Juan José Remos
Escritor de primera fila, con una modestia
excesiva que le hacía mucho daño en un medio demasiado hecho a la propaganda
personal, ha desaparecido Federico de Ibarzábal, que deja huellas de su talento
en la poesía, la novela, el cuento y el periodismo. Surgió en la plenitud
modernista, con un libro poético de cierto tono sombrío que se debía más a la
misma característica de la escuela que al espíritu del poeta; me refiero a
Huerto Lírico, que ve la luz en 1913. Y tan es así, que era más la influencia
de la propia escuela (en lo que arrastraba del romanticismo) lo que determinó
el sentido sombrío, que los libros de versos que le suceden entrañan un hálito
distinto, imbuido de alegría, de optimismo. La naturaleza le inspira, y en un
haz de sonetos que integran el tomo El Balcón de Julieta, Ibarzábal canta las
puestas de sol y las noches argentadas, aunque no con un carácter descriptivo,
sino como reacción del poeta ante estos fenómenos que a través del tiempo han
hecho vibrar las liras de tantos poetas. Sin embargo, la obra que define por
completo su personalidad artística, la que le destaca como un poeta de cuyo
nombre no puede prescindirse al hacer el recuento de los verdaderos valores literarios
de nuestro siglo, es Una Ciudad del Trópico,
en que la imaginación teje visiones futuras, al contemplar los lugares
tradicionales de la vieja Habana.
Este libro justifica el calificativo de “poeta
urbano” con que lo distinguieron Lizaso y Fernández de Castro, en su
imprescindible antología de la poesía moderna. Alientos de un lirismo elevado
hubo sin duda en quien escribió "La profesión de fe lírica". Y en sus evocaciones
del ayer romántico no falta por ello la actitud de quien no obstante volver los
ojos atrás, pinta magistralmente la verdad presente y con arte que subyuga hace
desfilar los tipos y las cosas de la vida cotidiana que le rodea y que si no le
ahora es por su fe en el porvenir. Se escapa por su versos cierto desencanto de
lo que existe; pero no oculta su plena confianza en lo que ha de venir. La fuerza
subjetiva de Ibarzábal crece y alcanza su zenit, en su último volumen de
versos, Nombre del tiempo, en que la pupila se extiende más, su mirador es más
alto, el horizonte se dilata y la mirada alcanza mucho más que lo que en la
localidad le rodea. El poeta penetra más en la esencia de la vida, confía más
en las fuerzas ocultas del hombre, y el ritmo interior supera todo cuanto hasta
entonces había brotado de su pluma lírica.
El narrador cultiva el cuento y la novela; en
el primero, con cierto sabor cosmopolita; en el segundo, mirando hacia Cuba.
Derelictos fue su primer libro de cuentos; La Charca, el segundo y último. La sombre
Rudyard Kipling se advierte en estas narraciones imaginativas, que no
desmienten al poeta enamorado del mar. Ibarzábal amaba mucho la forma del
cuento y la cultivaba con innegable gracias. En su culto a esta forma
literaria, preparó y prologó en 1937 (fecha en que comenzó a publicar sus
libros de esta índole) una antología de cuentistas cubanos. Su novela Tam-Tam
se adentra en los problemas sociales de nuestro país, analiza nuestra vida y
trata con pronunciado acierto diversos tipos humanos. Fue escrita y editada en
los días de mayor fragor de la Segunda Guerra Mundial, en 1941; y de ahí el
título que remeda el sonido del tambor de guerra. Las cualidades que tuvo
Ibarzábal para la narración fueron tan eminentes como las que demostró poseer
para el verso.
Fue un prosista de claro y trasparente estilo.
Su buen decir no es de los más comunes en tiempos de atropellos gramaticales;
pero sin que el respeto a la buena sintaxis ahogara nunca el vuelo artístico de
su forma brillante. Muchos periódicos y muchas revistas cuentan con magníficas
crónicas suyas, ensayos, reportajes, que revelan una prosa nítida, imaginativa,
suelta, que cautiva por su belleza, y en la que el ropaje no supera a la
enjundia, ni ésta queda a un lado por aquél. Conocía Ibarzábal muy bien las
leyes y los caprichos de nuestra lengua, y la empleó sin ofenderla y sin que su
plausible consideración restara el donaire que ciertos que ciertos
atrevimientos aportan, cuando se saben usar con aquel don que poseyó y con
aquel cierto encanto con que sabía hacerlo.
No fue su vida todo lo afortunada que un
hombre de su calidad espiritual merecía. Le azotó y el no tuvo la defensa que
suelen tener quienes lo echan todo por la borda, con tal de salir adelante. Su optimismo
fue por eso un optimismo puro; nunca reflejo de su propia vida. Tenía resplandores
interiores que le hacían mirar hacia fuera con la misma luz; pero la realidad
era muy otra. Jamás explotó su ingenio ni su pluma; apenas vivió de ello. Fue por
eso, dentro del periodismo, un espécimen dignísimo que honró la profesión; y
además un ejemplo vivo de que no está reñido lo literario con lo periodístico.
Cordial como pocos, derrochó afecto sin reparar en objetivos. Yo que le traté a
fondo, le quise por le conocí bien. Tuvo de la amistad un concepto cabal, pero
que no todos saben comprender ni recompensar; porque la reciprocidad suele ser
palabra acuñada más para la afectividad internacional que para la convivencia
social. Al morir Ibarzábal, su nombre casi resulta nuevo para los nuevos,
porque hacía rato que se había retraído; pero en los que supimos de sus valores
humanos, deja una estela imborrable de admiración y de cariño.