Luis Rodríguez Embil
DE DÍA
Viena es, en mi opinión, en conjunto, y
después de París, la más hermosa de las grandes ciudades que hasta ahora
conozco. Y es, asimismo, en sus costumbres, tal vez la más provinciana de las
grandes ciudades europeas. El enunciado de estas dos verdades, puestas una al
lado de la otra, podrá sorprender a quienes tan sólo conozcan a Viena a través
de la leyenda, en absoluto falsa, creada en el mundo por la voluptuosa
elegancia de los valses vieneses, por la alegría artificial de las operetas y
acaso, también, por el absurdo afán de no destruir inútiles pre juicios, que
atormenta a no pocos viajeros.
En general, suele ser falso cuanto se cuenta
de cada país: es esta una de las enseñanzas que aporta el viajar. Sin que sea
la interrogación del todo paradójica, puede, quien no conozca un país o una
ciudad sino por referencias, preguntarse ante las ideas dominantes acerca de
ese país o aquella población: ¿habrá en ellas algo de cierto? Algo suele haber algunas veces, no todas; las más,
son falsas las noticias, en todo, o en parte; y puede decirse que en absoluto
exactas no son nunca.
Pocas veces he experimentado lo cierto de esta
afirmación que aquí hago, como al conocer a Viena. Solemos formar nuestras opiniones
en el aire y, una vez formadas, ya nada las hace variar, como no sea la
experimentación directa, difícil para la mayoría. De ahí la desilusión cuando
llega el caso de saber, empíricamente, que es la única manera, en ciertos casos,
de saber de veras. La culpa de la desilusión
no es, muchas veces, del objeto observado, sino del observador que quiso que
fuese aquél, no como era, sino como él se lo forjó. El objeto, cualquiera que
él sea, es tal como es; no puede ser de otra manera; no es responsable de las
ilusiones acerca de él forjadas. No hay que culparlo, pues.
Pero ¿por qué obstinarnos en el error pueril? La
realidad tiene también belleza, más perdurable que la otra, porque es belleza
real. Ésta belleza es la que se ofrece a nuestros ojos, una vez pasado el
escozor de la desilusión necesaria. Si no existe ella tampoco, tan sólo nos
resta confesarlo con toda lealtad, a los demás y a nosotros mismos. Si existe,
se revela poco a poco, como sepamos verla propiamente. Pero exige que la
sepamos ver.
Vuelvo
a Viena. Y repito que esta gran ciudad, una de las más hermosas que conozco, es
acaso la más provinciana entre todas las grandes ciudades, cualidad esta última
satisfactoria para los que, sin desdeñar en modo alguno el divertirse (que es el juego, según el severo Ruskin, tan necesario
como el trabajo a la vida), no cree que sea el fin último y exclusivo de la
vida el proporcionarse diversiones. Y es, además, Viena, una de las ciudades en
donde menor alegría verdadera existe.
Esta falta de cordial alegría (mucho más sensible)
posee, como es lógico, sus causas determinantes que, a poco que se estudien el país
y las gentes que en él conviven, resaltan muy claras, y las principales de las
cuales he de exponer acaso en otra ocasión con mayor detenimiento. Aquí no haré
sino señalarlas: son, en mi sentir, la diferencia radical de razas (1), idiomas
e intereses, mayor en este imperio que en casi ningún otro país; la pobreza del
suelo; la urbanización; las costumbres, productos a su vez, en parte, de las
otras causas.
Pero el estudio, aun superficial, de aquéllas,
abarca el país entero, y por ahora quiero limitarme, sucintamente, a Viena. El
extranjero que viene de paso a ella, por un tiempo limitado y con dinero, puede
marcharse al cabo de unos días o unas semanas, sin haber entrado de modo real
en contacto con las costumbres y la atmósfera
vienesas y conservando, por ello, la grata ilusión de ser Viena, simplemente,
una ciudad muy amable.
Porque exteriormente, reconozcámoslo y proclamémoslo
en justicia, externamente lo es, acaso más que ninguna otra población. Se
aplican los títulos con extraordinaria prodigalidad. Si en un establecimiento
público cualquiera dais al que os sirva una propina que exceda de treinta
céntimos, por ejemplo, (seis centavos) y el que os sirve ignora vuestra
condición o título, podéis, con seguridad, al salir, oíros llamar Doctor, o, más exactamente, señor
Doctor, Herr Doktor. Si la dádiva
asciende, digamos, a una o dos coronas, seréis Barón. E cosí vía...
Y así, por todas partes adonde os dirijáis. Y
una vez conocida vuestra cualidad social no seréis sino ella. «El principio de
la sabiduría es mirar fijamente las ropas, o aun con vista armada (or even with armed eyesight), hasta que
aquéllas se hagan transparentes», pontifica el profesor Teufelsdrock,
catedrático de Cosas en general, en «
Sartor Resartus » …y «feliz —exclama— quien puede mirar, al través de las ropas
de un hombre... al hombre mismo». Habrá, tal vez, quien se sienta elevado a sus
propios ojos por el continuo reconocimiento de su título. Por mi parte, confieso
que no puedo dejar de pensar en que, en tal caso, no sería yo nada si no lo tuviese, ni tampoco en que
él no es sino un adorno pasajero, y, sobre todo, algo que no soy yo...
Y la consecuencia necesaria, fatal, del
sistema indicado, donde quiera que el sistema se implanta, no puede ser sino
ésta: ¡ay del que no tenga ni título ni dinero! ¡Ay del que no los tenga,
cuando es preciso pagar, literalmente, la propia vida, pagar por cada paso que
en ella se dé, por cada acto que se ejecute, por cada necesidad que se quiera
satisfacer! A este respecto, y pues que de Viena voy hablando ahora, pondré
algunos ejemplos curiosos e interesantes de costumbres que, en cuanto yo, hasta
el presente sé, son, todas, única y exclusivamente, vienesas.
Hay que pagar dos propinas en todo café: al mozo que sirve, y al que cobra,
destinado exclusivamente a ese oficio; tres en todo restorán: al que sirve, al
que cobra y al que trae la bebida, aun cuando ésta sea agua; y en los Music-Halls de lujo (únicos lugares casi
donde se concentra la vida nocturna de Viena) diez o doce. Hay que dar propina,
no sólo a los cocheros y chauffeurs,
sino también en los tranvías, en los ómnibus, en los cuartos de toilette, y, por último, habéis de pagar
20 céntimos (cantidad fija, obligatoria, tradicional
y, por tanto, indiscutible) al portero, por entrar, si lo hacéis después de las
diez de la noche, en vuestra propia casa, sin perjuicio de lo que mensualmente
habréis de abonarle por el uso del ascensor. La complicación inútil, mezquina y
triste de la vida tiene en parte por origen esta multiplicación de
gratificaciones que en sí mismas nada representan, excepto la irritación que
acaba por engendrar el estar pagando de continuo, y como por obligación,
servicios muchas veces imaginarios, pero que suscitan mil pequeños inconvenientes,
la necesidad de cambiar a menudo, tardanzas en casos de prisa... Y todo eso
nada sería tampoco: lo más terrible, y acaso menos observado de las propinas,
es que coartan, inevitablemente, la libertad. Todo el mundo siente que se le
acecha, se le vigila, para ponerle el abrigo, buscarle los guantes y el
sombrero, indicarle puesto, y que todo es en espera de unos céntimos. Es la
mendicidad organizada, exigente é hipócritamente obsequiosa.
La sociedad encuéntrase rígidamente dividida, no
tan sólo en clases, sino en secciones y subdivisiones. Una de las más
respetadas y prestigiosas es, naturalmente, la de los representantes de las
otras naciones. Y puedo decir que de las más cordiales y exquisitas. En ella
cuento amigos verdaderos y queridos, con los cuales pasé algunas de las mejores
horas de compañía que haya pasado en Viena.
He de mencionar también los conciertos, para
mencionar lo que de agradable tiene en Viena la vida diaria, con la
imparcialidad que me sirve de norma y guía. Son los conciertos en Viena tan
superiores en cantidad como en calidad, y cuesta relativamente tan
insignificante cantidad el escuchar en ellos la mejor música del mundo,
espléndidamente interpretada, que casi a diario, en invierno, puede uno
sacudirse el polvo de las miserias de la vida y bañarse el ánimo en el agua
lustral de la suprema ciencia de la música; de la música grande, sin gritos ni dos de pecho, ni pizzicati inútilmente prolongados por gargantas penosas; de música
instrumental, interpretada por artistas, sinfonías de Beethoven (la sublime
séptima y la divina novena entre otras, con coros esta última); profunda y sonriente
música de Mozart, de pura y graciosa y acabada belleza como la de una flor; alta
música de Beethoven, Mozart, Scarlatti, Chopin, del romántico Schumann..., música,
en fin.
Hay asimismo los Konditorei y los grandes hoteles, a donde se va a tomar el té. Y
los establecimientos como el Volksgarten,
donde se toma también el té oyendo también música. Las malinées se suceden en muchos teatros, por lo mismo que no hay vida
nocturna. Por último, la animación urbana, aun durante las horas más activas
del día, es limitada, excepto en unas pocas calles, y no da en modo alguno la
impresión strenous life, de vida
intensa que producen casi todas las demás ciudades, hermanas mayores o menores de
Viena en el tamaño y el número de habitantes, hermanas menores casi todas — y lo
repito con placer porque, como el resto de lo que llevo escrito, me parece ser
la simple verdad— en la belleza.
DE NOCHE
En cuanto a la vida nocturna de Viena, en
realidad no existe, según ya he indicado, como no sea en algunos bailes de
sociedad y en los cafés conciertos. La inmensa mayoría de los dos y pico de
millones de personas que habitan en Viena se recogen antes de las diez de la
noche. Con vista de esta higiénica costumbre están combinadas y como estudiadas
las demás.
En efecto, las diversiones —teatros, incluso el
de la Ópera, conciertos los que no se efectúan durante el día— comienzan, por regla
general, a las siete y media en punto, y concluyen antes de las diez. Las
calles más céntricas y que son las más concurridas entre seis y ocho de la
noche —el Graben, Kserthnerstrasse, el Ring— quedan desiertas a las ocho y
media o las nueve. Y a las diez y media están poco menos que desiertas todas. La
minoría, los transnochadores, los que pueden,
según frase brutalmente delimitadora, son los que después de las diez o las
once se retardan por las calles, ya muchas de ellas a oscuras, o van a los ya
nombrados cafés conciertos, a libar champagne
(obligatoriamente) en los de lujo; a beber cerveza y ver o buscar tristes
profesionales del amor, en los demás.
Hablaré únicamente de aquéllos. Los segundos se
asemejan a los de todas las grandes poblaciones. Tan sólo hay en ellos menos gente,
menos alegría y menos vendedoras de
amor... En cuanto a los bailes, es sabido que en todas partes se asemejan
también. Los grandes cafés cantantes, a los cuales hay que asistir de smoking, son frecuentados casi exclusivamente
por extranjeros, de paso en Viena. Acompañado de conocidos extranjeros, yo,
extranjero también, visité dos o tres e aquellos lugares, durante mis primeros días
vieneses. Son cafés como existen en muchos otros países de Europa, con mesitas,
asientos y una especie de galería circular con palcos. Dos orquestas. En medio
del local, entre las sillas, un tapiz. Y sobre ese tapiz, ejecutan diversos artistas
números de variedades. El champaña es obligatorio, como he dicho ya; y es
obligatorio también el pagar por todo más que en ninguna otra parte, y dejarse
saquear estoicamente, con la sonrisa en los labios. Tedio, vulgaridad, avidez; pérdida
inútil de tiempo, salud y sueño, mediante un saqueo desvergonzado y
sonriente...
Y si es una señora quien os acompaña, el
saqueo es más gigantesco aún. Ofertas continuas, insistentes y casi agresivas
de floristas, vendedoras de dulces, de golosinas, de frutas, se suceden,
interrumpiendo toda conversación, distrayendo bruscamente la atención del
espectáculo, impidiendo oír la música... Una cajita minúscula de dulces cuesta
diez coronas (dos pesos). Un ramo de rosas, veinte coronas. Y no es chic protestar...
El acto de servir una botella de champaña (bebida
que, por cierto, no me ha agradado nunca) es digno de un poema en tantos cantos
como actos sucesivos ejecutan, para servir aquélla, los diversos oficiantes del
rito misterioso de servirla. Requiérense cinco, uno para cada uno de estos
actos trascendentales: traer el trípode en el que ha de colocarse la sagrada
botella; traer la botella misma y colocarla en el trípode; traer los vasos y
deponerlos en la mesa; abrir la botella; por último; servir el contenido. Todo
esto con el aire hierático de quien celebra una ceremonia religiosa. Y todo
esto debéis fingir tomarlo en serio, aunque dignamente, mirando a la sala,
charlando, riendo, pero sin perder de vista la importancia del acto que a
vuestra espalda o a vuestro costado se realiza.
Y hay, en efecto, quienes toman en serio todo
esto. Y aun quienes piensan, después, haberse divertido. Porque la necedad
humana es inmensa como el mundo que la contiene. Y el snobismo acaso más aún...
Fuera, las calles bostezan, negras y vacías, como
si separaran, en la sombra que parece ensancharlas, sus dos filas de casas
silenciosas. Tan sólo algún que otro infeliz, abandonado como un perro
callejero, taconea a trechos sobre el asfalto frío y duro como tanto corazón...
Tomáis un taxi, si lo halláis —y si
os quedan algunas coronas, después del musichall.
Si no, seguís a pie, envueltos en el gabán, por las calles dormidas y
armoniosas, hacia vuestra morada, si estáis solos... Y he aquí a Viena de
noche.
(1) Forman
la población do Austria-Hungría 11.000.000 próximamente de alemanes; cerca de 9
millones de magyares; 1. 200 000 semitas; 3.759.000 latinos, es decir, rumanos
e italianos, y 22.596.000 eslavos, es decir checos, polacos, rutenos, eslovacos,
servo-croatas... Viena es como un resumen de esta heterogeneidad.
De paso
por la vida, SOCIEDAD DE EDICIONES
LOUIS-MICHAUD, pp. 271-84.