jueves, 30 de agosto de 2018

Rupert Brooke: un poeta inglés


  
  Ramón Pérez de Ayala

 Hace ya algún tiempo, leí en la prensa inglesa la noticia de que Rupert Brooke, un poeta muy mozo pero ya tan granado como los mayores líricos ingleses, había muerto, víctima de la guerra. La verdad es que yo no había oído jamás el nombre de ese poeta, ni había leído cosa alguna escrita por él, o si la había leído, no me acordaba. Algún tiempo después, vi en una revista norteamericana. The Outlook, un retrato de Rupert Brooke, acompañado de una breve nota biográfica y crítica y de un soneto suyo, intitulado «El Soldado», que hubo de impresionarme hondamente. Luego llegó a mis manos una antología de la novísima poesía inglesa. El libro lleva este nombre: «Georgian Poetry. 1915-1915». No sé si sabrá el lector que en Inglaterra es norma añeja y permanente de la Historia literaria inscribirla dentro de la Historia política, agrupando a los escritores en reinados y aplicándoles un calificativo común, derivado del monarca que a la sazón reinase. Así se dice literatura y escritores Isabelinos, de los que florecieron en tiempos de la reina Isabel, o novela victoriana por el género novelesco cultivado durante la época de la reina Victoria. “Poesía Jorgista” quiere decir la nueva manera poética que se inicia en Inglaterra bajo el rey actual, Jorge V. La antología, abarca solo un lapso de dos años, y de ellos ha sido de guerra un año y medio. ¡Curiosa emoción la que nos brinda este libro! El fragor de las armas y el estruendo del combate que de continuo nos atribulan en estos días negros, se aquieta y serena y en su vez levántase un acento tan puro y espiritual que no parece nacer de hombres en lucha sino de hombres en éxtasis, no de hombres a quienes la iracundia enfebrece sino de héroes de leyenda piadosa a quienes mueve amor, que todo mueve.
 Rupert Brooke figura en esta antología con varias composiciones, que bastan, en efecto, para acreditarle como un poeta de la casta y del estro de los mejores líricos ingleses. Y téngase en cuenta que la lírica inglesa es sin duda la más rica, la más sutil, la más profunda y la más arrebatada del mundo. No cometían hipérbole los panegiristas póstumos de Rupert Brooke. He aquí lo que de él dice The Outlook:
 «El rostro de Rupert Brooke recuerda el de Keats, si bien el del poeta antiguo era más reposado en tanto el del poeta muerto en el Egeo la última primavera está tan colmado de entusiasmo que nos parece que va a salirse fuera de la página. Es un rostro lleno de hermosura y vibrante con una acción recóndita que se halla en suspenso, como remansada en emoción imaginativa. El verso de Brooke es también semejante al de Keats en intensidad y veneración de la Belleza; si bien en tanto Keats tiene la sencillez antigua junto con el espíritu romántico, en Brooke hay una temblorosa modernidad de sentimiento y una gracia peregrina para dar con la expresión objetiva de los sentimientos subjetivos. Keats y Brooke murieron en el esplendor primero de la mañana. Ambos participarán la fortuna de una juventud radiante e inmortal. Rupert Brooke era, desde su infancia, un poeta y un atleta además. Vivió lo más de su vida en estrecha intimidad con la naturaleza. Gustaba de pasear incansable a campo traviesa, y, como Byron, gozábase en nadar de noche. Estudio en King's College, Cambridge, donde formó un gran círculo de amigos y brilló como uno de los estudiantes más distinguidos. Alguien que por entonces le conoció dice que mirarle era como contemplar la juventud del mundo. Fue uno de los hombres más hermosos de su tiempo. Viajó por el continente americano, pero sintió muy pronto la necesidad de volver a su amada Inglaterra, el país en donde pueden vivir los hombres de corazón generoso. Apenas declarada la guerra comprendió toda la tremenda significación del acontecimiento y al punió entró a servir a su patria. Formó parte de la división naval enviada a Amberes; peleó en las trincheras, bajo la metralla alemana, e hizo con la expedición Inglesa la famosa retirada nocturna, a través de ciudades y aldeas incendiadas, al tiempo que rebaños de paisanos fugitivos de sus hogares y campos natales. Más tarde partió con la primera expedición a los Dardanelos, y allí murió, el 25 de Abril de 1915, día de San Miguel y San Jorge. Lo enterraron, a la luz de la luna, en un monte de olivos en Seyros. “Esperaba morir, escribió Winston Churchill, deseaba morir por su amada Inglaterra, cuya belleza y majestad conocía muy bien. Avanzó hacia la muerte con serenidad perfecta, con absoluta convicción de la justicia de su patria, y el corazón desnudo de odio al enemigo”. El soneto titulado “El Soldado”, es la poesía más noble que se ha escrito durante esta guerra. Entre este breve poema y el llamado Himno al Odio, cuyo autor fue condecorado por el Emperador de Alemania, hay una distancia como del cielo al infierno. Murió de edad de veintinueve años. El poeta que escribió: 

 descenderemos con paso seguro
 y coronados de rosas, en el reino de las tinieblas,

conocía el secreto de la magia natural, que los dioses solamente inician en aquellos a quienes aman.
 Una de las características de la poesía de Brooke es la fruición en todas las cosas de naturaleza, aun las más humildes, (…) atadas y feas, como partes, igualmente pulcras de la gran belleza universal, ya que todas las cosas son anhelo o conato del tipo hacia el arquetipo y expresiones sensibles del espíritu divino. Otra es la familiaridad serena con la muerte, en la cual no veía sino el tránsito del tipo al arquetipo, de la forma mudádica e imperfecta a la Idea perfecta, ecuánime e incorruptible. Esta ansia del más allá en donde cada cosa realiza su ideal y plenitud, y todas ¡unías se conciertan en unidad suprema, la expresa Brooke ora en tono grave y misterioso como en la composición llamada «Tiare Tahiti», ora con cierta ironía y tierna ingenuidad, como en el poema «Cielo», que traduzco fielmente a continuación:

 Un pez, abarrotado el buche
de moscas, en lo más ardiente
del mes de junio, perezoso
brujuleando entre las aguas
embebidas de sol, al mediodía,
cavila en la ciencia profunda,
luz y sombra, y en cada secreto
de temor y esperanza propios del alma-pez.
Dice el pez: el mundo es arroyo
y estanque. Pero ¿no ha de haber
un Más allá? Esta vida no parece ser el Todo,
pues si lo fuese ¡cuán desagradable!
¿Qué duda cabe que algún bien supremo
se guarda pan el agua y para el fango?
Descubre la mirada reverente
una Causa Final del mundo liquido.
Aunque envuelta entre sombras,
la Fe nos dice que el futuro
no puede ser Enteramente Seco.
¿El fango al fango y la muerte en acecho?
Imposible.
La vida na se acaba con la muerte
sino que existe Alguna Parte
más allá del Espacio y del Tiempo,
donde el agua es más húmeda
y el limo es más limoso.
Y allí —la Fe nos dice— está nadando Uno,
que ya nadaba antes que existiesen los ríos,
inmerso, de alma y forma de pescado,
omnipotente y escamoso y bueno.
Bajo su Aleta todopoderosa
los pececillos hallarán cobijo.
¡Oh! Nunca el cebo esconderá el anzuelo
-el pez dice- en aquel Eterno Arroyo,
y habrá hierbajos ultramundanales,
y fango, de hermosura celestial,
y rollizas orugas abundantes,
y gorgojos paradisiacos,
y polillas y moscas inefables,
y el gusaneo suculentísimo
y en aquel Cielo apetecido,
donde halla saciedad todo deseo,
no reconocerá más tierra,
—dice el pez—.

 Para terminar, ofrezco al lector la traducción del ya célebre y casi profético soneto de Rupert Brooke, El Soldado:
 «Si yo muriese, pensad solo esto de mí: que allí donde me entierren habrá un rincón de tierra extranjera que será Inglaterra ya para siempre. Y allí, entre los fecundos terrones se esconderá una ceniza más fecunda aún. Fina ceniza que Inglaterra engendró, formó, despertó a la vida de conciencia, y a la cual dio, en un tiempo, flores para amar, caminos para recorrer, y un cuerpo que a ella sola pertenece, ya que vivió de su aire y se refrigeró y curtió en los ríos y con los soles maternos. Y pensad que este corazón, por la muerte purificado de toda maldad y convenido en un pulso de la mente eterna, hará brotar allí en donde yacen los pensamientos que Inglaterra le había dado, el rumor y la vista de sus campos, ensueños tan sosegados como sus días, y risas, aprendidas de los antiguos, y cordialidad, en pechos apacibles, bajo un cielo inglés».
 Es verdad que de esta poesía al «Himno al odio» hay tanta distancia como del cielo al infierno.

 La Esfera, Madrid, 19 de febrero 1916,  núm. 112, p. 19.

domingo, 26 de agosto de 2018

Impenetrables

 


   Enrique José Varona 

 Miraba hacia la calle, y veía pasar en direcciones encontradas transeúntes afanosos. Obreros con herramientas, criadas con paquetes, escolares con libros y cartapacios, mandaderos en sus bicicletas. El día era clarísimo; el sol de mayo reverberaba. Y un viejo problema me golpeaba el cerebro. El perpetuo enigma se me ponía delante con faz de fisga. ¿Qué hay dentro de esos que pasan? ¿Qué les ha enseñado cuanto han dejado atrás? ¿Qué les promete cuanto tienen delante? Sienten; piensan; quizás poco, muy poco; pero el granillo de oro o de cuarzo que llevan en el fondo del pecho, ése, no le veremos nunca. Porque el hombre, el dueño del gesto y la palabra, es impenetrable.

 *

 Triste, triste. ¡Cuántas veces hubiera querido que estas chispas fueran rayo que alumbrara las conciencias, que inflamara los corazones! Y una voz secreta me ha canturreado en son de fisga: je ne suis plus que littérature.
                                                                                                       1921




jueves, 23 de agosto de 2018

Nueva York: Observaciones de dos viajeros




 Enrique José Varona

 Por circunstancias que no son del caso referir, llegaron a mis manos, en un hotel de Nueva York, las notas en que habían registrado sus impresiones de la gran cosmópolis dos viajeros, al parecer observadores.
 Me entretuve en leerlas y cotejarlas; y se me ocurrió escoger aquellas en que habían discurrido sobre los mismos temas, y ponerlas unas al lado de otras, para esparcimiento y provecho del lector aficionado a ver por ojos ajenos.
 Téngase presente que ni comento, ni moralizo. Confronto y copio. Para distinguir a nuestros viajeros, llamaré al uno A y al otro B.

 A
 Estoy en pleno reino de Churriguera. Por huir de la antigua uniformidad de sus edificios, los neoyorkinos, o sus arquitectos, se han dedicado a copiar todos los estilos, a mezclarlos, a sobreponerlos; y una casa que empieza en el arte helénico, pasa por el egipcio y acaba en el piel roja. Esta es la negación del arte.

 B
 Esta ciudad realiza el sueño del sincretismo artístico. ¡Qué unidad y qué variedad! El tipo utilitario antiguo se ha ido modificando, y se ha llegado a las ideas más atrevidas con una seguridad de concepto y de ejecución que pasman. Las pirámides son juegos de niños, al lado de estos edificios colosales, cuyas proporciones permiten la más rica variedad de estilo, sin confusión ni disparidad. Estoy de lleno en el arte moderno, en el arte nuevo.

 A
 ¿Osa esta gente flemática, sin sangre en las venas, preconizar la excelencia de su clima? The glorious clime of New York. ¡Qué sarcasmo! Todavía no reza el calendario la llegada del otoño, y está la ciudad envuelta en una niebla pegajosa, que da escalofríos aun vista detrás de cristales. Este hacinamiento confuso de bloques macizos parece todavía más apretado, más caótico, envuelto en esa humosa funda, en que se pierden todos los contornos. Ayer hizo calor sofocante; hoy, frío húmedo. Comprendo que aquí vivieran rollizos y contentos búfalos y mastodontes, no seres humanos.

 B
 Ayer bajaba yo por la Quinta Avenida, a la altura del Parque Central. Una ligera neblina flotaba sobre los árboles y los edificios, ciñéndolos de una gasa gris perla, y haciendo más aéreas y delicadas sus líneas. El panorama era un encanto para la vista y más para la imaginación. Nada preciso, nada chocante. La perspectiva se dilataba de un modo casi fantástico, convirtiendo la atronadora metrópoli en una ciudad de ensueño. De pronto cayó la niebla, como un telón de teatro; el sol inundó en cascada de luz la avenida; y la ciudad inmensa se elevó ante mi vista, como en la gloria de una resurrección. ¡Espectáculo maravilloso!


 A
 Esta mezcla de bazar y falansterio, que llaman aquí hoteles, aunque me deja todavía lugar para irritarme, me entontece, y me llevará a la imbecilidad. Es la reducción de la vida a un simple mecanismo. Es la anulación de la personalidad. Yo no soy yo, sino un número, el 708. El número que soy yo, habla por una bocina a un oído invisible, y oye una voz aflautada que sale de labios impalpables. Un mozo, que es otro número, y a quien probablemente no veré más, entra sin saludar ni pronunciar palabra, y me trae lo que pedí en el vacío. Todo esto tiene el sello característico de las comedias de magia, todo parece ficticio. Entro, salgo, como, duermo; nadie se fija en mí, nadie me conoce, ni tengo tiempo de conocer a nadie. Voy a acabar por creer que soy esa abstracción, esa cifra con que me designan en la oficina del hotel; y que el mundo es un problema de matemáticas. ¿Cómo no ha de hacer estragos la neurastenia? Así se para en la plena demencia.

 B
 Mal año para Aladino y su lámpara. La invención de las invenciones es el hotel americano. Concluyeron los enojos, las molestias y desazones de la vida doméstica. No más batalla con el criado perezoso, embustero, mirón y parlanchín. No más pequeños cuidados que malgastan la vida. Todo en orden, todo a tiempo, todo al salto. No más tiranía del cuerpo, contrariado a cada paso en sus hábitos. El tiempo pleno para la vida del espíritu, para la vida íntegra. Sólo aquí se realiza la verdadera independencia personal. Entro cuando quiero o lo necesito, salgo lo mismo. Nadie me atisba, nadie se preocupa. Sé que otros existen, porque tienen cuidado de mi cuarto, de mi ropa, de mis comidas, de mis boletas para el teatro o el ferrocarril. ¡Qué completo y qué libre me siento! La vida me parece más agradable, y mis ideas son cada vez más lúcidas.

 A
 Singular libertad la de este país. Un polizonte rechoncho, un Falstaff sin espada, ni espuela, un Falstaff sin penacho, levanta la mano carnosa, y millares de ovejas con americana y sombrero de empleita se detienen con los ojos sumisos, o siguen en procesión, sin saber ni tratar de saber por qué o para qué, muñecos de cuerdas que obedecen a la presión de un resorte. Esto es más que la obediencia pasiva, es la obediencia automática. Su blasón nacional debía ser una porra de plata en campo de gules.

 B
 La disciplina de este pueblo, dueño de sí mismo, revela el secreto de su constante progreso. Por encima de cada individuo autónomo, independiente, se siente la presión igual de la ley, de la regla abstracta. El funcionario alto o bajo, que la representa, está investido de toda su fuerza, por una especie de pacto tácito y colectivo, y nadie la pone en tela de juicio. Así van en multitudes, por calles y plazas, los habitantes de este país, sin estorbarse nunca; y realizan las mayores empresas, sin que el apetito o los intereses particulares sirvan de obstáculo a la acción general. Me parece ver delante de todos y cada uno, no una columna de fuego, que los ofusque, sino unas tablas de la ley, que los alumbre y guíe.

 A
 No he visto gente más atareada. Se afanan de la mañana a la tarde y de la tarde a la mañana. ¿Qué tiempo les queda para disfrutar de la vida?

 B
 Esto se llama sacar partido de nuestra breve existencia. La vida aquí se centuplica por la diversidad y complejidad de sensaciones que sabe recibir el hombre en un solo día. Se alarga el vivir, por corto que sea, viviendo tan intensamente.

 A
 Soy un hombre exento de prejuicios; pero en esta tierra todo parece hecho aposta para chocar a la gente sensata.

 B
 Estoy curado hace tiempo de todo snobismo. Sé mirar y admirar. Mas se necesitaría ser ciego, para no ver que aquí todo es pasmoso.

  Quizás continuará.

  Octubre, 1904.

 Desde mi belvedere, La Habana, 1907.

lunes, 20 de agosto de 2018

Ciencia y poesía


  
  Enrique José Varona

 Los que pretenden explicar al poeta por el desarrollo excesivo de una sola de las actividades mentales se pagan de una abstracción y se exponen a que los hechos los contradigan con frecuencia. Ni lo desmesurado de la imaginación, ni lo exquisito de la sensibilidad bastan para caracterizar al poeta, merecedor de este alto título.
 Para el psicólogo nada hay en esto de extraño. Sabe demasiado que el espíritu humano, aunque descompuesto por el análisis para facilitar su estudio, es un todo, cuyas funciones conspiran para dar ese producto que llamamos un estado mental, sea esto una fugaz sensación, sea una serie de imágenes brillantes, sea un sentimiento complejo de rica tonalidad.
 La fantasía entrelaza sus mil varias raíces por la rica y fecunda tierra de la observación. El caudal de datos adquiridos directamente de la realidad, acumulado por los grandes poetas, es verdaderamente pasmoso. El teatro de Shakespeare y el poema de Dante forman un mundo completo, que no agotarían, reunidas, las representaciones de la realidad de muchos centenares de hombres mediocres.
 La extraordinaria plasticidad mental que supone esa estupenda riqueza de observaciones, explica a sus ojos el caso, tantas veces comprobado, de coincidir lo que el poeta ha visto con lo que después ha escudriñado pacientemente la ciencia. Sin haber sido médico, Cervantes ha trasladado a la divina esfera de la poesía una larga hoja clínica, la cual apenas exigiría algunos retoques de un especialista en neuropatías.
 Ha poco tuve ocasión de confirmar una vez más esa opinión, leyendo la teoría de Bernheim sobre el hombre. A medida que avanzaba en la lectura, iban reapareciendo ante mí los personajes de uno de los cuadros más horriblemente conmovedores, en su patética sencillez, que ha sabido evocar y fijar la imaginación creadora de un gran poeta. Volvía a presenciar conmovido el horrendo suplicio, la callada y pavorosa agonía del empedernido Ugolino, tambaleándose sin vista sobre los cuerpos exánimes de dos de sus hijos y dos de sus nietos, muertos a sus pies, y uno tras otro, de hambre.
 Si el poeta hubiera escrito después del sabio, habría podido creerse que se inspiraba en sus descripciones. Pero aquí el hombre de observación e imaginación ha precedido varios siglos al hombre de experiencia y análisis. Hay más. Parece el cuadro trazado por Dante como hecho para confirmar la tesis de Bernheim, en lo que tiene de más personal. Asienta el sabio profesor que el hambre es una neurosis, y que, como tal, cae singularmente bajo el imperio de la imaginación. Por eso los fenómenos que se presentan en el ayuno voluntario y la inanición subsecuente son diversos de los que caracterizan el hambre provocada por la abstinencia involuntaria.
 Reléase el admirable episodio de la muerte del conde Ugolino y sus hijos y nietos, al comienzo del canto 33º del Inferno, y se advertirá con qué arte tan profundamente natural está pintada desde el principio la disposición imaginativa de los condenados. El tormento producido por las visiones de sus cerebros excitados por lo inminente del horrible suplicio se anticipa a su realidad.
 En la noche que precede al primer día en que se les suprime el alimento, el viejo Conde tiene el horrendo sueño “Che del futuro mi squarcio il velame”, como dice su airada sombra; y los mancebos gimen entre sueños, y el padre, helado de espanto, los oye dormidos “dimandar del pane”.
 Ya se prevé que esas imaginaciones, aguijadas por el horror del hambre cierta, inevitable, han de ejercer con tremenda rapidez su obra destructora. Casi toda la vida de los cinco reos se reconcentra en su mente poblada de espectros. Al principio, la cara desencajada del Conde, al oír clavar la puerta de la torre, y el transporte de pavor de Anselmuccio. Luego apenas algún súbito gesto de ira impotente, luego el estupor, el estupor completo que los envuelve como una mortaja de piedra. El silencio profundo que los circunda, la mudez azorada en que permanecen día tras día, producen una impresión mucho más honda, de la que pudieran lograr las más dolorosas imprecaciones.
 Pero ese efecto artístico admirable adquiere ahora nuevo valor, viendo con qué exactitud corresponde a las observaciones hechas por la ciencia moderna. En cambio, vamos a ver cómo puede engañarse la historia.
 Al referir el famoso cronista Villami el mismo horroroso suceso, dice que, antes de morir, el Conde comenzó a gritar, pidiendo confesión. Sucumbió Ugolino a los ocho días de habérsele privado del alimento después de siete de estupefacción y al cabo de dos de estar casi ciego y exánime. Esta es la descripción del poeta; y parece seguir paso a paso las que han hecho en nuestros tiempos los observadores. A los ocho días de los tormentos del hambre, ¿podría conservar un anciano el espíritu y la voz tan enteros, que se oyeran y distinguieran sus palabras a través de los muros de una torre con la puerta clavada? Bien advertimos que el poeta resulta más cerca de la verdad que el historiador.

  Revista de la Facultad de Letras y Ciencias (La Habana), año IV, Nº 2 (1907), pp. 29-30.

sábado, 18 de agosto de 2018

Poemas en prosa




Enrique José Varona

I
 Me paseaba cabizbajo, sin pensamiento casi, y de súbito una bandada de gorriones llenó de alas y piadas el jardincillo. Parecían desprenderse de las copas de los árboles, como hojas caedizas. La vida, la vida llenaba a borbotones mi soledad.

II
 Cuántos recuerdos han venido a mí, al volver las hojas de este álbum; cuántos nombres queridos o admirados. Y pienso con melancolía cómo la corriente de la vida nos arrastra, dejando desprenderse jirones de nuestro corazón, que flota en círculos cada vez mayores, hasta irse muy lejos…

III
 Persistente ilusión aquella por la cual relegamos por regiones distantes y casi inaccesibles, a los pueblos felices, como los griegos a los hiperbóreos y los europeos de Occidente a la gente regalona de Jauja. La gran desventura de la realidad, ésa está aquí pegada a los ojos.

IV
 Esa mañana las ramas de los álamos parecían esponjarse suavemente. Un céfiro muy manso las animaba. Todo parecía desperezarse. Truenos sordos y prolongados nos decían que la tormenta de la noche se engolfaba en el mar todavía inquieto.

V
 Abro mi ventana, y una sierpe verde, que cabecea ligeramente, avanza hacia mí. Parece mirarme, y preguntarme: ¿Te asustas? Es una guía de enredadera que viene de abajo, del jardín, e irrumpe en mi cuarto con el desenfado del mundo vegetal, que nada sabe de nuestros remilgos sociales.

VI
 Resuena el tic tac del caballo sobre el duro asfalto; se dispara como un volador el silbido del auto; pasa relampagueando la motocicleta; en lo alto vibra el aire al sereno aleteo del avión; y todo lo envuelve y ensordece la pesadez de la mañana plomiza y soñolienta. Pugna la vida cada vez más intensa por gritar: aquí voy. Y la naturaleza pone, sobre lo que bulle y lo que duerme, su indiferencia glacial.

VII
 El sol naciente acaricia las cimas de los álamos y las polvorea de oro. Las ramas lo saludan con tenue cabeceo. Detrás el cielo gris pone un fondo plomizo a la escena. Contraste rembranesco con que la mañana adormece mi melancolía.

VII
 A las ramas que se mecen ante mi balcón se le han secado las hojas. La savia de que nutre siente pereza de subir tan alto. ¡Ay! así el pensamiento tanto más frágil cuanto más remontado. Necesita del humus de lo vulgar, y le huye.

 1928

martes, 14 de agosto de 2018

Escritor ciclópeo: el Vizconde de Lascano Tegui entre los cubanos


  


  Pedro Marqués de Armas

 A comienzos de los años noventa, mientras preparaba su tesis sobre la vanguardia cubana, Celina Manzoni topó en las páginas de revista de avance con una curiosa nota sobre un escritor argentino a esas alturas olvidado, a pesar de que había sido todo un mito en su época. Inclasificable tanto por la rareza de sus libros, como por su índole entre delirante y descreída, con un concepto más bien bajo de la literatura, ese escritor era Emilio Lascanotegui, al que no bastándole con partir su apellido vasco en dos, Lascano/Tegui, antepuso al mismo el título apócrifo de Vizconde.
 De paso por La Habana en 1928 en una gira de “excelsas personalidades argentinas”, tendrían que pasar tres de décadas de muerto y siete de su apogeo como escritor avant garde, y darse, además, la circunstancia de aquel estudio, para que saltara, excéntrico, el “retrato” que de él hicieran los escritores cubanos. Pero dejemos que sea la propia Manzoni quien relate su hallazgo:
 Mi interés por Lascano Tegui se alimenta del remoto cruce de menciones de simpatía (más sociales que literarias), espigadas en publicaciones y revistas del momento vanguardista en el espacio que llamamos latinoamericano. Rescato, entre otras, la imagen de los editores de la revista de avance porque se constituye casi en un modelo del personaje:
 Pasó por La Habana el Vizconde de Lascano Tegui, con su corpachón pampero, con su sonrisa de boulevardier y sus ojos escépticos de globe-trotter. Devoró los inevitables cangrejos rellenos en el almuerzo minorista. Paseó un kodak ciclópeo por San Rafael y Galiano. Y nos dio suntuosa hospitalidad luego, por dos horas cargadas de fino humor y elegante opinar, a bordo del "Cap Polonio" (….) De la visita de Lascano Tegui, uno de los primeros que dio en la Argentina el grito de la nueva sensibilidad, nos queda un perseverante recuerdo y un atesorado ejemplar de "De la elegancia mientras se duerme". Buen viaje al amigo.
 Fue esta fotografía que lo sorprende mientras pasea, también él kodak en mano, por esa ciudad flaneable que era La Habana, la que despertó –como parece- el deseo de Manzoni por la figura y la obra del escritor viajero, quien pronto resucitó en “Ocio y escritura en la poética del Vizconde de Lascano Tegui". Este ensayo, recogido en Atípicos en la literatura latinoamericana, lo recolocó de algún modo donde siempre estuvo por idiosincrasia: en los márgenes del canon literario argentino, uno de los menos centrados de América Latina. Y fue precisamente por el libro que el Vizconde regaló a sus cofrades habaneros, De la elegancia mientras se duerme, publicado en 1925, traducido al francés por Francis de Miomandre, y reeditado por la Editorial Simurg en 1997 con prólogo de Manzoni, por donde comenzó el rescate de su obra.
 En la actualidad, reeditados casi todos sus libros, menos algunos que parecen haber desaparecido, Lascano Tegui es un escritor de culto, aunque igualmente incómodo y difícil de clasificar.
 Comoquiera que existe abundante información sobre su polifacética carrera y exaltada personalidad, remito a una de las mejores páginas sobre el Vizconde (Autores de concordia / Antología), limitándome a transcribir algunos pasajes de su autobiografía (1941):

Fue viajando a pie por África, Italia y Francia, entre 1908 y 1910, que encontré la razón, el ritmo y la música de la poesía. Hice versos para caminar acompañado de mi mejor amigo: yo mismo.
Mi libro apareció con los cierzos de mayo, con pie de imprenta de París. Se llama «La sombra de la Empusa». Quince años después se le ha llamado el creador de la nueva sensibilidad. Lugones lo trató despectivamente de libro abracadabrante y se le tildó de obra de un loco y de un extraviado, colocándolo en ese segundo estante de las bibliotecas prohibidas donde uno que otro curioso lo espulga de vez en cuando y se lleva algo. No es un libro para todo el mundo. Es joven aún. Podría ser publicado mañana, como un libro excesivamente moderno y original con todas sus faltas y todas sus erratas a cuestas. Es un libro pretencioso. Como su autor”.
Lo que se llama crítica quería nivelarme, vulgarizarme hasta hacer de mí un adocenado más. Para darle satisfacción escribí dentro del silencio del Jardín Botánico un libro que llamé «El árbol que canta», pero que publiqué con el nombre de «Blanco...» y firmé Rubén Darío, hijo. El hijo de Darío tenía por cierto más talento, hacía mejores versos y no ignoraba lo que era poesía como ese excéntrico Vizconde de Lascano Tegui. Desde entonces, no he publicado más libros de poesía. He cometido versos en cantidad. Ahí están.
En 1923, pude tener un poco de dinero para publicar un libro que tenía escrito en 1914 y que comencé en 1910. Debió llamarse «Oraciones a Nuestra Señora la Sífilis», pero terminó por llamarse «De la elegancia mientras se duerme». En 1927, fue traducido al francés por Francis de Miomandre. Se lo encuentra en todos los cambalaches y libreros de lance.
Como una consecuencia a la carencia de obra original, la América Latina, ese continente de monos que plagia toda la obra europea de las últimas 24 horas, carece de críticos y de crítica. Uno publica libros inútilmente, pues no halla conceptos. No hay jueces sino comisarios de policía criollos que dan su fallo con la vista puesta en las recompensas municipales al molesto talento literario... Tengo para publicar este año varios libros ya viejos: «Daguerrotipos», «Mujeres detrás de un vidrio», «Muchacho de San Telmo», «El círculo de la Carroña» y «Filosofía de mi esqueleto». Pienso ir a Buenos Aires y editarlos porque tengo plata, antes de que el papel sea muy caro y la plata no valga nada...
Confieso que continúo escribiendo por pura voluptuosidad. Escribo para mí y mis amigos. No tengo público grueso, ni fama ni premio nacional. No me gusta el «Tongo». Como periodista que soy, sé «cómo se llega». Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me da lástima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además tengo la pretensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias ajenas, de ser siempre virgen, y este narcisismo se paga muy caro. Con la indiferencia de los demás. Pero yo, he dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla.
 Suerte de Girondo por anticipado, sin sus dotes cubistas, aunque igual de corrosivo, Lascano fue sobre todo un resuelto prosador (incluso en versos) que hizo del humor decadente, no menos que del personaje que encaró, un estilo. Así da inicio a su conocida novela, todo regodeo y fetichismo: 

El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al "Moulin Rouge". La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada, y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí.
 Así comencé este libro.
 A la noche fui al "Moulin Rouge" y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades:
 —Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato.

 Pero entremos sin más en su viaje a bordo del Cap Polonio, y con éste, en su referida estancia habanera –que no sería la única-, así como en la recepción que su figura y sus textos tuvieron entre los escritores cubanos. El vapor en cuestión atracó en el puerto de La Habana, en el costado norte del espigón de la Ward Line Terminal, el 10 de febrero de 1928, exactamente a un mes de zarpar de Buenos Aires. Pertenecía a la Compañía Hamburguesa Sudamericana que, luego de cinco excursiones por la Patagonia, otras tantas por Brasil y sendos viajes por Rusia y Asia, organizaba por primera vez una ruta por las “tres Américas”.
 El recorrido, ida y vuelta, era el siguiente: Montevideo, Río de Janeiro, Paraná, Amazonas, Guaira, Curazao, Colón y Veracruz, La Habana, Nueva York, Kingston, Port Au Principe, San Juan, St. Thomas, St. Pierre, Bahía, etc., pasando de nuevo por Río y Montevideo, con llegada a Buenos Aires el 26 de marzo. Son años de prosperidad a la par que de despegue nacionalista, y se aúnan varios propósitos alrededor de aquella travesía, con casi doscientos pasajeros, la mayoría médicos, abogados, ingenieros, militares, periodistas y hombres de negocio: fomentar el turismo de alto rango, estudiar la rentabilidad de la nueva línea interamericana, establecer contactos diplomáticos y empresariales y, de paso, publicitar a “la mejor sociedad argentina”.
 Pero también, y es la misión que Caras y Caretas encomendó al escritor, escribir algún que otro reportaje sobre esos territorios americanos. He aquí la nota de despedida que dedica la revista a su ya entonces consolidado cronista:

Vuelve a su puesto en Europa, el vizconde de Lascano Tegui, pero viajero impenitente por la vía más larga, deteniéndose en el Brasil, Venezuela. Panamá, Méjico, Cuba y Norte América. Caras y Caretas lo ha confiado la misión de acercarse a los hombres y a las cosas en los países tan variados que recorrerá, y reflejar así más tarde en estas páginas, por su pluma fiel y coloreada, la impresión de esas tierras flamantes y de esos pueblos con los que estamos distantes, por razones de ruta, pero con quienes debemos unir nuestro futuro. Impresiones y notas que serán, sin duda, verdaderas primicias para nuestros lectores. Sabremos a conciencia lo que pasa y no pasa por las luengas tierras de las que nos alimentan las leyendas, por esa gran franqueza con que aborda la vida el vizconde de Lascano Tegui, y al despedirlo, ponemos todos los buenos augurios en su ruta por las costas atlánticas de las Américas, donde lleva nuestra representación afectuosa y la representación intelectual del periodismo y las nuevas literaturas.
 No hemos dado con ninguno de esos artículos, pero seguramente alguno habrá. Sí, con una breve mención de su arribo a La Habana:

Hemos tenido el gusto de saludar a bordo a personalidades tan importantes como el señor Lascano Tegui, representante en El Havre de la gran revista “Caras y Caretas”, el señor Antonio Pérez Valiente de Moctezuma, redactor  de “La Nación” de Buenos Aires, y el doctor Eduardo N. Naon Supremo, exembajador de la Argentina en Estados Unidos, quien tiene escritos notables libros sobre jurisprudencia.
 En La Habana, Lascano Tegui permaneció solo durante dos días, pero suficientes para pasearse por San Rafael y Galiano, participar en uno de esos “almuerzos minoritas” que solían celebrarse los sábados, invitar a bordo del Cap Polonio -en reciprocidad por unos “cangrejos rellenos”- a algunos escritores cubanos, y dejar, junto a un ejemplar de su novela, esa acabada imagen que, tanto de su físico como de su personalidad reflejarían, a un mes de su partida, los redactores de avance.  
 Para Mañach -o bien Marinello y Lizaso, igual de grandilocuentes que el argentino, aunque en otra tesitura, la del choteo- debió tratarse, en privado, de un simpático grandulón un tanto crédulo. Pero en el plano público, el homenaje prodigado corresponde a un ideal que atrapa tanto al visitante como a ellos mismos en algunos rasgos del ceremonial vanguardista: el gusto por el acontecimiento menudo, o mundano, el sentido del humor, y la valoración de la figura del escritor al mismo nivel, si no más, que su literatura.
 Así que todo estaba servido y remite no solo a lo ciclópeo del visitante, sino también de aquellos “almuerzos sabáticos” alrededor de los cuales se constituyera, pocos años antes, el propio Grupo Minorista, almuerzos de los que, por cierto, desbarrara Lamar Schweyer cuando su famosa ruptura, calificándolos de comelatas frívolas y perdedera de tiempo.
 En cualquier caso, no es éste el único retrato que nos lega esta visita de Lascano Tegui. Veamos este otro, en el mismo estilo, según una reseña publicada en el Diario de la Marina 4 de marzo bajo el título “Viajeros ilustres”:

Tuvo tiempo, no obstante el escasísimo que estuvo en La Habana, de almorzar con los minoristas, pasear por el Prado, tomar refresco de guanábana y estudiar algunos aspectos de nuestras capas afro-cubanas.
 Mejor servido aún, pues, sin excluir el típico refresco tropical que hiciera las delicias de románticos y modernistas de paso, el ritual incorpora ahora -a la carta y con sesgo propiamente etnográfico- nada menos que “el estudio” de santeros o ñáñigos. Estudio, no otro, el término empleado. Debió tratarse, por lo corto de la estadía, de un estudio exprés. Un eufemismo para referirse a esa vocación turística instituida por los vanguardistas del patio, quienes, a cualquiera que asomara arrastraban a un toque de santo o ceremonia iniciática. 
 Escrita quizás por Fernández de Castro, adjunto a continuación el recorte de prensa:


 No hay dudas de que se trata de una representación del personaje casi tan completa como las actuales. Un año antes habían aparecido poemas suyos en la sección Poetas de Ahora, del Suplemento Literario del Diario de la Marina, en esa ocasión con la siguiente entrada:

Emilio Lascano Tegui, es uno de los poetas argentinos de la hora actual, que desde 1910, fecha en que publica su primer libro “La sombra de la Empusa”, practica en su labor todos los procedimientos técnicos de “avant garde”. Entre sus excentricidades, que no se conforma en mantener exclusivamente en sus versos, encuéntrase la de haber adoptado, durante cierta época, el pseudónimo “Rubén Darío hijo”, mientras la visita de Darío a Buenos Aires, por la década del 1910. A pesar de ser mayor de edad que todo el grupo de las revistas “Proa” y “Martín Fierro”, su firma aparece al par que las de Guiraldes, Caraffa, Girondo y otros intelectuales valiosos en las orillas del Plata. Además de la obra referida, tiene publicado “El árbol que canta” y “De la elegancia mientras se duerme”, intensos poemas en prosa, editados con una serie de grabados de madera.
 Y todavía aparecería un artículo de Armando Maribona, excelente por demás, caricatura incluida, dando cuenta de su cosmopolitismo y de singulares pasajes de su carrera literaria y bohemia parisina. Para entonces, La Habana es ya parte del mito.
 En París, colaboró con un fragmento de “Mis amigas. Se murieron” en la revista Imán fundada por Elvira de Alvear, con Carpentier como jefe de redacción, y que en su primer y único número publicado mostró, monstruoso elenco, textos de Michaux, Xul Solar, Kafka, Uslar Pietri, Asturias, dos Passos, Pilniak, Hans Arp, Huidobro, Martelli, Torres Bodet, Bataille, Leiris, Desnos y el propio Alejo, entre otros.
 Visitó La Habana nuevamente en diciembre de 1928 e impartió una conferencia sobre la política exterior de Yrigoyen. Esta estancia habría completado aún más su imagen de excéntrico. Pero lo cierto es que, más allá del aporte de los minoristas, la llevaba, en buen grado, construida. No otra cosa había hecho desde los tiempos del Cairo, cuando partió en dos su apellido vasco y antepuso el falso/verdadero título de Vizconde, a fin de cuentas literario.
 En 1925, la librería Cervantes anunciaba: “De la elegancia mientras se duerme. Editorial Excélsior. 42, Boulevard Raspail, Paris (7' arr´) 8, 158 p. Con grabados en madera de Raúl Monsegur”. Pero, al margen de aquellos poemas y del ejemplar de esta novela que dejó en manos de los minoristas, ¿se leyó su obra en Cuba? Es probable que poco.
 Termino con una anécdota. Justo cuando Lascano Tegui se encontraba en La Habana, por esos días de febrero del 28, Jorge Mañach había recibido desde Jagüey Grande (de donde apenas salía perdiéndose las comelatas) un manojo de poemas de Agustín Acosta, para muchos, entonces, el mejor poeta de Cuba. Mañach, efusivo, se los recitó al Vizconde. El Vizconde que, como Piñera, había jugado toda su vida a la mala poesía, prestó atención. "Sensibilidad”, dijo, “pero no nueva”. Mañach no se lo podía creer. Discutieron. Aun así, sutil, quizás hiriente, se lo haría saber semanas más tarde al autor de La Zafra. “Yo creo que en tu poesía hay la frescura directa de lo mejor de hoy; solo que tu instrumento tiene todavía dejos de tu “nunca negado Rubén". La anécdota, y la necesidad que tenían de un personaje como aquel, habla por sí sola de la vanguardia cubana.


lunes, 13 de agosto de 2018

sábado, 11 de agosto de 2018

Lascano Tegui en Poetas de Ahora


 “Emilio Lascano Tegui, es uno de los poetas argentinos de la hora actual, que desde 1910, fecha en que publica su primer libro “La sombra de la Empusa”, practica en su labor todos los procedimientos técnicos de “avant garde”. Entre sus excentricidades, que no se conforma en mantener exclusivamente en sus versos, encuéntrase la de haber adoptado, durante cierta época, el pseudónimo “Rubén Darío hijo”, mientras la visita de Darío a Buenos Aires, por la década del 1910. A pesar de ser mayor de edad que todo el grupo de las revistas, “Proa” y “Martín Fierro”, su firma aparece al par que las de Guiraldes, Caraffa, Girondo y otros intelectuales valiosos en las orillas del Plata. Además de la obra referida, tiene publicado “El árbol que canta” y “De la elegancia mientras se duerme”, intensos poemas en prosa, editados con una serie de grabados de madera".

 Diario de la Marina, 26 de junio 1927.

jueves, 9 de agosto de 2018

En saldo de cuentas, todo mi capital



 Vizconde de Lascano Tegui

 Balance

 ¿Quién soy? Un franciscano, de esos que andan descalzos.
He renunciado al mundo y voy oliendo a muerto.
Me quedan unos dientes, pero los más son falsos,
y son los más bellos, por cierto...

 Como una solterona, tuve un cofre relleno
de recuerdos que olían la humedad del pasado,
hasta el día en que, siendo sensible a su veneno,
del cofre hice cenizas.

            Tan sólo me han quedado:

unas canas discretas, un poco de barrica,
una carta afectuosa de una amiga
con la fecha atrasada para hacer menos mal,

una sonrisa aviesa que retiene mi labio
y una lenta desenvoltura de sabio.
Es, en saldo de cuentas, todo mi capital. 


 Soberbia

 Yo tengo un gran amor por la pobreza,
y, poniendo mi mano sobre el pecho,
confieso que me encuentro satisfecho
de lo poco que tengo en la cabeza.

 Tengo un poco de sueño con que velo
la desnuda aspereza del camino;
en las nubes columpia mi destino,
y he marcado mis tierras en el cielo.

 El oro y su miseria no me alcanza.
Llevo por contraseña a la esperanza.
La intemperie me adula y me hace fuerte.

 Ni los perros me ladran: soy tan pobre...
En mis arcas vacías rueda un cobre
con que pagar la barca de la muerte.


 Al fin de tantos años...

 Al fin de tantos años eres mi confidente,
corazón que me escuchas como un profundo amigo.
Te ha cansado la lucha, y un aire indiferente 
te da todos los rasgos banales de un testigo.
Al fin puedo mostrarte el amor que persigo
sin que bajes los ojos y llores de repente,
sin que pases las noches, al aire y sin abrigo,
recorriendo los bosques de la Bella Durmiente.

 El encanto ha concluido. Ella se ha despertado.
Pero yo, corazón, de pronto me he encontrado
que me faltan las ansias que animabas ayer.
Tengo cuarenta años, que los llevo de prisa,
tengo varias arrugas que arrugan mi sonrisa
y la Bella Durmiente es sólo otra mujer...


 Caras y Caretas, 1ro de octubre de 1927, núm. 1513, p. 146; 28 de abril de 1928, núm. 1.543, p. 24; y 11 de noviembre de 1928, núm. 1.572, p. 50.