“Yo, Antonin Artaud, soy mi hijo, mi padre, mi madre y yo.” El esquizo
dispone de modos de señalización propios, ya que dispone en primer lugar de un
código de registro particular que no coincide con el código social o que sólo
coincide para parodiarlo. El código delirante, o deseante, presenta una
extraordinaria fluidez. Se podría decir que el esquizofrénico pasa de un código
a otro, que mezcla todos los códigos, en un deslizamiento rápido, siguiendo las
preguntas que le son planteadas, variando la explicación de un día para otro,
no invocando la misma genealogía, no registrando de la misma manera el mismo
acontecimiento, incluso aceptando, cuando se le impone y no está irritado, el
código banal edípico, con el riesgo de atiborrarlo con todas las disyunciones
que este código estaba destinado a excluir. Los dibujos de Adolf Wölfli ponen
en escena relojes, turbinas, dinamos, máquinas-celestes, máquinas-edificios,
etc. Y su producción se realiza de forma conectiva, yendo de la orilla al
centro por capas o sectores sucesivos. Sin embargo, las “explicaciones” que
une, y que cambia según su estado de humor, apelan a series genealógicas que
constituyen el registro del dibujo. Además, el registro se vuelca sobre el
propio dibujo, bajo la forma de líneas de “catástrofe” o de “caída” que son
otras tantas disyunciones envueltas en espirales. [W. Morgenthaler, “Adolf Wölfli”, tr. fr. L’Art
brut, núm. 2.]
El esquizo vuelve a caer sobre
sus pies siempre vacilantes, por la simple razón de que es lo mismo en todos
lados, en todas las disyunciones. Por más que las máquinas-órganos se enganchen
al cuerpo sin órganos, éste no deja de permanecer sin órganos y no se convierte
en un organismo en el sentido habitual de la palabra. Mantiene su carácter
fluido y resbaladizo. Del mismo modo, los agentes de producción se colocan
sobre el cuerpo de Schreber, se cuelgan de este cuerpo, como los rayos del
cielo que atrae y que contienen millares de pequeños espermatozoides. Rayos,
pájaros, voces, nervios entran en relaciones permutables de genealogía compleja
con Dios y las formas divididas de Dios. Sin embargo, todo ocurre y se registra
sobre el cuerpo sin órganos, incluso las cópulas de los agentes, incluso las
divisiones de Dios, incluso las genealogías cuadriculantes y sus permutaciones.
Todo permanece sobre este cuerpo increado como los piojos en las melenas del
león.
Según el sentido de la palabra “proceso”, el
registro recae sobre la producción, pero la propia producción de registro es
producida por la producción de producción. Del mismo modo, el consumo es la
continuación del registro, pero la producción de consumo es producida por y en
la producción de registro. Ocurre que sobre la superficie de inscripción se
anota algo que pertenece al orden de un sujeto. De un extraño sujeto,
sin identidad fija, que vaga sobre el cuerpo sin órganos, siempre al lado de
las máquinas deseantes, definido por la parte que toma en el producto, que
recoge en todo lugar la prima de un devenir o de un avatar, que nace de los
estados que consume y renace en cada estado. “Luego soy yo, es a mí...” Incluso
sufrir, como dice Marx, es gozar de uno mismo. Sin duda, toda producción deseante ya es de un modo inmediato consumo y consumación, por tanto, “voluptuosidad”.
Sin embargo, todavía no lo es para un sujeto que no puede orientarse más que a
través de las disyunciones de una superficie de registro, en los restos de cada
división. El presidente Schreber, siempre él, es plenamente consciente de ello;
existe una tasa constante de goce cósmico, de tal modo que Dios exige encontrar
la voluptuosidad en Schreber, aunque sea al precio de una transformación de
Schreber en mujer. Sin embargo, el presidente no experimenta más que una parte
residual de esta voluptuosidad, como salario de sus penas o como prima por
convertirse en mujer. “Es mi deber ofrecer a Dios este goce; y si, haciéndolo
así, me cae en suerte algo de placer sensual, me siento justificado para
aceptarlo, en concepto de ligera compensación por el exceso de sufrimientos y
privaciones que he padecido desde hace tantos años.” Del mismo modo como una
parte de la libido en tanto que energía de producción se ha transformado en
energía de registro (Numen), una parte de ésta se transforma en energía de
consuma (Voluptas). Esta energía residual es la que anima la tercera
síntesis del inconsciente, la síntesis conjuntiva del “luego es...” o
producción de consumo.
Debemos considerar cómo se forma esta síntesis o cómo es producido el sujeto. Partíamos de la oposición entre las máquinas deseantes y el cuerpo sin órganos. Su repulsión, tal como aparecía en la máquina paranoica de la represión originaria, daba lugar a una atracción en la máquina milagrosa. Sin embargo, entre la atracción y la repulsión persiste la oposición. Parece que la reconciliación efectiva sólo puede realizarse al nivel de una nueva máquina que funcionase como “retorno de lo reprimido”. Que tal reconciliación exista o pueda existir es por completo evidente. De Robert Gie, el excelente dibujante de máquinas paranoicas eléctricas, se nos dice sin más precisión: “Parece que, a falta de poderse librar de estas corrientes que le atormentaban, ha acabado por tomar su partido, exaltándose al figurárselas en su victoria total, en su triunfo.” [L’Art brut, núm. 3, pág. 63.]
Freud señala, más específicamente, la importancia del cambio de la
enfermedad en Schreber, cuando éste se reconcilia con su devenir-mujer y se
lanza a un proceso de autocuración que le conduce a la identidad
Naturaleza-Producción (producción de una nueva humanidad). Schreber se
encuentra encerrado en una actitud y un aparato de travesti, en un momento en
el que está prácticamente curado y ha recobrado todas sus facultades: “A veces
me encuentro ante el espejo, o en algún otro lugar, adornado con preseas
femeninas (lazos, collares, etc.). Pero esto sucede únicamente hallándome
sólo...” Tomemos el nombre de “máquina célibe” para designar esta máquina que
sucede a la máquina paranoica y a la máquina milagrosa, y que forma una nueva
alianza entre las máquinas deseantes y el cuerpo sin órganos, para el
nacimiento de una nueva humanidad o de un organismo glorioso. Viene a ser lo
mismo decir que el sujeto es producido como un resto, al lado de las máquinas
deseantes, o que él mismo se confunde con esta tercera máquina productiva y la
reconciliación residual que realiza: síntesis conjuntiva de consumo bajo la
forma fascinada de un “¡Luego era eso!”.
Michel Carrouges aisló, bajo el nombre de “máquinas célibes”, un cierto
número de máquinas fantásticas que descubrió en la literatura. Los ejemplos que
invoca son muy variados y a simple vista parece que no pueden situarse bajo una
misma categoría: la Mariée mise à nu... de Duchamp, la máquina de La
Colonia penitenciaria de Kafka, las máquinas de Raymond Roussel, las del Surmále
de Jarry, algunas máquinas de Edgar Poe, la Eve future de Villiers, etc.
[Les Machines célibataires, Arcanes, 1954]. Sin embargo, los rasgos que
crean la unidad, de importancia variable según el ejemplo considerado, son los
siguientes: en primer lugar, la máquina célibe da fe de una antigua máquina
paranoica, con sus suplicios, sus sombras, su antigua Ley. No obstante, no es
una máquina paranoica. Toda la diferencia de esta última, sus mecanismos,
carro, tijeras, agujas, imanes, radios. Hasta en los suplicios o en la muerte
que provoca, manifiesta algo nuevo, un poder solar. En segundo lugar, esta
transfiguración no puede explicarse por el carácter milagroso que la máquina
debe a la inscripción que encierra, aunque efectivamente encierre las mayores
inscripciones (cf. el registro colocado por Edison en la Eva futura).
Existe un consumo actual de la nueva máquina, un placer que podemos calificar
de auto-erótico o más bien de automático en el que se contraen las nupcias de
una nueva alianza, nuevo nacimiento, éxtasis deslumbrante como si el erotismo
liberase otros poderes ilimitados. La cuestión se convierte en: ¿qué produce la
máquina célibe? ¿qué se produce a través de ella? La respuesta parece que es:
cantidades intensivas. Hay una experiencia esquizofrénica de las cantidades
intensivas en estado puro, en un punto casi insoportable -una miseria y una
gloria célibes sentidas en el punto más alto, como un clamor suspendido entre
la vida y la muerte, una sensación de paso intensa, estados de intensidad pura
y cruda despojados de su figura y de su forma. A menudo se habla de las alucinaciones
y del delirio; pero el dato alucinatorio (veo, oigo) y el dato delirante
(pienso...) presuponen un Yo siento más profundo, que proporcione a las
alucinaciones su objeto y al delirio del pensamiento su contenido. Un “siento
que me convierto en mujer”, “que me convierto en Dios”, etc., que no es ni
delirante ni alucinatorio, pero que va a proyectar la alucinación o a interiorizar
el delirio. Delirio y alucinación son secundarios con respecto a la emoción
verdaderamente primaria que en un principio no siente más que intensidades,
devenires, pasos. [W. R. Bion es el primero que ha insistido en esta
importancia del Yo siento; sin embargo, la inscribe tan sólo en el orden
del fantasma, y realiza un paralelo afectivo con el Yo pienso].
¿De dónde proceden estas intensidades puras?
Proceden de las dos fuerzas precedentes, repulsión y atracción, y de la oposición
entre estas dos fuerzas. No es que las propias intensidades estén en oposición
unas con otras y se equilibren alrededor de un estado neutro. Por el contrario,
todas son positivas a partir de la intensidad = 0 que designa el cuerpo lleno
sin órganos. Y forman caídas o alzas relativas según su relación compleja y
según la proporción de atracción y repulsión que entra en su juego. En una
palabra, la oposición entre las fuerzas de atracción y repulsión produce
una serie abierta de elementos intensivos, todos positivos, que nunca expresan
el equilibrio final de un sistema, sino un número ilimitado de estados
estacionarios y metastásicos por los que un sujeto pasa. Profundamente
esquizoide es la teoría kantiana que dice que las cantidades intensivas llenan
la materia sin vacío en diversos grados. Siguiendo la doctrina del
presidente Schreber, la atracción y la repulsión producen intensos estados
de nervios que llenan el cuerpo sin órganos en diversos grados, por los que
pasa el sujeto-Schreber, convirtiéndose en mujer, convirtiéndose en muchas más
cosas siguiendo un círculo de eterno retorno. Los senos sobre el torso desnudo
del presidente no son ni delirantes ni alucinatorios; en primer lugar, designan
una banda de intensidad, una zona de intensidad sobre su cuerpo sin órganos. El
cuerpo sin órganos es un huevo: está atravesado por ejes y umbrales, latitudes,
longitudes, geodésicas, está atravesado por gradientes que señalan los
devenires y los cambios del que en él se desarrolla. Aquí nada es
representativo. Todo es vida y vivido: la emoción vivida de los senos no se
parece a los senos, no los representa, del mismo modo como una zona
predestinada en el huevo no se parece al órgano que de allí va a surgir. Sólo
bandas de intensidad, potenciales, umbrales y gradientes. Experiencia desgarradora,
demasiado conmovedora, mediante la cual el esquizo es el que está más cerca de
la materia, de un centro intenso y vivo de la materia: “esta emoción situada
fuera del punto particular donde la mente la busca... esta emoción que devuelve
a la mente el sonido turbador de la materia, toda el alma corre por ella y pasa
por su fuego ardiente (Artaud, La Pèse-nerfs).
Gilles Deleuze y Félix Guattari, El
Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, ed. 1985, pp. 23-27.
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