Gilles Deleuze
Louis Wolfson, autor del libro Le schizo et
les langues, se llama a sí mismo «el estudiante de la lengua esquizofrénica»,
«el estudiante enfermo mentalmente», «el estudiante de idiomas demente», o,
según su grafía reformada, «el ombre joven esqizofrénico». Este impersonal
esquizofrénico tiene varios sentidos, y no indica sólo para el autor el vacío
de su propio cuerpo: se trata de un combate en el que el héroe sólo puede
aprehenderse bajo una especie anónima análoga a la del «joven soldado». Se
trata también de una empresa científica en la que el estudiante no posee más
identidad que la de una combinación fonética o molecular. Se trata por último,
para el autor, no tanto de contar lo que experimenta o piensa como de expresar
exactamente lo que hace. Y consistir precisamente en un protocolo de
experimentación o de actividad no constituye una de las originalidades menos
destacables de ese libro. El segundo libro de Wolfson, Ma mère musicienne
est morte... (Mi madre música ha muerto...), se presentará como un
libro escrito a dos manos precisamente porque está fragmentado por los
protocolos médicos de la madre cancerosa. [Le schizo et les langues,
Gallimard, 1970; Ma mere musicienne est morte, Ed. Navarin.]
El autor es norteamericano, pero los libros están escritos en francés
por motivos que enseguida resultarán evidentes, pues lo que hace el estudiante
es traducir de acuerdo con unas reglas determinadas. Su forma de proceder es la
siguiente: a partir de una palabra de la lengua materna, encontrar una palabra
extranjera de significado parecido, pero con sonidos o fonemas comunes
(preferentemente en francés, alemán, ruso o hebreo, las cuatro lenguas
principales estudiadas por el autor). Por ejemplo, Where? se traducirá
por Wo? Hier?, ¿oü?, ¿ici?, o mejor aún por Woher. El árbol Tree
podrá producir Tere, que fonéticamente se convierte en Dere y
podrá desembocar en el ruso Derevo. Así pues, una frase en lengua
materna será analizada en sus elementos y movimientos fonéticos para ser
convertida en una frase de una o de varias lenguas extranjeras a la vez, que se
le parezca en sonido y en significado. La operación debe efectuarse lo más
rápidamente posible, habida cuenta de la urgencia de la situación, pero
asimismo requiere mucho tiempo, habida cuenta de las resistencias propias de
cada palabra, de las inexactitudes de significado que van surgiendo en cada
etapa de la conversión, y principalmente de la necesidad en cada caso de
extraer reglas fonéticas aplicables a otras transformaciones (por ejemplo, las
aventuras de believe llenarán alrededor de cuarenta páginas). Es como si
dos circuitos de transformación coexistieran y se penetraran, ocupando uno el
mínimo de tiempo posible, y abarcando el otro el mayor espacio lingüístico
posible.
Así funciona el procedimiento general: la frase Don’t trip over the
wire, no tropieces con el hilo (ne trébuche pas sur le fil en
francés), se convierte en Tu’ nicht trebucher uber eth he Zwirn. La
frase inicial es inglesa, pero la de llegada es un simulacro de frase que
utiliza varias lenguas, alemán, francés y hebreo: «torre babélica de parloteo
balbuciente». Hace intervenir unas reglas de transformación, de d en t, de p en
b, de v en b, pero también de inversión (puesto que el inglés Wire no
queda suficientemente investido por el alemán Zwirn, recurrirá al ruso prolovoka,
que convierte wir en riv, o mejor dicho en rov).
Para vencer las resistencias y dificultades de este tipo, el procedimiento
general acaba perfeccionándose en dos direcciones. Por un lado, hacia un
procedimiento amplificado, basado en «la ocurrencia genial de asociar lo más
libremente posible unas palabras a otras»: la conversión de una palabra
inglesa, por ejemplo early (temprano, tot en francés) podrá
buscarse en las palabras y locuciones francesas asociadas a «tot», y que
comporten las consonantes R o L (suR–Le–champ, de bonne heuRe, matinaLement,
diLigemment, dévoRer L’espace); o bien tired se convertirá
a la vez en el francés faTigué, exTenué, CouRbaTure, RenDu,
en el alemán maTT, KapuTT, eRschöpfT, eRmüdeT, etc. Por el otro, hacia
un procedimiento evolucionado: ya no se trata ahora de analizar o incluso de
abstraer determinados elementos fonéticos de la palabra inglesa, sino de
componer los de acuerdo con diversas modalidades independientes. Así, entre los
términos que suelen aparecer con frecuencia en las etiquetas de los envases de
alimentos, encontramos vegetable oil, que no plantea grandes problemas,
pero asimismo vegetable shortening, que permanece irreductible al método
ordinario: lo que plantea la dificultad son SH, R, T y N. Habrá pues que
convertir la palabra en monstruosa y grotesca, multiplicar por tres el sonido
inicial (shshshortening), para bloquear el primer SH con N (el hebreo schemenn),
el segundo SH con un equivalente de T (el alemán Schmalz), el tercer SH
con R (el ruso jir).
La psicosis es inseparable de un procedimiento lingüístico variable. El procedimiento constituye el propio proceso de la psicosis. El conjunto del procedimiento del estudiante de lenguas presenta analogías sorprendentes con el famoso «procedimiento», a su vez esquizofrénico, del poeta Raymond Roussel. Este manipulaba la propia lengua materna, el francés, con lo que convertía una frase inicial en otra de sonidos y fonemas similares pero de significado absolutamente diferente («les let–tres du blanc sur les bandes du vieux billard» –las letras de lo blanco en las bandas del billar viejo– y «les lettres du blanc sur les bandes du vieux pillard» –las letras de lo blanco en las cintas del bandido viejo–, fonéticamente idénticas salvo la B inicial de billard y la P de pillard). Una primera dirección producía el procedimiento amplificado, en el que palabras asociables a la primera serie se tomaban en otro sentido asociable a la segunda (que en francés significa a la vez «taco de billar» y «faldones de una prenda de vestir», en el caso que nos ocupa, de la chaqueta del bandido). Otra dirección conducía al procedimiento evolucionado, en el que la frase inicial se encontraba a su vez aprisionada en unos compuestos autónomos como con «j’ai du bon tabac...» = «jade tube onde aubade...» («tengo buen tabaco...», inicio de una canción popular francesa, y «jade tubo onda alborada...»). Había otro caso célebre, el de Jean–Pierre Brisset: su procedimiento fijaba el significado de un elemento fonético o silábico comparando las palabras de una o de varias lenguas en las que se hallaba; después el procedimiento se amplificaba y evolucionaba para producir la evolución del propio significado en función de las diversas composiciones silábicas, como con los presos que primero estaban en el agua sucia, así pues estaban «dans la sale eau pris» (en remojo en el agua sucia), así pues eran «sa–iauds pris» (unos cerdos apresados), que se acababan vendiendo en la «salle aux prix» (subasta). [N. No sólo el Raymond Roussel de Foucault (Gallimard), sino también su prefacio a la reedición de Brisset (Tchou), donde compara los tres procedimientos, el de Roussel, el de Brisset y el de Wolfson, en función de la distribución de los tres órganos, boca, ojo, oído.]
En los tres casos, se extrae de la lengua materna una especie de lengua
extranjera, a condición de que los sonidos o los fonemas se mantengan siempre
parecidos. En Roussel por el contrario es la referencia de las palabras lo que
se pone en tela de juicio, y el significado no permanece idéntico: con lo que
la otra lengua tan sólo es homónima y sigue siendo francesa, pese a funcionar
como una lengua extranjera. En Brisset, que pone en tela de juicio el
significado de las proposiciones, se recurre a otras lenguas, pero para poner
de manifiesto tanto la unidad de sus significados como la identidad de sus
sonidos (diavolo y dios antepasado, o bien di–a vau l’au, que
carece de significado en francés pero se pronuncia «diavolo»). En
cuanto, a Wolfson, cuyo problema es la traducción de las lenguas, lo que ocurre
es que son todas las lenguas las que se reúnen en desorden, para conservar un
mismo significado y los mismos sonidos, pero destruyendo sistemáticamente la
lengua materna inglesa de donde los extraen. Aun a costa de alterar ligera
mente el significado de esas categorías, diríase que Roussel construye una
lengua homónima del francés, Brisset una lengua sinónima y Wolfson una lengua
paronomástica del inglés. Tal vez ése sea el objetivo secreto de la
lingüística, según una intuición de Wolfson: matar la lengua materna. Los
gramáticos del siglo XVIII todavía creían en una lengua materna; los lingüistas
del siglo XIX expresan dudas, y cambian las reglas de maternidad así como las
de filiación, aludiendo a veces a lenguas que no son más que hermanas. Quizá
haga falta un trío infernal para llegar hasta el final. En Roussel, el francés
deja de ser una lengua materna, porque oculta en sus palabras y en sus letras
los exotismos que suscitan las «impresiones de África» (siguiendo la misión
colonial de Francia); en Brisset, ya no hay lenguas madre, todas las lenguas
son hermanas y el latín no es una lengua (siguiendo una vocación democrática);
y, en Wolfson, al americano ni siquiera le queda el inglés como madre, sino que
se convierte en la mezcla exótica o el «popurrí de diversos idiomas» (siguiendo
el sueño de Norteamérica de cobijar a los emigrantes del mundo entero).
Sin embargo, el libro de Wolfson no pertenece al género de las obras literarias, ni tampoco pretende ser un poema. Lo que convierte el procedimiento de Roussel en obra de arte es que el desfase entre la frase inicial y su conversión resulta colmado por historias maravillosas proliferantes, que progresivamente alejan el punto de partida y acaban ocultándolo por completo. Por ejemplo, el acontecimiento tejido por el «telar de paletas» hidráulico que encubre el «oficio que obliga a levantarse al alba» (juego de palabras intraducible con «métier», «telar» en el primer caso y «oficio» en el segundo, y «aubes», «paletas» en el primer caso –como las de un barco de río, por ejemplo– y «levantarse al alba» en el segundo). Se trata de visiones espléndidas. Acontecimientos puros que se desarrollan en el lenguaje, y que sobrepasan tanto las condiciones de su aparición como las circunstancias de su efectuación, como una música excede la circunstancia en la que se la toca y la ejecución que de ella se hace. Sucede lo mismo con Brisset: poner de manifiesto la cara desconocida del acontecimiento o, como dice, la otra cara de la lengua. Así pues, los desfases entre una combinación lingüística y otra generan grandes acontecimientos que los colman, como el nacimiento del cuello, la aparición de los dientes o la formación del sexo. Pero nada semejante en Wolfson: un vacío, un desfase experimentado como patógeno o patológico, subsiste entre la palabra que se va a convertir y las palabras de conversión, y en las propias conversiones. Cuando traduce el artículo inglés the en los dos términos hebreos eth y he, comenta: la palabra materna está «fractura da por el cerebro igualmente fracturado» («fêlé» en el original francés, «resquebrajado» pero también «chiflado») del estudiante de lenguas. Las transformaciones nunca alcanzan la parte espléndida de un acontecimiento, sino que permanecen pegadas a sus circunstancias accidentales y a sus efectuaciones empíricas. Así pues, el procedimiento no pasa de protocolo. El procedimiento lingüístico gira sin tiento, y no llega a un proceso vital capaz de producir una visión. Por este motivo ocupa tantas páginas la transformación de believe, jalonadas por los vaivenes de quienes pronuncian la palabra, por los desfases entre las diferentes combinaciones efectuadas (Pieve–Peave, like gleichen, lea–ve–Verlaub...). Por doquier subsisten vacíos y se propagan, hasta el punto de que el único acontecimiento que se eleva, presentando su cara negra, es un fin del mundo o explosión atómica del planeta, cuyo retraso, debido a la reducción del armamento, teme el estudiante que se produzca. En Wolfson, el procedimiento en sí mismo es su propio acontecimiento, que no tiene más expresión que el potencial, y preferentemente el potencial pretérito, propio para establecer un lugar hipotético entre una circunstancia externa y una efectuación improvisada: «El estudiante de lingüística alienado tomaría una E del inglés tree y la intercalaría mentalmente entre la T y la R, si no hubiera pensado que cuando se coloca una vocal detrás de una T, la T se vuelve D»... «Mientras la madre del estudiante alienado le habría seguido y habría llegado junto a él, y allí decía a ratos cosas inútiles»...[Alain Rey efectúa el análisis del potencial, en sí mismo y tal como lo utiliza Wolfson: «El Esquizoléxico», Critique, septiembre de 1970, págs. 681–682.] El estilo de Wolfson, su esquema proposicional, aúna por lo tanto el impersonal esquizofrénico y un verbo en el potencial que expresa la espera infinita de un acontecimiento capaz de colmar los desfases, o por el contrario de ampliarlos en un vacío inmenso que lo engulle todo. El estudiante de lenguas demente haría o habría hecho...
El libro de Wolfson tampoco es una obra científica, pese al propósito
realmente científico de las transformaciones fonéticas efectuadas. Y es que un
método científico implica la determinación o incluso la formación de
totalidades formalmente legítimas. Pero resulta manifiesto que la totalidad de
referencia del estudiante de lenguas es ilegítima; no sólo porque está
constituida por el conjunto indefinido de todo lo que no es inglés, auténtica
«torre babélica de parloteo balbuciente», como dice Wolfson, sino porque
ninguna regla sintáctica define ese conjunto haciendo que se correspondan los
significados y los sonidos, y que se ordenen las transformaciones del conjunto
inicial que posee una sintaxis y que se define como inglés. Así pues, el
estudiante esquizofrénico carece de «simbolismo» de dos maneras: por un lado,
por la subsistencia de desfases patógenos que nada consigue colmar; por el
otro, por la emergencia de una falsa totalidad que nada puede definir. Debido a
ello experimenta irónicamente su propio pensamiento como un doble simulacro de
sistema poético–artístico y de método lógico–científico. Y esta potencia del
simulacro o de la ironía convierte el libro de Wolfson en un libro
extraordinario, en el que resplandece la alegría especial y el sol propio de
las simulaciones, donde se percibe que germina esa resistencia muy particular desde
el fondo de la enfermedad. Como dice el estudiante, «¡qué agradable era
estudiar lenguas, incluso a su alocada manera, cuando no imbecílica!». Pues «de
modo frecuente las cosas en la vida van así: cuando menos un poco irónica
mente».
Matar la lengua materna es una lucha de cada momento, y para empezar contra la voz de la madre, «muy alta y aguda y tal vez también triunfal». Sólo podrá transformar una parte de lo que oye siempre y cuando haya ya eliminado, conjurado mucho. Cuando la madre se acerca, memoriza mentalmente la primera frase que se le ocurra en una lengua extranjera; pero también tiene ante la vista un libro extranjero; y además también produce gruñidos y chirridos con los dientes; tiene dos dedos a punto para taparse los oídos; o bien dispone de un aparato más complejo, una radio de onda corta cuyo auricular tiene metido en un oído mientras se tapa el otro con un dedo, y así puede sostener y hojear con la otra mano el libro extranjero. Es una combinatoria, una panoplia de todas las disyunciones posibles, pero que poseen como carácter particular el ser inclusivas y estar ramificadas al infinito, y no ya limitativas y exclusivas. Estas disyunciones incluidas pertenecen a la esquizofrenia, y completan el esquema estilístico del impersonal y del potencial: el estudiante bien tendría un dedo metido en cada oído, bien un dedo en uno, el derecho o el izquierdo, y el otro oído bien estaría ocupado por el auricular, bien por otro objeto, y la mano libre, o sosteniendo un libro, o haciendo ruido encima de la mesa... Se trata de una letanía de disyunciones en las que se reconoce a los personajes de Beckett, y a Wolfson entre ellos. [N. François Martel ha hecho un estudio detallado de las disyunciones en Watt de Beckett: «Juegos formales en Watt», Poétique, 1972, 10. Vid. asimismo «Suficiente» en Têtes–mortes. Una gran parte de la obra de Beckett puede entenderse bajo la gran fórmula de Malone meurt: «todo se divide en sí mismo».] Wolfson debe disponer de todos estos quites, estar perpetuamente al acecho, porque la madre por su lado también lleva adelante su lucha por la lengua: bien para curar a su hijo malo demente, como dice él mismo, bien por la alegría de «hacer vibrar el tímpano de su hijo querido con sus propias cuerdas vocales, las de ella», bien por agresividad y autoridad, bien por alguna razón más oscura, ora se agita en la habitación contigua, hace que suene su radio americana, y entra ruidosamente en la habitación del enfermo que carece de cerradura y de llave, ora camina taimada, abre con sigilo la puerta y grita a toda velocidad una frase en inglés. La situación es tanto más compleja cuanto que todo el arsenal disyuntivo del estudiante es imprescindible también en la calle y en los lugares públicos, donde tiene la seguridad de oír hablar inglés, e incluso corre el peligro constante de que alguien le interpele. Así, en su segundo libro describe un dispositivo más perfecto, que puede utilizar mientras se desplaza: se trata de un estetoscopio en los oídos, conectado a un magnetófono portátil, que puede conectar o desconectar, aumentar o bajar de sonido, o permutar con la lectura de una revista en lengua extranjera. Esta utilización del estetoscopio le satisface particularmente en los hospitales que frecuenta, puesto que considera que la medicina es una falsa ciencia mucho peor que todas las que pueda imaginar en las lenguas y en la vida. Si es exacto que pone a punto este dispositivo ya en 1976, mucho antes de la aparición del walkman, cabe considerar tal como dice él que es su verdadero inventor, y que, por vez primera en la Historia, una chapuza esquizofrénica está en el origen de un aparato que se expandirá por todo el planeta, y que a su vez esquizofrenizará a pueblos y generaciones enteras.
La madre también le tienta o le ataca de otra manera. Sea con buena
intención, sea para distraerlo de los estudios, sea para poder sorprenderle,
ora guarda ruidosamente cajas de alimentos en la cocina, ora se las pone
delante de los ojos y luego se va, aunque sea para volver a irrumpir de repente
bruscamente en la habitación al cabo de un rato. Entonces, durante su ausencia,
puede suceder ocasionalmente que el estudiante se dedique a una orgía
alimentaria, rompiendo las cajas, pisoteándolas, absorbiendo su contenido
indiscriminadamente. El peligro es múltiple, porque esas cajas representan
etiquetas en inglés que se prohíbe leer (salvo con una mirada muy vaga,
buscando inscripciones fáciles de convertir como vegetable oil), porque
por lo tanto no puede saber si contienen alimentos que le convengan, o bien
porque al comer la digestión se vuelve más pesada y así le distrae del estudio
de las lenguas, o bien porque los pedazos de alimento, incluso en las condiciones
ideales de esterilización dentro de las cajas, contienen larvas, lombrices
diminutas y huevos que se han vuelto más nocivos todavía debido a la
contaminación del aire, «triquina, tenia, lombriz, oxiuro, anquilostoma,
ranúnculo, anguílula». Su culpabilidad no es menor cuando ha comido que cuando
ha oído a su madre hablar inglés. Para esquivar esta nueva forma de peligro, se
afana en «memorizar» una frase extranjera aprendida de antemano; mejor aún,
fija mentalmente con todas sus fuerzas un cierto número de calorías, o bien
fórmulas químicas correspondientes al alimento deseable, intelectualizado y
purificado, por ejemplo «las largas cadenas de átomos de carbono no saturadas»
de los aceites vegetales. Combina la fuerza de las estructuras químicas con la
de las palabras extranjeras, bien haciendo corresponder una repetición de
palabras a una absorción de calorías («repetiría las mismas cuatro o cinco
palabras unas veinte o treinta veces mientras ingeriría con avidez una suma de
calorías igual en centenas al segundo par de números o igual en millares al
primer par de números»), bien identificando los elementos fonéticos que se
trasladan a las palabras extranjeras con fórmulas químicas de trans formación
(por ejemplo las parejas de fonemas vocales en alemán, y más generalmente los
elementos de lenguaje que se transforman automáticamente «como un compuesto
químico inestable o un radioelemento de un período de transformación
extremadamente breve»).
La equivalencia es pues profunda, por una parte, entre las palabras
maternas insoportables y los alimentos venenosos o corruptos, por la otra entre
las palabras extranjeras de transformación y las fórmulas o combinaciones
atómicas inestables. El problema más general, como fundamento de esas
equivalencias, se expone al final de libro: Vida y Saber. Alimentos y palabras
maternas son la vida, lenguas extranjeras y fórmulas atómicas son el saber.
¿Cómo justificar la vida, que es sufri miento y grito? ¿Cómo justificar la
vida, «malvada materia enferma», ella, que vive de su propio sufrimiento y de
sus propios gritos? La única justificación de la vida es el Saber, que
constituye él solo lo Bello y lo Verdadero. Hay que reunir todas las lenguas
extranjeras en un idioma total y continuo, como saber del lenguaje o filología,
contra la lengua materna, que es el grito de la vida. Hay que reunir las combinaciones
atómicas en una fórmula total y una tabla periódica, como saber del cuerpo o
biología molecular, contra el cuerpo vivido, sus larvas y sus huevos, que son
el sufrimiento de la vida. Tan sólo una «hazaña intelectual» es bella y
verdadera, y puede justificar la vida. ¿Pero cómo iba el saber a tener esa
continuidad y esta totalidad suficientes, él, que está formado por todas las
lenguas extranjeras y por todas las fórmulas inestables, donde siempre subsiste
un desfase que amenaza a lo Bello, y donde sólo emerge una totalidad grotesca
que trastoca lo Verdadero? ¿Resulta acaso posible «representarse de una forma
continua las posiciones relativas de los diversos átomos de todo un compuesto
bioquímico medianamente complicado... y demostrar de repente, instantáneamente,
y a la vez de forma continua, la lógica de las pruebas para la veracidad de la
tabla periódica de los elementos»?
Si consideramos los numeradores, vemos que comparten el ser «objetos parciales». Pero esta noción permanece tanto más oscura cuanto que no remite a ninguna totalidad perdida. Lo que se presenta como objeto parcial, de hecho, es lo que resulta amenazador, explosivo, detonante, tóxico o venenoso. O bien lo que contiene un objeto de estas características. O bien los pedazos en los que estalla. Resumiendo, el objeto parcial está dentro de una caja, y estalla en pedazos cuando se abre la caja, pero lo que se llama «parcial» tanto es la caja como su contenido y los pedacitos, pese a que existan diferencias entre ellos, precisamente siempre vacíos o desfases. Así, los alimentos están dentro de unas cajas, pero no por ello dejan de contener larvas y gusanos, sobre todo cuando Wolfson hace añicos las cajas a dentelladas. La lengua materna es una caja que contiene palabras siempre hirientes, pero de esas palabras no paran de caer letras, sobre todo consonantes que hay que evitar y conjurar como otras tantas espinas o fragmentos particularmente nocivos y duros. ¿No es el propio cuerpo una caja que contiene los órganos como otras tantas partes, pero esas partes están afectadas por todos los microbios, virus y sobre todo cánceres que las hacen explotar, saltando de unas a otras para destrozar el organismo en su totalidad? El organismo es tan materno como el alimento y la palabra: parece incluso que el propio pene sea un órgano femenino por excelencia, como en los casos de dimorfismo en los que una colección de machos rudimentarios parecen ser apéndices orgánicos del cuerpo hembra («el verdadero órgano genital femenino le parecía que era, más que la vagina, un tubo de goma grasiento dispuesto a ser insertado por la mano de una mujer en el último segmento del intestino, de su intestino», debido a lo cual las enfermeras le parecen sodomitas profesionales por excelencia). De la madre, muy hermosa, que se ha vuelto tuerta y cancerosa, puede por lo tanto decirse que es una colección de objetos parciales, que son cajas explosivas, pero de géneros y niveles diferentes, que no cesan en cada género y en cada nivel de separarse en el vacío, y de ampliar un hueco (desfase) entre las letras de una palabra, los órganos de un cuerpo o los bocados de alimento (espaciamiento que las rige, como en las comidas de Wolfson). Es el cuadro clínico del estudiante esquizofrénico: afasia, hipocondría, anorexia.
¿Cómo establecer la otra ecuación, la de los denominadores? Es algo que en cierto modo está relacionado con Artaud, con la lucha de Artaud. En Artaud, el rito del peyote afronta las letras y los órganos, pero para hacerlos pasar del otro lado, en soplos inarticulados, a un cuerpo sin órganos indescomponible. Lo que se desgaja de la lengua materna son palabras–so–plos que ya no pertenecen a ninguna lengua, y del organismo un cuerpo sin órganos que ya no tiene generación. A la escritura–porquería, y a los organismos chapuza, a las letras–órganos, microbios y parásitos, se oponen el soplo fluido o el cuerpo puro, pero la oposición ha de ser un paso que nos restituya ese cuerpo asesinado, esos soplos amordazados. [N. En Artaud, las famosas palabras–soplos se oponen efectivamente a la lengua materna y a las letras estalladas; y el cuerpo sin órganos se opone al organismo, a los órganos y a las larvas. Pero las palabras–soplos son sustentadas por una sintaxis poética y el cuerpo sin órganos por una cosmología vital, sintaxis y cosmología que desbordan por todas partes los límites de la ecuación de Wolfson]. Wolfson no está en el mismo «nivel», porque las letras todavía siguen perteneciendo a las palabras maternas, y los soplos aún están por descubrir en palabras extranjeras, con lo que sigue prisionero de la condición de similitud de sonido y significado: carece de sintaxis creadora. Constituye sin embargo una lucha de la misma naturaleza, con los mismos sufrimientos, y que también debería hacernos pasar de las letras hirientes a los soplos animados, de los órganos enfermos al cuerpo cósmico y sin órganos. A las palabras maternas y las letras duras Wolfson opone la acción procedente de las palabras de otra lengua, o de varias, que deberían fusionarse, caber en una nueva escritura fonética, formar una totalidad líquida o una continuidad aliterativa. A los alimentos venenosos Wolfson opone la continuidad de una cadena de átomos y la totalidad de una tabla periódica, que más bien deben absorberse que fragmentarse, más bien reconstituir un cuerpo puro que mantener un cuerpo enfermo. Nótese que la conquista de esta nueva dimensión, que conjura el proceso infinito de los estallidos y de los desfases, funciona por su cuenta con dos circuitos, uno rápido y otro lento. Ya lo hemos visto con las palabras, puesto que por una parte las palabras maternas deben ser convertidas cuanto antes, y continuamente, pero por otra las palabras extranjeras sólo pueden extender su dominio y formar un todo gracias a unos diccionarios interlenguas que ya no pasen por la lengua materna. De igual modo la velocidad de un período de transformación química, y la amplitud de una tabla periódica de los elementos. Hasta las carreras de caballos le inspiran dos factores que dirigen sus apuestas como un mínimo y un máximo: el menor número posible de «ejercicios de calentamiento» previos del caballo, pero también el calendario universal de los aniversarios históricos que quepa relacionar con el nombre del caballo, con el propietario, con el jinete, etc. (de este modo los «caballos judíos» y las grandes fiestas judías).
Si los objetos parciales de la vida remitían a la madre, ¿por qué no
remitir al padre las transformaciones y totalizaciones del saber? Tanto más
cuanto que el padre es doble, y se presenta en dos circuitos: uno de período
breve, para el padre político cocinero que cambia continuamente de afectación
como un «elemento radiactivo de periodicidad de 45 días», y el otro de gran
amplitud, para el padre nómada con el que el joven se va encontrando de lejos
en lugares públicos. ¿No es acaso a esa misma madre–Medusa de los mil penes, y
a esa escisión del padre, a lo que hay que remitir el doble «fracaso» de Wolfson,
es decir la persistencia de los desfases patógenos y la constitución de
totalidades ilegítimas? [Piera Castoriadis–Aulagnier, «El significado perdido»,
Topique, 7–8. La conclusión de este estudio parece abrir perspectivas más
amplias]. El psicoanálisis sólo tiene un defecto, el de reducir las aventuras
de la psicosis al mismo estribillo del eterno papa mamá, ora representado por
unos personajes psicológicos, ora elevado a funciones simbólicas. Pero el
esquizofrénico no está en categorías familiares, deambula por categorías
mundiales, cósmicas, motivo por el cual siempre anda estudiando algo. No para
de reescribir De natura rerum. Evoluciona en las cosas y en las
palabras. Y lo que llama madre es una organización de palabras que le han
metido en los oídos y en la boca, es una organización de cosas que le han
metido en el cuerpo. No es mi lengua la que es materna, es la madre la que es
una lengua; y no es mi organismo el que procede de la madre, es la madre la que
es una colección de órganos, la colección de mis propios órganos. Lo que
se llama Madre es la Vida. Y lo que se llama Padre es lo extranjero, todas esas
palabras que no conozco y que atraviesan las mías, todos esos átomos que no
paran de entrar y salir de mi cuerpo. No es el padre quien habla todas las
lenguas extranjeras y conoce los átomos, son las lenguas extranjeras y las
combinaciones atómicas quienes son mi padre. El padre es el pueblo de mis
átomos y el conjunto de mis glosalias –resumiendo, el Saber.
Y la lucha del saber y la vida es el bombardeo de los cuerpos por los átomos, y el cáncer es la réplica del cuerpo. ¿Cómo iba el saber a poder curar la vida, y justificarla en cierto modo? Todos los médicos del mundo, los «canallas de bata verde» que van de dos en dos como padres, no curarán a la madre cancerosa bombardeándola de átomos. Pero la cuestión no es la del padre y la madre. El joven podría aceptar a su padre y a su madre tal como son, «modificar al menos algunas de sus conclusiones peyorativas respecto a sus padres», e incluso regresar a la lengua materna al término de sus estudios lingüísticos. Así era por lo menos el final de su primer libro, con cierta esperanza. La cuestión no obstante estribaba en otra parte, puesto que se trata del cuerpo en el que vive, con todas las metástasis que constituyen la Tierra, y del saber dentro del cual se mueve, con todas las lenguas que hablan sin cesar, todos los átomos que bombardean sin cesar. Ahí, en el mundo, en lo real, es donde los desfases patógenos se ahondan, y donde las totalidades ilegítimas se hacen, se deshacen. Ahí es donde se plantea el problema de la existencia, de mi propia existencia. El estudiante está enfermo del mundo, y no de su padre–madre. Está enfermo de lo real, y no de símbolos. La única «justificación» de la vida consistiría en que todos los átomos bombardearan de una vez por todas la Tierra–cáncer, y la devolvieran al gran vacío: resolución de todas las ecuaciones, la explosión atómica. De tal modo que el estudiante va combinando cada vez más sus lecturas sobre el cáncer, que le enseñan cómo éste progre sa, y sus audiciones de radio de onda corta, que le anuncian las posibi lidades de un Apocalipsis radiactivo para acabar con todo cáncer: «¡tanto más cuanto que se puede fácilmente pretender que el planeta tierra como un todo está aquejado del cáncer más horrible posible, puesto que una parte de su propia sustancia se ha estropeado y se ha puesto a multiplicarse y a metastasiarse con, como efecto, el fenómeno desgarrador de aquí abajo, sarta ineluctable de una infinidad de mentiras, de injusticias, de sufrimientos..., ahora no obstante difícil mente tratable y curable mediante dosis extremadamente fuertes y persistentes de radiactividad artificial...!».
pues «Dios es la bomba, es decir
evidentemente el conjunto de las bombas nucleares necesario para esterilizar
por radiactividad nuestro propio planeta, a su vez extremadamente canceroso...,
Eiohim hon petsita, literalmente Dios él abomba»...
A menos que «posiblemente» haya
otra vía más, la que indica un «capítulo añadido» al primer libro, unas páginas
ardientes. Diríase que Wolfson sigue los pasos de Artaud, que había superado la
cuestión del padre–madre, y luego la de la bomba y el tumor, y quería acabar de
una vez por todas con el universo del «juicio», descubrir un nuevo continente.
Por un lado el saber no se opone a la vida porque, incluso cuando toma como
objeto la fórmula química más muerta de la materia inanimada, los átomos de esa
fórmula siguen siendo del tipo de átomo que forma parte de la composición de la
vida, y ¿qué es la vida sino su aventura? Y por el otro la vida no se opone al
saber, pues incluso los mayores dolores proporcionan un extraño saber a quienes
los experimentan, y ¿qué es el saber sino la aventura de la vida dolorosa en el
cerebro de los hombres grandes (que se asemeja por lo demás a un aspersor de
riego plegado)? Nos imponemos dolores pequeños para persuadirnos de que la vida
es soportable, e incluso justificable. Pero un día el estudiante de lenguas,
que suele tener comportamientos masoquistas (quemaduras de cigarrillo, asfixias
voluntarias), se topa con la «revelación», y precisamente se topa con ella
mientras se estaba infligiendo un dolor muy moderado: que la vida es
absolutamente injustificable, y ello tanto más cuanto que no necesita ser
justificada... El estudiante vislumbra la «verdad de verdades» sin alcanzar a
penetrar más en ella. Se trata de un acontecimiento que se trasluce: la vida y
el saber ya no se oponen, ni siquiera se distinguen, cuando una abandona sus
organismos nacidos, y el otro sus conocimientos adquiridos, pero una y otro
engendran nuevas figuras extraordinarias que son las revelaciones del Ser, tal
vez las de Roussel o Brisset, e incluso la de Artaud, el gran asunto del soplo
y el cuerpo «innatos» del hombre.
Resulta imprescindible el procedimiento, el procedimiento lingüístico.
Todas las palabras cuentan una historia de amor, una historia de vida y de
saber, pero esa historia no está designada ni significada por las palabras, ni
traducida de una palabra a otra. Esa historia es más bien lo que hay de
«imposible» en el lenguaje, y que por ende le pertenece más estrechamente: su
afuera. Sólo un procedimiento la hace posible, y remite a la locura. Así,
la psicosis resulta inseparable de un procedimiento lingüístico, que no se
confunde con ninguna de las categorías conocidas del psicoanálisis, pues tiene
otro destino. El procedimiento empuja al lenguaje a un límite, no por ello lo
traspasa. Destroza las designaciones, los significados, las traducciones, pero
para que la lengua afronte de una vez, del otro lado de su límite, las figuras
de una vida desconocida y de un saber esotérico. El procedimiento no es más que
la condición, por muy imprescindible que sea. Accede a las nuevas figuras quien
sabe traspasar el límite. Tal vez Wolfson se quede en el borde, prisionero de
la locura, prisionero casi razonable de la locura, sin poder desprender de su
procedimiento las figuras que apenas vislumbra. Pues el problema no estriba en
superar las fronteras de la razón, sino en atravesar como vencedor la sinrazón:
entonces se puede hablar de «buena salud mental», incluso aunque todo acabe
mal. Pero las nuevas figuras de la vida y del saber siguen todavía prisioneras
en el procedimiento psicótico de Wolfson. Su procedimiento permanece
improductivo en cierto modo. Y es sin embargo una de las mayores
experimentaciones llevadas a cabo en este campo. Debido a ello Wolfson se
empeña en decir «paradójicamente» que resulta a veces más difícil permanecer
postrado, parado, que incorporarse para ir más lejos...
Crítica y clínica,
trad. Thomas Kauf, Editorial Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 14-35.
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