jueves, 31 de marzo de 2016
lunes, 28 de marzo de 2016
Hipnotismo
Darío Herrera
Despúes de la comida, la víspera de nuestra llegada a Valparaíso, el doctor Fowland y yo pasamos al salón
de fumar,. Estaba desierto. Desde la salida de Coquimbo el mar se puso convulso, y los pasajeros, en su
mayoría, no pudiendo soportar el fuerte oleaje, se refugiaron en sus camarotes. El cielo era negro, el viento
gemía y azotaba con rudeza el toldo de lona de la cubierta, el barco danzaba sobre las olas con balanceo
violento y en sus flancos resonaba incesante el fragor de las espumas... No había, sin embargo, peligro alguno;
solo, el malestar físico para los no avezados.
El doctor Fowland estaba aquella noche extraordinariamente nervioso, y, por primera vez en su rostro,
siempre impasible, se traslucía un estado de alma. Era alto, lleno de vigor en su delgadez, blanco, pálido, casi
exangüe. Y hubiera sido una de esas fisonomías inmóviles, inexpresivas, sin sus ojos; ojos de un verde
amarillento, grandes, profundos, de un brillo casi insostenible, cual si dentro encerraran un potente reflector.
Producían, en verdad, un extraño contraste esas dos movilidades fulgurantes, en aquel rostro descolorido y
frío como el mármol. Era Médico, y en los Estados Unidos se le consideraba como una eminencia científica.
Viajaba sin rumbo, a su capricho, y su hermético retraimiento, en los veinte días de navegación, sólo se
quebrantó conmigo, quizás por una de las rarezas de su carácter, de simpatías y antipatías instantáneas.
–Mañana –exclamó– nos despedimos para seguir rutas distintas; y luego, como si no nos hubiéramos
conocido. Esta ventaja tienen las amistades que se forman en las travesías por mar o por tierra: a nada obligan.
Acercan a dos extraños, unen sus espíritus por unos días, y después les separan sin dejar ningún germen que
motive más tarde un recomienzo importuno... Va a seguir usted su marcha, con los temores inquietantes de un
futuro en lo absoluto ignorado; con las nostalgias aún frescas de cariños recién perdidos. Yo, ni siquiera llevo
en mi peregrinación incierta esos temores y esas nostalgias, envidiables, puesto que son emociones, y
emociones hondas. No guardo ya una sola aspiración, ni la del bienestar material, por ser mi fortuna superior
a mis gastos. Viajo para cambiar de visiones externas, lo cual es en mí una distracción física, de los ojos. Si ello
al fin me hastía, me radicaré en un sitio cualquiera, perpetuamente, con la misma indiferencia con que ahora
vagabundeo de clima en clima
Hizo una pausa para beber un sorbo de whisky. Luego volvió a decir:
–Usted me ha contado algo de su pasado, y es justa la retribución. Me parecerá que yo, moribundo, se lo
narro a un agonizante.
Porque la despedida de dos, al final de un viaje, con la seguridad de no verse más, es como si ya, desde sus
respectivas tumbas, se dieran el adiós eterno. He aquí, para mí, el principal atractivo de viajar: se va
continuamente acompañando amistades difuntas al cementerio, y la tristeza de esto es un sacudimiento
benéfico para quienes, como yo, llevan una constante quietud helada en el espíritu. No encontrarse más en la
vida es morir, y en esta muerte ficticia hay tanta verdad y tanto olvido como en la real... Por otra parte, hoy
hace años del hecho, y quiero conmemorarlo revelándolo.
Hablaba con su voz de siempre, lenta, de tonalidades sordas; pero estaba más pálido aún y tenía un brillo
más fuerte en sus pupilas claras. Así, era el suyo un rostro de anemia total, donde los ojos ardían con el fuego
de una fiebre máxima. Afuera, en lo alto, el viento había desgarrado el grueso tapiz de nubes. En los claros del
azul las constelaciones temblaban; y la luna, semejante a una hoz de plata, iba camino de occidente, como
segando mieses astrales.
Cuando tuve la certeza, –continúo Fowland– de que entre mi esposa y mi secretario (un muchacho de
veintitrés años a quien recogí y eduque desde niño) germinaba una pasión, todavía platónica, pero no por eso
menos criminal, principié a elaborar mi proyecto. Ambos eran ya dos traidores: la una al amor, el otro a la
gratitud y a los traidores se les mata. Después sorprendí un beso... nada más que un beso pero lo suficiente
para proceder, pues el delito mayor sólo dependía ya de la oportunidad. Y evitando la realización consciente
de este delito, evitaba la vergüenza final; provocándolo con mi voluntad, sin la de ellos, y juntando al delito el
castigo, rehabilitaba mi honor.
Le he leído los experimentos de hipnotismo y sugestión, descriptos por un médico noruego y verificados en
París por los profesores de La Salpétriere y de Nancy. Son exactos: yo los venía efectuando hacía tiempo con
resultados más sorprendentes. Pero los poseedores en esto de la suprema ciencia son los fakires de la India:
ellos dejan en los viajeros la impresión de haber presenciado hechos sobrenaturales. De ahí esas afirmaciones,
escritas, de acontecimientos existentes sólo en los cerebros, sometidos por el experimentador a una poderosa
influencia hipnótica. Para esos misteriosos taumaturgos del viejo Oriente, es tan fácil el hipnotismo y la
sugestión de una persona única como de un público. Tal lo demostró uno en Londres, ante un concurso de
teatro, primero, y ante una asamblea de sabios, después, en la que figuraban las más altas celebridades de
Oxford.
El fakir elevóse en el aire hasta una considerable altura, y se sostuvo allí fijo, sin punto alguno de apoyo.
Sentado en medio del círculo de los espectadores, les anunció que iba a desaparecer, y desapareció, y en su voz
siguió surgiendo desde la silla vacía. Sembró en e] suelo una semilla, brotó una planta; creció el árbol; las
ramas se cubrieron de hojas, las hojas de flores... y luego se desvaneció todo como en una escena de magia.
Hizo hervir el agua de un estanque y evaporarse en un minuto; a varios metros de altura se tendió una nube
densa, y la nube, en fin, se convirtió en una lluvia copiosa, llenando de nuevo el estanque.
Estos y otros pródigos, no eran en el fondo sino casos de hipnotismo y de sugestión simultáneos, producidos
en toda una concurrencia. Las leyes cósmicas son inmutables, y su violación residía tan sólo en el
alucinamiento de los cerebros, dominados por un hombre. ¿Cómo logran los fakires alcanzar un conocimiento
tan perfecto de esa ciencia? He aquí lo que aún ignoramos los occidentales. Pero si no le es posible todavía a
uno acá igualarles, puede llegar, si se propone, hasta muy cerca. Y yo, consagrado a tal estudio, casi
exclusivamente, conseguí hacer conquistas halagüeñas. Así, al cerciorarme de aquella naciente pasión criminal,
la manera de castigar a los culpables nació lógicamente en consonancia con mis investigaciones y
descubrimientos; y el plan lo formé rápido.
A ambos les había hipnotizado repetidas veces para experimentos importantes. Ahora bien, suprimir en los
dos –en ella especialmente– la voluntad, aún en contra de sus más fuertes sentimientos, aun en contra del
instinto de la propia conservación, era lo arduo de la tarea. Comencé, pues, por actos pequeños; los fui
aumentando por grados, y llegué a uno más sedo: ya con éste era seguro el éxito del mayor. Fue el penúltimo,
y consistió en ordenarle a ella se cortan los cabellos. Eran su orgullo: finos, espesos, negros, magníficos. A las
dos horas se me presentó en mi cuarto–oficina, con el pelo corto. Venía confusa, avergonzada. No he podido
contenerme –me dijo– no quería y no obstante, a pesar mío, tomé las tijeras, me los corté... y tuve que llamar a
un peluquero para arreglarlos lo menos mal posible; debo de parecerte horrorosa. Me parecía encantadora con
aquel peinado varonil, y el rostro, bajo él, delicado y ambiguo como el de un efebo. Sin embargo, le respondí:
Estabas mejor con tus cabellos... –Y añadí imperiosamente: Quédate. Obedeció como una niña; y empecé el
último experimento.
Puse en su preparación toda mi energía, todo el fluido que los nervios, rudamente excitados durante esa
semana, acumulaban, concentrándole, en mi cerebro. La desperté y se retiró. Desde aquel instante ya no era
una persona, sino una máquina dócil, sometida por entero a una fuerza superior. Y esa fuerza iba a actuar en
sus ideas como un feroz tirano... Hice luego venir al otro: el trabajo fue sencillo, pues la sugestión tendría como
ayuda eficaz la pasión, ya en él indomable. En la escena del beso –la presencié detrás de un cortinaje– hubo
gran audacia suya, y en ella sólo un consentimiento tímido y pasivo.
Eran las seis de la tarde cuando terminé. Permanecí solitario en la oficina; y a la suave penumbra crepuscular
mi espíritu descansó, después de ocho días de cóleras comprimidas, de celos disimulados, de todo un mundo
de cosas amargas y punzantes. La comida fue triste, a despecho de mis esfuerzos por animarla. Los dos
estaban silenciosos, abstraídos: ni siquiera se miraban. Indudablemente algo, demasiado débil para ser una
idea precisa, mas lo bastante a engendrar un vago y medroso presentimiento, palpitaba en aquellas almas,
faltas ya del libre raciocinio. La carne, aislada del espíritu, debe de conservar en su inconsciencia una vida de
larva, que le impide la rebeldía, pero de la noción del peligro, ante la proximidad del anonadarniento. Y ese
terror paciente de la materia es como su protesta contra la fatalidad. Entonces, el espíritu, en su letargo, sufre y
se puebla de presagios misteriosos, –presentimiento obscuro de desgracias cercanas, desconocidas, inevitables.
Al concluir la comida me despedí, anunciándoles para muy tarde el regreso. Salí, dejando mi revólver,
cargado, en la gaveta de la mesa de noche de la alcoba. Me dirigí al teatro: quería ser visto fuera de casa. En el
Metropolitano se representaba Otello; y los celos y la venganza del moro los encontré simples y brutales, como
los de un salvaje de la época paleolítica, e indignos del cerebro refinado de los modernos. Regrese a las 11:30;
subí a la oficina por la escalera privada, y me senté, vestido, ante el escritorio. Al otro lado del hall, en frente, al
través de la puerta vidriera, veía la de la alcoba, por donde se tamizaba una luz tenue. Debían de estar allí
hacía dos horas. La entrevista la reconstruía como si a ella hubiera asistido: encontráronse juntos, sin asombro,
–autómatas guiados por un impulso irresistible– y el beso inicial, más largo que el otro, no tuvo ninguna
repercusión emotiva en sus facultades psíquicas.
Ahora acostados en el lecho nupcial, él se dormía paulatinamente, para sumergirse en su sueño profundo,
mientras ella, despierta, le estaba... Transcurrieron diez minutos, veinte, veinticinco. Mis nervios vibraban
sacudidos por impaciencia febril. Sin darme cuenta bahía llegado, por las piezas interiores, hasta una de las
puertas de la alcoba. Las cortinas de los vidrios me estorbaban ver, pero mi imaginación estaba adentro, al lado
del lecho y veía... El brazo de ella se deslizó sigiloso fuera de las sábanas, tiró de la gaveta, cogió el revólver, lo
llevó al oído de su compañero... Los disparos fueron casi simultáneos; abrí la puerta, penetré, desprendí de la
mano crispada el arma, la retuve en la mía y esperé en medio del cuarto erguido y sereno.
Aparecieron los criados, un agente de policía y algunos particulares. Sobre la blancura del lecho se extendía,
agrandándose, una mancha purpúrea. El cuerpo de él estaba ya rígido, manando de la oreja izquierda un hilo
de sangre negruzca; el de ella, con la sien des trozada, se agitaba en una agonía breve. Luego se inmovilizó
también; y ambos así, rectos, en la casi desnudez de sus carnes, pálidas y sangrientas, semejaron el símbolo
estatuario del delito castigado... El cuadro no necesitaba explicaciones, todos guardaban silencio,
contemplándome con simpatía compasiva. Y cuando el agente rompió el mutismo para decirme que le
siguiera, su voz fue respetuosa como una súplica…
Tomado de www.prosamodernista.com
Tomado de www.prosamodernista.com
domingo, 27 de marzo de 2016
José Ángel Malberti, la institución
Pedro Marqués de Armas
Figura clave en la organización de la
medicina, la psiquiatría y la higiene en Cuba a inicios del siglo XX. Como
tantos otros médicos formados en la colonia ocupó, tras la independencia,
cargos políticos que influyeron en la consolidación del orden sanitario en la
isla. Miembro de la Cámara de Representantes, de la que fue presidente y
vicepresidente, elaboró el proyecto de ley que conduciría al establecimiento de
la Secretaria de Sanidad y Beneficencia (1909), el cuerpo médico institucional
más poderoso de la República.
José Ángel Malberti Delgado nació en Baracoa
el 5 de mayo de 1854. Emigró a España a los doce años. En 1875 obtuvo el título
de Licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Barcelona y, ya de
regreso a Cuba, se enrola en los preparativos de la Guerra Chiquita. Fue
delatado y tuvo que escapar en una
goleta que lo dejaría en New York. En 1885, en plena paz, obtiene su doctorado
por la Universidad de La Habana, con una tesis que tituló ¿Cuál de las teorías patogénicas de la diabetes sacarina es hoy más
admisible?
Llevaba entonces un lustro vinculado a la Casa
General de Dementes, donde se desempeñara como médico tercero, siendo promovido
en 1885, previo concurso, a médico segundo, plaza que ocupó hasta su partida al
exilio a comienzos de 1896. En Mazorra, hacia esos años, sostuvo frecuentes
altercados con las autoridades administrativas, hasta que se le separó de su cargo
de director interino por un Real Decreto.
Malberti abrió cierta perspectiva psicogenética
dentro de la psiquiatría, al promover la hipnosis y la psicoterapia, y al
advertir de la existencia de “trastornos del carácter” que demandaban
alternativas institucionales al margen del manicomio. En el marco del Primer
Congreso Médico Regional, celebrado en La Habana en 1890, presentó la ponencia
“El hipnotismo y sus aplicaciones a la terapéutica de las enfermedades
mentales”. Se inserta, pues, junto a Manuel Moreno de la Torre, José López
Villalonga y Eduardo Díaz, entre los iniciadores de la psicoterapia en Cuba.
Este grupo de alienistas opta, ya en las dos últimas décadas del XIX, por el
uso de la hipnosis y la sugestión en pacientes donde no era evidente un
sustrato orgánico como causa de los síntomas. En su tesis de 1896 “Tratamiento
sugestivo de la locura”, con la que ratificó su título en la Universidad de
México, escribió: “La sugestión mental es un agente terapéutico al cual debe
recurrirse en todos los casos de locuras. Es superior a otros tratamientos ahí
donde no aparezca lesión orgánica e incluso en estos casos puede modificar el
carácter del paciente y propiciarles una relativa mejoría”.
Influido inicialmente por Jules Baillarger,
cuyo Tratado de Alienación Mental
(1863) conoce en la traducción que realiza José Joaquín Muñoz, y por los
trabajos de Henry Maudsley, fue, como todos los alienistas de la época, inevitable
seguidor de las tesis degeneracionistas, si bien su posición no sería de las
más radicales. Se destaca, en este sentido, cierta crítica a algunos postulados
de Lombroso y su oposición a los manicomios judiciales. Propuso, a tono con el
momento, que se sustituyeran los conceptos de loco criminal y criminal loco por
los de locos peligrosos y no peligrosos. En lugar del manicomio judicial, proponía
crear departamentos de seguridad dentro de los asilos, y evitar su
masificación. No obstante, consideraba que la reincorporación del enfermo a la
sociedad debía determinarla no el médico sino las autoridades judiciales.
Por otra parte intentó establecer, ya en 1892,
la primera cátedra de “neuropatología y enfermedades mentales”. El plan de
estudios de la época daba potestad al Gobernador General, previo informe del
Rector de la Universidad y de la Junta Superior de Instrucción Pública, para
establecer nuevas asignaturas, si así lo permitía el presupuesto del gobierno. Se
trataba de “cursos libres” de especialidades no obligatorias, con plazas
vacantes de profesores. Un informe de Malberti al Gobierno General, solicitando
la ejecución de los cursos y la organización de la asignatura, fue rechazado.
Esteban Borrero, en su artículo “Organización médica de la Isla de Cuba”, daba
cuenta de que tales cursos no se habían llevado a efecto, no por carencias presupuestarias, sino debido a las exigencias del reglamento, que imponía, para
desempeñarlos, “servicios especiales que nuestros médicos no tienen ni pueden
tener”. Por ejemplo, que los profesores llevaran más de diez años de licenciados,
y no menos de cinco como médicos con práctica hospitalaria en el campo
correspondiente.
Radicado en México durante la contienda del
95, fue médico principal de la Compañía Inglesa de Veracruz, organizó el Club
Patriótico “Bartolomé Masó”, publicó el mencionado estudio sobre hipnosis, y participó
en el Segundo Congreso Médico Pan-Americano (noviembre de 1896), para el cual
fue elegido secretario de la sección de enfermedades mentales.
De regreso a Cuba al término de la guerra,
Malberti fue designado Secretario de Salubridad y presidente de la Junta de
Patronos que tendría a su cargo la administración de Mazorra. Presenta así el
primer informe dirigido al General Brook, a partir del cual se elaboró el
proyecto de reformas del Hospital de Dementes. A sus gestiones se debe la
construcción de nuevos pabellones, de la llamada colonia agrícola y del
departamento de hidroterapia y, en general, las mejoras higiénicas de los primeros
años republicanos, cuando el asilo recibió una cantidad de enfermos y desamparados
sin precedentes.
En 1901 escribió el que tal vez sea su trabajo
más influyente en esa época: “Necesidad de evitar en lo posible la propagación
cada día más creciente de las enfermedades mentales”, presentado al III
Congreso Médico Pan Americano de La Habana. Entonces era médico de visita de la
sala de observación de presuntos enajenados del Hospital Número Uno, donde
comenzara a ejercer la docencia. Ya como miembro de la Cámara de Representantes,
promovería la Ley General de Sanidad, la creación del Cuerpo Médico Forense
(cuyo reglamento elaboró), y, junto al también psiquiatra Américo de Feria, la
cátedra de Patología y Clínica de las Enfermedades Nerviosas y Mentales,
finalmente instituida en 1906.
En marzo de ese mismo año inauguró su clínica
privada “Malberti”, una edificación independiente en lo que fuera la Quinta del
Rey, arrendada durante décadas por la Beneficencia Catalana, y donde ya existía
la Clínica de Enajenados del Dr. Blanco, para la que Malberti trabajó. Allí se daría
asistencia a los enfermos de clase alta y media, a los que se ofertaba
“preferentemente” hipnosis, psicoterapia, hidroterapia, electroterapia, duchas
y masajes. Una estadística del primer año de trabajo informaba que el 98 % de
los pensionistas asistidos eran blancos y que el uso de celdas y camisas de
fuerza había sido “restringido.”
En el propio 1906, publicó el artículo
“Estados morbosos transitorios del carácter”, en el que reconoce la existencia
de padecimientos de menor intensidad que precisaban de atención fuera del
manicomio. Estos trastornos debían ser atendidos a tiempo para evitar su
cronicidad o trasformación en estados de locura propiamente dichos, y porque
podían implicar problemas médico legales más complejos. Su gestión se ubica
así, ahora más claramente, en el punto de separación entre la asistencia
pública y la privada. A su juicio, la mayor parte de las locuras que se
observaban en Cuba tenían por base la epilepsia, el histerismo y la
intoxicación alcohólica, entidades
susceptibles de trasmitirse hereditariamente. Se hacía necesario, por
tanto, una legislación que garantizara no sólo la atención de estos trastornos,
sino que impidiera su trasmisión a otras generaciones, por lo que era
imprescindible aplicar “medios coercitivos para limitar su propagación”.
Alrededor de la Clínica Malberti, a la cual
representaba y, en particular, gracias al apoyo del antropólogo y también
psiquiatra Arístides Mestre, van a editarse desde 1910 los Archivos de Medicina Mental, publicación dedicada por entero a la
disciplina. Serán ellos sus directores y la revista pasa, un año más tarde, a
ser el órgano oficial de la Sociedad Cubana de Psiquiatría y Neurología, con
Malberti como presidente. Archivos…
daría a conocer textos de Enrique José Varona, y de los principales
neuropsiquiatras de la época: José A.
Valdés Anciano, Gustavo López, Rafael Pérez Vento, Armando de Córdova, entre
otros. Es
visible ya, en esta publicación, la influencia de la psiquiatría
norteamericana, en detrimento de la francesa. Las reformas institucionales
impulsadas por Adolf Meyer son seguidas de cerca, al igual que sus teorías, y
son frecuentes los extractos y reseñas de la American Medical Psychological
Association.
Adscrito al partido liberal, Malberti había
estado encarcelado en 1906 junto a José Miguel Gómez, a raíz de la guerrita de
agosto. Gómez lo designó Inspector General de Dementes, cargo del que fue
depuesto 1913, al ocupar Menocal la presidencia del país. Como inspector se destacan sus
informes de 5 de enero de 1910 y 14 de enero de 1913. En el primero de ellos
escribió: “El actual Hospital de Dementes de Cuba, triste es confesarlo,
conserva aún lo característico de aquel asilo colonial que más de una vez
calificamos de depósito de locos”. Denunciaba que desde 1900 a la fecha se
habían invertido más de un millón de pesos, y acusaba de desvío de recursos y
despilfarro no a los directores del asilo sino a las diferentes
administraciones.
Volviendo a su tesis sobre hipnotismo, una pincelada. Malberti expone en ella no pocos casos de mujeres tratadas mediante esta técnica. Su concepción de la histeria femenina no difiere de la opinión entonces dominante según
la cual su curación dependía de la relación de poder
que se urde entre el terapeuta y la paciente, una relación, como dice, riesgosa, ya
que el médico "podrá curar el acceso, pero el marido es el único que debe
modificar el carácter de su esposa”. De ahí que de ser efectiva la
técnica, a menudo el médico se torne indispensable para la enferma. Para Malberti la histérica es una insumisa frente al poder paterno o conyugal, por lo
que su terapia debía complementarse con cierto aislamiento en balnearios, electroterapia y,
de ser posible, con un “marido vigoroso”.
Malberti trató en su clínica al poeta
modernista Darío Herrera, quien de paso por La Habana en 1907, padeció un
cuadro de alucinaciones y delirios persecutorios. Los amigos cubanos del poeta
panameño, Serafín Pichardo, René López y Ramón A. Catalá, se la agenciaron para
invitarlo a un “paseo por la clínica” y allí lo dejaron. Otra versión apunta a
que el propio psiquiatra, contactado por aquellos, o por Pedro Henríquez Ureña, lo condujo en su coche desde
la redacción de El Fígaro.
Al término
de la estancia, Herrera escribió su crónica “Almas Dolientes” donde describe la
mezcla de confort y decadencia del sanatorio. Pero no cuenta que allí quedara
internado. La suya es una visita transfigurada, crepuscular, que lo devuelve de
noche a la ciudad. También dedicó un soneto a Arístides Mestre, antropólogo y psiquiatra, quien colaboraba con Malberti y probablemente lo trató:
Hasta su fallecimiento el 6 de marzo de 1927
Malberti se mantuvo al frente de la clínica que llevara su nombre, la cual, en
estado de ruina, cerró al año siguiente.
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