domingo, 27 de agosto de 2023
sábado, 26 de agosto de 2023
El Monte de Lydia Cabrera
Argeliers León
Un libro de Lydia Cabrera, y con
este nombre concluirían ya todos los comentarios, pero para poder armar unas
impresiones de su lectura, comenzaremos por las notas bibliográficas más
objetivas. El Monte es el título de este libro, con más de
quinientas páginas de profundos conocimientos de lo cubano. Cuidadosa
presentación del impresor Burgay, quien lo ha hecho para las Ediciones CR; que
entran ahora en sus primeras publicaciones.
Leí el libro una vez, pero lo
volví a leer desde ese párrafo donde culmina. "Ucano mambré",
recuerdo que dice, evoca la relación del "ecué" que saltó, allá en un
África legendaria, de la tinaja a sus pies; sus raíces se alimentaron por el
misterio de la sangre de Sikán, y los ritos de iniciación son presididos por su
esbelto tronco. Es la palma real en los ritos "abakuás", el árbol que
domina en el monte, donde se sienta Changó, el que sirve de urdimbre para
múltiples tramas de los misterios del negro, y es el mismo árbol que figura en
nuestro Escudo Nacional. Desde este párrafo que aparece en la página 287, hasta
el comienzo del libro, se nos da el mundo de creencias que ha crecido junto con
toda la vegetación que hay en el monte.
De esta página 287 hasta concluir
su texto, Lydia Cabrera nos da el árbol convertido en instrumento del complejo
mundo mítico que tan profundamente ha penetrado en Cuba. La "smilax
havanensis", "Jacq" es propiedad de Changó, según unos creyentes
y de Orishaoco para otros, embravece al orisha, quien la requiere para muchos
trabajos, le sirve para purificar la sangre, curar el reumatismo, la sífilis,
los nervios y aliviar el ahogo: es la yerba zarzaparrilla. Así nos ofrece el
libro un estudio de más de trescientas plantas que intervienen en las magias de
los ritos que nos llegaron del África, junto con todo un mundo de maneras
propias de ser que se han diluído en nuestra población.
"El peso de la influencia
africana en la misma población que se tiene por blanca, es incalculable, aunque
a simple vista no puede apreciarse [...] esta influencia, es hoy más evidente
que en los días de la colonia [...] y no se manifiesta exclusivamente en la
coloración de la piel".
Con el estudio de tal cantidad de
ejemplares que se dan en la flora cubana, parece que Lydia Cabrera siguió los
consejos que le dio un descendiente de los congos musunde,
"... aprenda, aprenda a
conocer la nkunia, los mufitoto, los troncos, las raíces, bukele nkunia, todo
nfita nkanda vititi. No desprecie ninguna, que todas nacen con su gracia y su
misterio de munganga y todas le servirán. Para bueno y para malo. Para bien de
su cuerpo y de su prójimo si de verdad, verdad, no quiere hacerle daño".
Me parece que Lydia puede manejar
ya algunas plantas sin la objetividad científica de su tarjetero...
El Monte es un libro
de gran valor documental, en el que la autora ha hilvanado valiosas referencias
de sus informadores en una gran unidad. Tómense los capítulos VII al X, más de
cien páginas conteniendo una serie de informaciones en conexión con la ceiba y
la palma y en ellos la autora logra, a plenitud, sus propósitos de no pasarlos
por el "filtro peligroso de la interpretación", y va más allá, a
darnos los datos documentales que transcribe, en toda su funcionalidad.
La ordenación de sus datos y la
cuidadosa referencia a cada una de las "reglas" a que corresponden,
hace que este libro tenga una gran significación para el estudio comparativo de
los hechos de nuestra etnografía a la luz de los diferentes ritos africanos
importados a Cuba, como los diferentes grupos bantús, ararás, dahomeyanos,
gangás, lucumís y otros, así como los múltiples fenómenos de sincretismo entre
estas "reglas" y que se han convertido, a virtud de un proceso de
recreación, en órdenes de manifestación del espíritu, y compartiendo con la
serie de transformaciones del catolicismo que se operan en el hombre común.
Varias veces recurre Lydia Cabrera a enfrentar una serie de datos de los cuales
se desprende fácilmente este fenómeno de recreación. En este sentido logra en
el libro el propósito de ser fuente y no represa de río. "Ignorando las
lenguas yoruba y bantú que tantos se precian de hablar deliberadamente sin
diccionarios ni obras de consulta", reproduce la serie de variantes que ha
recolectado, lo que llena plenamente la función de fuente, pues el estudio
comparativo de las variantes es uno de los recursos metodológicos de la ciencia
del folklore.
Al final del libro aparecen
reproducciones fotográficas de tipos humanos, de objetos rituales, del tambor
ecué y de varios aspectos ceremoniales; fotografías que debe a varios
colaboradores, altamente ejemplificativas y ordenadas cuidadosamente.
Muy importante es la de la cabeza
de un iniciado en la regla lucumí, que reproduce a todo color con sus rayados
simbólicos.
Lydia Cabrera da al conocimiento
de nuestro pueblo uno de los resultados de sus acuciosas investigaciones, y nos
promete tres volúmenes más, con los cuales continuará tan valiosos aportes.
Nuestro Tiempo, 2 (7): 15-16, sep.,
1955.
lunes, 21 de agosto de 2023
viernes, 18 de agosto de 2023
Diosa instalada en el centro del poema
Escapar de una prisión —aun cuando a esa prisión
se le llame "Patria" —es siempre un triunfo. Triunfo que no significa
precisamente alegría: pero sí sosiego, posibilidad, esperanza. Para los escritores
cubanos recién llegados al exilio, este nacimiento o renacimiento tiene las
ventajas, el consuelo, de no tener lugar en un páramo absolutamente extraño;
sino en un sitio en parte enaltecido por el esfuerzo de un pueblo en destierro,
y por el amparo oral y espiritual de sus más valiosos artistas.
Entre esos artistas que nos instan y estimulan,
Lydia Cabrera, Carlos Montenegro y Enrique Labrador Ruiz se destacan como
ejemplos magníficos. Imposible enumerar brevemente lo que ellos significan para
nuestra literatura: baste afirmar que por ellos —por artistas como ellos— Cuba aún
existe.
Ardua, desmesurada, terca y heroica tarea esa
de recuperar, sostener y engrandecer lo que ya es solo memoria y sueño: es
decir, ruina y polvo.
Con Lydia Cabrera nos llega la voz del monte,
el ritmo de la Isla, los mitos que la engrandecen y sostienen: la magia con que
todo un pueblo marginado y esclavizado se ha sabido mantener (flotar), imponer siempre.
Tocada por una dimensión trascendente. Lydia Cabrera
encarna el espíritu renacentista en nuestras letras: la curiosidad incesante.
Su obra abarca desde el estudio de las piedras preciosas y los metales hasta el
de las estrellas, desde la voz de los negros viejos hasta las cosmogonías
continentales.
Como verdadera diosa instalada en el mismo
centro de la creación, sus flechas parten hacia todos los sitios, descubriendo
y rescatando los contornos más secretos (más valiosos) de nuestro mundo. Ella
abarca el ensayo y el poema, la antropología y el cuento, la religión y el
escepticismo.
Símbolo de una sabiduría que rogamos jamás se
extinga: la de enfrentar la vida —la gente, las calamidades, el horror y la
belleza— con la ironía del filósofo, la pasión del amante y la inteligencia del
alma. Ella exhala esa extraña grandeza que solo es atributo de los grandes, sencillez,
ausencia de resentimiento, renovación incesante.
Su obra —y por lo tanto su vida— es un monumento
a nuestros dioses tutelares, la ceiba, la palma, la noche y el monte, la música,
el refrán y la leyenda. Tradición, mito, pasado y magia reconstruidos piedra a
piedra, palabra a palabra, con los ojos insomnes de quien recorre un itinerario
no por imposible menos glorioso. Pueblos completos recuperados, ciudades otra
vez fundadas, diablos, dioses y duendes resucitados: potencias que se instalan
en todo su esplendor. Todo ello gracias a la voluntad y el talento de una sola
mujer que lleva en sí misma el recuerdo torrencial del poema, el encantamiento
de un pueblo entero.
Gracias a Lydia Cabrera el tambor y el monte,
el Cristo que agoniza y el chivo decapitado, la jicotea y la noche estrellada
confluyen y la noche estrellada confluyen y se unifican, dándonos la dimensión
secreta y totalizadora de su isla.
Necesidad de libertad, Kosmos-Editorial S.
A., 1986, pp. 140-41. Originalmente y con mínimas variaciones “Diosa instalada
en el centro del poema”, Noticias de Arte (Número especial Homenaje a
Lydia Cabrera), N.Y., mayo de 1982, p 15; y, En torno a Lydia Cabrera,
Ed. Isabel Castellanos y Josefina Inclán, Miami, Ediciones Universal, 1987, 27–28.
martes, 15 de agosto de 2023
El Monte
Lino Novás Calvo
Lydia Cabrera acaba de reeditar El monte (Rema Press, 2154, N.W.,
23 Court, Miami, Florida). Llevaba varios años agotado. Y aun cuando no lo
estaba no fueron muchos los que alcanzaron a leerlo. Parecía una obra para
iniciados, y lo era. Era también una obra
para todos.
A simple vista pudiera parecer un libro de
pura investigación, una obra erudita, sobre la magia afrocubana. Es eso. Es
mucho más: un intrincado tejido de mitos, cuentos, ritos, fórmulas, hechizos,
leyendas y misterios de los negros -y aun de los blancos- de Cuba.
Nada igual se ha publicado nunca. Nada igual
podrá publicarse, pues las fuentes de donde ha sido tomado están agotadas.
Lydia sola es la depositaria de ese tesoro.
Déjenme decirles ante todo quien es Lydia Cabrera. Una señora que
perteneció a la "buena" sociedad habanera de antes quiso conocer en
Miami a la autora de El monte. La vio, la escuchó, la observó, y salió
diciendo:
-¡No lo comprendo! Tan fina y tan inteligente y… ¡ocuparse de esas
porquerías!
Sí, ésa es Lydia. Su padre fue un notable
escritor, jurista y patriota. Proviene de una antigua familia española, sin
gota de sangre africana. Es bella, elegante, refinada. Con todo, ha consagrado
su deber y su inteligencia a esas… cosas de negros.
Esas cosas tienen su porqué. Son algo que
tiene mucho que ver con nuestras comunicaciones con el misterio. Valen para los
negros y para los blancos. Son de ayer, de hoy y de mañana. En el fondo de esos
mitos, leyendas y hechizos, podemos encontrar algo que rompe el tiempo y brinca
sobre las razas. Lydia no lo dice, y es posible que el lector ingenuo no lo
advierta; pero está ahí, y bien valdría la pena explicarlo.
No lo intentaré, sin embargo, en esta reseña. Quisiera tan sólo decir
algo de lo que, más superficialmente, parece ser este libro. El propósito de la
autora ha sido, sin duda, bien modesto: recoger, de boca de los negros viejos,
la versión de su magia. Y lo ha hecho, como es debido, con humildad, fidelidad
y respeto: como pidiendo permiso para pisar la sagrada sombra de una ceiba. Ni
ella misma tenía idea de lo que iba a salir de esa aventura.
No fue fácil. Los negros cubanos (y los
blancos y mulatos iniciados en sus misterios) guardaban muy celosamente los
secretos. Tiempos hubo en que el revelarlos hubiera sido traición y sacrilegio.
Pero los tabúes se fueron ablandando al envejecer los últimos libertos. Ésa fue
la ocasión que aprovechó Lydia para introducirse en cuartos fambás. Le
favorecían, entre otras cosas, sus buenas relaciones con algunos babalawos,
iyalochas y mayomberos. Pero tenía que andarse con mucho cuidado.
Era un campo muy inseguro. No todos estaban dispuestos a decir la verdad. Fue
una paciente labor de indagación, selección y confrontación que duró muchos
años. Pero el resultado fue El monte. ¡Bien valía la pena!
El monte no es la única incursión de Lydia
Cabrera a los misterios afrocubanos. Otros dos libros, también agotados -¿Por
qué?, Cuentos negros de Cuba- valen igualmente lo que pesan. Éstos son
libros de ficción -cuentos y leyendas- inspirados por la mitología afrocubana.
El monte es un libro de minuciosa y rigurosa indagación. Pero de esa realidad
descubierta se escapan los relatos más alucinantes. La imaginación se queda
chiquita ante los dichos de esos viejos congos y lucumíes que Lydia ha
entrevistado.
Una de
las cosas que más fascinan en este libro es la identificación de lo divino con
lo humano. El negro afrocubano todo lo humanizaba. Sus hombres pueden ser
diosas y sus dioses son hombres. Nunca se los ha visto juntos.
Y esto es lo que queda. Del poder sugestivo de
esos cuentos maravillosos he tenido yo comprobación en uno de mis cursos para
graduados en la Universidad de Syracuse, New York. Aunque adelantados en
literatura hispanoamericana, mis alumnos quedaron asombrados: nada igual habían
leído nunca. El mito y la leyenda estaban tan cerca de nosotros, que pudiéramos
vernos participando en sus peripecias. Además, venían aderezados con ciertas
yerbas y especias sutilmente introducidas por la autora en los relatos: humor,
gracia, ironía, malicia… Todo lo que escribe Lydia Cabrera está siempre un poco
en clave. Un día le dije:
-Me figuro que mientras recogías esas patrañas
te estarías riendo por dentro.
Me respondió con igual seriedad:
-¡Nada de burlas! Eso es sagrado…
Pero no pudo contener la risa.
El monte es una inmensa maraña de 600
páginas en que se entreveran los más extraños elementos:
-Fórmulas: cómo se prepara una nganga; cómo se prepara un
zarabanda. Guerra de energías…
-Ritos:
cómo se propicia y domina a las fuerzas ocultas.
-Curanderías: todo el tesoro medicinal de Osain y de Zata Nfindo.
-Brujerías: ¡cuidado con esto!
-Limpiezas: todos las necesitamos.
-Historias de Orishas: Olofi, el
ser supremo, ya retirado; Changó, el guerrero; Oshún, la tonuda; Eleggua, el
travieso; Oyá, el brincador tuerto, cojo y manco… Y tantas otras divinidades
humanizadas: Yemayá, Obatalá, Eshú…
-Piedras
mágicas: la santísima Piedra Imán…
-Sacerdotes y sacerdotisas: iyalochas, babalawos, mayomberos…
-Sacrificios: perros, gatos, chivos, jutías,
pollos, gallos, gallinas, sapos, alacranes…
-Y comunicación con los difuntos: los ikús, los ibbeyis…,
pues también éstos habitan en el monte. Hasta Jesucristo, que murió en un
Monte, dice un informante, "tenía mucho de yerbero".
Aunque los santos católicos viven en el cielo,
cuando los negros afrocubanos los sincretizaron con sus deidades los trajeron
al Monte. Por eso viven también allí; Santa Bárbara (Changó); Nuestra Señora de
la Caridad del Cobre (Oshún); la Virgen de Regla (Yemayá); Nuestra Señora de
las Mercedes (Obatalá); la Virgen de la Candelaria (Oyá); San Lázaro (Babalú
Ayé); San Francisco (Orula); San Bartolomé (Eshú); San Silvestre (Osain)… Y no
se extrañen de advertir sincretismos de ambos sexos, como el de Changó y Santa
Bárbara. Changó, que es bastante pícaro, pudiera estar disfrazado de mujer…
Desde
luego, los habitantes más numerosos del Monte son los "palos" y las
yerbas. Pero no crean que por eso se trata de simples entes vegetales. Cada uno
de ellos tiene su dueño divino y su personalidad mágica. Puede, incluso, que
algunos salgan a pasear de noche por el campo y que se reúnan a paliquear en
las sabanas. Se sabe que, por lo menos, las ceibas hacen eso de vez en cuando.
De esos habitantes mágico-vegetales cita Lydia por lo menos medio
millar, cada uno de los cuales posee cualidades maravillosas, buenas o malas,
según como se les utilice. La misma yerba puede ser panacea o mortífero veneno.
Todo depende del yerbero y de las divinidades que moran en el bosque.
Por eso sería inútil que el profano se adentrara en la manigua en busca,
por ejemplo, de una yerba para el mal de los riñones. Los palos, no sólo hay
que saber buscarlos, sino hablarles, propiciarlos y encaminarlos. También hay
que tomarlos a la hora indicada. Finalmente, antes de hacer eso, habrá que pagar
al monte el debido tributo. Pues no crean ustedes: en el mundo de la magia,
como en este otro en que vivimos, todo tiene su precio. Nadie da nada por nada.
Y, entre toda esa maraña, cuentos, relatos, cada uno a cuál más
maravilloso. Una verdadera mina de milagros humanizados.
Pues,
como dije, lo verdaderamente cautivador es esa identificación de lo humano y lo
divino en la milagrería afrocubana. Para el africano de Cuba sus divinidades
eran hombres y mujeres, con todas sus virtudes y defectos, sus desdichas y sus
felicidades. Sus dramas, eran nuestros dramas; sus comedias, nuestras comedias.
Por eso cuando un santo católico es identificado con un santo congo o lucumí,
adquiere las [características] montunas de un santo africano. Sobre este sincretismo
dice un informante citado por Lydia:
-Los santos son los mismos aquí que en África. La única diferencia está
en que los nuestros comen mucho y tienen que bailar, y los de ustedes se
conforman con el incienso y no bailan.
En realidad, cuando los santos católicos se sincretizan con los
africanos… también comen y bailan.
Finalmente, unas palabras sobre lo que allí se llamaba -y aún debe
llamarse- "subir o bajar un santo". Ocurre esto cuando una divinidad
"monta" un "caballo" humano. Cuando un Orisha se apodera
así de una persona, expulsa su ego y se instala en su lugar. Y mientras
permanezca allí, el "caballo" será simplemente su instrumento,
carente de cerebro propio. El "caballo" hablará y obrará como el
santo que lo "ha montado". Y entonces lo veremos hacer y decir las
cosas más inauditas. Por ejemplo: lamer llagas purulentas y comer cucarachas…
¡Y esto no es nada! Vean ustedes El monte y luego me dirán…
“El monte”, Papeles de Son
Armadans, Vol. CL, 1968, pp. 298-304.
miércoles, 9 de agosto de 2023
Piñera en ciernes
Pedro Marqués de Armas
Su poema sobre Julián del Casal, “Naturalmente en 1930”, me
ha hecho indagar en cronologías. La razón: el enigmático título, tanto más si
el propio poeta hace énfasis en lo “natural” de un acontecimiento que se
desconoce, al menos en mi caso.
En 1930 Piñera tenía 18 años y es posible que se refiera
simplemente al descubrimiento de la poesía –porque la sexualidad se le había
revelado mucho antes. Verdad que algunos sitúan tal evento a su llegada a
Camagüey en 1925, pero, además de que resulta demasiado temprano, nada lo confirma.
A falta de ese dato que ningún amigo ha podido satisfacerme,
haré un rodeo por el Piñera recién llegado a la capital: el estudiante, el
inquilino, el poeta que comienza a frecuentar el ambiente literario y, algo
menos conocido, el recitador. (Todo esto, con algunos pases al pasado.)
No hay que olvidar que Virgilio llega a una ciudad de declamadores,
fenómeno que, a decir verdad, invadía a todo el país arrullado no solo por la poesía modernista, neorromántica y afronegrista, sino también por la décima
criminal.
Saliera directamente de los escenarios o circulara a través
de las ondas radiales, el aire estaba permeado de poesía, alimento de clases
medias en un país donde el amor, el melodrama y los suicidios campeaban por su
suerte.
El arribo de Piñera tuvo lugar en la primavera de 1937. En
marzo de ese año había solicitado matrícula gratis en la Universidad, por
carecer de recursos, por lo que presentó una declaración jurada de su situación
con el aval de varios testigos:
Datos que justifican mi condición de pobre: No tengo empleo.
Somos ocho de familia, trabajando sólo una hermana que es maestra de
kindergarten. Es la única entrada regular que tenemos, la cual por ser
reducida, ya que sólo son $58, no nos alcanza para cubrir los gastos de una
matrícula.
Piñera descubre su vocación literaria en Camagüey, como
alumno de Bachillerato de Felipe Pichardo Moya, profesor y poeta que le inculcó
la pasión por la poesía a la par que por la arqueología taína: un aprendizaje
-el arqueológico- cuyos vestigios pueden apreciarse en “La isla en peso”. Pero
lo más probable es que ese acontecimiento no haya ocurrido en 1925, sino más
tarde, a edad más propicia.
Asiste a las tertulias del profesor Felipe Echemendía y hasta
escucha una lectura de Blaise Cendrars, quien había ido a parar a
Camagüey, presentado allí por Nicolás Guillén. Aunque habría que precisar mejor
el momento, todo indica que estamos a inicios de los treinta. Sería entonces
cuando comienza a compartir con otros jóvenes amantes del arte, entre ellos
Felipe Balbis y los hermanos Natalio y Carlín Galán (este último destacado
recitador).
¿Comenzó a escribir en 1930 y existen unos años secretos de
los que no queda constancia? Si seguimos las cronologías, su actividad
literaria comenzaría entre 1934 y 1936, es decir, entre sus 22 y 24 años, lo
que parece tardío. Que entonces se encontrara con Emilio Ballagas y fundara la Hermandad
de Jóvenes Cubanos, asociación camagüeyana que promovía la educación y la
cultura, no tiene que ser el punto de partida.
En La vida entera, no reconocía su poesía anterior a 1940 y aseguraba que la escrita ese último lustro "o se ha perdido o la desaparecí yo mismo". De 1935 son los poemas “Muchacho azul” y “El grito mudo”,
este último el elegido por Juan Ramón para su célebre antología; pero otro
poema, “Invitación al suicidio”, es por lo visto, bastante anterior. Sobre el
mismo, su hermana Luisa evoca:
Una de las cosas más antiguas que de él quedaron fue un poema
titulado “Invitación al suicidio”, y siempre me pidió que no se lo mostrara a
nadie. Incluso prometió quemar todos los textos pertenecientes a ese período,
mas murió sin cumplirlo: entre los papeles que dejó están muchos de aquellos
escritos.
Manuel Villabella, que estudió sus años camagüeyanos, estima
que se encuentra entre sus primeras producciones, pero posterior a los “apuntes
y papeles echados al cesto”. El poema aparecía, junto a otros, en una misma “cuartilla” que obsequió a su cercano Carlín Galán. Si bien lo
apostilla “Invierno de 1935, La Zambrana”, dos elementos apuntan a que pudo ser
escrito mucho antes: su estilo dista demasiado del resto de los concebidos ese
año y, en realidad, Virgilio vivió en el reparto La Zambrana -como especifica
Villabella- entre 1928 y 1931.
El estilo más próximo al postmodernismo, pero sobre todo a
los tanteos y conflictos adolescentes, nada tiene que ver con el de “El grito
mudo”, por ejemplo.
Ha llegado un viajero, caminante incansable,
barrenando las horas y el silencio también:
un viajero muy lento, no parece que marcha
(...)
Enseguida me cuenta el motivo del viaje…
con febril
impaciencia y con honda emoción:
“He venido –me
dice– a invitarte al suicidio,
a interrumpir el ritmo de tu vida tan ruin”.
(“Invitación al suicidio”)
Puede, por tanto, que la “copia a máquina” sea de 1935, no el
poema. No pretendo, sin embargo, sino ventilar una duda, una sospecha. A fin de
cuentas, la coronación de sus comienzos llega con la antología de Juan Ramón
Jiménez.
A finales de 1936, la Hermandad de los Jóvenes Cubanos auspició la presencia en Camagüey, gestionada por Piñera, del grupo Teatro de Arte La Cueva, que no mucho antes fundara en La Habana el dramaturgo Luis Alejandro Baralt.
Ese mismo año, signado por la convocatoria de Juan Ramón, pero
al margen de ella, se conocerían en un café habanero José Lezama Lima y María
Zambrano, mientras a Baralt toca compartir con Antonin Artaud, con quien se
encuentra -por azar y sin fecundación alguna- la tarde del 30 de enero en la
barra del Edificio Bacardí.
Baralt era entonces el teatrista cubano de mayor proyección, como el de más recursos. Piñera apuntaría: “En tan breve temporada conocí el teatro por dentro, algo de suma importancia para el dramaturgo. Pero no fue eso lo más importante, sino el hecho estimulador de ponerse por delante el teatro incitándome a escribirlo yo también. Resultado: escribí una obra en tres actos –Clamor en el penal.”
En agosto del 39, un jurado integrado por Baralt, Marquina y José Antonio Ramos recomendará su escenificación:
Una vez en la capital, Piñera vive
a tope su triple condición de poeta, pobre y homosexual. Sobre este cambio,
escribe: “El único cambio radicaba en la variedad; en la provincia yo me
masturbaba y recitaba en soledad; aquí en La Habana comenzaba a hacerlo en
compañía; en compañía dudosa y lacrimosa.”
Reconoce que su “eterno
combate contra la escritura”, ya instaurado, se torna más torturador.
La pregunta ahora es con
quiénes recitaba y se masturbaba, si ocurría al unísono o por separado. Algo de
eso puede apreciarse en su poema autobiográfico “La Gran Puta”, que lo sitúa en
el verano de 1937, cuando arriban sus padres a esa ciudad que alguna vez
calificó de provinciana:
Cuando en 1937 mi familia llegó a La Habana
–uno de (los) tantos éxodos a que estábamos
acostumbrados
– mi padre –como tenía por costumbre
sanguínea–
se dio de galletas y se puso a echar carajos.
Llegaron exactamente a la diez de la mañana de un día de
agosto, y Virgilio se encaminó a recibirlos desde su cuarto de alquiler en San
Lázaro y San Francisco, cerca de la Universidad; pero antes se detuvo a tomarse
un jugo de papaya:
antes
de ir a esperar el Santiago-Habana
tomé
un jugo de papaya en Lagunas y Galiano,
y
como el deber se impone al deseo
perdí
a un negro que me hacía señas con la mano.
Gracias a los recuerdos y testimonios recogidos por Carlos Espinosa en Virgilio Piñera en persona, podemos hacernos mejor idea de aquellos venturosos días virgilianos y contrastarlos con las referencias de “La Gran Puta”.
Asiste al Auditórium de La Habana para ver “El Avaro” de
Moliere, por Louis Jouvet, cuya temporada dramática -según Carpentier, una de
las mejores que se vieron en La Habana- tuvo lugar a finales de 1939. Compara
el recinto con una cazuela a la que llega jadeante. En esa ocasión Carpentier
pasea a Jouvet por una Habana que lo maravilla a él también, de la que llevaba una
década ausente, y años más tarde irán juntos a Port-au-Prince, sin que el
francés lo siga hasta la Ciudadela de La Ferrière.
A la noche, menos jadeante, o quizás más, Piñera realiza sus
rondas por Zanja y Galiano, donde los soldados de kaki amarillo hacen “el fin de mes con
los pesos de los homosexuales”.
Estas rondas, que tienen algo de fantasmal, lo marcan,
pues de esas experiencias y de ese entorno derivan otros dos grandes poemas
suyos, concebidos también décadas más tarde: justo “Naturalmente en 1930”, en el
que, en una de sus noches más oscuras (“entre tantas insondables”) ocurre su imaginario
encuentro con Julián del Casal. Y "Una noche", en el que una voz
espectral lo alcanza al alcanzar el cuchillo de Zanja.
Pero sigo en 1937… En el célebre cabaré portuario Don
Quijote, una madrugada, baila sobre una mesa disfrazado de maja. Allí se
daban citas los travestis más conocidos de La Habana.
En otro cuchillo, el de San Miguel, escucha la voz “aflautada” de Panchitín Díaz presentando a la “putica” de turno; como escucha
a Toña La Negra en la C. M. Q., o a Ñico Saquito y su cuarteto Compay Gallo
en la C. M. B. Y.
Y a veces le pasa por delante el Emperador del Mundo, “un
negro tuberculoso con el pecho constelado de chapitas de Coca Cola” que, junto
al Caballero de París, es el loco más célebre de La Habana.
En mayo escribe el que tal vez sea su poema de recién llegado a la ciudad: “Única canción de sal”.
Piñera era entonces, y lo seguiría siendo, un gran recitador,
pathos extendido por toda la isla, pero que le venía también de casa,
puesto que su padre era uno de esos consumidores de poesía a los que no bastaba
con memorizar los poemas, sino que tenía, además, que declamarlos.
Desde los años veinte, el padre de Piñera montaba “veladas
artísticas” en la casa de Cárdenas, cuando el humor se lo permitía. Era adepto
a Núñez de Arce y a Campoamor, a los que imitaba, pues también escribía versos.
Y esas veladas se repitieron en Camagüey, por la época en que montó una fábrica clandestina de vinagre que lo llevó al borde la locura.
De tanto oírle recitar “El vértigo” o “El miserere”,
Virgilio se los aprendió de memoria. Su hermana Luisa recuerda que “le privaba
actuar y decir poemas” desde niño. Como el relato no tiene desperdicios,
transcribo algún fragmento:
En la escuela de Cárdenas existía un enorme salón, con
escenario, concha de apuntador y telón. En diciembre, antes de que saliésemos
de vacaciones, se organizaba cada año una actividad cultural. Me acuerdo que en uno de aquellos actos mi hermano salió vestido de mandarín y yo de geisha, con
unos trajes hechos por nuestras tías (…).
Un día Virgilio me
dijo: "¿Por qué no organizamos una representación teatral en nuestra casa?" Me
acuerdo de un modo vago que mi hermano tenía que hacer algo que era una mezcla
de tanguista y de indio apache, mientras yo tocaba el piano.
Por demás, los recitales se volvieron frecuentes mientras vivía en La Zambrana, barrio que establecieran algunos colonos norteamericanos. Estos organizaban fiestas cada sábado, y Virgilio era invitado para amenizar sus “party” en calidad de recitador.
Ya en la Universidad de La Habana participa en varios actos
en los que declama. Uno de ellos es el “Homenaje a Gabriele D'Annunzio”, que el Seminario de Literatura Italiana
de la Facultad de Filosofía y Letras, a cargo del profesor Aurelio Boza
Masvidal, organizó el viernes 18 de marzo de 1938. El poeta y dramaturgo
italiano había fallecido recientemente. Boza Masvidal inauguró la jornada con
una ponencia sobre la “multifacética personalidad del genial escritor”,
mientras los alumnos Virgilio Piñera y Lolita Martí recitaban varias de sus
poesías.
Piñera leyó a D'Annunzio en sus años formativos y es probable que llegara a su poesía por mediación de Emilio Ballagas, que estudió al autor de El triunfo de la muerte, contraponiendo su estética crepuscular a la de Marinetti.
En 1938, Boza Masvidal instituyó un premio de Literatura
Italiana, asignatura que impartía, y Virgilio se lo llevó con un trabajo sobre
la Divina Comedia titulado “In Selvia selvaggia”. El premio consistió en
cincuenta pesos y un diploma de honor.
Poco después realizó en el Lyceum, bajo el título “La voz humana en mi universo poético” y presentado por José Antonio Portuondo, su primera lectura pública en La Habana. Entre sus amigos universitarios estaban, además de Portuondo, el poeta Johnny Salazar, que murió muy joven, y de modo íntimo, Esperanza Figueroa, que se graduó con una notoria tesis sobre Julián del Casal. Notable fue también la conferencia de Portuondo sobre Casal, impartida poco antes de su arribo.
Todavía era Virgilio Piñera Llera y no Virgilio Piñera, pero el eco de esa lectura acaba por abrirle las puertas de la Ciudad Letrada, aunque haya entrado con una errata: "Virgilio Piñera Llora". Así se recoge su presencia en un concurso de cuentos.
Por recitar, Piñera recitaba hasta los poemas de Seboruco. Y
así tocó evocarlo a Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía quien, tras
limitar su elogio a “Vida de Flora” y ver en sus versos “un aspecto amargo y
mágico de lo cubano” que asocia con la “Ballade des damas du temps jadis” de
François Villon, prosigue con sus “asociaciones” hasta recordarlo diciendo unos
versos del “extraño poeta desequilibrado”:
El sol alumbra de
día,
la luna alumbra de
noche.
Cuatro ruedas
tiene un coche
con mucha
melancolía.
Pero, ¿qué ve Piñera? Ve a Casal “arañar un cuerpo liso”, y
hacerlo con una vehemencia tal, que sus uñas se rompen. Se trata de un fantasma
que viene a acompañarlo mientras hace su ronda y que, ante sus propios ojos, se
lanza sobre un cuerpo al que habría que arrancarle un secreto.
Lo que Casal busca, como buen vampiro, es un poco de sangre,
o, si se prefiere, un poco de vida. Como en cofre bien guarnecido, el cuerpo que
asalta contiene el objeto del deseo: “adentro estaba el poema".
Fantasma real, nadería física, la visión dura un momento y
Casal se pierde en la cruda intemperie.
En "Una noche", es el propio Virgilio el que habita
fugazmente sus versos. Mientras hace su ronda por el cuchillo de Zanja
"entre chinos impávidos" y en busca de un "amor de paso", oye
una voz que le dice: "¡Qué bobo tú eres, Virgilio!".
Sigue caminando pero de nuevo la voz:
Qué bobo eres. Si supieras,
o lograras adivinarlo,
no abrieras tanto los ojos,
y me tendieras la mano.
Esa voz es la del deseo y la poesía. Una voz espectral que conecta
los comienzos y el final: “El grito mudo” -donde ya está contenido el
desafío piñeriano- y “Naturalmente en 1930”, guiño al descubrimiento de
su vocación poética. Casal, Piñera. Como hemos dicho otras veces: una misma
fantasmalidad.