miércoles, 29 de mayo de 2013

El enterramiento de Juan Quinquín




  Samuel Feijóo


 Desde muy temprana la tarde ya estaba todo el circo en orden para la función. Los vecinos habían aportado sillas de mimbre, comadritas antañosas, largos bancos de pino; taburetes, todo género de asientos. Estos se colocaron alrededor de la redonda pista de yerba y, detrás de ellos, quedó el gallinero bien dispuesto, dura tabla para los traseros juveniles. Allí se sentaba la bullanguera morralla, la que más se divertía, la que haría rodar de valle en valle el eco de su chotería vocinglera, sus puyas y cuchufletas constantes.
 No quedó un vecino que no sintiese deseos de asistir. De los cafetales cercanos bajaron, furtivos, algunos atezados recogedores de café.
 Nadie quería perder la fiesta. Y fue a causa de este empeño tenaz por lo cual se hizo preciso levantar los telones y rodear con sogas, tensas entre estacas, los bordes riel circo donde el gallinero no estorbaba.
 Al comenzar la función todos los asientos estaban ocupados, menos el extraño palco del Alcalde. Era este un palco con tres sillones y un sofá de fondo de pajilla de jata. Dos sillas de tijera y un banquito bajo, amarillo, completaban el moblaje donde El Alcalde se aposentaría.
 La función demoraba. El circo, iluminado por lámparas de carburo, muy sonoras. Se llenaba de gritos impacientes. Al fin, se envió un pro pío al Alcalde, y este dijo que comenzaran la función sin su presencia que. Ya él iría cuando le placiera, porque se hallaba a pleno hartazgo de lechón y vino tinto.
 Vestido con botas altas, negras, deslustradas, panta­lones de montar, camisa de leñador —escocés, a cuadros, una fusta en la mano y una gorra de pelotera bien sujeta en su cabeza de severo rostro, El Dueño se apareció en la redonda pista. De inmediato un coro de chiflidos le saludó. Sin inmutarse, tras estallar el foete varias veces y con gruesas voces, anunció al público que el gran espectáculo daba comienzo con la actuación del Mago Maravillas.
 Maravillas salió de raído chaqueta y sombrero de copa despeluzado, calzando zapatos tennis. Los chiflidos y motes absurdos ahogaron su voz.
 Entre el escándalo y las palabrotas realizó mal que bien su acto. Terminó sacando de una caja de dulce de guayaba, forrada de tela prieta, un gran número de banderas internacionales. La última fue la cubana, y grandes aplausos acogieron su salida.
 Se retiró muy digno, y, al instante, surgieron los trapecistas, al toque de un silbato del Dueño y unos cuantos timbalazos premonitorio s del cuerpo de músicos.
 Entretanto, Juan Quinquín y El Jachero preparaban sus números. Juan pensaba. Todo el día Teresa había estado en su mente. No la había visto. Por los agujeros de los telones ponía su ojo ansioso y la buscaba, sin que la viera en parte alguna.
 Pero Teresa se hallaba en un palquito, sentada en una silla de mimbre, vestida de blusa blanca con saya azul marino. Nerviosa, no sabía qué hacer con su pañuelo. Buscaba a Juan. ¿Cómo hablarían? ¿Y si Juan era re­conocido y golpeado por los combatientes del desastroso guateque en casa de Cheche Hernández? Estas ideas la atormentaban. ­
 Al fin, llegó el turno de Quinquín. Con el rostro tiz­nado apareció en la pista. Vestía un pantalón corto, a la altura de las rodillas. En la cabeza, a modo de som­brero, una corona de plumas. Fue anunciado por El Dueño, a grandes gritos, pues el escándalo provocado por su vestuario duró largo rato, como “El Indio Kaoma, come­candela”.
 Y comenzó su trabajo. Grandes chorros de gasolina se encendían en el aire cuando Juan acercaba la antorcha a la buchada lanzada ruidosamente boca afuera. Se rojea­ban los rostros de los admirados campesinos. Entre los fogonazos de la gasolina ardiendo Juan la buscaba. No podía mirarla directamente. Sabía que todos los ojos estaban fijos en él. No podía comprometer a Teresa. Y trabajó, con gran éxito, como siempre. Un toque suave De timbal le acompañó todo el tiempo.
 A su retirada entró El Jachero. Venía enarbolando un hacha a la vez que exhalaba grandes gritos. A poco llegó a su lado un tarugo con un saco lleno de botellas vacías, que esparció por la yerba.
 Rápido, El Jachero descargó su hacha sobre ellas. Las partió en miles de pedazos. Hizo un colchón de vidrios y se quitó la camisa, mostrando su torso sudo­roso, ante un público que apenas sospechaba de sus in­tenciones.
 De pie, de espaldas al colchón de botellas rotas, quedó un minuto. Después se dejó caer sobre los vidrios. Al­gunas mujeres gritaron. El Dueño voceó recio por dos personas del público. Aparecieron. Las hizo subir sobre el pecho del Jachero de modo que sus espaldas se introdujeron de nena en la filosa masa. Se sostuvieron de pie un minuto. Cuando bajaron, El Jachero se levantó, mostrando sus lomos al público, donde se veían numerosos vidrios encajados: algunos goteaban sangre.
 Hizo El Jachero un ostentoso y gran saludo a la concurrencia, que permanecía en silencio y espantada, y se retiró. Al caminar hacia la tiendecita de campaña donde se hallaban los artistas, algunos vidrios rojizos se des­prendieron de su espalda.

 (….) Se hizo el intermedio. El público sabía que se aproxi­maba lo sensacional: el enterramiento de Juan Quinquín.
 Hasta la abstraída gente que vendía refrescos de limón y naranja, se aprestó al lance grave. El Dueño lo había anunciado a gritos:        
—Durante más de media hora será enterrado en vida Juan Quinquín, el valiente de las tumbas, ¡el hombre de las mil vidas! ¡Nadie se pierda este milagro...!
 Y cuando llegó el lance cumbre, dijo con gran voz:
 —¡Atención, querido público, que ahora se procede al enterramiento...!
 Juan se introdujo en la caja de muerto. Era un féretro sin forros, a pura tabla. Clavaron la tapa.
 Lo enterraron, en la abierta tumba, a vara y media de profundidad, Los tarugos palearon largo rato tierra sobre él. El público intrigado observaba. Un tarugo se sentó sobre la tumba, y la función continuó. Teresa mordía su pañuelo.

 Irrumpieron los perros amaestrados. Todos de cuerpos flacos y ligeros. Contaban, saltaban entre aros; corrían en dos patas, brincaban de taburete en taburete, prorrumpían, en ladridos rarísimos a una voz de mandó...

 Un campesino comentaba en alta voz:
  —Las estibas de palos que le habrán arreado a la perra esa pa’ hacerla aprender.   ¡Canallaaaaas!
 Los alegres presentes corearon con voces y risas su salida.
 Nuevo timbaleo. Un clarinete, sopló triste, y salieron los malabaristas, con sus ceñidas mallas, sin lustre. Dieron mil vueltas de carnero y altos brincos y se empelota­ron, encaramándose uno sobre otro. De pronto se soltaron, y cada uno cayó en su, puesto anterior tras una violenta voltereta.
 Uno de ellos, un joven fornido, colocó en sus hombros a un delgado compañero sobre ambos trepó una niña que se irguió delicadamente, de pie sobre la cabeza del flaco malabarista. A una voz, cayeron los dos. En el aire la atrapó el forzudo.
 El excitante número arrancó aplausos.
 Teresa no veía nada. Salió de su palco hasta sentarse en la tumba de Juan. El público la miraba. Pronto comenzaron las voces de crítica­…
 Vino su Padre, y la requirió. Los chiflaron. Como Teresa le hiciera resistencia, la tomó de un brazo y, turbado, casi la arrastró a su asiento.
 Los malabaristas habían permanecido quietos; los espectadores vieron el suceso en curiosos silencio. Se había interrumpido la función ante Teresa en lucha con su Padre.
 Un malabarista subió sobre un barril de cerveza, y lo hizo rodar a fuerza de sus hábiles y rápidos pies por la yerbosa pista. El barril rodaba hacia atrás, de costado, adelante, bien timoneado por los sabios pies. Un tarugo alcanzó cuatro naranjas al artista. Sobre el barril en constante movimiento las tiraba al aire, al unísono, las recogía y las lanzaba de nuevo. Los globos amarillos fulgían bajo las lámparas de carburo. El público olvidado ya de Juan Quinquín en su tumba.­
 Se retiraron los malabaristas bajo los aplausos. Salió al instante El Dueño. Tiró dos latigazos, y dijo, tras el silencio:
—Señores, mientras el muerto sigue enterra’o, apreciemos el gran espectáculo del ¡Matasiete!
 Tronaron los timbales, el clarinete subió a su punto más alto, el saxofón gimoteó violentó, y apareció Matasiete, con un casco negro en su cabeza, con una trusa negra cubriéndole todo el cuerpo, con zapatillas negras. Era un hombre muy fornido, de unos cincuenta años. La figura atlética impresionó a la multitud. Su torso brilló poderoso, con bíceps imponentes. Aquello si interesaba: la bestia humana que de un piñazo podía desnucar un caballo. Grandes murmullos de llameante admiración siguieron a su presencia. Matasiete esperó el silencio. Entonces exclamó:
 —¡Que venga, el hombre más fuerte que haiga por aquí a pulsear conmigo!
 El circo se llenó de bulla. Se citaban nombres. Al fin, El Alcalde ordenó a Guareao, musculoso recogedor de café, que fuera a la pista a pulsear. En el ínterin, Teresa, que no apartaba los ojos de la tumba, lloraba. Su padre le dijo:
 —Si empiezas con esa lloradera ya te estás yendo pa’ la casa. ¡Mira que llorar con ese animal enfrente que va a pulsear con el Guareao! Hay que ser mujer pa’ per­derse este inmenso pulseo...
 Teresa secó sus lágrimas.
 Mientras Guareao salía a la pista y se quitaba la: camisa para pulsear más cómodamente con Matasiete, algunas mujeres y niños miraban con pena a la tumba.
 Cuando se aprestaban los rivales ante una mesa de cedro, se oyeron voces de mujer:
 —¡Saquen a ese hombre ya de abajo e la tierra que se va a ahogal!    
  —Sáquenlo ya...
 El espectáculo del pulseamiento siguió adelante. Matasiete se tornó rojo, pujó, y tiró sobre la mesa, a su izquierda, el brazo de Guareao.
 Tensa gritería acogió su victoria. Sobre el Guareao llovían las pullas:
 —¡Guareao, te reventaste y te cagaste!
 —¡Guareao, estás choteao!
 El Guareao explicaba a sus amigos:
 —Se me fue alante. Arrempujó la muñeca sin darme tiempo pa’ na’...
 Sobre las voces, Matasiete impuso la suya:
 —Ahora, que venga el Herrero del pueblo.
 El Herrero se levantó de su silla de tijera, medio azorado. Las pullas cayeron sobre él:
 —Se cagó el buey. Ahora...
 —Herrero, mira que esto no es clavar casco e caballo. Lo que te va pa’rriba no es de amigo...
 El Herrero avanzó a la pista, entre la sonora expec­tación, a encontrarse con Matasiete.
 Fue entonces cuando Teresa corrió de nuevo a la tumba y empezó a lanzar con sus manos la tierra amontonada.
 El público se puso ahora de su parte:
 —¡Que se ahoga, que lo saquen! —gritaban las mujeres.
 —¡Que lo saquen! —gritaban los niños.
 —Está bueno ya —decían los viejos.
 Matasiete y El Herrero esperaban el fin del escándalo para comenzar su desafío. Teresa seguía surcando tierra con sus manos. Dos mujeres se le unieron. Un tarugo intentó detenerles la labor, tomando con fuerza por las manos a una mulata. Recibió unos arañazos. Un negro flaco y bravo le golpeó con su puño.
 El público gritaba:
 —¡Criminal tarugo e mierda, respeta a las mujeres!
 —¡Tarugo, puta e tu madre...!
 —¡Tarugo, castrón…!
 El Alcalde se levantó de su palco. Seguido de la pareja de rurales llegó donde el tumulto de mujeres, tarugos, El Dueño, malabaristas, alrededor de la tumba, Y. dijo:
 —No quiero relajo aquí. El tarugo va preso.
  Las mujeres le preguntaron:
 —¿Y el müerto, no lo van asacar…?
 Y El Alcalde les respondió:
 —El muerto está bien ahí abajo. Pa’ eso pagamos, pa’ que siga abajo medio asfisiado haciendo lo que tiene que hace. Si se muere pues se saló, y más na’…
 Teresa volvió de la recia mano de su padre a su asiento. Matasiete y El Herrero tras esperar unos mi­nutos por un silencio aceptable, comenzaron su número. —Señores —dijo el Matasiete—, este Herrero va a dar mandarria sobre su yunque ahora…
 Un pequeño yunque fue traído a la pista por dos tarugos. Matasiete se tendió bocarriba en la yerba. Los tarugos montaron el yunque sobre su pecho. Matasiete lo agarró con tacto y firmeza, cada mano en cada tarro del yunque.
 El Herrero cogió la mandarria que le tendió un ta­rugo.
 —Ahora —gritó Matasiete desde el suelo— ¡leña...!
 El Herrero vacilaba, conciente del poder de sus gol­pes. Ante él, Matasiete esperaba, bajo el yunque.
 El público callaba. Todos los ojos fijos en la man­darria que descansaba en un hombro del Herrero.
 Al fin este se decidió, y la lanzó sobre el yunque, que chispeó. Pero el golpe no fue potente.
 Matasiete lo resistió. Dijo:
 —¡Más duro!
 El Herrero levantó la mandarria, y, temeroso, la des­cargó con fuerza. El golpe resonó violentamente.
 El público hechizado respiraba apenas.
 Matasiete gritó:
 —¡Más fuerte!
 Levantó El Herrero su mandarria y la descargó con cuanta fuerza pudo.
 Matasiete resistió.
 Del público salió un gran murmullo.
 El Herrero dijo:
 —Ni una más... este hombre es un jiquí…
 Y se fue a su asiento.
 Mientras los tarugos colocaban en la pista varios tablones, se volvieron a oír los gritos:
 —¡Abusadores, saquen al enterra’o...! —¡Ya tiene que estar asfisiao!
 —¡Esto es una cabroná, saquen al hombre pa’ fuera…! El rebumbio colmó al circo. Temblaban los telones de la carpa donde ya no cabían los gritos. Una de las señoras que estaba en el palco del Alcalde le rogó que dejara salir al muerto:
 —Por favor, Alcalde, que ese pobrecito se afisia... El Alcalde le respondió:
 —El muerto sale pa’ fuera cuando yo quiera. .. ¡Aquí no pue’ habel engaño!
 Las esposas de la pareja de rurales insistieron:
 —Pobrecito, es tan joven y se va a ahogal…
 El Alcalde les dijo:
 —Por tratarse de ustedes lo voy a soltal.
 Y levantó el corpachón de su asiento y se fue a la pista y mandó desenterrar.
 Teresa corrió a la tumba. Los tarugos paleaban len­tamente. Un anciano arrebató una pala, jadeante y paleó rápido.
 A los pocos minutos se tocó la caja de muerto. Entre una real expectación la desclavaron, y recogieron a Juan Quinquín, quien tenía los ojos cerrados y jadeaba flojo, inconciente. Lo cargaron. Lo llevaron a la carpita de vestir. Lo echaron sobre un catre. Le dieron masaje. Las mujeres preparaban un cocimiento de albahaca mo­rada.
 Teresa tenía, en todo tiempo, la mano derecha de Juan entre las suyas. En la pista, ya Matasiete, acostado en la yerba, tendía dos largos tablones de cedro sobre su pecho e invitaba al público:
 —Vengan los ocho hombres más gordos del pueblo que me los voy a echar arriba. ¡Vengan. ..!
 

 Juan Quinquín en Pueblo Mocho. Editorial Arte y Literatura, 1976.



lunes, 27 de mayo de 2013

La metáfora del circo Santos y Artigas





 Severo Sarduy


 Afortunadamente, lo que me pregunta E. S. O, de regreso de las islas, no es "¿por qué escribes?", ya que me hubiera sido imposible responderle, ni aun dándole mil vueltas al asunto, sino "¿cómo escribes?", a lo que, aunque con imágenes pulverizadas, como las que suscita un ciclista multicolor poliédrico, puedo más o menos responder.
 Escribo sobre la cresta de las palabras. Sobre el filo. El lenguaje hierve, se encrespa, como una ola de Hokusai, en cuyas gotas, en una galaxia blanca sobre el añil, se han detectado imágenes fractales. Sobre ese blanco, sobre esa espuma fractal siempre presta a deshacerse, a desaparecer, mar en el mar, hay que ir, va la frase, en equilibrio, rápida, muy rápida, lo cual implica una lentitud extrema en su ejecución: media página por día, si el día es bueno; seis años por libro.
 El que escribe, esa empecinada ficción, o ese espejismo de "yo" que Pessoa, pulverizándolo en heterónimos, fracturó mejor que nadie, va sobre la cresta como un funámbulo. Como un equilibrista, como ese francés delirante que tiró una cuerda y bailó entre las dos torres gigantes y gemelas de New York. Declaró luego que había llegado a un estado místico, cuando comprendió que la mirada hacia lo alto e implorante que le dirigían miles y miles de personas era la misma que se alza hacia un dios.
 O como eso, que mi padre se empeñaba en llamar la "metáfora" de un circo rural, que recorría la Cuba de los años cuarenta, y que visiblemente correspondía con algún enano saltarín, con una chaqueta de terciopelo rojo, constelada de monedas, que caminaba sobre la cuerda floja, la metáfora del circo Santos y Artigas, Santiartigas en el habla popular.
 Así, pues, entre dos abismos, avanza como puede el distraído autor. ¿Qué abismos?
 Por un lado, el vértigo del sonido, la iridiscencia de las vocales, la música pura, esa corriente alterna que asocia a las palabras unas con otras, que quiere arrastrarte en una resaca fluvial, de agua amazónica, siempre sonando como guitarritas llenas de cerveza, como flautas chinas, como cascabeles roncos.
 Por el otro, la coherencia, la geometría, la esfera lúcida del sentido, eso que hace que cada frase se precipite, como imantada, hacia su mejor definición, hacia su gravedad conceptual, sin que nada perturbe su dibujo, como un astro sigue su órbita, su elipse, que, de sobra lo supo el gran cordobés —y su doble insular, el gran cubano—, es a veces su elipsis.
 Así va pues, con los brazos extendidos, sobre el tamborileo de la orquestica crepuscular y de los viejos cantantes fañosos, temeroso tanto de los aplausos y los vivas como de los silbidos y las "trompetillas" pintarrajeadas del público, que lo distraen igualmente, el autor saltimbanqui, muy atento bajo la cuerda al chirrido socarrón de los monos, y arriba, allá en lo alto, al viento fuerte de la noche soplando contra la carpa, tensa y blanca.
 Así escribo, pues, sobre esa cresta. Es casi imposible mantenerse, concentrarse en la línea incandescente del hilo, no caer de bruces contra la tierra seca —el circo recorre las provincias, los mustios pueblecillos, como un Kathakali venido a menos, o desprovisto de sus dioses tutelares y benévolos—.
 Así, imitando el paso, las trampas, las truculencias de los que franquearon la pista, los antiguos clowns of words, oyéndolos de cerca.
 Ya suenan las corneticas desafinadas y metálicas, ya se acercan los tamborileros borrachos, ya se anuncia el miserable milagro de esta tarde. Un pie sobre la cuerda.
 Uno...
 Dos...
 Tres..


domingo, 26 de mayo de 2013

Más circo… Caruso y el cachalote





   Alejo Carpentier


 ...Entonces ocurría lo siguiente: había noches en que estaba Caruso en el escenario cantando Celeste Aida. Se oía todo, todos los ruidos penetraban, porque como no había aire acondicionado había que hacerlo todo de ventanas y puertas abiertas. En el local de exhibición de la derecha habían metido por las puertas, a empujones —yo no sé cómo—, un gigantesco cetáceo, un pez dama, una especie de cachalote que habían pescado en las afueras del puerto de La Habana, lo habían metido a mandarriazos y a empujones en el local aquél y lo estaban exhibiendo después de una preparación con formol y una cantidad de líquidos químicos y todo, j pero que no eran muy eficientes, pues llegó un momento en que tuvieron que llevarse el cachalote,  porque el olor era imposible.
 Pasado el camino de entrada de la ópera, había una venta de discos donde a todas horas del día y de la noche, hasta las doce de la noche, estaban tocando a todo lo que dieran los aparatos, danzones cubanos, guarachas, dúos de Arquímedes Pous, etcétera; esto, sincronizado con Celeste Aída y el cachalote.
 Pero esto no era nada. Cruzábase la calle y en un ángulo del yermo que representaban las obras del futuro Capitolio, había un individuo que había montado una enorme carpa que estaba abierta todo el año donde se exhibían maniquíes de enfermos de sífilis. Eran unos maniquíes que mostraban todas las purulencias, todos los horrores que pueden sobrevenirle al ser humano por las enfermedades venéreas, y había en la puerta un negro enorme con un megáfono que se la pasaba gritando: «Aquí el que entra bailando rumba sale todo desconflautado». Ya era Caruso, era el cachalote, eran los discos, era el megáfono, eran los maniquíes.
 Del otro lado estaba el circo Santos y Artigas o Pubillones que tenían doce leones en el sótano, que se pasaban las noches rugiendo de una manera tal que los rugidos entraban a la ópera, y encima de todo aquello había un gigantesco anuncio verde lumínico, que era el primer gran anuncio lumínico que se hizo en La Habana, donde había una rana verde enorme que parpadeaba y un letrero que decía: «El agua sola cría rana, tome ginebra la Campana».
 Bueno, como ustedes ven, el cuadro del Parque Central de la época era un panorama surrealista puro. A eso hay que añadir la Acera del Louvre, que también se las traía, con sus personajes pintorescos, los picadores más famosos del momento, que se llamaban Vistilla, el señor Solares, etcétera, que era gente que servía para todo lo que se quisiera. Había al lado, en el Hotel Inglaterra, no se sabe por qué, un patio andaluz, con una estatua de una andaluza tocando castañuelas. Más adelante había un restorán medio norteamericano que tenía un enorme letrero en inglés con un pargo que decía Seafood, y más allá estaba el Café París y al cruzar la calle, pasándose por una horchatería de chufas, del más puro sabor madrileño, que vendía horchatas de chufas y churros, había el Café Alemán. En fin, estaban reunidas allí todas las nacionalidades posibles y todos los contrastes posibles.
 Y en lo que se refiere al Nacional y a las óperas que en él se cantaron, he de recordar una anécdota muy pintoresca que ocurrió allá por los años veinte, cuando hubo una crisis económica después de la moratoria del 1919 o del año veinte; hubo una crisis económica muy grave, que no indujo al empresario de la ópera a bajar el precio de las localidades, que costaba la luneta veinticinco pesos redondos de la época. Y había gente que francamente ante aquel despilfarro, aquel alarde de lujo en un momento en que el país estaba cruzando por una situación muy difícil, quisieron manifestar su descontento. Y entonces durante una matines en que estaba Caruso cantando Aída con el traje de Radamés, es decir, con una enorme túnica color de coleóptero, así, con reflejos verdes, y el broche de oro aquí colocado y todo, resulta que le tiraron una bomba en la fosa de la orquesta, porque no era una bomba explosiva ni de hacer daño sino de ruido, era un petardo para asustar, para demostrar que aquello era, en el momento en que había no sé cuántos millares de obreros sin trabajo en Cuba, que la gente estuviera pagando veinticinco pesos por una localidad, lo que era, para cuatro personas, más del sueldo mensual de un obrero. Y entonces Caruso, que era muy miedoso, agarró un susto terrible, salió por la puerta del fondo del Nacional y empezó a correr a las tres de la tarde por la calle San Rafael. Cuando llega dos cuadras más arriba, un policía que yo conocía de mi época de colegial, que se llamaba Veneno, Veneno se encuentra con Caruso, lo agarra violentamente por la mano, y dice: «¡Qué es esto! Aquí no estamos en carnavales para andar disfrazado por las calles». Entonces Caruso, que no hablaba español, empieza a decir: «lo non sonó in carnavale, io sonó un grande tenore... vestito de Radamés, io sonó il tenore Caruso». Y se le queda mirando el policía y le dice: «¡Eh!, ¿y además de eso disfrazado de mujer? ¡Para la estación de policía!». Y el pobre Caruso tuvo que ser sacado de la estación de policía por el embajador de su país.