sábado, 26 de noviembre de 2016
martes, 22 de noviembre de 2016
El torturador
Severo Sarduy
¡No es cierto lo que dicen!
No he matado a cien personas. Sólo a unas cuarenta, y otras veinte
torturadas... es decir, veintidós, porque había dos niños, ahora que recuerdo.
Pues bien, ¿por qué no
confesarlo? Soy el mejor torturador del régimen.
Si bien es cierto que al
principio mi ejecución era algo burda, también lo es que he refinado mis
procedimientos hasta la exquisitez, ¡tras... tras! y ya están fuera los ojos.
Unos ligeros golpecitos más en el saca-uñas y las manos se vuelven veinte hilillos
de sangre. El rostro humano cobra entonces una nueva conmovedora expresión (la
palabra “conmovedora” no es la indicada, ya que sólo los primeros casos
lograron conmoverme: una niña prometió seguir mirándome aun después de no tener
ojos).
El más envidiado de mis
aciertos, lo confieso, es “la silla” que tiene un agujero en su parte anterior
para lo que sabéis. Soy esto simplemente: un fabricante de artefactos
mecánicos. No me negarán que para ello se requiere una gran dosis de talento.
Si alguno de mis inventos (cuya creación ahora me niegan los otros
torturadores) son puramente ingenuos, tales como el saca-ojos, el saca-uñas y
el corta-dedos y el corta-..., he concebido otros, con menos sentido práctico,
es cierto, donde las más tremendas facultades del espíritu humano se ponen en
juego, combinadas a la vez con la electricidad.
Pero comencemos por el
principio. ¿Quién soy, en primer lugar? ¿Cómo me enrolé en el régimen?... Bien,
salía de una sala de teatro, algo tarde en la noche... ¿Había tomado?... no lo
recuerdo exactamente. Cruzaba la calle cuando se acercó un carro perseguidora.
Me hicieron las preguntas de ritual, añadiendo algunas malas palabras, y creo
que llegaron a empujarme.
–Felipe Aguilar –le
respondí rápidamente.
–En el 265, dije algo
nervioso –en el 265 de San Francisco.
–Simplemente estudio
Medicina.
Cuando llegamos a las
oficinas del SIM, me abandonaron en una especie de antecámara, desde la cual,
después de una corta y angustiosa espera, pasé a otra más pequeña y de techo
más bajo, y luego a otra, más pequeña aún, donde conocí, o mejor dicho, vi por
primera vez a quien hoy es mi jefe.
–¡Mira! –me dijo señalando
uno de los supliciados, a quien en el momento le sacaban los ojos... Lo mismo
le haremos si no “afloja”. Sabemos que es comunista (aquí algunas malas
palabras) y lo pagará con sangre...
–No insista con esa cuchara
–solo atiné a responder–, le será imposible escindir el tendón y por lo tanto
sacar el globo ocular de su órbita.
No podría describir
exactamente la expresión de felicidad que advertí en aquellos hombres: era como
si hubieran descubierto el paraíso...
Trate, trate usted si tiene
la amabilidad, me dijo el principal de ellos con una leve sonrisilla, mientras
me daba unos golpecitos afectuosos en el hombro. Me acerqué al supliciado, tomé
una guillete que había sobre la mesa, y de un leve tajo, ligero como un rayo
(tengo sobresaliente en Disección) cercené ambos ojos. Luego, para culminar
aquel feliz experimento en medio de las carcajadas de mis admiradores, escindí
con igual gracia la yugular derecha, y casi sin derramar sangre, lo que dio
bello acabado a mi actuación, el músculo tiroideo y el homoiodeo, ambos del
cuello, di además unos rápidos toquecitos sobre la espalda...
Así me inicié en los
Servicios Represores de la República. Luego... pues no sé: diez nuevos
supliciados, confesiones, torturas, servicios en el Departamento de Confidentes
(que el asqueroso vulgo llama “chivatos”) y otros ejercicios que me valieron
ascensos y distinciones. Recuerdo aquel infundio, en casa de “la tremenda”, una
de las amiguitas del jefe: ve tú –me dijo – por si no doy la talla... toma este
chequecito...
Después, lo que todos
saben... toda la revuelta, el devenir de jóvenes de rock and roll, el caos (me
avisaron tarde, me embarcaron). Todo esto, que tiene para mí una gran
desventaja: he perdido la realización del sueño de mi vida, del más codiciado
de mis aparatos. No sé, ni me interesan (no me miren con esa cara) las
implicaciones morales del mismo. Se lo explicaré brevemente.
Alguien, quizás con menos
genio que yo, lo continuará y le pondrá su nombre. Pero no importa. Tengo mis
conceptos de la Historia. Bien, consta de una silla sobre la cual se ajusta una
especie de recámara con un hueco en el centro para la cabeza del occiso. La
recámara se va inflando lentamente por un dispositivo... pero... perdonen un
momento... me esperan... lamento no poder continuar la descripción... creo que
tengo que dar algunas demostraciones al público... pero… ¿y esas salvas?... No
las merezco, pero ¡ah! ¿Y ese paredón de fusilamiento?
Revolución. 2 (54):
14, feb. 6, 1959 [Página "Nueva Generación"] y Diario Libre.
1(149):2, jul. 5, 1959. Tomado de: Cira Romero, comp., prólogo y
notas. Severo Sarduy en Cuba 1953-1961. Santiago de Cuba: Editorial
Oriente, 2007.
sábado, 19 de noviembre de 2016
Esperando la descarga
Domingo Lorenzo
La foto que días
pasados fue objeto de vivos comentarios en periódicos españoles corresponde ciertamente
al cabo del ejército del general Fulgencio Batista, presidente de la República
de Cuba, y es de enero de 1959, cuando este cabo, llamado José Ramírez o “Pepe
Caliente”, fue sentenciado a muerte en el castillo de San Severino, en
Matanzas. El sacerdote que le está oyendo en confesión en el patio del referido
castillo es el que suscribe, padre Domingo Lorenzo, a la sazón párroco en la
misma ciudad de Matanzas. Fue el primer fusilamiento en la ciudad, sin
tribunales, sin defensor, sin testigos, y sólo una persona habló, vociferó,
gesticuló y sentenció por sí y ante sí; esta persona era el llamado comandante
William Gálvez, a la sazón jefe del ejército rebelde en Matanzas. Fue pública
la vista, con proliferación de fotógrafos, corresponsales de prensa, pueblo en
general, que en medio de gran histerismo, deseosos de venganza, de sangre,
ebrios de todo, pedían: “¡Paredón! ¡Paredón!” por todas partes, y eran pocas
las personas que en aquel castillo había que no tuviesen un fusil o
ametralladora en sus manos, un poderoso revólver al cinto y una canana cruzada
desde el cuello al pecho y espalda. Eran días de desenfreno, desbordamiento de
todos los instintos primitivos del hombre-fiera salvaje. Era la revolución de
los barbudos de Fidel Castro, que se asienta sobre montañas de cadáveres desde
1953 –cuartel Moncada- hasta hoy, con la consiguiente ruina de la patria
esclavizada, destrucción de las familia, de las instituciones, de la economía,
de la libertad, de todos los valores morales y virtudes heroicas de aquel país,
digno de mejor suerte.
Conocí al cabo José Rodríguez en Jovellanos,
un pueblo de Matanzas, en mis largos años por aquella zona, como a su familia,
con siete hijos, que vivían pobremente en Jovellanos. Era un celoso guardián
del Ejército y cumplidor del deber en las misiones que se le encomendaron. Nunca
supe de qué le acusaban, porque entre aquella gritería ni se oían los cargos
que le hacían. Sólo oí cuando William Gálvez dijo: “Pena de muerte por fusilamiento,
y será fusilado ahora mismo. Traedme el garan (era el “garan” un fusil con mirilla
telescópica), que yo mismo lo mataré”.
Lo empujaron por la escalera abajo hasta el
patio, donde cayó en mis brazos, que le estaban esperando, y al verme cayó de
rodillas diciendo: “Padre, usted es el único amigo que aquí tengo. Todos me
acusan… Ay, mis hijos. ¿Qué será de ellos? Confiéseme, que yo soy católico".
Rodeados de barbudos con metralletas bastante cerca de nosotros, el cabo de
rodillas y yo en pie, con una pequeña estola y un crucifijo, le oí en confesión
y le absolví. Estaban apurados por llevarle al paredón, y me urgían terminase
pronto desde los corredores que circundan aquel castillo-fortaleza de tiempos
de España, y el William ya estaba abajo con su fusil. Lo llevé yo mismo a la
pared y al ir a vendarle no quiso que lo hiciera: quería morir como un militar.
En ese momento, y cuando ya estaba yo
esperando la descarga, sonó la voz de William: “Llévenlo al calabozo. Ya no será
fusilado hoy. Será mañana, cuanto todo esto esté despejado, que hay muchas
mujeres aquí. Llévenselo…” Y yo mismo lo conduje casi desmayado a uno de los
calabozos, donde estaba su otro hermano preso también como muchos; cayó en sus
brazos y ordenó el William que saliésemos del castillo, que los fotógrafos
entregasen todos los carretes de sus cámaras con los negativos, que no quería
fotos… Todos los entregaron menos un americano, que con su cámara corría por
los corredores en dirección a la reja-puerta, mascullando: “Asesinos”, “Asesinos”,
“Asesinos”. Y esta es la foto en cuestión, única que se conserva en tres
partes: una confesándose, otra besando el crucifijo y otra en el paredón, donde
se aplazó el fusilamiento hasta el siguiente día al amanecer, que ya no vi, y
lo llevaron a sepultar a Jovellanos. Nadie de su familia estaba allí, y al
participárselo le hicieron firmar un escrito al hijo mayor “aprobando” el
fusilamiento de su padre, lo que motivó una carta en el periódico ¡Adelante! del señor Pimentel recriminando
a este hijo.
¿Por qué estaba yo allí? Habían caído presos
muchos amigos míos militares y civiles en los distintos cuarteles y prisiones.
Deseaba visitarles en aquellos momentos de confusión, pena, dolor; cuando
estaban sin afectos y sin permitírseles ver a familiares ni amigos. Como eran
mis amigos y soy fiel a la amistad, y en horas de dolor está la prueba, me
agencié un salvoconducto para visitar a todos los prisioneros de la República,
escrito por Celia Sánchez, y firmado por Fidel Castro, que todavía conservo, y
para atender en sus últimos minutos a los condenados a muerte. Y así estuve en
ese castillo, en La Cabaña, en Príncipe, Varadero, Cárdenas, Jovellanos, Colón,
Santa Clara, Cienfuegos, etc., donde había amigos míos presos, conocidos o no;
pero presos, y sus familiares me requerían.
En honor a la verdad digo que en aquellas fechas me dieron toda clase de facilidades los barbudos. Era el “26 de julio” y con unos rosarios que llamaban “collaritos”, unas medallas y unos crucifijos regalados; un gorrito del “26 de julio” sobre mi cabeza, y mucho valor, se llegaba a todos los calabozos, se cruzaban todas las carreteras, guardarrayas, caminos y vericuetos a altas horas de la noche con un buen automóvil, salvando gente del paredón…
Era ya mucho para aquella tensión, después de haber asistido a cincuenta y ocho amigos fusilados. Estaba cansado, nervioso por la impotencia en que me vi de salvarlos en el tiempo y vida terrenal, incluso ni a los que me habían favorecido “antes” salvando a fidelistas a petición de ellos mismos, y “después” estos salvados no atendieron un ruego mío ni de nadie. Todo era matar, matar, matar… Y después de muertos me los entregaban pasada la una de la madrugada. A aquella hora tenía que llamar a las funerarias, a los forenses, a los Juzgados; lavarlos, conducirlos a la funeraria, meterlos en la caja y después dar la noticia a sus viudas, hijos, padres… y las escenas eran desgarradoras. Había que acompañarlos al cementerio, adonde iban solo los familiares y algunos barbudos. Me atreví a acompañar el duelo en el cementerio de Matanzas y en el de Colón, de La Habana, y… ya no me dejaban vivir. Era bien claro el marxismo despiadado y bien ensayado, y un día me llamaron al cuartel de Matanzas y me ordenaron que dejase Cuba si no quería ir también yo al paredón “por ser el único defensor del ejército de Batista y de los llamados criminales de Guerra” (que tenían un alma que salvar también). Era un viernes, y el sábado, a las cinco de la tarde, en uno de los aparatos de “Iberia”, salí para Madrid, adonde llegué el cinco de abril de 1959. Muchas más cosas yo sé que no caben en cuartillas. Lo que pasó después todos lo conocemos. ¡Dios salve a Cuba!
“Los fusilamientos en Cuba”. Carta que el
padre Domingo Lorenzo, párroco de Carracedo del Monasterio (León), quien
hasta abril de 1959 se desempeñó como sacerdote en Matanzas (Cuba),
envió al periódico A.B.C (jueves 22
de noviembre de 1962).
jueves, 17 de noviembre de 2016
Moral de las ejecuciones
C. Wright Mills
¿Qué pasó luego?
Sabemos muy bien qué clase de fotografías habéis visto: cubanos fusilando a
otros cubanos. Y son ciertas. Ejecutamos a muchos hombres de Batista, unos
quinientos o seiscientos. Les dimos muertes sin lo que los norteamericanos
considerarías –harto curiosamente- como un “juicio justo”. Sabemos que decís
que no aprobáis ese proceder, y por eso queremos explicarte un poco como lo
vemos nosotros.
Estábamos en guerra.
Durante el régimen de Batista, millares de los nuestros fueron asesinados. Aquellas
personas que los rebeldes ejecutamos eran los peores criminales de la tiranía
de Batista; les conocíamos perfectamente a todos. Así, pues, ¿qué cabía esperar
que hiciéramos?
Quizás en el plano de un moral cómoda ninguna
muerte está justificada, incluidas –no lo olvides, por favor- las enormes
matanzas de las guerras en las que los yanquis habéis participado. Pero por
inmorales que sean, los fines y los resultados de las muertes son completamente
diferentes según los lugares y las circunstancias. Porque tiene su importancia
quién es el muere y la causa por la que se le mata. Ello no justifica,
repetimos, la matanza; como cristianos, bien lo sabemos; pero da diferente
significación a los diferentes hechos; y las ejecuciones cubanas, a nuestro
juicio, eran justas y necesarias.
Puedes estar de acuerdo o no, pero en ningún
caso puedes hablar de justicia. ¿Acaso se les concedió un juicio justo a los
habitantes de Hiroshima? Sí, claro, también se trataba de una guerra, en aquel
caso.
Recuerda también, yanqui, que es fácil
moralizar cuando uno vive tranquilamente en su casita de las afueras, lejos de
todo el problema, bien protegido de sus efectos. Es fácil hablar de moral
cuando se es rico y fuerte y hay una serie de cosas que te ocultan los aspectos
desagradables del mundo; la distancia, las diversiones, la propia indiferencia,
el propio estilo de vida.
Pero volvamos a la historia, a la historia de
la que ahora formas parte, esa historia que es cruel… para los demás. Volvamos
a Cuba. En Cuba la historia ha sido muy cruel, ciertamente. Estamos tratando
–compréndelo- de poner fin a la injusticia y la crueldad que formaban parte
integrante de nuestro modo de vida, y las que tú tuviste mucho que ver, yanqui.
Pero he aquí lo más importante que es preciso
que sepas. Con la ejecución de los peores esbirros de Batista, y el
encarcelamiento de otros criminales de guerra, Fidel y sus soldados rebeldes
salvaron a Cuba de un baño de sangre. ¿Sabes que Fidel Castro y sus hombres
pidieron al pueblo por radio: “Actúa con mesura revolucionaria; se te hará
justicia”? De no haber obrado así, el pueblo cubano habría organizado un baño
de sangre en Cuba. Y ahora le agradecemos a Fidel que nos impidiera
organizarlo; pero en aquel entonces estábamos furiosos hasta la locura; les
habríamos matado a todos, y quizás entonces
se habrían perpetrado injusticias.
Tal vez habrás oído a algún antiguo hombre de
negocios cubano decirte que está en contra de Fidel Castro a causa de aquellas
ejecuciones. Ese ese el estribillo contrarrevolucionario corriente hoy día en
todo el mundo de los negocios. ¿Sabes lo que significa? Significa que la revolución
ha afectado sus libros de contabilidad. Lo que esa clase de cubanos querían era
una pequeña democracia, linda y sin peligros, sin la vieja deshonestidad
latinoamericana, con el fin de poder seguir ejerciendo el tipo de deshonestidad
yanqui, más impersonal y disimulada, de manera más fácil, más pulcra, más
sistemática.
¿Sigues creyendo, yanqui, que es a la moral de
las ejecuciones a lo que se oponen? Si así fuera, ¿cómo se explica que ni esas
gentes, ni los periódicos, las radios y las revistas que ellos controlan
organizaran propaganda alguna cuando eran los hombres de Batista los que
llevaban a cabo las matanzas? No solo no existía esa propaganda contraria, sino
que había todo lo contrario: vuestro gobierno enviaba a sus militares a nuestra
isla para ayudar a adiestrar a los hombres de Batista, a los que entonces
llevaban a cabo las ejecuciones. Vuestro gobierno les daba cañones, y aviones y
bombas, y les enseñaba a usarlos contra nosotros. Acuérdate de eso, yanqui,
cuando pienses en nuestros pelotones de ejecución.
Porque mientras gobernó Batista, vuestros
negocios y vuestro Gobierno participaron directa e indirectamente en ello, sin
que tú protestaras. Al contrario: lo ayudaste. Ni siquiera cuando los
fidelistas triunfamos protestaste. Difícilmente habrías podido permitírtelo. Era
tan evidente, que los cubanos nos sentimos colmados de satisfacción.
Pero en cuanto empezamos a organizar en
beneficio nuestro la propiedad de las compañías –lo mismo cubanos que yanquis,
no lo olvides- entonces tus periódicos, tu Gobierno yanqui, todas tus radios
empezaron a vociferar contra nosotros. Vuestro Departamento de Estado puso el grito en el
cielo, vuestras radios se desgañitaban, y pronto nos cortasteis la cuota de
azúcar. No ayudaste a nuestra revolución. Nunca la habéis ayudado. La habéis
perjudicado siempre. Y ahora tratáis de asfixiarla, de aniquilarla; y procuráis
perjudicarnos cada vez más. Por eso gritamos con todas nuestras fuerzas, al
mundo y a vosotros:
“¡Cuba, sí!”
“¡Yanquis, no!”
Pero si estamos equivocados acerca de este
punto, quizás podáis demostrárnoslo. Debería seros fácil. ¿No sois una
democracia?
Escucha, yanqui. La revolución cubana,
(1960; ediciones Grijalbo, 1979, pp. 78-82).
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