domingo, 28 de julio de 2019

Thomas Walsh



 Pedro Henríquez Ureña 

 Uno de los poetas más distinguidos de este país, Thomas Walsh, acaba de publicar su libro de versos The Pilgrim Kings; Greco and Goya and other poems of Spain. Es el segundo suyo. El anterior, The Prison Ships and other poems, apareció en 1909.

 En sus primeras poesías, Thomas Walsh reveló excelentes cualidades: su aptitud para la expresión solemne, en la oda "Las galeras" (The Prison Ships); su poder sugestivo en "Los ciegos", "La laguna de los avellanos", "En el jardín de la memoria”, su delicadeza en "Ad Astra", "Primavera sin término", "Citas de estrellas". También reveló desde entonces su afición a España y a los temas españoles (interpolados entre otros franceses e italianos), en el “Canto de la Alhambra”, “el dulce gemido del corazón que canta y se rompe”; la amorosa "Sevillana"; "En el claustro de San Juan", diálogo entre la novicia Serafita y las flores del jardín conventual; y "La Catedral de Burgos", hermosa composición llena de rumores y armonías graves, como sonoridades de órgano.


 Pero en The Pilgrim Kings Walsh se muestra mucho mayor poeta. Apenas abierto el libro, hallamos en el poema inicial, sobre los magos peregrinos de la Nochebuena, la suave aura de ingenuidad piadosa que nos encanta en los viejos villancicos de Lope, de Valdivieso y de Sor Juana Inés de la Cruz; piedad que aquí se pone frente a las dudas del pasajero descreído. A seguidas, “Invasión” es un trozo de lujo descriptivo, como más adelante “Los reyes del otoño”. Las notas ligeras y amables, de amor y galantería, las hallamos de nuevo, fáciles y graciosas, en "El codicilo de amor", "La despedida", "Canción de cítara". Estas notas son más finas y elegantes en "El embarque rumbo a Citeres", donde se sienten tenues aromas de las Fiestas galantes de Verlaine. De ahí se pasa sin esfuerzo a las encantadoras sugestiones del "Nacimiento de Pierrot"; al suave misterio de "Pozos Sagrados”, que hace pensar en los poetas belgas, contempladores del “alma de las cosas”, cantores de las aguas tranquilas; y por último, al vago misticismo de “Junto al pesebre” y “El Grial”. Pero la nota suprema del libro es, a nuestro juicio, la elegía “Coelo et in terra”. En los majestuosos versos iniciales se esboza una noble y alta filosofía de la muerte y del dolor; y en ellos, y en todos los restantes, la expresión es selectísima y solemne. 

 A la España de Thomas Walsh entramos, por la críptica puerta de “La vieja Toledo”, hacia las amplias salas donde lucen los tapices narrativos y dramáticos "Greco pinta su obra maestra”, “El juicio final del Greco”, “Egidio de Coimbra”, “Las Meninas”, “Goya en la cúpula”. Se oyen también allí canciones lánguidas, como “Balcones crepusculares”; rumores de guzlas moriscas, como las "Canciones de la Alhambra”; memorias legendarias como “La Preciosa” y “El cántico de Fontebras”; reminiscencias místicas como la de Sor Gregoria de Santa Teresa, y tributos al reino español como en los versos “A Goya”.

 Exprofeso dejamos para el final las cuatro traducciones de poesías de Fray Luis de León, breve muestra de la vasta labor de Walsh, cuyo estudio y conocimiento del gran agustino nadie supera. Si toda traducción es difícil, la de Fray Luis ofrece dificultades peculiares. Trátase de un poeta cuya perfección formal se funda en la expresión limpia con transparencia de cristal, alcanzada mediante maravillosa disciplina en la selección de palabras.

 Pedro Henríquez Ureña en los Estados Unidos, Alfredo Ángel Roggiano, Talleres de La Casa Editorial Cultura, 1961, pp. 97-98. Fragmentos del artículo. Originalmente publicado en Las Novedades, Nueva York, 12 de diciembre 1915; y, El Fígaro, 6 de febrero de 1916. 


viernes, 26 de julio de 2019

Rubén Darío en inglés


   
 Alfonso Reyes 

 La Sociedad Hispánica de Nueva York acaba de publicar once poesías de Rubén Darío traducidas al inglés por Thomas Walsh, el conocido traductor de Fray Luis de León, y por Salomón de la Selva, poeta bilingüe, hispanoamericano a quien la crítica de los Estados Unidos ha saludado con aplauso. 

 Las traducciones del primero son de una admirable fidelidad, y las del segundo nunca dejan de ser poéticas. Un excelente retrato de Darío, unas notas críticas, precisas y sobrias, de Pedro Henríquez Ureña (verdadero índice de cuestiones), un autógrafo del poeta, una impresión bella y cuidadosa, como todas las que costea Huntington. 

 Parece que no hubiera más que pedir, si las once poesías hubieran sido más bien escogidas. Diríase que el editor quiso apresurarse a tributar este homenaje a la memoria del poeta, y aprovechó el material de que hasta la fecha disponían los traductores; donde, al lado de algunas notas culminantes, hay otras sordas o de resonancia secundaria. 


 Cultura Hispanoamericana, Madrid, 11 de noviembre de 1917. Obras completas de Alfonso Reyes, VII, FCE, Ed. Electrónica, 2016, p. 475.


miércoles, 24 de julio de 2019

La ilusión de Thomas Walsh




  Pedro Marqués de Armas 

 Cuando Thomas Walsh visitó Cuba en febrero de 1919, era un poeta de cierto prestigio, reconocido estudioso y traductor de la poesía en lengua española desde Manrique y Fray Luis hasta los modernistas, afamado además por sus versiones de algunos poemas de Darío que, junto a las de Salomón de la Selva, conformaron la edición póstuma Eleven Poems (N. Y, 1916), con prólogo de Pedro Henríquez Ureña.


 Amigo del bilingüe Selva, por mediación de él conoce a Mariano Brull y a otros poetas latinoamericanos en Nueva York y, poco más tarde, al crítico y mentor dominicano. Forman hacia mediados de 1915 un pequeño grupo que comienza a gestionar, en buena parte, los vínculos entre la poesía norteamericana y la hispanoamericana. Así evocaba Henríquez Ureña aquel momento:

Poco después nos unimos para organizar pequeñas reuniones a que asistían hombres de letras de las dos Américas. Allí, sino me equivoco, comenzaron los del Norte a poner atención en la poesía rotunda y pintoresca de Chocano, cuya visión externa del Nuevo Mundo es la más rica que hoy existe, en verso castellano o en verso inglés. Entre los poetas norteamericanos, amigos de Selva, se contaba ya Thomas Walsh, pulcro y cultísimo, ameno conversador, lleno de anécdotas sabrosas; William Rose Benet, el místico del Halconero de Dios con su moderación de modales y su elevación de ideas; el sencillo y sonriente Joyce Kilmer, caído luego en tierra de Francia.
 La amistad que se establece entre los poetas citados –a los que se suman más tarde Martín Muñoz y José Juan Tablada, e incluso, León de Greiff– implicará, además del cruce de traducciones de sus propios poemas, la publicación de no pocos artículos panorámicos y la traslación en ambas direcciones de otros muchos autores. La figura de Walsh resulta clave, en esta telaraña, por su pasión latina y por coordinar -a impulso de aquellas relaciones y sufragada por la Sociedad Hispánica de América- el proyecto de traducción más vasto de la época: la Hispanic Anthology, volumen de más de 800 páginas coronado por 200 poetas que apareció en 1920 simultáneamente en Londres y Nueva York. 

 El viaje de Walsh a Cuba dejará como rastro significativo su poema “In The Café Europa", firmado en La Habana, recogido en su cuarto libro de poemas Don Folquet and other poems (John Lane, Londres/New York, 1919, p. 103) y reproducido en inglés en la revista Social en septiembre de 1920. En la entrada anterior arriesgamos una versión del mismo, hasta donde parece, la primera en español, a cien años de haber sido escrito.

 Los motivos de la visita -por el poema sabemos de su paso por Camagüey- tendrían que precisarse mejor, pero parecen responder al propósito de cartografiar la producción poética del país en el contexto de aquella antología gigantesca. Era, pues, un viaje de trabajo poético. Viajero infatigable –había recorrido de joven Italia, Francia, Portugal y prácticamente toda España, a cuyos archivos y conventos volvería en varias ocasiones-, mirará Cuba con ojos de hispanista, verá en La Habana una Sevilla sin catedral, y el resultado será un poema extrañamente moderno, oscuro al inicio y que avanza hacia una claridad encomiástica, al convertir a la Isla en un meridiano intercultural, es decir, como la llama: “el centro de nuestra literatura continental, ¡la capital de Pan-América!”

 Un repaso de su estancia, a partir de publicaciones a mano, permite entresacar algunas coordenadas.  

Un gran admirador de España y del espíritu de nuestros pueblos descendientes de ella, el poeta norteamericano Sr. Thomas Walsh, es huésped de La Habana. CUBA CONTEMPORÁNEA ha tenido el placer de recibir la visita de este distinguido hombre de letras, traductor afortunado de escogidas poesías de Casal, de Rubén Darío, de Guillermo Valencia, de José Asunción Silva, etc., y ha recibido también el presente valioso de algunas obras suyas: The Pilgrim Kings, Gardens Overseas, y The Prison Ships. Ha hecho el Sr. Walsh en inglés una Antología de selectos poetas españoles y latinoamericanos, por encargo de la Hispanic Society of America, de Nueva York, que está a punto de ser publicada. Que le sea grata su estancia en nuestro país (Febrero de 1919, p 132).
 En el número de marzo, probablemente tras su partida, Cuba contemporánea publica “Una poesía de Casal vertida al inglés”; se trata del poema “La Perla”, precedido de un breve comentario:

Mucho agradecemos al distinguido poeta norteamericano Sr. Thomas Walsh su cortesía de obsequiarnos con esta ajustada traducción de una poesía de nuestro malogrado Julián del Casal. Para que pueda juzgarse del mérito de la traducción, publicamos también “La Perla” en castellano. El Sr. Walsh, que ha sido huésped de La Habana durante unas semanas, es gran admirador de la poesía española e hispanoamericana, y ha traducido al inglés varias composiciones de Rubén Darío, Guillermo Valencia, José Asunción Silva, Julián del Casal, etc. (…) Está a punto de publicarse, compilada por él a instancias de la Hispanic Society of America, de Nueva York, una Antología Española, en inglés, que contendrá selectas poesías de los mejores poetas de habla hispana (pp. 90-91).
 Por último, Cuba contemporánea hace pública en mayo de ese año esta convocatoria “A los poetas cubanos”:

Avisamos (…) que el poeta norteamericano señor Thomas Walsh, que no hace mucho fue huésped de Cuba, desea recibir sus obras para darlos a conocer al público de su país en un estudio que prepara sobre la moderna poesía cubana. Excitamos a nuestros jóvenes bardos para que envíen a su colega norteamericano sus producciones al número 227 de la calle Clinton, Brooklyn, New York, residencia del señor Walsh. (p. 165).
 Por su parte, Social publicó en su número de marzo, bajo el título “Dos traducciones de Walsh”, sendos sonetos de Julio Herrera y Reissig, los titulados “El cura” y “Los carros” (p. 26). Gracias a una nota de presentación, no dirigida a los textos, sino al traductor, sabemos que Walsh impartió en los salones del Heraldo de Cuba una conferencia sobre “los poetas norteamericanos y la Guerra de las Naciones”. Allí fue acogido por Carlos Mendieta, entonces director del diario, y por el compositor y musicólogo Eduardo Sánchez de Fuentes. Es probable que la recomendación haya venido de Henríquez Ureña, quien sostuviera durante años la sección “Desde Washington” y todavía en 1919 colaboraba de modo habitual en aquel periódico.

 La nota lo califica de “talentoso traductor de Heredia, Rodó, José A. Silva y Herrera y Reissig", y añade que Walsh “se maravilló de que en Cuba Republicana no hubiera ya monumentos (aunque pequeños) a Heredia, a Tejera y a Casal”. Al segundo, dijo irónico, lo representaría en su famosa hamaca. Se despidió de Social dedicando a la redacción un ejemplar de su libro Overseas garden.

 Hispanic Anthology, poems translated from the spanish by english and north american poets, colleted and arranged by Thomas Walsh vió la luz a mediados de 1920. Además del poeta de Brooklyn, entre los traductores estaban Roderick Gill, Joseph G. Clarke, Garret Strange, Alice Stone Blackwell, Muna Lee y, entre otros, un sorprendente William Carlos Williams, quien traducía poemas de Arévalo Martínez, Guillén Zelaya y Luis Carlos López. También, un clásico como William Cullen Byrant (traductor de Heredia), décadas más tarde traducido por Roberto Friol.  

 Pero el mayor número de versiones lleva la firma de Walsh. Entre otros, tradujo a Manrique, Fray Luis, Garcilaso, Quevedo, Andrés Bello, Zorrilla, Campoamor, Bécquer, Tejera, Silva, Darío, Herrera y Reissig, Machado, Tablada, Juan Ramón Jiménez y José Manuel Poveda (cuyas traducciones reproduciría El Fígaro ese mismo año).  

 He buscado en vano algún comentario de época sobre el poema. Sorprende que no se le haya traducido en su momento ni, por lo visto, después. Si lo comparamos con sus poemas sobre Goya, Velázquez y El Greco (“Greco paints his masterpiece”, tal vez el más logrado, lo traducen Henríquez Ureña y José Juan Tablada), o sobre ciudades como Toledo y Sevilla, destaca por su carácter exterior o sensorial, por el modo en que convoca a la multitud, al tráfago moderno.

 Un aguacero retiene al poeta en el Café Europa, en la estrecha calle Obispo, y ese corte forzoso, que lo apresa junto a la concurrencia, despierta la observación del entorno. Una sucesión de imágenes que buscan amplificar semejanzas, o bien diferencias, se revela entonces al ojo y al oído casi como una avalancha de matices visuales y acentos lingüísticos, imaginados siempre desde la experiencia europea –o propiamente española- del poeta. 

 Se produce un contraste entre lo especulativo y lo observado, entre la presencia viva de las gentes y el modo como se supone su historia. En cualquier caso, un montaje que intercala referencias a lo hispánico, lo indio y lo africano, junto a alusiones al pulso comercial de la ciudad, hasta construir esa imagen venturosa de un país nuevo. El contraste, que se sostiene con intensidad a lo largo del poema, decae en los últimos versos, laudatorios y enumerativos. Pero nos deja imágenes excelentes y rápidas como las siguientes: 

 He aquí la buena lógica del Renacimiento.
El espíritu de Fray Luises y Quevedos
utilizado para discutir de la guerra mundial,
los informes de las comisiones ferroviarias
o los nuevos pasos de Maruxa,
la belleza de los callejones de Camagüey.

 No es difícil adivinar las intenciones: Walsh encontró en apenas dos semanas en Cuba, lo que había buscado durante años en España: la esperanza de un renacimiento cultural. Esta búsqueda mira ahora a América, a todo el Continente, desde un Café llamado Europa. Seducido por el trasiego y la vitalidad, por el monto del placer, fusiona sin reparos poesía y ciudadanía. Desde ese Café, o más bien al salir de él, cuando acaba el aguacero, imagina una capital literaria. Una guerra reciente por medio, no apagado aún el sentimiento de derrota entre los intelectuales españoles, y el país visitado todavía en alza económica, redondean la ilusión.

viernes, 19 de julio de 2019

En el Café Europa




Thomas Walsh 

Una ducha repentina y todos quedamos atrapados
en el café; cerraron de golpe las puertas para cortar
la ráfaga de lluvia: y la gran multitud
siguió tomando su desayuno o su almuerzo.
Eran casi las once de la mañana
y los vagos topaban con los madrugadores
en cada extremo de un día de trabajo.
El parloteo salvaje de las voces
continuó sin ser acallado por la lluvia; el español,
el negro y el indio, todos con las caras de muñeco  
de la Europa central y del sur;
distinguidos señores oficiales, galantes soldados en kaki,
poniendo cinco cucharadas de azúcar en tazas medianas.
Gallegos musculosos de cabezas pequeñas y hombros gruesos;
hermosos ojos tan fuera de África como de España;
pieles doradas de conquistadores quemados
por soles tropicales y sangres del trópico a la sombra
de marrones cremosos y rojos bronceados.
Y las voces chachareando en el rudo acento
de España, con tonos indios sobresaliendo
y fundiéndose en las junglas a los saltos
de los antiguos esclavos fugitivos.
He aquí la buena lógica del Renacimiento.
El espíritu de Fray Luises y Quevedos
utilizado para discutir de la guerra mundial,
los informes de las comisiones ferroviarias
o los nuevos pasos de Maruxa,
la belleza de los callejones de Camagüey.
De pronto la lluvia ha terminado
y el sol del libro dorado de Sevilla
rompe las nubes, encendiendo otra vez
su vela de memorias del pasado,
de una Sevilla sin catedral,
una Sevilla sin Alcázar,
una Habana con su mar azul como una vega alrededor.
Su gente de sombra radiante.
Su corazón americano y su genio latino.
Su amor por la libertad y la tierra nativa.
Sus turistas con nuevos sombreros de Panamá.
Su tolerancia, su anti-clericalismo
con benditas medallas prendidas a sus camisetas.
¡Sus adorables pecadores!.
Salen en tropel de nuevo
hacia el sol y las calles estrechas,
esquivando automóviles y tranvías,
alegres por el sol, alegres por la vida
y la incitación de sus vinos y café,
sus cines, hai-alay y teatros de ópera,
su Prado y Malecón y su hipódromo.
Felices en los focos de luz de su libertad,
por la cual oscuros insurrectos lucharon y murieron,
incluso de hambre y sufrieron prisión,
por la cual sus poetas suspiraron y cantaron.
lloraron y oraron sus madres.
Alegres por el compromiso inminente
que hará de Cuba
una tierra coronada de placer,
un faro de luz en medio de las Antillas,
el centro de nuestra literatura continental,
¡la capital de Pan-América!

La Habana, 1919.




  Traducción: Mónica Marqués Reyes

 "Poesía en inglés. In The Café Europa", Social, Vol. 5, núm. 9, septiembre 1920, p. 49. 

jueves, 18 de julio de 2019

Filmes habaneros


   
   Rubén Darío 


 De lo moderno, ha sido éste el primer lírico que ha tenido Cuba. De todos los tiempos, su primer espíritu artístico. Hace años que ya se apagó, como una llama. Yo lo conocí a mi paso por La Habana en 1892. Una revista, El Fígaro, reúne todos los años en el aniversario de la muerte de Casal a los que fueron amigos del poeta y se hace una visita a la tumba en que están sus huesos. Con este motivo se me pidieron unas palabras y yo expresé mi sentimiento y mi pensamiento en las que siguen.
 He aquí que vienen, amado y grande Julián, a hacerte la visita acostumbrada tus amigos de antaño y otros nuevos que se complacen en las flores del jardín precioso que cultivara tu sutil espíritu, las cuales se diría que adquieren renovadas fragancias y se hacen admirar intactas y puras en cada primavera.
 Hoy, pasajero en la tierra de tu isla, vengo yo también en el grupo de tu familia intelectual, entre los que te demuestran al final de los otoños que perseveran en el cuidado de tu nombre y que se acuerdan de ti.
 Viene a mi mente el día en que te vi por la primera vez. Fue en una casa de pensar y de escribir, en donde saludara la madurez amable y como llena de luz dulce de Ricardo del Monte. Luego, fue en unión de compañeros de ilusiones y de ensueños, «Kostia», Pichardo y Catalá, entre otros, elementos de cordialidad e intelectualidad. O en la morada de aquel señor gentil que gustaba tanto de las artes y que se llamaba don Domingo Malpica y Labarca; o en el paseo bajo los penachos de las palmeras; o en un sórdido barrio, en el teatro de los chinos; o en el cementerio, en que hoy descansas desde que entraste definitivamente por la «puerta de la Paz»; o, «en la popa dorada del viejo barco», en que viste cosas ilusorias que te harían realizar después versos de encanto y de melancolía. Como en el perdido Crisipo de Eurípides, que leyera Marco Aurelio, lo que había en ti de terrenal a la tierra volvió, pero lo celeste no tornó todo al cielo, pues algo ha quedado en tu obra misteriosa y melodiosa, para el tesoro mental de tu patria y el común acervo hispanoamericano.
 Creo ver tu rostro, con algo de angélico, de infantil, de extraño y de inquietante. La mirada como en un perpetuo asombro de haber nacido. Te hacías comprender sentimental, sensible, como poseído de un daimon torturante; ingenuo y malicioso a un tiempo mismo, paradisíaco o demoníaco por instantes; cortando la conversación a cada paso con repetidos e interrogatorios ¿ah?... ¿ah?...; sensual y místico, ya enrojecido de tentaciones, ya suavemente azulado de ángelus; contándome como a un camarada y como a un confesor las cosas más pueriles y las más entenebrecidas y fantásticas, viviendo una vida de libro, divino Gaspar Hauser, o Des Esseintes, pobre y atormentado por todos los deseos inconseguidos y todas las indomables hiperestesias.
 Tu adoración por el arte era apasionada; proclamabas la aristia, la potencia intangible de las élites, tu desdén por la aprobación de los docentes y por la popularidad. Así, socrático, platónico, luciliano o repitiendo con el Héctor de Nevio citado por Cicerón: Laetus sum laudari abs te, pater, a lautado virus.
 Pues tu clasificación podría hacerse por tus preferencias y tus admiraciones. ¡Cómo me leías gozoso una carta en que Gustave Moreau, con palabras hermosas como las gemas de sus cuadros, te agradecía los suntuosos y admirables versos que te inspirara! ¡Cómo me hablabas de Huysmans, de Rachilde, de Gourmont, y sobre todo del milagroso y desventurado Verlaine! ¡Y cómo tenías amplias percepciones de Arte, más allá de lo anormal y exacerbado de tus particulares complacencias, y celebrabas a los que cerca de ti, en tu tierra, eran triunfantes caballeros de la idea, o consagrados artífices de la palabra, el ilustre maestro Varona, Del Monte, Borrero, Byrne, Fornaris, y señaladas «musas» cuyos bustos labraras en el mármol de tu prosa! Y en nuestras repúblicas, donde se comenzaba a la sazón la lucha por la cultura y la libertad artística, cuyo logrado triunfo tanto te hubiera regocijado, tenías la más ferviente de las comprensiones y el más fraternal de los afectos por un hermano mayor que no te olvidará nunca.


 ¡Lo Bello! Tú «percibías sus palabras, sus palabras misteriosas», y buscaste su regazo en tus congojas y desolaciones de lírico enfermo y de infante perseguido. Te poseyó la tristeza, metiéndose en tu corazón y en tu carácter, al amparo de tu desequilibrio y de tus debilidades de «poète maudit». Pero un hada consoladora te enseñaba tu propio conocimiento, te enjugaba sudores y lágrimas y te hacía ver tu alma de excepción, tu sangre imperial, tu signo de príncipe de la gloria. Pudiste ser un santo hasta el martirio, o hasta la visión claustral, pero tu «animula», «blandula», «vagula» fue conducida por enigmáticos genios hacia un sabido palacio, seda y oro, en Ecbatana, en donde cien satanes adolescentes te repitieron las lecciones del «pauvre Lélian» y otros peligrosos pastores de poesía. Te entró la amarga malaria de un precoz «nihilismo»; parecía, a veces, que hubieras tenido mil años de existencia. Desencantado de filosofías, ahíto de volúmenes que no pudieron darte la tranquilidad, «con tu fiel compañero, el descontento» y «tu pálida novia, la tristeza»; sin más derivativo a tu fiebre moral que el de las super e intravisiones de ensoñador; apegado a lo raro, a lo enfermizo, a lo exótico, a lo antinatural; únicamente sujeto a un imperativo estético que ponía todo tu ser en constante vibración, caíste por fin teñido en tu púrpura, vestido con tu túnica inconsútil, siendo como el Cristo-Neso de tu propio genio.
 Estabas emponzoñado de desaliento y, en verdad, el destino te tenía ya señalado entre los que mueren antes de tiempo. El apego a lo extraordinario era como la tendencia malsana a la rebusca de un paraíso artificial. Incomprendido, porque incomprensible, como no fuese a través de los cristales del capricho, no tuviste más momentos felices que los puramente cerebrales, pues el placer te cobraba por cada minuto concedido intereses de Shylock, que tenías que pagar en acerbas penas. Te alucinaba la obsesión de la desgracia y eras la víctima de tus nervios de ultrasensitivo.
 Tú eras el pequeño porfirogénito colérico de tu poema, que
    con sus huesosos dedos macilentos
    las perlas del collar deshace en chispas.
 Tú veías pasar, a causa de dolorosas herencias ancestrales, por la mente paternal, «como pájaros negros sobre azul lago». Tú eras
    el pálido soñador
    de la rubia cabellera,
    siempre guardó el alma pura
    libre de bajos enojos,
    con el terror en los ojos
    y en la mente la locura.
 Sentías por tu ser «frío de muerte» y en lo interior del alma «ansia infinita de llorar a solas». Cultivabas tus males y lo veías todo en negro. Preguntabas al Misterio, con lágrimas en los ojos: 
    ¿Por qué has hecho, Dios mío, mi alma tan triste?
  Y sentías el aire frío que iba hacia ti, de Thánatos que avanzaba:
    Temo que el soplo de temprana muerte     
    destruya la cosecha de mis sueños.
  Tenías «la nostalgia infinita de otro mundo». Experimentabas
    ... la tristeza
    de los seres que deben morir temprano.
  Tenías el horror de tu carne y el orgullo de tu alma. No podías estar por mucho tiempo sobre la tierra. Así, de pronto, partiste, casi sin darte cuenta de que ibas a entrar en lo desconocido. Y dejó la ya inútil materia tu psique, tu ánima purificada, para darnos la ilusión o la creencia de que te convertiste en uno de tantos ruiseñores inmortales que cantan en la noche de la eternidad.
  En la tumba de Julián del Casal había este año menos visitantes que en los anteriores.
  —Muérete y verás —dijo alguien.
 Bajamos a la cripta del mausoleo particular, en donde descansa el poeta. Había varios nichos sin letrero indicador y varias marchitas coronas.
   —¿En dónde está Casal? —pregunté.
   Nadie lo sabía.



  El Fígaro, 21 de octubre de 1910. Tomado de Julián del Casal In Memoriam, La Habana Elegante, Segunda Época, XV Aniversario (1998-2012), Comp. Francisco Morán, Stockcero, 2012, p. 44-45.

miércoles, 17 de julio de 2019

De Darío a Casal




  New York, junio 9 de 1893, viernes

 Mi querido Julián, El hombre de las muletas de níquel es una creación extraña, bella y tuya, muy tuya. Tus últimos versos adorables, y los que yo entendí, los de a bordo, hermosos y terribles.

 No le digo nada de mi vida; solo que he sufrido mucho y que ella es una novela amarga y curiosa.

 Voy a París, por ocho días. Cómo quisiera que fuéramos juntos. Hablaré de ti con Huysmans, con Verlaine y con toda aquella gente joven que conoce Enrique Gómez. De París voy a vivir a Buenos Aires, como Cónsul General de Colombia. Escríbeme y no te olvides que soy tu amigo, mi pobre y terrible enfermo! Ves lo que dijo de tu libro Verlaine? Lo que yo te decía: cree, cree, cree. Y si crees te vamos a querer más aquel divino puerco, y yo; que no soy divino, pero que no soy puerco. Mándame tus cartas y una colección de La Habana Elegante. Sr. D. R. D. Cónsul General de Colombia, B. Aires, Repca. Argta.

 Y recibe dos abrazos, uno para Enrique Hernández y otro tuyo.

 Recuerdos a Raoul y demás.
                                                                      Rubén


 Epistolario. Julián del Casal; Edición y notas de Leonardo Sarría, Almenara, 2017, p. 74. 


domingo, 14 de julio de 2019

Darío por Francisco Cañellas






 Bohemia, 20 de agosto 1911; 10 de noviembre, 1912; y 30 de abril, 1916.




 Francisco Cañellas Martí (Cienfuegos, 1881-La Habana, 1945). Poeta, periodista y diplomático. Colaboró en Bohemia por muchos años desde la fundación de la revista. Promovió la nominación de Poeta Nacional a favor de Bonifacio Byrne. Fue cónsul en Washington (1914), Montreal (1915), Tenerife (1921), Buenos Aires (1925), Copenhague (1936) y Amberes (1939). Darío lo situó entre los mejores prosistas cubanos. Recibió elogios de Santos Chocano, Curros Enríquez, Manuel Ugarte, Ricardo Palma, y Luis Bonafoux, entre otros. Entre sus libros: Del camino (1907), Al través de mis lentes: crónicas y críticas (1916), y el póstumo Al correr de la pluma (1948). 
  

viernes, 12 de julio de 2019

Manuel S. Pichardo, poeta de Cuba

 
 Rubén Darío 

 Cuando se habla de la Isla de Cuba como país lírico, en Francia se recuerda al «conquistador» José María de Heredia, y en España a aquella exuberante y hermosa musa que se llamó Gertrudis Gómez de Avellaneda en el tiempo apasionado y sonoro del romanticismo. En mi primaveral adolescencia era ya Cuba para mí una tierra de poesía. La «Perla de las Antillas» era en verdad una inmensa y maravillosa perla, llena de mansiones ilusorias y de paisajes de encanto, como los paisajes de las Mil y una noches que el prestigioso verbo del Dr. Mardrus nos ha hecho conocer. Yo he tenido el amor de las islas, y entre todas Ceylán y Cuba me han atraído como dos soberbias mujeres; la una perfumada de las más finas canelas, la otra olorosa a rosas y jazmines. En pasados tiempos conocí a dos peregrinos que aumentaron mi entusiasmo. Era el uno un poeta rubio, bizarro y caballeresco, que recorría nuestro continente en una gira de leyenda, diciendo versos de amor y de patria, conquistando simpatías para la causa de la libertad cubana y damas para sus apetitos sentimentales y voluptuosos de don Juan errante. Se llamaba José Joaquín Palma. Era quien había escrito ciertos versos que, encontrados entre los papeles de Olegario Andrade, fueron publicados coma del autor de la Atlántida, rectificándose luego la equivocación.
 El otro era un fogoso y armonioso orador, que en los intermedios de sus bravas campañas patrióticas decía rimas de pasión y cuentos de ensueños en los salones donde era su palabra un atractivo y un hechizo. Se llamaba Antonio Zambrana. Ambos me hablaban de las dulzuras de su tierra, de sus mujeres incomparables y de sus nidos de amor. Me llegaba un aroma de bosques de la Isla de las Islas, un aroma de bosques entre ruidos de mar. Soñaba con las maravillas de un suelo lleno de vida bajo un cielo todo azul lleno de sol. Y era la visión de jardines deliciosamente criollos, exacerbantes de olores, sonoros de arrullos de paloma, de cantos de pájaros, del revolar de las milanesianas cimarronzuelas de rojos pies... Y, como en Oriente, calcadas en el zafiro del celeste fondo, «las palmas, ay! las palmas deliciosas» que hicieron suspirar a Heredia el castellano, nostálgico de ellas junto a la catarata yanqui.
 Soñaba yo con la Habana como con una capital de placer y de deleite. Una decoración extraña y pintorescas fortalezas sobre las olas, playas adornadas de árboles y flores del trópico; calesas en que iban marquesas blancas de grandes ojeras; criados negros, terribles y fieles; elegancias europeas en un ambiente tibio de pereza sensual, y, sobre todo, una cálida gracia que embargaría los sentidos y haría ensoñar de tal manera que se sentiría pasar la vida como una onda de miel y una caricia de seda. Y mi adolescencia se estremecía ante tantas imaginaciones.
 Yo decía: Amar allá en Cuba debe ser amar.
Decía: El gozo en Cuba debe ser un multiplicado gozo. Y sentía como el sabor de un beso de rara sulamita, con un algo de azúcares de níspero, de ámbar, y de la miel y de la leche que regocijaron el paladar del querido colega, del perfecto enamorado lírico que se llamaba Salomón.
 Muchos años pasaron y pude por fin estar unas horas —las que el vapor me permitía— en tierra cubana. No tuve tiempo de verificar mi ensueño antiguo. Esas horas las pasé entre poetas y almas generosas que me manifestaron su confraternidad y su cariño en un banquete inolvidable. Entreví, sí, jardines, elegancias, ardientes poemas de carne, ojos milagrosos. Y con los poetas, entre tanta vida, la única visita que pude hacer fue a la Muerte. Ciertamente -el motivo no lo recuerdo— nos dirigimos al cementerio, en aquel día un tanto opaco, con otros amigos, Kostia el perspicuo, Hernández Miyares, cuya gentil arrogancia se arregla muy bien con su amabilidad cordial; Raoul Cay, aquel charmant Raoul en cuya casa bebimos un té digno de Confucio y nos vestimos de mandarines chinos con espléndidos trajes auténticos, mientras en el salón el General Lachambre hacía la corte a la soberbia María, hoy su respetable viuda; Julián del Casal, atormentado y visionario como Nerval, todo hecho un panal de dolor, un acerico de penas, ya con algo de ultratumba en las extrañas pupilas, y que hoy reposa en la paz y en la gloria que merecieron su corazón de niño desventurado y sus versos de hondo y exquisito príncipe de melancolías; Pichardo, el que es hoy laureado poeta de la Isla, y yo.


 Tengo presente que íbamos conversadores y que retornamos menos locuaces y con alguna vaga tristeza. ¿Es que comprendimos que la visita debía ser pronto pagada?... Poco tiempo después llegó la Misteriosa, en su carro negro, a casa de nuestro pobre Julián.   Y fue en esa tarde de la visita al cementerio, como en las horas del ágape amistoso, cuando por primera vez comuniqué con el alma poética de Manuel Serafín Pichardo —a quien su pueblo aclama entre los primeros— pudiendo apreciarle entre los vinos y las rosas, y junto a los cipreses. Desde esa época «ha pasado mucha agua bajo los puentes». El destino nos ha llevado a unos a un punto, a otros a otro. Con el poeta que acaba de ser moralmente coronado por su patria, nos hemos encontrado, al azar de la vida, una noche, en un teatro de Madrid, creo que en una representación de Réjane. Cambiamos unas palabras y no nos hemos vuelto a ver. Hoy le escribo estas para su libro de versos. Lo hago con sincero placer, a pesar de una preocupación que ya raya en mí en supersticiosa: casi todo pórtico que he levantado a la fábrica intelectual de un amigo, me ha caído encima...
 Me encantan los versos de Pichardo, antes que todo, porque no veo en él a un fanático de escuelas, o maniático de maneras. No se propone enseñar, ni ponerse los hábitos apolillados de fray Luis de León, o los casacones de Quintana, ni entablar ningún flirt con mis pasadas princesas azules... Menos se propone componer el mundo; por lo cual le felicito de todo corazón, no viendo la necesidad absoluta de que todos nos dediquemos a la carrera de apóstol. Bellamente, noblemente, gallardamente, expresa el poeta sus pensares y sentires en ritmos varios, y en veces veréis en él reminiscencias clásicas, en veces, sobre el modo moderno, escucharéis muy sutiles melodías, rapsodias elegantes y tal cual sonata sentimental chopinizada a la luz de la bella luna de su patria.
 A este noble poeta no le pueden acusar de no cantar las cosas de su tierra. Patriótico, familiar, o pintor de caracteres, almas y paisajes, ha escrito poesías que son productos cubanos genuinos, autóctonos. Yo no sé de versos más hermosamente gráficos que ese Danzón que exterioriza todo el picante de la molicie lujuriosa, al mismo tiempo que transciende al perfume del corazón del terruño; relentes de África, atavismos voluptuosos, ecos de legendarios ingenios, noches de libertad jocunda, aguardiente fuerte y caña dulce y labios rojos.
 El poeta va a España y allí sufre la tentación de todo artista. Allá ha de producir cincelados sonetos castellanos à l' instar de las labradas orfebrerías de Gautier; ha de externar su espíritu de adorador de hermosas visiones en poemas que se demuestran sentidos y brotados espontáneamente, con el influjo de ese soplo arcano que ha producido en el mundo tantas maravillas y que antes se llamaba «inspiración». Si el calificativo se usase todavía, podría decirse de este autor que es un lírico verdaderamente inspirado.
 Tiene en su rica colección una parte fúnebre que podríamos llamar la loggia de los duelos. Allí están los afectuosos cenotafios, los «mármoles negros», las urnas votivas, las lápidas recordatorias, los conceptos consagrados a seres admirados o amados que han desaparecido en la eternidad. No puedo menos que señalar los versos que dedica a Julián del Casal, al triste Julián del Casal, a quien yo también amé mucho, pagando así la más pura de las admiraciones y el más sincero de los afectos.
 Hay en este volumen poemas de dolor, ecos de desgarraduras, crujidos de fibras y de entrañas, lamentos lanzados al choque de la vida. Tal lo que se contiene en «La copa amarga». Hay otros poemas de entusiasmo, de impresiones literarias, algunas no muy de mi predilección, como los afamados versos «A Rostand» —en que no dejan de manifestarse siempre la bizarría, el bello gesto del esparcidor de flores o del portapalma que se acerca a decorar el altar de su ídolo o el simulacro de su dios. En ocasiones es escultórico, y más de una vez sus composiciones hacen recordar la dignidad métrica de su semipaisano Heredia el francés.


 La poesía doméstica que ha tentado a Pichardo es para mí cosa peregrina y extraña. No porque la considere ingenua, arrierée y a la papá, sino porque juzgo poco a sus anchas a las nueve musas para danzar libremente ante los lares... Y eso que el portentoso Hugo las hizo hacer las más lindas evoluciones en El Arte de ser abuelo. Con todo, ¡los niños tienen tan frescas sonrisas y tan claras miradas! ¡Y Pichardo las ha interpretado tan hondamente!
 Otra cosa es la canción galante que este poeta cultiva y prefiere y la cual vuela libre y atrevida como una abeja. Abeja que en este caso tiene mucho en donde revolar y en donde posarse en esa tierra de Cuba, florecida de beldades, y en donde hay tanto
 Tipo oriental, nívea tez
 Y el endrino pelo en haz...
 Insistiré: todas las mujeres bellas del mundo tienen sus encantos especiales; mas el encanto de la mujer cubana es único por su algo de Oriente, por una fascinación misteriosa, porque por pudo rosa que sea hay en ella como un incesante y secreto llamamiento. Ovidio lo diría mejor que yo:    
  Scilicet ut pudor est quamdam coepine
  Sic alio gratum est incipienti pati.
 Y esto lo digo de las pocas cubanas que en mis peregrinaciones por el mundo he encontrado.
 ¡Cómo será la delicia en el paraíso ardiente de la Isla! Réstame referirme a las traducciones que de varios poetas ha hecho Pichardo. No puedo aplaudirlas sino como originales, porque no creo en la posibilidad de una traducción de poeta que satisfaga. Apenas en prosa se puede dar a entrever el alma de una poesía extranjera. En verso el intento es inútil, así sea el traductor otro poeta y sea hombre de arte y de gusto, llámese Llorente, Diez-Cañedo, Leopoldo Díaz, Valencia, o Pichardo. Lo que el lector obtendrá será una poesía de Pichardo, de Leopoldo Díaz, de Valencia o de Llorente, o de Díez-Canedo, no de Verlaine, de Poe, de Mallarme o de Goethe. Don Miguel de Cervantes sabía bien lo que se decía con lo del revés de los tapices.
 Y he aquí lo más conocido, lo más reproducido, lo más gustado de mi amigo Pichardo: las «Ofélidas». El nombre evoca en seguida a la pálida enamorada shakespeareana, muerta bajo las flores; «¡flores sobre la flor!» Y el triunfo de esas poesías cortas, intensas, comprensivas, expresivas, sensitivas, consiste en su intimidad; en que dejan ver lo interior del poeta, los caprichos, las amarguras, las heridas. Son pequeños estuches que encierran joyas con secretos, alfileres con más o menos ponzoña o con casi invisibles manchas sangrientas... Son fragmentos de vida, he ahí la razón de su boga. Por eso casi todos los grandes poetas que han escrito «ofélidas» han ido en seguida al corazón de las gentes. Las de Heine se llaman «Intermezzo», las de Bécquer «Rimas», las de Verlaine «Parallélement»... Allá lejos, Catulo habría gustado de todas ellas.
 Yo saludo a Pichardo, al gran poeta de Cuba, al aparecer su brillante libro, en cuya cubierta la musa medio desnuda, destacándose en el fondo de la sagrada selva, muestra sus blancos pechos erectos, cerca de los cisnes, de los bienhechores, melodiosos y olímpicos cisnes.

 "Manuel S. Pichardo, en Letras, 1911, Madrid, p. 177-186.