lunes, 29 de abril de 2024

Arte de traducir: latitudes de Gabriel de Zéndegui



  Pedro Marqués de Armas


 Al presentar sus poemas en Flor oculta de poesía cubana, Cintio Vitier emitió un juicio preciso sobre la gran obra de traducción que dejará Gabriel de Zéndegui, Sones de la lira inglesa, publicada en Londres en 1920 dos años antes de su muerte en esa ciudad: “Joya principal de los traductores cubanos del siglo XIX, precioso libro de poesía y pensamiento poético, cuya introducción brevísima es la página de un maestro”. El solo título anunciaba la elegancia de la obra y algo de su concepto.

 Aunque reseñada en Cuba tras su aparición, mereciendo elogios de quienes fueran amigos de juventud, en verdad pasó inadvertida para la crítica de la época, hundiéndose en un olvido prolongado. Sus contemporáneos se detuvieron más en su libro Versos (Londres, 1913), donde incluía ya buen número de traducciones. Cierto que algunas se reprodujeron mientras emergía la vanguardia cubana, pero sin mayor consecuencia. Mejor lugar ocuparon -a comienzos de esa década- en Prisma, revista que dirigía desde París el poeta mexicano Rafael Lozano, en la que aparecieron sus versiones de Shelley.

 La figura de Zéndegui es de esas que despierta curiosidad por algún dato bibliográfico, como el haber publicado bajo seudónimo El bombero (1879), novela que sigue desconocida; haber sido íntimo amigo de José Martí saltándonos en alguna que otra carta, como aquella en que le declara no haber gustado de Ismaelillo, con lo que se gana una contenida respuesta moral; o pasar casi toda su existencia fuera de la isla: Madrid, Buenos Aires, Nueva York, y sobre todo la brumosa Londres, donde fue secretario de la Legación de Cuba desde 1902.

 Salvo por la breve presentación de Vitier, todo cuanto quedaba a mano era lo referido en el Diccionario de Literatura Cubana. Hoy, por suerte, contamos con un generoso estudio del poeta y traductor Francisco Díaz Solar, quien capta tanto las claves de su proyecto de traducción, como los rasgos de su “pensamiento poético”.

 Zéndegui aprendió el inglés de niño en su casona del Cerro, donde fue criado entre amas negras e institutrices británicas. Su familia perdió parte de su enorme fortuna con la guerra de 1868. Desde muy temprano, leyó a los principales autores ingleses y norteamericanos, al tiempo que descubría la lírica española. Su labor como traductor de poesía fue tan extensa como aplicada, y aunque muchos de sus trabajos, como puede apreciarse en La Habana Elegante y El Fígaro, datan de 1880, no fue hasta sus últimos años, ya casi ciego, que agrupó esas traducciones y decidió publicarlas.

 Cierto que incorporó a algunos poetas de la guerra, que apresuró la tarea, incluyendo poetas y poemas nuevos, y retocando lo ya traducido; pero fue en cualquier caso un trabajo lento y paciente, a tono quizás con su carácter reservado, su obstinado rigor, o su falta de ambiciones.

 Cuando por fin envió Sones de la lira inglesa a la imprenta ya estaba completamente ciego, pero daba a la luz, con el gesto, la primera gran colección de poetas angloparlantes vertidos al español. Fernando Maristany, mucho más joven y al que admiraba como poeta y traductor, se le adelantó con Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua inglesa (1918); pero solo éditamente, puesto que, en mayor medida, sus versiones son más antiguas, como también su proyecto.

 Zéndegui anuncia una pasión -un gusto, prefirió llamarle- que tendrá en Cuba a dos grandes sucesores: Francisco José Castellanos y Eliseo Diego. El último coincide en elección poética con el ecuánime Zéndegui, y prosística con el fantasmal Castellanos. Browning, Arnold, Dunsany y Walter de la Mare, por mencionar a unos pocos, les convocan.

 Vivió el Nueva York de Martí, tan imaginado por Eliseo, dejando una vivísima crónica (¿alguna otra?) que lo señala como excelente prosista; y echó raíces en el Londres eduardiano donde conoce en carne y hueso a algunos de los “amistosos espíritus” que frecuentarían a Diego: Thomas Hardy, Chesterton, Alice Meynell. Pasajero de ferries y trenes que, como Stevenson -al que también tradujo-, atravesó Norteamérica de costa a costa, captó tanto la extensión mental como el nuevo horizonte humano, entrevistos por Emerson y Whitman. Sus traducciones de ambos califican entre las primeras.

 Se volcó en los metafísicos y románticos ingleses, en los prerrafaelistas, y llegó como dije a los poetas de la guerra, sin alcanzar a los modernos norteamericanos. Por medio suyo, “Shakespeare, Wordsworth, Whitman hablan un español exactamente poético”, apunta en su ensayo Díaz Solar, quien aprecia una voluntad de servirse de esos poetas “para construir (construirse) un nuevo mundo, un edificio coherente, de severa arquitectura, que es su respuesta al desplome del proyecto civilizador que animó a los letrados cubanos del XIX”.

 Un mundo a fin de cuentas personal, en el que alienta una concepción: el estoicismo, y un estilo a medida: el barroco. Puede añadirse: el fruto de una reclusión donde exilio y ejercicio de traducción se convierten en una misma apuesta por el sentido.

  Como el propio Zéndegui explica en la introducción a Sones, estos podían ser graves o leves, pero en cualquier caso se trataba de ajustar latitudes, enviando esos poemas “del caviloso Norte de cielos grises al Sur impulsivo y deslumbrador” a modo de señales. Hay algo de solitario en su entrega, como de resistencia frente a un país perdido, por parte de quien confesó que lo único que le animaba era la poesía.

 Semejante transmisión, término que emplea, se informó en el barroco hispánico, sobre todo en su vertiente conceptista, es decir, en aquella que fusiona intelecto, melancolía y muerte.

 Ejemplo de ese molde, lo da el “Soneto CXLVI” de Shakespeare donde resuenan, con rumor más bien óseo, Quevedo y Gracián:


 ¡Pobre Alma mía! de mi barro centro,

del Tentador que te vistió burlada

¿por qué te afliges de escasez adentro

para ornar en tal lujo tu fachada?

 

 Con tan breve alquiler ¿por qué tal gasto

haces en tu mansión que se derrumba?

gusanos la tendrán, será su pasto,

bien sabes que tu cuerpo va a la tumba.

 

 ¡Ay, Alma! él es tu siervo, su ruina

tu ganancia ha de ser. La pasajera

sombra da en precio de la luz divina;

 

 sáciate adentro, sé muy pobre afuera

y a quien nos come comerás, de suerte

que acabará el morir, muerta la Muerte.


 Pero igual puede apreciarse en sus dos versiones de “Oda a una urna griega” de Keats, realizadas con años de distancia, y que transitan hacia estructura más aireada, próxima a San Juan y a Garcilaso, levedad no exenta de ímpetu romántico, ni de una dicción que por momentos recuerda a Donne, el gran ausente de estos Sones.

 Raimundo Cabrera, que lo visitó en la Legación Cubana, lo recuerda viviendo y hablando al modo cubano. Fumaba “cigarrillos de papel imitación de habanos”, bebía café y agua, rechazaba el whisky, y su pronunciación era todavía la de un habanero del Cerro. Tras sus gafas de miope, alto y solemne, los vemos gesticular en el vacío, delante de un busto de yeso de Martí. 

 En total, vivió en Londres un cuarto de siglo. Conmovido por la conflagración de 1914, leyó a los poetas de la guerra, en particular a Rupert Brooke, al que tradujo con devoción al tiempo que dejándose influir. También Lettres d’un soldat, del sargento francés E. E. Lemercier, traducidas al inglés en 1917, que le inspiran -en renovado estilo- uno de sus mejores poemas. 

 

viernes, 19 de abril de 2024

Traducir

 

 Cervantes compara las traducciones al revés de un tapiz y Madame de Sévigné dice que son como los recados que dan los sirvientes, pero Leigh Hunt hace constar en su Festín de los Poetas que, al brindarse por los mismos,

  Nor were those who translate with a gusto, omitted.

 Así he traducido, with a gusto, de emoción si no de resultado, diré en la esperanza de atenuar la temeridad, que se perdonará, tal vez, por ser ella tan fascinante.

 Lo cierto es que ninguna literatura nacional ha subsistido nunca sin alimento extranjero. Y no dejo de apuntar, con esto, que si se hiciesen traducciones castellanas mejores, lo que muy fácilmente puede suceder, de los espléndidos originales ingleses a que este libro se refiere, nadie se alegraría más que yo porque mi amor a la poesía supera, créase, a mi amor propio.

 Envío, en tanto, estos graves o leves Sones (eternamente significativos, para todos, dondequiera) del caviloso Norte de cielos grises al Sur impulsivo y deslumbrador, que acaso alguno de ellos, reteniendo algo de su primera dulzura a pesar de la torpeza transmisora, conmueva allí a un corazón por un momento fugaz siquiera, y no sonarán en vano entonces.


Introducción a Sones de la lira inglesa, Oxford University Press, 1920, p. 1.

miércoles, 17 de abril de 2024

Un esqueleto inevitable

 



 Esta página de Los recién llegados (1853) de William Makepeace Thackeray apareció en La Habana Elegante el 19 de junio de 1885 precedida de la siguiente nota: "¿Queréis, lectores, conocer un bello fragmento de Thackeray, famoso escritor inglés? Pues helo a continuación puesto por primera vez al castellano". La firma Gabriel de Zéndegui, que realiza la traducción.  

domingo, 14 de abril de 2024

Nota de Vitier y enlace a Sones de la lira inglesa



  Cintio Vitier


 De los años del regreso de Gabriel Zéndegui a Cuba después del Pacto del Zanjón, se conservan algunas cartas muy amistosas que le escribió Martí. En una de ellas (Nueva York, 28 de julio de 1882) le habla de su hijo y de Ismaelillo: "No sé si he acertado a dar forma artística al tropel de visiones aladas que cuando pienso en él me danzan en torno de la frente. Ni si esa vez, que dormí en almohada de rosas, pudo olvidar mi cabeza la almohada de piedra en que usualmente duerme". 

 Por extraño que nos parezca, a Zéndegui no le pareció el Ismaelillo del todo bien, y así se lo escribió a Martí, quien el 14 de octubre le dice de su carta: "me enoja, aunque suavemente, porque me supones capaz de montar en ira porque no te haya parecido el Ismaelillo cosa maravillosa. Dime que no soy bueno, o que no vivo enamorado del bien de los hombres, y me enojaré, porque sería injusticia; pero de cuanto yo escribo, dime cuanto te parezca cierto, útil a mí, que yo sé que me quieres, y eres sincero, y me hará bien y no me enojaré". 

 Gran lección para todos. Y al final de su carta servicial (respondiendo a las preguntas de Zéndegui sobre sus posibilidades de trabajar en Nueva York), insiste Martí: "Me empeño, Gabriel (...) en que vuelvas a decirme lisamente lo que hayas pensado de Ismaelillo.- De mis imaginaciones, culpable es quien me las pone ante los ojos, -pero de mi modo de vaciarlas en el papel, yo soy culpable". 

 Queda claro que Martí, descontando su incansable bondad y fineza, estimaba el juicio literario de Zéndegui, de quien alabó su "sólido talento y buenos versos". Queda claro también que Zéndegui, como tantos otros, no llegó a percibir la nueva dimensión poética que inauguraba Ismaelillo, quizás porque su formación lo llevaba más a las fuentes anglosajonas que a las raíces hispanoamericanas, y su temperamento más al "amor del intelecto" que a la "abundancia del corazón". 

 Zéndegui volvió al exilio como redactor de La Nación, de Buenos Aires, pasando después a Londres como corresponsal de ese periódico. Estrada Palma lo designó Secretario de la Legación Cubana en Inglaterra, cargo al que renunció por conflictos con el gobierno de Menocal. Ciego y asmático, siguió viviendo con su familia en Londres, donde murió en 1922, dos años después de dar a la estampa su extraordinaria colección Sones de la lira inglesa (Oxford University Press, 1920), a nuestro juicio la joya principal de los traductores cubanos del siglo XIX, precioso libro de poesía y pensamiento poético, cuya introducción brevísima es la página de un maestro. 

     

 Nota introductoria de Cintio Vitier a los poemas de Zéndegui recogidos en Flor oculta de la poesía cubana, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1978, pp. 298-304. 


sábado, 13 de abril de 2024

Oda a un urna griega

 


 De Keats

              Thou still unravisih’d bride of quietness

 

De la Quietud esposa inmaculada,

pupila del Silencio y tardo Tiempo,

que sabes enarrar aunque silvestre

con más dulzura que las rimas nuestras,

¡ah!, dinos, ¿qué leyenda por tu forma

entre festones vaga de los dioses,

o de mortales, o tal vez de entrambos,

de los valles de Tempe o de la Arcadia?

¿Por qué esa caza y fuga de doncellas

de las flautas al son y tamboriles?

¿qué grande agitación es la que evocas?

 

Si dulce es la escuchada melodía

la no escuchada es más… Seguid tocando

para el oído no, flautas suaves,

melodías sin tono para el alma.

Tu canto, efebo airoso en la arboleda,

nunca parar podrás; ni tú tampoco

podrás, veloz galán, a tu cautiva

el beso ardiente que anhelabas darla;

mas no te aflijas porque en todo tiempo

tú serás un galán, ella una hermosa.

 

Vosotras, dichosísimas ramadas,

las hojas nunca verteréis lucidas

que nunca os dirá adiós la Primavera…

Afortunado músico, sin tedio

podrás un son tocar que no envejece…

Amor ¡oh!, más feliz, porque fogoso

Has de ser sin cesar el goce ansiando!

¡Cuánto aventajas de los hombres vivos

la pasión que al saciarse pesaroso

les deja el corazón o desgarrado,

los labios secos y la frente ardiendo!

 

¿Quiénes son los que van al sacrificio?

¿A qué rústico altar ¡oh, sacerdote

conduces la ternera mugidora

de los sedosos lomos guirnaldados?

¿Qué villa sobre un río, o costanera,

o montañesa de castillo innocuo

desierta vióse esta mañana pía?...

¡Ah, villa!, que por siempre silenciosas

tus calles quedarán, jamás un alma

vendrá para explicarte el abandono.

 

Ática hechura primorosa en mármol

que decoró el cincel con la apariencia

de humana vida en cuadros nemorosos,

al pensamiento tu serena forma

como la misma eternidad abruma.

Tu helada pastoral, cuando los años

la actual generación hayan sorbido,

en medio se verá de otros dolores

que no serán los nuestros y clemente

dirá siempre a los hombres que lo bello

es verdadero y la verdad es bella,

y que no más sabrán en este mundo

ni más saber tampoco necesitan.


 Traducción de Gabriel de Zéndegui

            

 Sones de la lira inglesa, Oxford University Press, H. Milford, 1920, pp. 15-16.




Versión inicial; El Fígaro, 31 de junio de 1891. 

viernes, 12 de abril de 2024

Duelos literarios: la muerte de Gabriel de Zéndegui



El Fígaro, 21 de mayo de 1922. 

Recuerdo de Gabriel de Zéndegui

 

   Raimundo Cabrera


 De todos los recuerdos que traigo de Londres, el más grato, por lo personal e íntimo, es el haber encontrado allí, después de veinticinco años de ausencia, a un caro amigo de la infancia, Gabriel de Zéndegui, el primer secretario de la Legación de Cuba, que lleva con enaltecimiento esta representación honrosa, el hombre culto y afable de siempre; corazón sencillo y alma levantada, por cuya ingenuidad no pasan los años, y cuya conversación es siempre culta y amena.

 Me ha acompañado en muchas de mis excursiones, y su ilustración ha facilitado mi labor. Fenómeno curioso que no ofrecen la mayor parte de los hispano-americanos que pasan largos años en el extranjero, Gabriel de Zéndegui conserva el acento y la frase cubanos, los mismos que le conocí en la adolescencia, cuando estudiábamos juntos en el gran Colegio de don José Alonso y Delgado, ¡hace, ¡ay!, la friolera de cuarenta y dos años!,  como si nunca se hubiese alejado del barrio del Cerro. Fuma cigarrillos de papel imitación de habanos. Se deleita cuando se le brinda un genuino de su tierra, y bebe buen café. Sobrio y metódico como siempre, rechaza el whisky y hasta la cerveza, y dice sonriendo.

  —¡No me contagian los ingleses! Para ser siempre joven bebo café y agua fresca. Visité, como lo hago en todas partes, la oficina de la legación cubana. Está severa y elegantemente montada, aunque sin lujo; vi en el despacho vacío de nuestro ministro Montoro, un busto de Martí, en yeso, que es una obra exquisita de arte por el parecido; los ojos tienen la vida y expresión soñadora del mártir: sobre el bureau, un retrato del general José Miguel Gómez, nuestro actual Presidente; una selecta biblioteca y un escudo cubano.

  Di un abrazo regocijado á Zéndegui: nos conocimos en la niñez colonos españoles; nos separamos jóvenes, aún esclavos; nos encontramos de nuevo viejos y fuertes, bajo la bandera de la patria libre representada por él en el extranjero.

 

                               París, 5 de agosto de 1910

 

 Borrador de viaje, La Habana, Imprenta La Prueba, 1911.


               

              El Fígaro, 17 de octubre de 1920.


miércoles, 10 de abril de 2024

Sones de la lira inglesa

 





Cuba contemporánea, julio de 1920; Repertorio Americano, 15 de agosto de 1920, pp. 6-8; y, Revista de derecho, historia y letras, 1921. 


sábado, 16 de marzo de 2024

Italo Calvino en dos mitades



Tiempos modernos (Buenos Aires), Año I, núm. 1., 1 de diciembre 1964, pp. 35-36. Antes en Marcha, XXI, 8 de mayo de 1964. 

miércoles, 13 de marzo de 2024

Anécdotas, premios, bodas

 



"1964: Premio Casa de las Américas", fotos Osvaldo Salas, Korda y Félix Ayón, Revista Cuba, marzo de 1964, pp. 18-21


martes, 12 de marzo de 2024

domingo, 10 de marzo de 2024

El hecho histórico y la imaginación en la novela


  Italo Calvino


 La situación en que me encontraba al comenzar a escribir se asemeja mucho a la situación en que se encuentran hoy los jóvenes escritores cubanos. Por eso pienso que quizá mi experiencia pueda interesarles. En 1945, en el momento de la Liberación, la literatura italiana se encontró con un público nuevo. Antes había sido una literatura para pocos, y el gran público buscaba sobre todo los autores extranjeros. Después de la guerra, junto con el despertar político se manifestó una sed general de cultura. Y había mucho que contar, después de la tremenda experiencia que Italia había vivido; y era preciso descubrir la verdadera Italia, que el fascismo había ocultado a los italianos.

 En la literatura italiana, la novela no había tenido nunca, en el pasado, una vida exuberante; durante el fascismo, eran tantos los temas prohibidos que casi no era posible escribir novelas, y este género literario había estado a punto de desaparecer. En los últimos años del fascismo, había empezado una nueva narrativa que, a pesar de la censura, expresaba su carácter antifascista: recordaré ante todo la áspera tensión existencial y estilística de Elio Vittorini y Cesare Pavese, para referirme a los que tenían entonces (y para mí siguen teniendo) mayor prestigio entre los jóvenes, y citaré a Alberto Moravia que fue durante muchos años el único verdadero novelista italiano, y Romano Bilendri, con su austero rigor, y a Vitaliano Brancati que debía inventar la gran sátira de la pequeña burguesía fascista, y Vasco Pratolini con su espontánea vena popular.

 Pero ahora yo quisiera hablarles de la promoción que siguió a aquella, la que comenzó a escribir en el momento de la Liberación. Creo que esta situación es semejante a la que existe hoy en Cuba. Lo veo incluso en muchos manuscritos que he examinado para el concurso de la Casa de las Américas. Por ejemplo, veo que los temas de la Revolución, de la lucha de los guerrilleros, preocupan a muchos jóvenes escritores cubanos, del mismo modo que los temas de la Resistencia, de la lucha antifascista nos preocupaban a nosotros que en la guerrilla de los partigiani descubrimos la vida.

 En los últimos veinte meses de la Guerra Mundial, de septiembre de 1943 hasta abril de 1945, Italia combatió a los fascistas y los alemanes con una guerrilla de masas, una de las más cruentas de la Resistencia europea. Esta experiencia inspiró muchos autores ya maduros sino también por principiantes, pero no me siento capaz de darles en título de una novela de la Resistencia italiana. Porque creo que precisamente aquellos que se propusieron escribir la novela de la Resistencia, pretendieron demasiado y por eso fracasaron. El inmenso significado que la Resistencia ha tenido en la historia de nuestro pueblo ha quedado representada en libros como una admirable recopilación de cartas de condenados a muerte, o en un libro ejemplar de historia de la Resistencia en todos sus aspectos como el de Roberto Battaglia, o de muchos libros de testimonios y recuerdos.

 En lo que respecta a las novelas y los cuentos, los mejores con los que no han tenido propósitos pedagógicos o conmemorativos pero nos han dado, en cambio, algunos aspectos de aquel período que sólo la literatura podía registrar: el ritmo épico y picaresco y despiadado de la guerrilla, o quizá el ritmo interior, lírico y doloroso que la tragedia y la épica colectivas suscitan en el individuo. Cuando comenzamos a escribir nuestros maestros eran, además de Pavese y Vittorini, los escritores norteamericanos de absoluta sobriedad estilística y de áspero sabor vital como Hemingway y los primeros escritores soviéticos del tiempo de la guerra civil como Isaac Babel y sus extraordinarios y crueles cuentos de cosacos. Nuestra intención era dar, de la guerrilla, la vitalidad, la aventura, el olor de la pólvora. Muchos cuentos que escribimos entonces han envejecido porque están unidos a un amaneramiento, a un clima que pertenecen ya al pasado.

 Pero han quedado excelentes historias, las más sobrias y directas, que se leen como aventuras fuera del tiempo a pesar de estar apoyadas en una tensión que daba la época y que yo quisiera tener hoy. Puedo citar como ejemplo a un escritor de mi generación que murió prematuramente: Beppe Fenoglio. Era un escritor que nunca salió de su pueblo natal en el Piamonte y que había tenido como única experiencia de vida la de haber sido Comandante de partigiani, de guerrilleros. Fenoglio escribió muy poco, todas sus novelas y cuentos podrían publicarse en un solo volumen de quinientas páginas. Son historias de guerrilleros, historias de campesinos, animadas por una fuerza de lenguaje, un ritmo narrativo y una tensión interior extraordinarios. Fenoglio no tenía más idea política que su fidelidad a la lucha de Resistencia. Pero en sus cuentos, los guerrilleros no aparecen jamás idealizados ni son personajes ejemplares. Y sin embargo, nadie ha dado como Fenoglio el auténtico sabor de la guerrilla. Y los verdaderos valores morales en juego se destacan precisamente porque Fenoglio no los menciona siquiera y porque sabe narrar desprejuiciadamente, como se habla entre compañeros de lucha. A este respecto quiero contarles mi experiencia personal.

  Cuando en 1946 escribí mi primera novela, El sendero de los nidos de araña, era un momento en que, más de un año después de la Liberación, la burguesía comenzaba a decir que los rebeldes eran bandidos y delincuentes; al mismo tiempo se comenzaba a hablar, en la literatura de izquierda, de la necesidad de crear el héroe socialista modelo de todas las virtudes. Yo quería rebatir a la burguesía pero también me molestaba la perspectiva de reducir a un plan pedagógico aquel áspero y rico sentido de la realidad que habíamos conquistado y que nos había abierto una nueva dimensión de la vida. Entonces escribí la historia de un destacamento de guerrilleros en el que los jefes concentraban a los peores elementos de las brigadas e hice protagonista principal a un niño de los bajos fondos: yo había conocido personajes semejantes y reproduje su manera de hablar y sus actitudes. Por supuesto que también había conocido guerrilleros mucho mejores que aquellos; es más, los que yo describía eran en la realidad mucho mejores que la imagen que yo daba de ellos, pero en aquel momento mi intención era decir ante todo a los burgueses: “Aun en el caso de que todos los guerrilleros hayan sido como estos, siempre serán cien veces mejor que ustedes.” Y decirles también a los defensores de una literatura virtuosa: “¡Qué me importan a mí los hombres ya perfectos! La lucha es el proceso por el que los hombres llegan a ser mejores de lo que son. ¡Es ésta la fase que interesa a nuestra literatura!”.

 Fue un libro muy desigual e inmaduro que, sin embargo, algunos apreciaron y continúan apreciando y que ganó el respeto de todos. Y eso se debe a que mis razones no eran solamente formales ni correspondían únicamente a una necesidad individual de expresión. Se habían dado al mismo tiempo una seria de condiciones -literarias, ideológicas, humanas- que quizás se presentan sólo una vez en la vida de un hombre.

 Me he detenido en este género de literatura para decirles qué reserva de vitalidad puede encontrar el escritor que toma su primer impulso en una época de grandes acontecimientos. No importa si son muchos los que, una vez escrito el primer libro, no encuentran después las fuerzas para continuar. Nosotros en Italia hemos tenido varios autores de un solo libro cuando, después de la guerra, todos tenían una historia para contar. Pero entre esos libros únicos algunos eran muy hermosos, y estos fueron libros cuyos autores no pretendían enseñar, sino sólo contar, representar. Para escribir, es preciso tener fe en el significado implícito en los hechos, en las cosas de la vida, en la verdad que se esconde en cada individuo. Es escritor el que sabe descubrir la alegría en las circunstancias más dramáticas, el que sabe descubrir la humilde verdad cotidiana en las páginas de la historia que habitualmente se comentan con palabras grandilocuentes y genéricas.

 Actualmente los críticos italianos más refinados desprecian esta literatura de la vitalidad, esta literatura en que personajes, problemas y lenguaje se mueven en un nivel elemental, y sin embargo, yo creo precisamente que esa literatura dio un gran impulso a toda la literatura italiana. Por lo que a mí respecta, debo decir que no he perdido esta pasión por las historias de acción, donde la realidad asume aspectos fabulosos; y cuando me he encontrado con una realidad más gris y tranquila, en la que no podía dar nueva vida al espíritu de mi iniciación literaria, he tratado de mantenerlo vivo transfiriéndolo a historias imaginarias, entre la fábula y la novela de aventuras. Y así nacieron esos libros fantásticos que quizás algunos de ustedes hayan leído.

 Pero al mismo tiempo he continuado escribiendo cuentos inspirados en la realidad de la época, y aquí entra en juego una vena más reflexiva, crítica que comienza en el cuento para terminar en el ensayo y la meditación. En los cuentos de ambiente contemporáneo que he escrito en los últimos años, el protagonista es siempre un intelectual que, en cierto modo, se me parece. Es como si ahora no me quedaran más que dos caminos abiertos: el cuento fantástico y la autobiografía. La identificación con personajes distintos del proprio es un don que quizá sólo sea posible tener en épocas revolucionarias.

 Ese problema de la identificación con la realidad objetiva también nos preocupó mucho. Al finalizar la guerra, Italia sintió la urgente necesidad de conocerse a sí misma, de saber qué era, cómo era. Durante veinte años el fascismo había impedido toda imagen de la realidad que no fuese retórica. La literatura y el cine se lanzaron al descubrimiento de Italia, en particular de la Italia más pobre de las regiones meridionales. Pienso que también ustedes están viviendo un momento de esas características.

 Para nosotros fue la época de oro del “neorrealismo italiano”, un clima literario que corresponde a experiencias análogas de la literatura latinoamericana. El neorrealismo italiano dio gran número de obras excelentes (sobre todo en el cine, y algunas en la literatura) y también muchas obras mediocres. Y llegó a crear un amaneramiento, una nueva retórica. En cierto momento se comprendió que si lo que se quería era conocer la sociedad, la novela y el cuento no eran ya los medios más eficaces. Así comenzó la fase de los testimonios de vida recogidos directamente y de viva voz entre los pobres, los campesinos, los pastores, los desocupados, los bandidos.

 La intervención del literato se limitaba a recoger y editar, y pudo verse que, cuanto menor era esa intervención, mayor era el valor del testimonio. Rocco Scottellaro y Danilo Dolci comenzaron a recoger testimonios en las zonas más atrasadas de la Italia meridional. Este tipo de documentación se extendió más tarde a los aspectos de la vida industrial del norte de Italia; y rápidamente nació toda una literatura hecha de documentos dictados por obreros y campesinos. Naturalmente esto no es literatura sino un medio de conocimiento, un medio que por sí solo no es suficiente si no va acompañado del ensayo sociológico y político, de la discusión y el análisis. Si en otras épocas (y todavía hoy en muchos países) la novela era el principal instrumento de conocimiento crítico de la sociedad, en mi opinión ese instrumento es hoy anticuado e insuficiente.

 Para describir la sociedad hay que recurrir a muchos medios: la encuesta sociológica de nivel científico, la documentación y el examen de los aspectos más importantes de elevado nivel periodístico. En cuanto a la divulgación entre el gran público, el cine constituye en medio insuperable. Hoy en Italia el debate político está apartándose de los slogans para tener más en cuenta el análisis de una realidad en movimiento; y se realizan estudios sociológicos que comienzan a dar resultados, aunque todavía insuficientes; y tenemos la prensa, que, en los periódicos, revistas, semanarios, está atenta para registrar los cambios más mínimos de nuestra sociedad y comentarlos desde varios puntos de vista ideológicos; y el cine que se apodera inmediatamente de esos temas para representarlos y comentarlos.

 ¿Qué le queda por descubrir a la novela en la realidad social? Yo creo que este envejecimiento de la novela como representación directa de la sociedad será cada vez más acentuado en todos los países, capitalistas o socialistas, a medida que se vayan multiplicando los instrumentos de conocimiento y de crítica de la realidad, como es indispensable en toda sociedad moderna. Y sin embargo, existen aspectos de la realidad social que la literatura y sólo la literatura revela, incluso si el autor no tiene la intención de descubrir una realidad social. La última novela de Alberto Moravia (La noia) no es una novela social. Y sin embargo, los diálogos absolutamente vacíos de la protagonista Cecilia, su total falta de sentido de los valores, las infructuosas tentativas de su amante para lograr que sus relaciones eróticas sean relaciones con una presencia concreta y real y no un ritual abstracto, de gestos en el vacío: todo esto nos dice algo de nuestra sociedad en la que ejercen su dominio los objetos y el dinero y donde los seres humanos están reducidos a cosas, maniquíes, autómatas.

 Algo que no podía haberse dicho más que a través de la invención literaria. La literatura es útil en la medida en que dice aquello que el sociólogo, el político, el historiador, el filósofo, el científico podrán reconocer como útil y justo. Naturalmente hay que calcular un porcentaje de riesgo, un margen de error. Por esto hay que dejar lugar para la experimentación de todos los laboratorios. Y así llegamos a la situación italiana actual.

 A la atmósfera de entusiasmo popular de los primeros tiempos de la postguerra, siguieron la tensión y los dilemas de la guerra fría y luego la euforia y las contradicciones del neocapitalismo. Y esto no dejó de tener consecuencias en la literatura. Después del primer momento heroico y confuso de que les hablé al comienzo, la novela italiana entró en una etapa en la que predominan la nostalgia, la melancolía, la elegía del tiempo que transcurre. Carlos Cassola y Giorgio Bassani con los nombres más representativos de este tipo de literatura. Ambos comenzaron como escritores refinados para un público difícil y en los últimos años ambos han obtenido un extraordinario éxito de público y tiradas excepcionales.

 Cassola es un escritor de austera sencillez y la atmósfera de sus bocetos de provincia toscana pobre es gris, cotidiana, casi escuálida; Cassola es un enemigo declarado de toda la literatura de nuestro siglo y, en particular, de todas las vanguardias; reconoce que le debe mucho a un solo libro de la literatura moderna, el primer libro de cuentos de Joyce: Dubliners. Bassani, en cambio, es un escritor que, en sus crónicas de la burguesía de una culta y rica ciudad de provincia, Ferrara, tiende a un refinamiento psicológico y a un preciosismo evocador y nostálgico. Sus autores preferidos son Henry James y Marcel Proust. Pero también él siente un absoluto desdén por todos los autores que surgieron después de aquéllos, por toda vanguardia e innovación formal. La Resistencia figura como constante punto de referencia también en los libros de Cassola y Bassani, que precisamente a esa época han dedicado sus mejores obras. Pero tanto Bassani como Cassola ven los años heroicos a través de un velo de melancolía: el elemento que triunfa es el tiempo en su transcurrir; la épica se transforma en elegía.

 No en vano es Bassani el descubridor de una novela escrita por un príncipe siciliano, que ha llegado a ser un bestseller en Italia y en el extranjero: Il Gattopardo, que es justamente la novela de la inutilidad del esfuerzo humano por dar un sentido a la historia. Por su parte, Cassola es un gran admirador de la novela de Boris Pasternak, novela que, en la escala gigante de la llanura rusa también expresa una visión pesimista de la historia.

 Esta atmósfera literaria puede darnos una idea del estado de ánimo del italiano medio de hoy: una vaga insatisfacción que parece querer huir de las tensiones demasiado dramáticas, alejarlas en el limbo de la memoria y al mismo tiempo salvarse de la contaminación de una realidad como la presente, tan comercial, dominada por el dinero, y defenderse del ritmo infernal de producción y consumo.

 Como hemos visto en Cassola y Bassani, este estado de ánimo puede ir acompañado de ideales progresistas y antifascistas y de la fidelidad a la Resistencia. Es preciso decir que este acontecimiento fundamental en la historia italiana que fue la Resistencia, después de veinte años de dictadura fascista, ha marcado hasta hoy toda la literatura y la cultura italianas, y también el cine. Si hace unos diez años podía parecer que el público se había cansado de oír hablar de esos temas, en los últimos tiempos las novelas de mayor éxito, y muchos films, nos transportan nuevamente a esa época: las nuevas generaciones se apasionan por conocer y discutir la época de sus padres.

 Todo esto que acabo de decirles muestra cómo un hecho histórico revolucionario puede continuar proyectando su imagen de diversas maneras en los años sucesivos. Es cierto que aquel replegarse idílico y elegíaco que he tratado de esbozar no satisface a todos. No satisface sobre todo a los que como Elio Vittorini creen que la literatura debe expresar el sentido de nuestro tiempo y dominar el futuro. No satisface a la generación más joven, ávida de novedades formales, por muchas buenas razones, y por otras que no lo son tanto, como el deseo de publicidad, la impaciencia y la improvisación. Los nuevos experimentos formales se pueden dividir en dos categorías principales: los experimentos de estructura y los experimentos lingüísticos.

 Me gustaría hablarles de los experimentos de estructura, pero, como los diversos ejemplos franceses de nouveau roman son hasta ahora mucho más importantes que lo que se ha hecho en Italia en este campo, terminaría por hablarles de literatura francesa y no de literatura italiana. Más sólida y con profundas raíces en nuestra tradición es la experimentación lingüística. Ángel Rama habló en esta misma sala la semana pasada del problema lingüístico en América Latina. En Italia, la cuestión de la lengua se plantea de manera muy distinta, pero las conclusiones a las que podemos llegar son semejantes. Para nosotros, el problema reside en la relación entre la lengua literaria y los diversos dialectos que se hablan en las diferentes regiones. La verdadera vitalidad del lenguaje de muchos de nuestros principales escritores está en el trasfondo de dialecto que corre bajo la lengua, con efectos a veces inconscientes, a veces estudiados. A partir de esta idea, no faltó quien en los últimos años ha sostenido que sólo escribir en dialecto puede dar garantía de sinceridad y de realismo.

 Pier Paolo Pasolini, uno de los escritores y poetas más inteligentes de mi generación, ha escrito dos novelas en el dialecto de Roma o, para decirlo mejor, en la jerga de los jóvenes del lumpen romano y sus páginas no nacen sólo de un realismo brutal y picaresco sino también de una vena lírica sensible, a pesar de que emplea una limitada gama de expresiones elementales y bastas. Yo no estoy de acuerdo con Pasolini sobre este empleo del dialecto. Pienso que, hoy más que nunca el escritor necesita una lengua rica y flexible que reciba alimento de la vida misma, de la expresión hablada (si no se torna abstracta e intelectual) pero que tenga al mismo tiempo la posibilidad de expresar el máximo de inteligencia crítica.

 En el fondo, no se trata de una cuestión puramente estético-lingüística. Pier Paolo Pasolini cree en el pueblo como naturaleza, como portador de una felicidad sensual y espontánea que constituye su fuerza natural; para mí, en cambio, el pueblo es ante todo el resultado de un proceso histórico. Y sin embargo, me parece importante que los que escriben novelas realistas y populares tengan en cuenta el idioma hablado: lo que para nosotros es el dialecto y para los cubanos las peculiaridades de la lengua que habla el pueblo de Cuba.

 Existe un problema de la expresión que es un problema lingüístico y sociológico, más que literario, y sin embargo la literatura no puede prescindir de él, particularmente en las novelas que se piensan y narran desde el punto de vista del pueblo. Esta es la primera dificultad que presenta la novela de fondo político: el lenguaje político, el de los periódicos y discursos es diferente del hablado; no bien se le incorpora a una novela o a un cuento, desentona. ¿Cómo resolver esta dificultad en la novela? Es un problema aún abierto a la discusión.

 En Italia hay lo que podría llamarse una escuela de novelistas que tiene por tema principal de su trabajo el problema del lenguaje, la relación entre lengua hablada y lengua escrita, los distintos niveles de la lengua hablada y de la lengua escrita. El escritor que Pier Paolo Pasolini y también otros grupos interesados en la literatura experimental reconocen como maestro es un hombre de más de sesenta años, considerado hasta hace poco un escritor para minorías, un escritor casi incomprensible y que sólo ahora está alcanzando la celebridad tanto en Italia como en el extranjero: Carlos Emilio Gadda. Gadda vive retirado; ha practicado la literatura como una pasión privada, al margen de su profesión de ingeniero. Sus cuentos, sus libros de recuerdos y ensayos, sus novelas (o troncos de novela, porque están todas inconclusas) nacen de un sentido de la lengua, de los centenares de lenguajes que se superponen en nuestra vida cotidiana: una mimesis lingüística que va hasta la neurosis, la obsesión. Se pasa del dialecto (el milanés, porque Gadda es de Milán, o el romano, porque Gadda vive en Roma) al lenguaje burocrático o al científico o al italiano literario más preciso.

 La posición de Gadda en la literatura italiana es la de ciertos escritores inimitables e intraducibles como James Joyce en la literatura inglesa, o Raymond Queneau en la literatura francesa. Pero a pesar de su unicidad, la conciencia de la complejidad de la expresión lingüística que Gadda representa es una lección que sin duda será importante para toda nuestra joven literatura asimilar la enseñanza de grandes críticos estilísticos extranjeros: Leo Spitzer y Eric Auerbach.

 Les he hablado de aspectos y formas que se refieren, en su mayor parte, a lo que se suele definir como novela realista. Sabiendo que he escrito novelas fantásticas alguno de ustedes se preguntará por qué no he hablado de la novela realista. Y agregaré que, por lo que toca a la novela fantástica, la discusión teórica sobre la propia experiencia es menos necesaria: diría casi escribir una novela fantástica no es una cosa que se aprende; se es escritor fantástico con un mundo poético proprio, grande o pequeño, y en ese caso hay que aceptarlo como tal, o no se es y entonces no queda nada por decir.

 Ustedes en Cuba tienen una corriente de escritores fantásticos, según una tradición muy fuerte en América Latina. Confío en que esta tradición se mantenga y enriquezca, paralelamente a la tradición realista, y más aún, en relación dialéctica con ella. La afirmación de que la literatura progresista y revolucionaria sea forzosamente realista es una mentira grande como una casa. En cambio, es verdad que muchos de los más grandes escritores revolucionarios, de Swift y Voltaire a Gogol y Bertold Brecht han sido escritores fantásticos. Y que incluso escritores fantásticos que no han escrito con una intención satírica consciente sino siguiendo caminos más caprichosos o misteriosos, de Hoffman y Edgar Allan Poe a Kafka y Beckett, son para el lector dotado de inteligencia histórica y política fuentes inagotables de interpretaciones y reflexiones. Y también es cierto que ha habido grandes escritores realistas que eran conservadores, como Balzac o Flaubert, y nada es más útil que leer sus obras para comprender su tiempo y el mundo en general.

 En suma, todo escritor debe ser muy riguroso y severo en la propia obra pero también debe estar dispuesto a reconocer el valor, incluso en las obras más alejadas de su estilo, gusto y concepción ideológica. Esto se llama saber leer, es decir, saber adueñarse de aquella mirada particular que el escritor echa sobre el mundo, y que enriquece la manera de mirar de todos nosotros. Ser riguroso en el proprio trabajo y tener amplitud de criterio para juzgar el trabajo de los demás es una norma que vale para los hombres de letras, y no sólo para ellos.

 Un mundo que pretenda desarrollar únicamente una literatura fantástica termina por producir una literatura sin chispa de fantasía, basada en la repetición de fórmulas, porque sin el alimento de la realidad la fantasía no vive. Y, por otra parte, un mundo que pretenda tener sólo una literatura realista termina por perder el sentido de la realidad, y su literatura parecerá realista y será abstracta; porque sin el fermento de la imaginación no se llegan a ver las cosas como son.


  "El hecho histórico y la imaginación en la novela", Casa de las Américas, año IV, no. 26, octubre-noviembre, 1964, pp. 154-161.