud,
su madurez van a culminar en el último de sus libros. Se ha considerado a Don
Segundo Sombra como poema nacional; el poema de la democracia rural
argentina. Y Jorge Luis Borges anticipó esta definición: Toda la pampa en un hombre.
Desde nuestra lejanía no alcanzamos a expresar sino que se trata de una
realización cumbre, logro en el ápice de las letras de nuestra América.
Hay en Don Segundo Sombra un claro intento
de glorificar la pampa, glorificando la figura del gaucho. Libro escrito desde
adentro, no con visión externa que sólo apresa apariencias, encierra algo más
que un pedazo de pampa; está la pampa toda, a través del alma de sus hombres.
Estamos lejos de los mirajes fantásticos para deslumbramiento de extrañas imaginaciones;
aquí la realidad, por serlo tan cabalmente, supera a la fantasía y atrae como un
misterio.
Frente a la deslumbrada admiración del muchacho,
todo ansia de libertad y de caminos, surge como una aparición la recia figura de
Don Segundo, impenetrable y atrayente como figura de romancero. "Inmóvil,
miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella
silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra,
algo que pasa y es más una idea que un ser; algo que me atraía con la fuerza de
un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río. "
La pampa se condensa en Don Segundo, que es
como una anticipación de su impenetrabilidad, de su misterio, de su atracción.
Figura tallada a gran escala, en que trasciende de su propio silencio y de su
prudencia, la hidalguía, el temple, la firmeza. "De golpe, el forastero volvió
a crecer en mi imaginación. Era el " tapao'', el misterio, el hombre de
pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante." Es
perfecto el acuerdo que se logra, a lo largo del libro, entre su exterior, —recio,
inmutable, encarnación que sin saber por qué nos trae a la memoria la pampa de granito
del viejo Rodó—, y sus ideas firmes, claras en su sentido, a pesar de la
aparente vaguedad y del agreste simbolismo.
Toda la acción del libro transcurre en torno a
las figuras de Don Segundo, señor de la pampa, y del muchacho que siente la
fascinación de la vida libre y trabajosa, y que ha puesto todo su afán en
atraerse la atención del gaucho. Lo consigue a fuerza de darle pecho a la
rudeza, venciendo en las empresas difíciles, metiendo la voluntad donde el cuerpo
no le daba. No hay en la pampa oficio más grave y peligroso que el de resero, y
se prende a la oportunidad para seguirlo, siguiendo a Don Segundo. "Todos
me parecían más grandes, más robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos
del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían
alma de reseros, que es tener alma de horizonte." Las peripecias de las
jornadas, a la intemperie de todos los acechos; la astucia y la cautela, para
vencer de los contratiempos, de las conjuraciones que en la vastedad del
silencio se aglomeran y se ciernen sobre los hombres; la gravedad y el buen
humor, alternativamente. Se ennoblece el oficio de resero, y se ennoblece el
hombre que es capaz de haberse templado para resistirlo con alegría.
La lección de Don Segundo se precisa más cada
vez: "Hácete duro, muchacho". Y como ha sentido vocación de gaucho
desde las primeras páginas —desde sus primeros años— la aprende con devoción,
con regocijo que asoma en sus palabras cuando recuerda los rebencazos de Don
Segundo sobre sus espaldas y oye su voz: "hácete duro, muchacho"—y cuando
la vida lo rebenqueaba con el mismo consejo.
Conmueve su hondo dolor, contrariado en su
vocación íntima por las circunstancias que lo ponen de golpe en posesión de
hacienda y riquezas:..."yo hubiera desiao más bien que los caranchos me
hicieran picadillo las carnes..." Pero la respuesta de Don Segundo tiene
un sentido inimitable y da la medida total de su carácter: “Mira —dijo mi
padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro. Si sos gaucho en de veras, no
has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina'e
tropilla."
El mejor elogio de Don Segundo Sombra
es que puede leerse dos veces, y más. Y cuando nos acercamos a la última
palabra, con el alejamiento definitivo de Don Segundo, ávido de caminos —él
estaba hecho para irse siempre— sentimos un desprendimiento dentro de nosotros.
La recia figura, camino adelante, persiste en nuestro pensamiento. Se ha
dibujado con tanta precisión, ha herido de tal modo nuestra sensibilidad, que
al querer revivirla, nos parece asistir otra vez al momento de su partida;
maravillosa despedida que cierra este libro de oro de la literatura americana:
"Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel
pequeño movimiento de la pampa somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino
y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos
tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de
hacer perdurar aquel rezago. Inútil,
algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de pequeñas
vibraciones se extendió sobre la llanura. No sé qué extraña sugestión me
proponía la presencia ilimitada de un alma.
"Sombra", me repetí. Después pensé
casi violentamente en mi padre adoptivo. ¿Rezar? ¿Dejar sencillamente fluir mi
tristeza? No sé cuántas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que
un hombre jamás se confiesa. "Centrando mi voluntad en la ejecución de los
pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. "Me
fui, como quien se desangra."
Todo en este libro aparece de volumen superior
a la realidad; la perspectiva de la pampa agranda los tamaños, como un cristal
de aumento. Y la pampa está en el fondo de la obra, obsesionante como la
inmensidad libre para el ímpetu de dominarla. Güiraldes fue otro dominador de
la pampa, señora de tantos fracasos. Para comprenderla en su vastedad y en su
misterio, era preciso más que amará llevarla dentro de sí. Pero no fue un amor lírico
el suyo: Don Segundo domando los potros, lleno de las sutilezas y mañas que le
daba aquella consciencia de su oficio, alcanza el valor de un símbolo.
No necesitaba Güiraldes para su gloria haber
escrito más libro que éste, ni sin él hubiera dejado de ser una gloria nuestra.
Pero lo escribió para que no podamos borrar su nombre de nuestras admiraciones,
y murió detrás de haberlo escrito, como quien se ha desangrado en su esencia.
Revista de Avance, Año III, número 22,
1928, pp. 118-120 y 135; y, Repertorio Americano, 21 de julio 1928, p.
40.
jueves, 13 de julio de 2023
miércoles, 5 de julio de 2023
Herencia, locura y peligrosidad. A propósito del caso Acosta y Cárdenas
Pedro Marqués de Armas
Todavía en la década
de 1860 la noción de monomanía no había sido abandonada, pero se articulaban ya
las bases discursivas de su transformación, a partir de lo que Michel Foucault definió
como el par herencia perversión. Aunque ante los tribunales nunca se impuso por
completo, se impondrían ahora categorías más amplias como locura moral o
epilepsia larvada, de mayor alcance normativo; así como una visión más
etiológica que nosológica a la vez que —a tono con las tesis evolucionistas— más
ligada a la peligrosidad que a la responsabilidad del sujeto.
En otras palabras, a
la supuesta imprevisibilidad de la locura, de acuerdo con su carácter "latente" tanto en la serie hereditaria como en los antecedentes personales
(léase instintivos) del sujeto.
En Cuba, hacia la
misma época, la noción de monomanía había sido impugnada en pocas ocasiones, salvo por
los jueces, pero en breve comenzaría a recibir el embate de los nuevos tiempos.
Por lo menos hasta 1875 la categoría se resiste a desaparecer, al tiempo que
ganan terreno los postulados del degeneracionismo, el modelo de la epilepsia,
la teoría localizacionista de Broca y, acto seguido, las tesis de Lombroso
sobre el criminal nato.
Un ejemplo de
desniveles en cuanto a la recepción, exégesis y usos de las diversas categorías
nosológicas y de los presupuestos etiológicos y sus implicaciones sociales y
legales, es el largo debate que tuvo lugar entre 1875 y 1883 en el seno de la
Academia de Ciencias Médicas, en torno al caso de Agustín Acosta y Cárdenas,
quien en noviembre de 1873 asesinó en un supuesto rapto de locura al Conde de
San Fernando —una de las figuras más importantes de la aristocracia criolla— en las inmediaciones de la Catedral de La Habana.
Esta polémica se
inicia el 8 de agosto de 1875, cuando Felipe F. Rodríguez presenta su “Informe
de un caso de locura impulsiva homicida”, pero acaso sus prolegómenos se
remontan a enero de 1871, cuando el alienista Tomás Plasencia, entonces
director facultativo de la Casa General de Dementes, expuso ante la misma
institución un discurso titulado “De la monomanía”. En el mismo, siguiendo las
críticas realizadas por Jules Falret y Bénédict A. Morel, y basándose en su
experiencia al frente del asilo de enajenados, negaba la existencia de dicha
entidad. Según Plasencia, de 350 enfermos mentales observados por él ninguno
era “verdaderamente monomaníaco”, pues al margen del “delirio parcial” solían
advertirse “lesiones” de diversa índole. Encargado de responder al discurso de
egreso, Martínez Sánchez recordó la escasa tendencia de los tribunales a
aceptar la monomanía, aunque aclarando que “en torno a esta cuestión existen
diversas opiniones”.
Cuatro años después, en
sus consideraciones sobre el caso en cuestión, Rodríguez llegaba a la
conclusión de que el asesino era portador de una “monomanía por perversión del
sentimiento, acompañada de alucinaciones”. A su juicio, Acosta y Cárdenas había
procedido a matar al Conde “arrastrado por un impulso irresistible y aquejado
del delirio de querer lavar la honra de la familia”. Una vez expuesto el
informe, Antonio Mestre —otro prestigioso médico
graduado en París— tomó la palabra para exigir que se añadiese el calificativo
de “loco peligroso” a ese a sujeto que, no obstante razonar “como cuerdo”,
obedecía a la vez a “impulsos irresistibles”, así como para reclamar su
reclusión perpetua –tal como recomendaban Henry Maudsley en Londres y la
Sociedad de Medicina Legal de París— en el manicomio.
El diagnóstico
esgrimido constituía una suerte de malange que lo contenía todo, más o menos
como era habitual en cualquier texto de época: a saber, que las enfermedades
mentales obedecían lo mismo al modelo del delirio (cuyo opuesto era la razón o
las facultades propiamente intelectuales) que a las funciones instintivas, en este caso desatadas o pervertidas. Pero
no solo eso, las propias alucinaciones, con un recorrido nosológico mucho más
breve, podían ubicarse entre ambos marcos de referencia y obedecer igualmente
al intelecto que al instinto. A fin de cuestas, tanto el delirio como los
impulsos estaban sujetos al eje de lo voluntario / involuntario.
A las exigencias de
Antonio Mestre de que se le declarase peligroso y se le encerrase de por vida, Rodríguez
respondió recordando que sería “extralimitarse” en sus funciones. Se defendía
argumentando que en la demanda realizada a la Academia —se trata de las
consultas que la Audiencia de La Habana y en general los tribunales hacían a
los académicos en calidad de expertos—, no se
formuló la pregunta por la reclusión sino, exclusivamente, por el estado mental
del individuo. Para Rodríguez, tratándose de una “monomanía instintiva” estaba
implícito que “la cuestión se resolvería seguramente en la Casa de Orates”.
A este criterio se
sumó Luis Cowley, insistiendo en que el tribunal solo quería saber “si es loco
y si lo estaba en el momento del acto”. Sin embargo, esta posición (digamos
clásica y centrada de modo estricto en la responsabilidad penal como
referencia), resultó inmediatamente impugnada por José Rocamora quien, en apoyo
de Mestre, se cuestiona si acaso no era necesario que “una vez dado el alta o
curado el sujeto, la sociedad esté sobre aviso”.
El debate, aunque
anclado en la Academia y en su intercambio con los tribunales, no era para nada
ocioso y colocaba el asunto de modo preferente en la peligrosidad del sujeto y,
por lo mismo, en función de cierta “defensa social”. Rodríguez intentó
mantenerse en su posicionamiento, insistiendo, contra toda evidencia, en que
“no nos está encargada la seguridad pública, ni debemos arrogarnos una
responsabilidad ajena”, pero fueron cada vez los académicos que se sumaron a la
petición de añadir el calificativo de “loco peligroso”.
Por último, e intentando
suavizar el debate (al verse contra las cuerdas, Rodríguez llegó a acusar a sus
colegas de imponer el terror), una sensata intervención de Cowley sirvió para
zanjar la polémica con solo formular ante los presentes, con cierto énfasis,
algo ya dicho: “Señores, ¿qué mejor garantía que la casa de locos?”
En efecto, se traba de
eso; pero también, como puede apreciarse, de un desencuentro de primera
importancia para la psiquiatría de la época, sin duda de mayor calado que
continuar o no empleando la categoría de monomanía; un desencuentro, a saber,
entre la noción jurídica de responsabilidad según la cual se seguía planteando,
como cuestión principal, el grado de locura o libertad del individuo; y aquella
otra que, a partir de ahora, plantea el grado de peligrosidad que determinados
e incluso cualquier individuo supone para la sociedad.
En una dirección aproximada irá la exposición que, bajo el título “De la locura hereditaria”, presentará Emiliano Núñez de Villavicencio en abril de 1876. En la misma, aseguraba que “en el estado actual de la ciencia la creación del grupo de las locuras hereditarias está perfectamente legitimada”. Excelente y actualizado resumen de las nuevas tendencias dominantes en la psiquiatría francesa, Núñez aludía de paso a la enajenación del joven Acosta y Cárdenas como ejemplo de locura hereditaria y de proclividad criminal.
A este discurso,
respondió Tomás Plasencia criticando abiertamente la teoría degeneracionista de
Morel, a la que califica de “lata e insostenible”. Según su experiencia en el
asilo de locos, a la que apela de nuevo como en la intervención sobre la
monomanía, no había encontrado “ningún carácter específico en la locura
hereditaria”, mientras que en cambio abundaban los trastornos derivados del influjo
de las bebidas alcohólicas y de otras causas ambientales, “no estando siempre
el alienado bajo la fatal ley de la herencia”.
Sin embargo, aunque la
posición de Plasencia pudiera interpretarse como progresista, al señalar
factores no hereditarios y pretender escapar del determinismo que comenzaba a
imponerse, en realidad no lo era necesariamente. Entre médicos cuyo bagaje se
sostenía sobre todo en la experiencia práctica, no fue infrecuente dicha
posición, imponiéndose a la postre las ideas entonces emergentes. Y es que, no
obstante su devenir conservador, con lo que implicará de sustento a la Eugenia
y al racismo de Estado, el degeneracionismo irrumpe en sus inicios como un
intento sin precedentes, encaminado a encontrar soluciones efectivas a
fenómenos en definitiva sociales como la pobreza y la enfermedad. Pese al
biologismo de fondo, pero también en virtud suya, se esbozó desde una tradición
de izquierda a veces claramente socialista, y no puede asegurarse que su
evolución rápidamente conservadora, se inscriba en un solo campo político. Al
menos al principio —y en este marco en particular— el progresismo no dependía
de estar a favor o en contra de lo hereditario.
Un año más tarde,
Emiliano Núñez de Villavicencio expone su “Discurso acerca de las
localizaciones cerebrales y la locura instintiva”. Asistimos aquí a una
extensión del debate alrededor del asesino del Conde de San Fernando, motivado
esta vez por un informe de Mario García Rijo, quien se mostraba a favor del
diagnóstico esgrimido por Felipe F. Rodríguez y ponía en duda la teoría
localizacionista del cerebro, recién reformulada tras los descubrimientos de Paul
Broca sobre la afasia motora. Ante ello, varios miembros de la Academia —además
de Núñez, Antonio W. Reyes Zamora y Antonio Mestre— lo acusan de sostener
criterios fisioanatómicos ya vencidos (“de la época de Flourens”) y de utilizar
categorías nosológicas todavía próximas a Esquirol, aun cuando García Rijo
también aplicaba al asesino el diagnóstico (más ajustado) de “locura de doble
forma”.
En su intervención,
Núñez respondió a García Rijo expresándole que todo París aceptaba sin reparos
los últimos hallazgos de Broca y que hacía, además, un mal uso del concepto
“doble forma” acuñado por Baillarger. Apoyándose en Morel y en Moreau de Tours,
insiste en la condición hereditaria de la patología del asesino y, no solo
ello, también en su carácter impredecible, según el cual lo mismo podía manifestarse
de modo patente que permanecer como una predisposición, citando al efecto las
consideraciones de Henri Legrand du
Saulle.
Lo que se ventilaba, pues, no era tanto las diferentes
definiciones de “locura impulsiva”, o meramente la cuestión de unos límites
diagnósticos, como ese punto de corte epistémico que supuso, con la entrada en
escena del degeneracionismo, ligar lo instintivo a lo hereditario. En este
sentido, mientras Rodríguez y García Rijo se mueven en una órbita ciertamente
próxima a Esquirol y a sus seguidores; Núñez, Reyes Zamora y Mestre optan, en
cambio, por una visión etiología (es esto, causal) que remite el instinto a una
condición innata capaz de trasmitirse de una a otra generación, de degradar a
formas cada vez más mórbidas e incontrolables, y de persistir no obstante
oculta, en muchos casos, pudiendo manifestarse como acceso de locura o como
acto criminal.
Si bien es cierto que
la noción de instinto —sobre la cual se perfila la de la anomalía y, en
consecuencia, la de anormales, y cuya referencia inicial era la ley como condición
externa al sujeto y no su violación involuntaria e interna— emergió biologizada
desde la década de 1830, también lo es que solo ahora, con la sujeción de la
psiquiatría a una “concepción total” de carácter dinámico y evolutivo, se la
anuda definitivamente a lo hereditario. Por otra parte, con los hallazgos de
Broca y el auge del localizacionismo, la anatomía patológica recupera en parte
su fundamento, por lo que, otra vez y con nuevo ahínco, habría de buscarse en
el cerebro (en sus lesiones, pero también en su peso y configuración) las
marcas probables del comportamiento “anormal”.
Todavía en 1883 se
mantenía en circulación el caso de Agustín Acosta y Cárdenas, asesino del Conde
de San Fernando, quien por entonces llevaba ocho años de reclusión en la Casa General
de Dementes. A una petición que la Audiencia de La Habana dirige a la Academia de
Ciencias Médicas a fin de conocer su estado mental, responde Tomás Plasencia en
su informe “Enajenación mental”, en el que, después de recordar el diagnóstico
emitido de “locura impulsiva”, expresa que en 1882 una junta de profesores
había declarado por unanimidad “que Acosta estaba en el completo y normal goce
de sus facultades intelectuales y afectivas”, pero siempre que se consignara
que, por sus antecedentes hereditarios, permanecía expuesto a contraer una
“mentopatía”, sobre todo en caso que “las circunstancias que le rodean sean
favorables al desarrollo de la afección”.
De este modo, y según
se desprende de los comentarios de Plasencia, Acosta y Cárdenas habría de
permanecer recluido en el manicomio, pues “los mismos profesores que aseveran
su curación temen con razón que el ataque se reproduzca”, no habiendo sanado
así —asevera el autor, escudándose en aquel
dictamen— “de su diátesis vesánica”.
Por lo tanto,
Plasencia, que había negado la doctrina de Morel por “lata e insostenible”, no
solo no se opone a esa condición hereditaria que perpetúa al sujeto en tanto
enfermo, sino que incluso la acepta al apelar al concepto de “diátesis”, la
entonces emergente noción de “estado” —entiéndase latencia o predisposición-, otra
de las invenciones del degeneracionismo. Plasencia remite a los antecedentes
del individuo (esto es, al rastreo evolutivo de sus pulsiones) cuando afirma
que, ya en 1863, una década antes del crimen, había estado “sufriendo de
enajenación mental”.
En fin, curación no significa entonces —como tampoco ahora— sanidad. Una vez cometido un acto criminal, o inscrito un episodio cualquiera de locura, no desaparece el peligro del retorno: un fondo instintivo, monstruoso, puede aflorar en cualquier momento.
Cómo ocurrió el crimen
y qué otras motivaciones obraron en el criminal puede inferirse a partir de
informe del propio Rodríguez, es decir, del resumen publicado en los Anales
de la Academia. Pero asimismo, siguiendo diversas referencias de época,
entre ellas la crónica del suceso y otro “caso clínico” de resonancia: el de su hermano Manuel Acosta y Cárdenas, también declarado “loco peligroso” y
que terminó ahorcándose en su domicilio.
Al parecer, procedían de una familia en otro tiempo adinerada, una rama de la cual vino a menos desde comienzos del siglo XIX. Además de los hermanos, otros familiares eran tildados de locos y, en este sentido, sus respectivas historias vienen a calzar las ideas psiquiátricas dominantes. Nacidos en la década de 1840, conocieron la impotencia del padre y, todo indica, el drama de alguna hermana, que bien pudo sostener con el Conde relaciones de diverso género. A la alusión de que éste no habría “llevado a su hermana al altar” como génesis del delirio de honra y venganza que obsesiona al criminal, habría que añadir la referencia de que eran vecinos y que el crimen ocurrió en respuesta a disgustos de larga data. Se suma que, como apunta Rodríguez en su informe, Acosta y Cárdenas “confiesa querer entrañablemente al Conde”, pero que como no puede refrenar sus ideas e impulsos, lo comunica a varias personas “como para que lo eviten”, declarando que no quería que “muriese de la herida, sino que hubiera padecido de ella, sirviéndole así de útil escarmiento”.
Debió haber de fondo, pues, un dilema de vecindad que apunta a un estilo de vida y al modo como el resentimiento y, claro que la enfermedad mental, atrapan a una familia venida a menos con probables lazos de sangre. Sin embargo, la carencia de testimonios y en general de información al margen de la médica, impiden arriesgar una tesis algo más jugosa sobre los conflictos e identidad del homicida.
Su hermano Ángel, por su parte, conmocionado
por los problemas familiares, se disparó con un revólver a la sien derecha el 6
de agosto de 1875. Tras cuarenta y ocho horas, recuperó la conciencia y salió
de un estado confusional sin lesiones motoras ni alteraciones aparentes del
lenguaje y la memoria. Al cabo de cuarenta días logró incorporarse a su trabajo
en los ferrocarriles de La Habana.
Sin embargo, pronto comenzó a presentar
desánimo, obsesiones y delirios. Algún médico lo diagnostica de
“monomanía homicida y suicida con impulsos irresistibles”, y lo declara
peligroso sugiriendo su internamiento en Mazorra. En ocasiones pedía que lo
ataran para resistir sus impulsiones, mayormente dirigidas contra familiares y,
en particular, contra su padre. Esta lucha de sujeto contra sus instintos, en la base de las principales descripciones de la “locura
impulsiva”, también fue señalada a propósito de Agustín y constituye el hilo
conductor que emparenta, tanto en el plano evolutivo como en el predictivo, el
sustrato hereditario esgrimido en ambos casos.
En la madrugada del 28 de diciembre de 1876,
Ángel se colgó de la ventana de su habitación “con una tira de lienzo que sacó
de una de sus sábanas”. Dejó escrita esta carta de despedida:
Completamente
desencantado de la vida y agobiado por mis enfermedades, he determinado poner fin
a mi existencia. Cariñosos recuerdos a mi madre a quien siempre he considerado
como una santa, para mi padre, hermanos y hermanas, Panchitín, al Dr. García y
a seña Pepa. Que mi entierro sea tan triste como mi muerte. Que solamente
acompañen mi cadáver al cementerio mis tres amigos Juan y Rafael Vals y Juan
Peña. Que mi familia no permita por ningún concepto que persona extraña suba a
ver o curiosear mi cadáver.
Ángel Acosta y Cárdenas
La autopsia arrojó, entre otras lesiones, una
notable pérdida de sustancia cerebral en el lóbulo frontal izquierdo, y durante
la misma se le extrajo un proyectil de siete milímetros cuya trayectoria desde
el lóbulo derecho podía seguirse perfectamente. El caso promovió el asombro de
los médicos y un sugerente debate –acoplado igualmente a los descubrimientos
sobre las funciones nerviosas superiores y sus respectivas localizaciones, esto es, en base a la teoría
localizacionista en boga— en el que trataron de explicarse no sin caer en uno y
otro desacuerdos, los motivos por los cuales conservaba intactas sus facultades
intelectuales.
¿Cuál fue el final de Agustín Acosta y Cárdenas? ¿Murió o no en Mazorra?
En cuanto al Conde de San Fernando, Juan Crisóstomo Tomás de Peñalver y de Peñalver, había nacido en La Habana en 1818 y estaba en posición de su título de III Conde desde 1839. Fue Consejero de Administración Civil, Alcalde ordinario del Ayuntamiento de La Habana, Gobernador Político de la Isla de Cuba, Caballero de la Orden de Alcántara y Gentilhombre de Cámara del Monarca. Por varias generaciones, los Peñalver ocuparon altos cargos en la jerarquía colonial, detentando elevadas cuotas de poder / saber. Diez de sus miembros pertenecieron a la Sociedad Económica de Amigos del País. Y entre los vínculos de sangre, cabe mencionar los que les unen a las siguientes familias: Cárdenas, Casa Calvo, Arango, Santa Cruz, entre otras. Situada en San Ignacio 2, la casona del Conde es hoy el Centro Wilfredo Lam.
En la crónica del suceso publicada en el Diario de la Marina el 25 de noviembre de 1873, se apunta a una hora muy temprana como para regresar a casa después de oír misa en la Catedral: siete y media de la mañana. Según esta versión, víctima y victimario salen juntos del templo y, una vez en la calle, el joven esgrime el arma homicida. Todo ocurre delante de los ojos de un ordenanza que no alcanza a impedir el golpe mortal, uno solo, una puñalada que alcanza el corazón. Corre tras él, eso sí, y logra detenerlo con ayuda de otros vigilantes. El Conde todavía da tres pasos para caer exánime en brazos de sus criados, echando sangre a borbotones, no lejos del cuchillo y de su propio bastón. Todo indica, más bien, que lo han matado delante de su casa, tan pronto como puso un pie fuera.
domingo, 2 de julio de 2023
Locura instintiva. Informe sobre el caso de Acosta y Cárdenas
Medicina legal.—Enajenación mental. —Después de dar las gracias el Sr. Presidente al Ldo. Arango por su interesante comunicación, leyó el Dr. Rodríguez a nombre de la Comisión de Medicina legal un informe relativo al estado mental del procesado por homicidio del Sr. Conde de San Fernando. Presenta la Comisión a la Academia todos los antecedentes que le han parecido necesarios para resolver el problema en cuestión; y fijándose en los dictámenes facultativos, señala con éstos los trastornos observados en la locomoción, demostrados por el movimiento incesante de los miembros inferiores, en el apetito, generalmente voraz, y en el sueño a menudo interrumpido y escaso; las ideas bizarras del honor y del deber; el fanatismo de sus ideas religiosas, la triste herencia de la enajenación mental en su familia, su insistencia por no parecer privado de razón, la confesión espontánea del hecho, las alucinaciones del oído y el constante color rojo reflejado en su retina; todo lo cual hace aseverar a los peritos que Acosta padece de una locura parcial o monomanía por perversión del sentimiento, acompañada de alucinaciones.—El Dr. Rodríguez va examinando detenidamente cada uno de los fundamentos de dicho dictamen, deteniéndose sobre todo en la engañosa apariencia de las facultades intelectuales, y estando de acuerdo la Comisión con la significación que han dado los profesores aludidos a los diversos elementos que han logrado recoger, para deducir con ellos que Acosta es un loco. —Respecto a si lo estaba cuando cometió el acto por que se le ha procesado, resuélvenla los peritos afirmativamente, fundándose en las circunstancias que precedieron al atentado, en el modo de ejecutarlo, sin ensañamiento, en la extensión del daño, no en relación con las fuerzas del procesado, en la conducta de éste, en la perversión de sus instintos en consonancia con la idea delirante de la honra mancillada, en la variación brusca de su carácter, en las diferencias que hay entre los asesinatos cometidos por los criminales y por los seres que están sujetos a impulsos insólitos, y en la impasibilidad de Acosta después de perpetrado el hecho. El Sr. ponente se detiene en seguida a explicar algunas aparentes contradicciones, para dejar consignado que un enajenado puede estar en vía de curación sin hallarse por eso enteramente curado, y que hay locos que pueden declarar, porque piensan, raciocinan y juzgan, aunque en el caso presente, por ejemplo, en medio de una cordura pasmosa por parte del declarante, se echa de ver un fenómeno culminante, y es la ausencia completa del instinto de propia conservación, pues lejos de tratar de sincerarse o de ocultar el acto, lo confiesa paladinamente, así como la tendencia a seguir ciertos modelos tan célebres como desastrosos en la historia de algunos hombres. En sentir de la Comisión, no solamente Acosta había estado loco, según se ve perfectamente probado por los datos aun de la parte contraria recogidos, sino que continuó enfermo hasta el momento en que cometió el homicidio del Sr. Conde de San Fernando, bajo una idea delirante, arrastrado de un impulso irresistible y en medio de una alucinación; síntomas que caracterizan la locura instintiva, según se expresa en el cuerpo del informe.
Discusión —En el uso de la palabra el Dr. Reynés,
y después de calificar de brillante el informe ministrado por el Dr. Rodríguez,
que considera digno de la causa formada con motivo de la muerte de una de las
personas más estimables de nuestra aristocracia, causa que ha despertado no
poca inquietud en el público,—señala una contradicción en dicho informe, al
consignar primero que los locos verdaderos no quieren pasar por tales, y antes
bien hacen todos los esfuerzos imaginables por alejar esta idea del ánimo de
las otras personas,—y al olvidar después, que en el caso presente el procesado
tuvo la premeditación de consultar a un abogado acerca del castigo que le
cabría ejecutando el hecho que llevó a cabo algún tiempo después.
A esta observación contestó el Dr. Rodríguez
que la contradicción no era más que aparente, puesto que el sujeto de que se
trata, al tomársele declaración, no silenció ese hecho que tanto le perjudicaba
y que, si hubiese obrado como un cuerdo, no habría vacilado en negarlo, porque
era deponer contra sí mismo. El Dr. Reynés no duda que haya existido la locura
en los antecedentes del procesado; pero sí le parece muy aventurado el decirlo
respecto del acto mismo cuando se le estudia con detención. ¿Qué diferencia
existe entre la pasión exaltada y un arranque de locura en casos como el
presente, en que la venganza ha podido ser el único móvil? ¿Consideraría el Dr.
Rodríguez a Carlota Corday como loca en el momento de saciarla en Marat? La
locura es a menudo una enfermedad intermitente, y los enajenados pueden ser
responsables de muchos actos que cometen en ciertas circunstancias. Muy oportuno
sería que la Academia discutiera un particular tan interesante y que en la
actualidad ocupa la atención de algunas sociedades sabias de Europa.
El Dr. Rodríguez manifiesta, que en todas las
obras que han estudiado los actos de los enajenados en relación con los Tribunales,
y particularmente en la de Legrand du Saulle, se establece una distinción entre
los efectos de la venganza y los provocados por los impulsos insólitos de los
locos. Estos pueden deliberar acerca de los actos que intentan, realizarlos y
recordarlos después perfectamente; pero también pueden no darse cuenta de
ellos, como sucede con los epilépticos, y Tardieu ha tocado este punto,
admitiendo distintos grados de responsabilidad, así como un autor inglés de
cuyas ideas se ha publicado una exposición en la "Revue des Cours
scientifiques".—En cuanto a las diferencias que existen entre los actos
agresivos de los locos y de los criminales, en los primeros se satisface pronto
el deseo, pues hay casos en que se figuran herir sin que lo hayan efectuado en
realidad, y sin embargo se quedan tranquilos y contentos como si aquel se
hubiese realizado por completo, mientras que el que obra arrastrado por el
instinto de la venganza, premedita la agresión y la ejecuta con más o menos
ensañamiento: los primeros no se preocupan de sí mismos, no niegan ni ocultan
sus hechos, mientras los segundos procuran prestar declaraciones evasivas y
hasta simulan la locura si es necesario: aquellos sienten después del acto un
bien estar, una tranquilidad que llama la atención, y lejos de sincerarse no
tienen el menor remordimiento: los unos entran en acción impelidos por ideas
delirantes, por alucinaciones, los otros por ideas preconcebidas, premeditan el
plan, pero lo ocultan para poder efectuarlo; aquellos, por el contrario, buscan
quien los ayude a evitarlos, y por eso Acosta, que confiesa querer
entrañablemente al Conde, pero que considerándolo como un valladar para lavar
la honra de su familia, (lo que envuelve una idea delirante, toda vez que
después de su muerte ese valladar ha de ser insuperable), se siente llevado
irresistiblemente a atentar contra sus días, lo pone en conocimiento de varias
personas, como para que lo eviten, y hubiera deseado, no que muriese de la
herida, sino que hubiera padecido de ella, sirviéndole así de útil escarmiento,
que hubiera llevado a la hermana al altar. Recuerda con este motivo el Dr.
Rodríguez el hecho de un químico que se hacía atar los dedos de las manos para
poner así coto a sus tendencias, y de una mujer que suplicaba a su Sra. no la
dejase sola con su hijo, porque al contemplar su blancura le entraba el deseo
de destriparlo. Otras veces esos actos se perpetran como si el enajenado
obedeciera a la fuerza de un resorte, en ciertos estados intermedios v. g. entre
el sueño y la vigilia, citándose el hecho de uno que se levantó para matar a su
mujer de un hachazo, volviendo después a acostarse y durmiendo muy
tranquilamente. —Acosta ha acusado los caracteres que corresponden a los locos,
no los que distinguen a los criminales.
Adhiriéndose en un todo al luminoso informe
del Dr. Rodríguez, se pregunta sin embargo el Dr. Mestre si no sería prudente
dejar consignado en sus conclusiones que se trata de un loco peligroso: éste es
un deber del médico en el seno de las familias, y de las corporaciones
consultivas respecto a los Tribunales de justicia. - Si se hubiera tenido en
cuenta tan importante dato al principio del proceso, antes de la comisión del
acto agresivo, cuando no pasaba de una mera intención, es probable que se le
hubiera evitado: ¡con cuánta más razón debe insistirse hoyen él, después del
hecho consumado! Por los antecedentes y por la observación del enfermo se ve
claramente que no es un loco cualquiera, que es un loco peligroso, raciocinando
como un cuerdo a la vez que obedeciendo a impulsos irresistibles; y este aviso
no puede menos de ilustrar a todos acerca del tratamiento y de la constante
vigilancia que se requiere para precaver en lo futuro otros desastres. La
Sociedad de Medicina legal de París y el Dr. Maudsley, de Londres, se han
ocupado recientemente de los locos criminales, de la secuestración perpetua que
les compete y del grado de responsabilidad que les alcanza en ciertas
ocasiones.
El Dr.
Rodríguez, aunque estima el valor de la observación presentada por el Dr.
Mestre, no le parece oportuno, consignarla en el informe, porque sería
extralimitarse, respondiendo a preguntas que no se han dirigido a la Academia.
Esos temores, por otra parte, son muy legítimos y saludables; pero ya en el
cuerpo del informe se expresa que se trata de una monomanía instintiva, y la
cuestión se resolverá seguramente en la Casa de Orates.
El Dr. Cowley (D. Luis) hace constar que el
Tribunal se ha limitado tan sólo a averiguar si el procesado es un loco y si lo
estaba cuando perpetró el acto de que se trata. A pesar de que las tendencias
del Dr. Mestre sean muy de aceptarse, hay que concretarse a la cuestión
formulada.
El Dr. Rocamora apoya las ideas emitidas por
el Dr. Mestre y se asocia en un todo a ellas. Refiriéndose a lo preceptuado en
los diversos Códigos penales que han regido entre nos- otros en materia de
locura, advierte que ya desde el principio se había declarado la
irresponsabilidad de los actos en el enajenado; y en el que en la actualidad se
observa, si cometen actos penados por las leyes se les reduce a una Casa de
dementes, de la cual serán sacados más tarde cuando se pruebe su curación; pero
al cabo de algún tiempo suelen desaparecer los datos que hoy nos parecen muy
evidentes, y la indicación del Dr. Mestre sería de una importancia preciosa
para el porvenir.
El Dr. Rodríguez estima que son muy buenas,
pero muy inoportunas las observaciones del Dr. Rocamora: todo lo legal está muy
en su lugar, pero en el presente caso fuera de los límites que nos traza la
consulta. Y además ¿qué importa que desaparezcan todos los antecedentes del
sujeto, si éste va a un Asilo, en donde hay facultativos que conocen bien las
diversas formas de locura y la vigilancia más o menos estricta que demandan?
Hay en el proceso una instructiva, luego vendrá la consulta de los Tribunales
sobre si puede o no atacar aquel, importándoles sólo por ahora saber si está o
no loco, pues la otra cuestión es sobre todo muy interesante bajo el punto de
vista higiénico.
El Dr. Reynés abunda en las ideas expuestas
por el Dr. Mestre. Es una cosa cierta que se ha prescindido del carácter
peligroso del encausado: si tenía esa tendencia agresiva y se le hubiera dado
la importancia que merecía, se habrían tomado las precauciones necesarias para
evitar el hecho y se le hubiera evitado. Ahora se pregunta a la Academia si
debe llamarse sobre este punto la atención del Tribunal. El Dr. Reynés lo cree
así y apela al voto de la Corporación.
El Dr. Rodríguez alega que no nos está encargada la seguridad pública, ni debemos arrogarnos una responsabilidad ajena. El pensamiento que sustentan los Sres. Mestre, Reynés y Rocamora es magnífico, es excelente; pero le falta el mérito de la oportunidad. Y aunque la Academia se levantara en masa contra su opinión, él la sostendría contra ella, pues la lógica de las votaciones es muchas veces parecida al acto cometido por Acosta.
El Sr. Cowley (D. Luis) cree que si la ley
conduce a éste a una casa de locos, no se puede a la verdad exigir mayor garantía.
El Dr. Beato pregunta ¿por qué no se consultó
al principio a la Academia, antes de cometerse el delito?
El Dr. Plasencia refiere la práctica que se
viene siguiendo, de remitir al enajenado que ha perpetrado actos semejantes al
Asilo respectivo, en donde se le observa y custodia cual corresponde, pues
lleva en sí la condición peligrosa que lo caracteriza; pero no está de acuerdo
con el Dr. Rodríguez en el empleo que éste hace de la palabra
"asesinato" en vez de la de "homicidio", que es más técnica
y la que debe usarse en estos casos.
El Dr. Santos Fernández es del mismo modo de
pensar: la palabra asesinato se refiere al acto criminal con deliberada intención
y responsabilidad legal, mientras que el otro término puede aplicarse también a
los enajenados, que no reúnen esas condiciones.
El Dr. Rodríguez opina que es una cuestión de
palabras y de muy poca importancia: la primera es una voz genérica, pues todo
asesinato es un homicidio, y el modo de verificarlo solamente constituye la
diferencia; pero como él no ha empleado aquella palabra con preferencia a la
Segunda, sino para hacerse entender mejor, no tiene ningún inconveniente en
aceptar desde luego el cambio propuesto por el Sr. Plasencia.
Siente el Dr. Mestre que el Sr. Rodríguez
acepte una modificación que considera insignificante, y no la aclaración que él
propone y estima tan sustancial; porque si ha empleado más bien ésta que
aquella palabra para darse a comprender en un caso que no lo necesitaba
tanto, ¿cómo no procede del mismo modo respecto de un particular de tamaña
trascendencia? No es tampoco sólo en nombre de la Higiene pública y como un
tributo a la Administración de justicia que ha hablado el Dr. Mestre, sino en
nombre de la Patología mental: es sabido que la tranquilidad, el abatimiento o
la exaltación, etc., lo mismo que las tendencias a hacer daño a los otros y a
sí mismos, predominan más o menos en tales o cuales formas de vesania, constituyendo
una parte muy integrante en la descripción de los casos respectivos, aun
mirados éstos aisladamente de la intervención judicial. Y por lo que hace al
ejemplo en cuestión, no cabe lugar a la duda; porque si es cierto que no debe
en su concepto castigarse al enajenado de actos, que faltando la plena
responsabilidad de ellos, no es justo calificarlos de criminales, -aunque tal
calificación se aplique por los alienistas más distinguidos, sino de peligrosos,-no
lo es menos que no debe dejarse expuesta la sociedad a impulsos de esa
naturaleza.
El Dr. Rodríguez contesta que al decir que es
instintiva la locura que padece Acosta, se deduce que es de un carácter
agresivo y que todos los que sufren esa forma de vesania son peligrosos; y con
esto basta. Lee en seguida, para infundir tranquilidad en todos los espíritus,
la sentencia dictada contra el procesado, quien declarado loco, será depositado
y asistido en el Asilo general de enajenados, y luego que cause ejecutoria, no
podrá salir de allí, a pesar de que se le tenga por curado, sin previa
autorización del Tribunal.
Terminada la anterior discusión, fue sometido
por el Sr. Presidente al voto de la Academia si se aceptaba el informe de la
Comisión tal como se había leído, o con la aclaración propuesta por el Dr.
Mestre, —quedando aprobado aquel y sus conclusiones, sin cambio alguno, por
mayoría de votos.
Después de cuya decisión, se dio por terminado
el acto.
Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de La
Habana, T. XII, 1874, pp. 128-35.