martes, 16 de noviembre de 2021

miércoles, 10 de noviembre de 2021

El ala del tedio


 Alberto Lamar Schweyer


 René López es superior a todos sus contemporáneos. De haber vivido algo más se hubiera igualado a Julián del Casal con quien tiene tanta analogía, pero la muerte tronchó su obra cuando más pruebas daba el poeta de su talento, y su genio quedó ignorado, como el de tantos otros que han pasado sin dejar huellas.

 Fue un bohemio, un triste bohemio falto de ambiente. En Cuba, en la América toda, la bohemia es la más triste de las existencias, la vida que idealizó el autor de "La vida bohemia" resulta triste y sola en las tierras tropicales, aquellos que llevan en su alma el ansia de una vida errante llena de ensueños de arte, son unos fracasados a quienes mata el desengaño.

 En nuestras capitales corre demasiado dinero para que se pueda resistir la vida de Rodolfo, no tenemos "Barrio Latino" lleno de canciones galantes y versos sentimentales, en que grandes poetas digan sus versos mientras apuren el verde licor que enloqueció a Paul Verlaine, el borracho glorioso que paseaba su pierna enferma por la colina de Montmartre.

 Los bardos tropicales, por lo general, aborrecen la bohemia. Rubén Darío, aquel mago del verso de quien es inútil hablar, estuvo a punto de batirse con un periodista madrileño porque una vez le llamó bohemio, y todo el mundo sabe que el autor de Prosas Profanas fue un espíritu bohemio y errante.

 En Cuba la bohemia no puede terminar, porque no existe, los pocos espíritus bohemios que hemos tenido, han tenido que vivir aislados, o ir a buscar otro ambiente en las capitales europeas, como hicieron Heredia y Augusto de Armas. Por eso he dicho de René López que no tuvo ambiente, igual que otro poeta cubano de alma bohemia que murió hace pocos meses y que por su espíritu despreocupado es también un ignorado, Francisco Robreño.

 Viviendo en un ambiente que no era el que su espíritu requería, incomprendido como la mayor parte de los hombres de genio, falto de halagos en la existencia, llena el alma de sombras por la muerte de su madre a quien idolatró con cariño jamás superado por otro amor, el poeta sintió muy pronto el dolor de vivir, ese hastío amargo que da la existencia cuando el ansia de vivir se transforma en sed de descanso, el mal terrible que llevó a Poe y a Verlaine al vicio del alcohol, a Gerardo de Nerval al suicidio, a Francois Coppe a los desiertos africanos, a Byron a las murallas de Missolonghy, y a Julio Herrera y Reissig a las drogas heroicas.

 Como todos ellos sintió René López el ala del tedio rozar su frente, y ya sin fuerzas para luchar, porque el triunfo no le preocupaba, ni la gloria le atraía, se rindió a su destino, y buscando descanso espiritual se dedicó a la morfina como el supremo recurso, y como un pájaro herido en el espacio plegó las alas y se dejó arrastrar por la corriente.

 René López fue un morfinómano como Musset fue un borracho, fue un vicioso que pretendió sepultar sus dolores en los “paraísos artificiales”, pero la culpa no fue suya, la vida lo obligó y él no pudo resistir. No le reprochemos nada, quien sufra tanto como él y sepa luchar que hable, los que no han sentido el dolor del poeta, los que no tienen derecho a comprender los tormentos de su alma, no deben ni pueden juzgarlo.

 A René López lo mató el vicio, murió cuando comenzaba a sentir el halago de la popularidad, la vida lo atormentó primero y lo mató después.

 Pocos poetas ha tenido Cuba que hayan sentido más hondamente que René López. Sus versos suaves y musicales al oído, dicen al corazón la tristeza y el dolor de su alma grande llena de exquisita sensibilidad. Cada poesía suya es un poema de dolor amargo, cada estrofa semeja un ánfora llena de tristeza, cada verso es un jirón de su alma rota, en sus poesía “la pluma del dolor trazó sus letras / la desesperación grabó sus frases”, como dijo en una de sus composiciones.

 Todo aquel que conozca algo la obra del poeta sabe de memoria su poesía “Barcos que pasan”, escrita bajo la impresión hondamente dolorosa de la muerte de su madre. Es sin duda la mejor de cuantas escribió, la de más ternura, la más doliente, la que más impresiona el corazón, y es a la vez la más sencilla, y una de las más subjetivas y perfecta que se ha escrito en nuestro siglo.

 “Barcos que pasan…” tiene el encanto triste de las naves que cruzan por los horizontes oscuros, de las ilusiones que la vida se va llevando lentamente, de los amores hondos que se olvidan, y de los cariños fugaces que forman el recuerdo. Tienen estos versos la melancolía de los sueños rotos, de los recuerdos ya lejanos, de las noches de luna, de las mujeres queridas que están lejos, de los seres amados que se van, toda esa tristeza, toda esa amargura, toda esa evasión tiene para mí “Barcos que pasan”.

 Ya he dicho que el poeta sintió por la autora de sus días un cariño nunca superado ni tan solo igualado, y de la muerte de este ser tan querido data la tristeza desolada del poeta. 

  Desde el aciago día en que el ser tan querido partió para siempre, la imagen de la madre muerta no se apartó un instante de la mente del poeta que después escribiría rememorando aquel episodio funesto su poesía “Barcos que pasan”.

 Como Edgar Allan Poe fue el bardo del horror, René López fue un cantor del dolor. ¡Oh, el dolor de vivir es tan amargo! ¡Y supo el poeta decirlo tan bellamente en sus rimas incomparables.


 Fragmentos aislados de René López, Imp. Sociedad Tipográfica Cubana, 1920. 


domingo, 7 de noviembre de 2021

A un poeta muerto

 

Pedro Henríquez Ureña 

                        En memoria de René López


¡Caíste! Van de púrpuras vestidas,

tu ocaso a acompañar, las nubes lentas;

y muere en el confín póstumo rayo,

última luz de tu fugaz promesa.


¡Quién vio la aurora prístina, radiosa!

¡Quién oyó el canto, al despertar la selva!

Mientras emerge el sol con lumbre flava,

tu voz en trino inacabable suena...


¡Y las arpas del bosque!

¡Y la mañana espléndida!

Tu voz, diáfana y pura,

es todo el canto de la primavera.


¡Yo no sé cuál maléfico Faetonte

del gran carro del sol asió las riendas!

Súbito es un delirio la mañana

con el furor de la solar carrera.


Se torna aciago el día.

Arde y abrasa, o ya se nubla y vela.

Vientos asoladores

azotan por el valle y la eminencia,

y en pávidos clamores se convierten

las voces seculares de la selva.


Te arrastra el torbellino.

Torvo rumor se eleva;

y en medio del horror que te circunda

y el bárbaro fragor que ruge y truena,

tu voz en gritos estridentes rompe

como la del alción en la tormenta

pero a veces, venciendo el rudo estrago,

vuelve a sus notas límpidas, gorjea,

y entona, con arpegios cristalinos,

el dulce canto de la primavera...


Y allá vas, con la racha tormentosa,

lanzando, en gritos de tu voz enferma,

notas de plata entre clamores roncos...

Con el furor de la solar carrera,

es un vértigo el día,

y el ocaso está cerca...


Y llega al fin. ¡Cuán presto!

Ya la noche comienza...


¡Oh cantor sin ventura y sin reposo!

Tu vida breve me arranca una queja,

porque tuviste la virtud del canto

y fuiste ¡nada más! una promesa.


                                    México, 1909.


 Blanco y Negro, Santo Domingo, núm. 66, 19 de diciembre,1909; El Fígaro, 24 de octubre, 1909, p. 538; Pedro Henríquez Ureña. Obras Completas I, Ed. Miguel D. Mena, Editorial Nacional, Santo Domingo, 1913, pp. 145-46. 



viernes, 5 de noviembre de 2021

René López

  

  Max Henríquez Ureña 


 Uno de los poetas que más altas capacidades habían demostrado en la nueva generación cubana acaba de morir, en pleno arborecer. Era, pues, un amado de los dioses, si hemos de creer en la frase de Menandro.

 Éralo, sí. Los dioses querían arrebatárselo al mundo y desplegaron para lograrlo el poder de maléficas seducciones, Nuevo Hylas, este efebo tropical de rostro byroniano, quiso reflejarse en la fuente encantada de las fascinaciones de cabellera de víbora. Y rasgando la imposibilidad del cristal de las aguas, emergió la voz sirénica de las mentiras impalpables. “Ven, decían los acentos falsamente seráficos, abandona la visión monótona y grosera del mundo; recréate en recorrer universos de ensueño y verás colores que no existen la tierra, escucharás sonidos que nunca has escuchado, te embriagarán perfumes ideales. Ven, olvida ese existir inútil, fatigoso y rastrero. Ven, tierno y candoroso efebo”. Y ante los ojos adorantes del poeta, aparecía la imagen del sortilegio de las siete seducciones, con caballera viborea, mirada de estrella, rostro de diosa y cuerpo de nube.

 Él no pudo decir como Kant: “Soñaba que la vida era belleza. Desperté y vi que es deber. El tóxico que diariamente torturaba su epidermis pasando a fusionarse con la sangre, le impidió tener conciencia del deber. Era muy joven aún cuando se vio arrastrado a la funesta mentira de viajar por universos de morfina.  

 Vivió pues el ensueño de la belleza, mas no la belleza apolínea y serena que soñó Kant, sino la belleza torturante de las ansiedad malditas y de las atracciones culpables. Fue, casi desde niño, un irresponsable. ¿Quiénes le arrastraron, valiéndose de su carácter débil y tolerante? Lo ignoro, pero en estos tiempos en que oímos hablar de la estética del hachís, del opio, de la morfina y del éter no debemos extrañar que la imaginación ardiente e inexperta de un poeta joven se dejara seducir por la torpe palabra de los bohemios trashumantes que celebran estas anomalías suicidas. Y por eso fue un convidado prematuro al banquete de la muerte.

 Podemos llorar hoy al amigo. Al poeta hace ya tiempo que lo habíamos visto desaparecer. Cuando alcanzaba la plenitud de sus capacidades intelectuales, cuando con sus mejores composiciones (Barcos que pasan, El escultor, Cuadro andaluz) demostraba que la exquisita sensibilidad de su espíritu había logrado ya exteriorizarse en una factura correcta y elegante, cuando estaba capacitado, en fin, para producir obras definitivas, obras fuertes y bellas, dejó de cultivar la poesía escrita para limitarse a poseerla en sueños. “Tengo en la mente poemas –decía– que han de culminar en una expresión rara y novísima. Todo un mundo de visiones gigantescas desfilará en esos poemas, pero para escribirlos necesito tranquilidad absoluta. Además, no he madurado todavía el plan. Todas las noches me entretengo en hacer madurar ante mi mente los elementos de mi concepción y oigo la música de los versos incompletos y en desorden”. Debemos perdonarle el involuntario egoísmo de haberse llevado a la tumba esos poemas que todas las noches venían a constituir su deleite. Para escribirlos esperaba tener tranquilidad de espíritu y en las condiciones artificiales de su vida esto era imposible.

 Si René López hubiera escapado a las seducciones de una vida ficticia, habría sido el poeta más aristocrático de su generación. La delicadeza espiritual de su poesía era única en la joven literatura de Cuba. Además de esas condiciones temperamentales tenía la aspiración persistente hacia una cultura superior y vasta. René López sabía que el literato no se improvisa y aspiraba a hacerse valer no sólo por su talento, sino también por su ilustración. De ahí la tendencia natural de su verso a rehuir las vulgaridades repetidas por los poetas de antesala, de ahí también su corrección y pureza en el decir.

 Esforcémonos porque no se olvide su nombre, teniendo presente no sólo lo que fue, sino también lo que seguramente hubiera podido ser.

  

 Letras 16 de mayo 1909, p. 247.  



miércoles, 3 de noviembre de 2021

De lo más íntimo

  

 Federico Uhrbach


 Melancólicamente, con esa suerte de melancolía intensa y reflexiva que deja en nuestras almas la doliente enseñanza de un fracaso; con esa suerte de melancolía honda y complementaria de todo pensamiento que analiza, con un temblor de llanto, la infinita amargura que en el recuerdo ensancha lo que definitivamente se ha perdido, evoco la romántica figura del pobre René López, de aquel mi gran poeta, de aquel mi buen amigo, adolorido y dulce, que cruzó por la vida –por la humana miseria levemente, pero dejando huellas imborrables en el alma suspensa y afligida de los que se asomaron a su alma…

 Lo que huye, lo que pasa, lo que rueda, todo lo que produce en el espíritu la sensación intensa de lo eterno, la rauda crispadura de lo definitivo, del pasado perdido para siempre, es vena inagotable de desaliento y de desesperanza, y así vamos, de paso por la vida, dejando a cada instante, en todas las revueltas del sendero, unos más y otros menos, acaso lo mejor de nuestro fardo; el ensueño, el dorado espejismo de los primeros años, de las inexperiencias que fingen la quimera de un país de perenne encantamiento.

 Y así cuando la muerte se nos lleva a traición y sigilosa –para nosotros siempre es traicionera- un compañero de mejores días, de esos días que, lejanos, tienen el gran prestigio y la dulce tristeza del pasado, parécenos –tal vez así suceda– que con el pobre muerto perdemos para siempre algo también de nuestra propia vida, algo de nuestra historia íntima y concentrada, que siempre en el recuerdo se ligan y se asocian a nuestras emociones los seres y las cosas del momento en que agitaron nuestro mundo interno.

Ahora, cuando se presentan precisos, invariables, exactos, ante la evocación que de ellos hago, los ojos del poeta, aquellos grandes ojos, serenos y profundos, como azules remansos siempre absortos en la contemplación de sus visiones, y su gesto cansado y perezoso, y su tipo romántico y arcaico; y su sonrisa un tanto dolorosa, y creo escucha su voz bronca y flexible, paréceme que vivo nuevamente aquellas clara horas de alegre primavera del espíritu en que juntos alzábamos castillos en la fragilidad de la quimera; todo el engañoso sortilegio, toda la rara urdimbre que construye el recuerdo, cesa súbitamente con la idea de la muerte, cual si se desplomasen nuevamente para jamás erguirse, las arcadas y torres levantadas en la fragilidad de toda vida.  

 ¿Su verso?... ¿A qué ocuparme de su verso si aún no se han marchitado las primeras violetas ni las primeras rosas marchitadas en su tumba? Ahora solo debemos dolernos de su muerte, tan alevosamente prematura y recordar su vida prematuramente desolada: mañana, y luego, y siempre habrá ocasiones de admirar su obra tan admirada desde sus comienzos por los pocos –poquísimos que en Cuba no sienten el desdén de la impotencia, por todo lo que vuela, por todo lo que aroma, por todo lo que brilla…

 Su verso fue su vida, su accidentada vida que él se gozó en mermar constantemente, tal vez por exigencias de su temperamento pasional y enfermizo, tal vez por exigencias de su espíritu, que necesariamente huraño y melancólico en nuestro medio hostil y refractario a toda creación de la belleza, sintióse altivo y solo entre el oleaje de las muchedumbres, y no supo –o no quiso ceder a las ruindades del ambiente, prefiriendo, tenaz en su aislamiento, el engañoso encanto con que abrevian la vida, fantasmagorizando placeres y dolores, con su cristal de aumento milagroso, los ponzoñosos filtros de los artificiales paraísos.

 Así se ha ido del mundo este poeta, este intenso poeta, casi un adolescente y ya conocedor de muchas amarguras que cultivó solícito en las comarcas de sus ensoñaciones; así se ha ido del mundo, como uno de sus barcos cuya lejana fuga miraba entristecido en la alta noche; como uno de esos barcos que idealizó su mente prodigiosa bogando por los mares de sus rimas sonoras y brillantes, así se fue del mundo, con su bagaje de melancolías, para explorar desconocidos mares, dejando en las riberas tanto blanco pañuelo con llanto humedecido y tanto corazón acongojado.


  Letras, 23 de mayo de 1909, p. 254.


martes, 2 de noviembre de 2021

René


 

 Mario Muñoz Bustamante


“Ha muerto René López”.

 Así dice la prensa de la mañana; pero no añade que con él ha muerto también un poeta hondamente sentimental, delicado y selectivo.

 Sus ideas eran luminosas, brillantes.

 Sus versos fáciles, sedosos.

 Aquel muchacho melancólico tenía un ruiseñor en el alma.

 Valía mucho.

 Lució poco.

 Una mala estrella le arrastraba al abismo.

 Y su talento y su vida marchitáronse juntamente en el medio tropical, como un clavel y una violeta en el lodo del pantano.

 Juntos empezamos a escribir.

 René, burgués de pura cepa, entregóse a la bohemia, impulsado por un espíritu débil que se acobardaba ante todo.

 Yo, bohemio de origen, eché por el camino de la burguesía, alentado por un temperamento de luchador que se revelaba ante el infortunio.

 La diversidad de caracteres nos alejó pronto.

 Pasaban días, semanas, meses, años… y nos veíamos casi nunca.

 Cuando la casualidad nos reunía, peleábamos invariablemente.

 Pero siempre nos queríamos con el gran afecto de las personas que no se parecen en nada.

 Por eso me ha sabido a rejalgar su muerte ilustre…

 Por eso he sentido que se me apretaba la garganta, al leer en un diario que René López ha dejado de vivir, de sufrir y de cantar.

 Una lágrima quiso caer de mis ojos para brillar en la frente del poeta triste, del amigo noble, del compañero adorable.

 En vez de rodar, esa lágrima volvióse adentro, y me cayó en el corazón como una gota de vitriolo.

 René habría llorado sin consuelo junto a mi cadáver.

 Yo me muerdo los labios sobre su tumba.

 Y me sujeto el maxilar para que no se me escape un sollozo.


 Diario de la Marina, mayo 18 de 1909, p. 6.