viernes, 7 de marzo de 2025

Higiene general de la locura (fragmento)



  Gustavo López


 Si nos ajustamos al rigorismo científico que demandan los progresos de la medicina mental, reduciremos más todavía el campo de frecuencia de estos tan singulares trastornos. El infante, en efecto, no puede ser loco en el sentido estricto de la frase. Si la fisiología no puede convenir para él, en la existencia efectiva de la razón, no podrá ser posible que la pierda. Por esto se verá, que es viciosa tolerancia, eso de consentir las frases, niños locos, o locura de la infancia que a menudo oímos; porque la voz locura, no es por cierto expresión genérica que cobija todos los modus morbosos del cerebro humano; sino que ella, teniendo hoy un sentido más restringido y mejor precisado, significa concreta y específicamente pérdida de la razón.

 Este atributo superior del hombre, esta enseña tan soberana, que de manera tan alta inscribe nuestro nombre en la escala de la organización, es precisamente, la que no se tienen hasta una época más posterior, hasta una edad más avanzada de la vida, en que se hacen más serios los progresos del desenvolvimiento funcional del cerebro. Este, el trabajo más soberbio, más sublime, más singular y misterioso de lo creado, es el que tal vez por su delicadeza y complicación misma, resulta el más tardo en evolucionar, el más parsimonioso en adquirir toda la plenitud de su potencialidad (…).

 Lo incompleto del desarrollo cerebral del niño, ya lo hemos dicho, trae por derivado natural y preciso, esta condición excepcional de hechos que dejamos señalada. En épocas acordes con los avances del desarrollo, el cerebro, será capaz de ir consintiendo la presentación de estados morbosos especiales, formas incompletas o frustradas, o tan solo expresiones sindrómicas. Esta es la conclusión exigida por la armónica correlación que guardan la anatomía y la fisiología cerebrales (…).

 No es posible, de ningún modo, convenir en el clarear de la razón sino hasta los 12, 14 años, o después. Solo entonces puede asegurarse que el cerebro entra en el periodo formal de su desarrollo funcional. Por eso, en los primeros años, no puede ser posible encontrar desorden serio radicante en los centros nerviosos superiores. Por eso, en estas ocasiones, no es dado al clínico observar, sino ciertos vicios de conformación, ciertos defectos de desarrollo, cuadros determinados de la degeneración mental, disgenesis cerebrales, etc., que escapan sí, común y corrientemente, a la generalidad; pero que bien percibidos son por el experto, el cual puede positivamente precisar el ciclo de su desarrollo o complemento, o el lugar que en la nosografía de la especialidad le corresponde. Como dice muy bien Luys, “la inmensa mayoría de las veces, estas perturbaciones, dependen de ciertos vicios orgánicos del aparato cerebral, y se presentan bajo la forma de debilidad intelectual con excitación y llegando hasta el idiotismo”.

 La epilepsia y la corea, tampoco son en manera alguna, sobre todo la última frecuentes en la primera infancia. Estas dolencias, tan laceradoras del corazón de los padres, como probatorias de la paciencia de los médicos -la primera mucho más-, suelen ordinariamente precisarse más allá de los seis años, un poco cercano a la adolescencia, en cuya ocasión, todo también puede definirse mejor. El histerismo, obedeciendo sin duda, a las leyes que presiden su génesis, llega más tarde todavía, cuando las facultades imaginativas pueden prodigarle la savia precisa a su existencia. Este proteo, de patogenia tantos años desdeñosamente oculta a la más perseverante labor, y cuya precisión y esclarecimiento es de estos modernísimos tiempos en que tan señaladamente ha sabido destacarse la figura de Pierre Janet, es dolencia, puede decirse, perfectamente propia de la edad media de la vida.

 Aunque consideremos nosotros al idiotismo, a la imbecilidad y a los débiles de inteligencia -hebefrénicos de Kahlbaum y Hecker-, como comprendidos dentro del extenso campo de la degeneración mental; y a pesar de que ya en conjunto hemos hecho cita de ello, parécenos propio dejar aquí constancia de la verdadera fortuna que tiene la humanidad, al poder señalar la no abundante frecuencia, con que se observan estos tres estados últimamente mencionados. Ya sigamos los preciosos estudios de Bourneville, Jules Voisin, Séglas, Bricon, etc., sobre el idiotismo; ya tengamos o no, el criterio de Gilber Ballet y Paul Sollier, sobre la naturaleza de la imbecilidad; o ya en punto a la debilidad mental definitiva, consideremos con Mairet, que es un trastorno independiente de la degeneración, es lo cierto, que la especie humana, no está muy castigada con estas monstruosidades. La raza negra, ya pura, o mestiza, ofrece en Cuba, un contingente notablemente mayor, de las citadas anomalías.

 Las encefalopatías infantiles, si bien de sobra se sepa que no pueden positivamente comprenderse dentro de las perturbaciones psicopáticas, bien deben merecer que las cite al final de la enumeración que venimos haciendo, tan solo en atención, a que cualquiera que sea la naturaleza de las lesiones que produzcan estos estados sindrómicos, rara vez, dejan de presentar alteraciones más o menos profundas de la inteligencia. Estos trastornos psíquicos tienen por característica el depender de una detención del desarrollo intelectual. Bourneville nos ha enseñado bien, las relaciones que guardan estas mencionadas encefalopatías con el idiotismo.

 ¿Y cuáles son, tócanos preguntar ahora, las causas productoras do los disturbios encefálicos que se observan en los primeros años de la vida?

  Vuestra ilustración habrá ya señalado, seguramente, a la herencia, como la más saturada de eficacia en esas oportunidades. Realmente, ella absorbe una gran parte del capítulo de la etiología, en lo que a la infancia se refiere. No hay obra alguna donde no se haga constar el importante papel desempeñada por este factor. Ya lo reconocía así Ludovicus Mercatus, médico español de la antigüedad, que escribió un libro -quizás el primero- sobre las enfermedades hereditarias. Después de él, Scipión Pinel, Esquirol, Elite, Guislain, Baillarger, Griessiuger, Parchappe, Webster, Briere de Boismon, Falret, Yoisin, Fobille, Magnus-Huss, Fleumning, Demeaux, Tissot, Morel, Mareé, Tardieu, Legrand du Saulle, Cotard, Christian, Bourneville, Luys, Régis, Ball, Charcot, Dagonet, Raymond, Joffroy y mil más que pudieran citarse, han convenido en la causal herencia. Trelat dice expresivamente "ella es una causa primordial, la causa de las causas".

 Pero a pesar de la notable fuerza de estas autoridades, nosotros nos atrevemos a exponer, que en todo ello, hay mucho de exageración. Exageración que alcanza al campo especialista, algunas veces, por sugestiones de familiares y, sobre todo, de profesores que no tratan los afectos cerebrales. Y exageración que llega a tener inacabables horizontes fuera del campo de los expertos. En este punto, para que la discusión crítica tenga valor, es necesario, parece imprescindible, que nos pongamos de acuerdo sobre la precisa significación y la extensión que debemos dar a la palabra herencia. En términos generales, yo no entiendo que existan más que dos clases de herencia: la una, la directa, y la otra colateral. La 1ra discutida negativamente por unos pocos, y la 2da por unos más. De cualquier modo que sea la influencia hereditaria, en campo de patología mental, nosotros no opinamos se ofrecen más que dos variedades: la homologa y la disímil, heteróloga, o neuro-patológica. La variedad primera es aquella que determina la misma perturbación, u otra análoga, que precisamente esté dentro del canon nosográfico de la enfermedad originaria. Por ejemplo, un loco engendra otro; un paralítico general tiene un hijo lipemaniaco; un perseguidor es padre de un neurasténico. La variedad disímil, es la que puede ser proporcionada por afecciones las más diversas, pero con tal que el campo de su asiento esté circunscripto al sistema nervioso. Ya es una esclerosis, ya la parálisis agitante, el reblandecimiento cerebral, la corea, la neurastenia, la histeria, la epilepsia, la miopatía progresiva, el mixedema, etc., etc., afecciones todas que tan pronto, unas como otras, pueden ser las originarias de formas diferentes de psicosis, de enfermedades convulsivas, de estados degenerativos los más diversos, de disgenesis cerebrales o de modalidades nerviosas las más variadas, etc. Ninguna ley preside estas transformaciones neuro-morbosas. La anarquía electiva es aquí la soberana. En ocasiones, ciertos fronterizos, algunos degenerados del rango superior, resultan los progenitores de seres que pueden estar situados en los últimos grados de las monstruosidades cerebrales.

 Estos, pues, son los límites, dentro de los cuales se realiza todo lo que a herencia pertenezca. De este elemento etiológico, hay por tanto, que descartar, resultados que no le pertenecen; hay que restarle sumas que no le son propias.

 Ciertos estados tóxicos, ciertas intoxicaciones crónicas, determinadas impregnaciones de agentes medicinales que el organismo habitualmente puede sufrir, como las del opio, del plomo, etc., es incuestionable que traen aparejadas especiales alteraciones, modificaciones sui-géneris en la constitución de los progenitores. Pero estas alteraciones, necesariamente habrán de ser en el sentido la morbosidad, y, por tanto, no puede ser extraño, que a una aptitud enfermiza del procreador, responda un nuevo ser, no absolutamente encajado en los perfiles mismos que la fisiología preceptúa. Ciertos afectos de la nutrición, variadas dolencias auto-tóxicas, ejercitan sobre el organismo, una acción perfectamente idéntica. Algunos estados diatésicos, determinada entidad constitucional de orden infeccioso, como la sífilis, por ejemplo, también hacen inapto al organismo para la procreación. Condiciones relacionadas con una naturaleza gastada, desequilibrada en su resistencia por virtud de la crápula, del desorden, o por los avances naturales que trae consigo la edad, o por motivo de una enfermedad cualquiera que so padezca, así como también por ciertos lazos consanguíneos, la gestación gemelar o múltiple, etc., son del mismo modo, circunstancias bien relacionadas con una descendencia familiarizada con la patología. Todavía aun, pueden citarse la acción de disgustos serios, de intensas emociones en el curso de un embarazo o en la oportunidad del acto fecundante, el estado de embriaguez o tan siquiera de convalecencia de uno de los padres, o de los dos, en el momento do la cópula, una enfermedad tenida en el curso de la gestación, alguna acción traumática, o una dolencia sobrevenida al feto mismo, causas y motivos innegables son, para resentir y conmover un tanto al organismo mejor preparado, facilitando así desvíos ulteriores de evolución y de desarrollo a los nuevos seres. Y así, prestándose atributos eficaces de decadencia a los que se abren a la vida, cual muy bien lo expresa Fournier en su trabajo “Influencia distrófica del heredo-sifilítico”, así repetimos, se obtienen enfermedades de todo orden; se suceden aptitudes morbosas de todas clases, y se determinan múltiples alteraciones o anomalías de constitución y de conformación.

 Pero esto no es herencia, en el recto sentido de la frase, ni tal cual razonablemente debe entenderse. Que no porque ignoremos la íntima naturaleza determinadora de las relaciones que resulten entre los estados anómalos, o las afecciones de los ascendentes, y las morbosidades, las anomalías, o los disturbios neuro-cerebrales de los engendradores, vamos a sentirnos satisfechos con una palabra que manejamos mucho, que el vulgo repite mucho más, pero que, a mi juicio, oculta solo un análisis que la ciencia de curar todavía no ha podido hacer.

 Es particular, que la ignorancia de ciertas cosas nos mantenga en una especie de quietismo, que impide avancemos en la investigación de asuntos más o menos estrechamente relacionados con aquel que permanece en la obscuridad. Porque aún nos falte mucho que progresar en medicina mental, no quiere ello decir que renunciemos a la explicación, o al esclarecimiento de ciertas relaciones clínicas, posteriormente mejor presentadas a la observación. El hecho de que esas condiciones anteriores nos hagan aceptar como buenas, cosas que se formularon en tiempo en que estábamos mucho más atrasados, no trae por corolario obligado, el que nos despojemos del deseo de procurar precisiones, por ejemplo, en el capítulo de la etiología. Ni de dejar de llamar nuestra atención los hechos que ocurren, y que parece solo se valoran en campo especialista: pues al hijo de un alcoholista que sufre estrabismo, o es un ejemplar de albinismo, que muere de eclampsia o de meningitis, nadie precisa aquellas sus alteraciones como hereditarias. Asimismo, que al lipemaniaco, cuya madre sucumbió de eclampsia, al iniciarse el parto mismo en que naciera, nadie le diagnostique de hereditario; ni al hijo de un sexagenario que resulte perseguido u obseso, le llamen heredada a su anomalía mental.

 Estos hechos, pues, no parecen naturalmente armonizarse, ni sumarse a esos ambiguos señalamientos atribuidos a la herencia; y rompen, desde luego, la uniformidad y extensión, que para ese factor se hace señalar y pregonar.

 No habrá, pues, de cabernos duda, que a la herencia se le ha hecho llegar a puntos, donde ella ciertamente no puede alcanzar. Su influencia etiológica, hay que convenir, se ha llevado a las cumbres más altas de la exageración. No tan solo se ha agrandado el radio de su poder, por virtud de las esbozadas razones, sí que también, ha recibido aumento por habérsela considerado como recurso fácil, como la última ratio disculpadora, del abandono más absoluto, que por desgracia se viene haciendo de los preceptos que aquí habrá de ocuparnos. (…) 

 Estos seres, colocados en medios inapropiados, abandonados a ellos mismos, sin estar influenciados por las determinaciones higiénicas que fundamentan este pobre trabajo, sin rodeárseles de una educación previsora, y apropiada, no será difícil verlos delirar, caer después bien pronto en etapas de cronicidad, y perder, por tanto, la sociedad, un miembro que hubiera podido serle útil. Si estos sujetos se hubiesen colocado en atmósferas apropiadas, guiados por preceptos que la práctica aconseja y tiene sancionados, es casi seguro, que no llegarían a delirar, a ser prisioneros de las psicopatías, u ser una carga enojosa del medio en que viven. ¿Es, pues, justo, que culpas, que debe cargarse a la cuenta de la despreocupación, del abandono, o de la ignorancia, se acumulen uno y otro día, al capítulo de la herencia?

 Los motivos de otro orden, que a más de la herencia, el abandono de la higiene, o la desatención de los medios educativos, se citan como determinadores de las afecciones cerebrales en la infancia, son positivamente excepcionales. Apenas, en buena investigación, se ha podido hacer eficaz, el poder de su influencia. Otros, no merecen ni discutirse. El de la masturbación, por ejemplo, que tanto se cita para ejercer su poderío, allá alboreándose la adolescencia, es, y puede perfectamente ser puesto en tela de juicio. Primero, porque la función genésica está todavía en faz evolutiva, no tiene aún la resonancia orgánica que se le concede; y segundo, porque cuando se ofrece a la observación clínica, ella, lejos de ser causa, es solo un síntoma. Las más de las veces representa su existencia una anomalía de desarrollo cerebral, o una mala conformación. La masturbación, en las oportunidades que me ocupan, no llega a ser fomentada, porque no produce un placer real, sino ella, tan solo determina una especie de orgasmo, a que responde el organismo, solo porque es presa de un bajo nivel en sus atributos más superiores, y de una alta nota (le desarrollo de potencias pertinentes a la animalidad.

 En consecuencia, ahora, con los motivos causales, precedentemente condensados, es nuestro primer deber pedir se les prodigue la más preferente meditación. A los dignos miembros de esta Corporación, a la Sociedad en general, a las instituciones, a los Gobiernos mismos, entrego cuestión de tanta monta. Él puede, en sus beneficios, contribuir en mucho, al porvenir de los pueblos al engrandecimiento, la virilidad de una nación entera, la mejora de la raza, la saludable resistencia de la humanidad.

 Los tiempos modernos, por virtud de causas y concausas bien variadas, traen un contingente cada vez mayor de dolencias de la clase que nos ocupan. Las estadísticas de todos los países, y los alienistas de todas partes, están unánimes en este concepto de proporción que tanto los preocupa. Por ello nos juzgamos en el deber de dar la voz de alarma; por ello nos decidimos a escribir esta memoria; por ello nos creemos en la obligación de alzar nuestra voz, sobre todo, en este recinto tan adecuado para prestarle una autoridad que ella bien necesita, y tan a propósito para prodigarle una resonancia de ha menester para brindar los bienes prácticos que persigue.

 Es imposible pensar en serio en la disminución de la locura; es dificilísimo y muy poco hacedero, el pretender detener el aumento de las morbosidades psicopáticas, sino sabemos, primero que nada, volver nuestras miradas a los padres, a las personas adultas, que son las que, mediante inapropiados e impensados lazos matrimoniales, contribuyen tanto y tanto a la propagación de la especie en prole morbosa e imperfecta. La locura, enfermedad especial, de singular importancia individual y social; que tanto puede contribuir a dañar a la sociedad, escogiendo como víctima a sus mismos miembros, como dañando en su más alto atributo a seres cuyo concurso y saber puede serle muy útil; bien precisamente exige que en el capítulo de su higiene general, dediquemos preferente lugar al asunto relativo a los matrimonios. Sí, porque no puede considerarse justo, tiene que estimarse ante la ciencia como un delito social, el hecho harto frecuente de fomentar la propagación de la especie mediante el enlace de individuos, privados de una constitución mental sana y estable. Urge en nuestros días, una menor despreocupación en los asuntos relacionados con las uniones matrimoniales.

 "Cuando se considera la descuidada manera, en que las personas, cualesquiera que sean los defectos de su constitución mental y corporal, llegan a casarse con frecuencia, sin apreciar su responsabilidad por las miserias que vinculan sobre aquellos que han de ser herederos de sus flaquezas, sin atender en efecto, a nada, sino a su propia satisfacción actual, se ve uno arrastrado a pensar, o que el hombre no es el animal sobresaliente por su razón y moralidad que pretende ser, o que hay en él un instinto que es más profundo que su propio conocimiento”. Esto, que expresado fue por notable profesor, en 1874, dice muy bien en favor de nuestra tesis, y en disfavor de una atención de que el hombre no debe nunca despojarse, para considerar las consecuencias de su matrimonio. El hombre que continúe casándose y entregándose su heno reflexivo al matrimonio; el joven que olvidado de la seriedad del asunto, de la meditación que exige, entrégase ligeramente a la excitación arrobadora que los habituales detalles de estos actos traen consigo; el que subyugado por tórpido halago, no sabe sino dar rienda suelta a avariento sensualismo; el que no deja que la reflexión penetre en los serios problemas que le competen, y tal vez, la majestad de ciertos asuntos, para que no le atormenten, los deja abandonados a "un plan universal que todo lo protejo", como dice Monsley, ese, no sólo cae en lamentable e imperdonable error, sino que escritura para sí, un castigo bien legítimo, cuyas torturas son mucho más grandes que toda su despreocupación. Este castigo, que ostentará su descendencia, es la degeneración patológica de la inteligencia, semilla frondosamente germinatriz, a través de las generaciones que le suceden. Una primera generación, podrá ofrecer, condicionales neuropáticas, aptitudes pasionales y violentas, ciertas lagunas morales, etc.; una segunda, podrá avanzar un tanto más en campo morboso; una tercera descendencia aparecerá evidenciando ya afecciones idiopáticas del cerebro, o la epilepsia, los ictus apopléticos, las anomalías instintivas, etc., y en fin, una cuarta generación, podrá ser el triste timbre representador de los grados diversos de la imbecilidad, de la mudez, de la sordo-mudez, el idiotismo, y tantas otras variedades de las anomalías cerebrales. Así, las generaciones sucediéndose, siquiera no con la aparente regularidad aquí expuesta, habrán seguramente, de disminuir el valor intrínseco de la sociedad; llevarán a ésta a una segura bancarrota, y en el trayecto, en tanto, la dañan y la molestan despiadadamente.

 Consideraciones son éstas, que imponen un trabajo serio de represión y de regeneración. Bien sé, a pesar de esto, que vi vimos en una sociedad heterogénea, donde esta labor se dificulta considerablemente. Bien sé, que esta es, y habrá de ser; una eterna cuestión, continuamente acompañada del desdén de los demás y del descuido de todos. Pero no importa; que quien tiene el deber de hablar, debe saber alzar su voz hasta que se le oiga. Y aunque no se lo quiera oír, debe continuar cumplimentando su cometido; que alguna vez habrá, y algún día llegará, en que se impondrán los preceptos serenos de la ciencia, y se consigan los beneficios que intenta prodigar este trabajo.

 Una y otra vez habrá necesidad de pregonar estas cosas; que señalar el mal y el modo de evitarlo; y día llegará, seguramente, en que los hombres no desdeñen ni rechacen nuestras advertencias; que consigo traen una labor de mucha ciencia y muchos años. La sociedad, por otra parte, adelantará, progresará a su vez, y entonces se le adaptarán mejor los preceptos que el arte de curar tiene establecidos. No pretenderá jamás la medicina que los hombres no sigan amando, que al amar no deseen casarse, que al casarse no anhelen tener descendencia. Pero nada de esto obliga a que los predispuestos a la locura, a que los ostentadores de marcados atributos de la degeneración mental, realicen aproximaciones y enlaces, los unos con los otros (...).

 Con convicción profunda entiendo, que el nuevo ser obedece muy principalmente al medio en que se encuentra, a las condiciones que le rodean. Soy de los que fía mucho a una educación perseverante y apropiada; y tengo la firmísima creencia de que la dirección es la que puede hacer buenos o malos a los niños. El inmortal Spencer nos da la razón. Con esto, dicho queda que no pensamos con Labruyére y Lombroso, que entienden son los niños, naturalmente perversos, mentirosos, irritables, ladrones, crueles, rebeldes, apasionados, etc.

 Cuando ocurren estas cosas, es solamente cuando la morbosidad se hace constar. Bien sé de sobra, que todas las criaturas no son dóciles, no evidencian desde temprano la bondad de caracteres o de sentimientos; pero precisamente a eses aprovechará mucho una conveniente educación; precisamente esos, recibirán los más grandes beneficios de la previsora y mancomunada acción de la ciencia y do la pedagogía. Que ya para Platón, no pasaban desapercibidas estas cosas, cuando dijo, que “el malvado debía su maldad a su organización y a su educación”.

 Las santas enseñanzas de un hogar puro y honrado; las sugestiones que reciben con el ejemplo y la práctica de lo bueno; las solicitaciones a que está sujeto con la ejercitación de las virtudes, con el ordenado aprovechamiento del trabajo; las imitaciones a que 1c llevan la bondad, la moderación, la templanza, la labor esmerada de una educación experta, le hacen, incuestionablemente, ser el niño obediente, dócil y sin perversidad de hoy, y en el mañana, el hombre pundonoroso, honrado, etc., .que la sociedad necesita para su alzamiento y su prestigio. Cuando el niño está colocado en otra atmósfera que las que acabamos de citar; cuando los factores del desorden, de la crápula, latrocinio, etc., le rodean por todas partes; entonces este tierno ser, se rinde a ellos, y va a sumarse entre el montón de los calificados por estos dos grandes hombres que hemos citado. Pero esto, entiéndase bien, no es por cualidad innata, sino porque, miembro tiernísimo del complejo social, el niño no tiene, no puede tener, en su organización misma, elementos bastantes a resistir el empuje de las solicitaciones múltiples de que es objeto. Tributemos aquí un caluroso aplauso, a esa obra tan hermosa y superior, que realiza en nuestra Maternidad, un hombre distinguido, el Sr. D. Cornelio Coppinger. ¿Y cuándo anatematizaremos bastante ese antro estimulador y fabricador de perversidad y morbosidad juvenil, que soporta la Habana, con el título beatico de Asilo de San José? (...).

 ¡Cuánto hay que hacer todavía en materia de educación! Establecer los principios de la higiene mental educadora, sobre las sólidas bases de una acción verdaderamente científica, es obra meritísima, sí, pero superior a nuestras fuerzas y no del momento presente. Los buenos ejemplos, el hábito de las costumbres morigeradas, la ausencia de ciertos espectáculos, y el atender mucho las relaciones amistosas de los infantes, deben merecer recomendación especial por nuestra parte. Deben ser muy vigiladas las reuniones de los niños; y no consentirse, con los que le lleven apreciable diferencia de edad. Este hecho, cuántas veces es el que despierta y anticipa la vida genital de las criaturas, dejando maltrecha su natural inocencia, rasgando su pudor, y abriendo puertas a determinadas perversiones. También nuestras niñeras, al abandonar a los niños en poder de los criados, realiza o completa la acción anteriormente señalada.


 "Higiene general de la locura" (fragmento), Anales de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, T-XXXII, 1896, pp. 316-55.


jueves, 6 de marzo de 2025

Profilaxia de la fiebre amarilla



Revista de Medicina y Cirugía de La Habana, Año VIII, núm. 12, 25 de junio de 1903, pp. 273-77. 


martes, 4 de marzo de 2025

Gustavo López o el prevencionismo: locura, higiene, eugenesia

 

  Pedro Marqués de Armas 

 

 Fue el psiquiatra cubano más importante de finales del siglo XIX y principios del veinte, el de obra más vasta y de mayor alcance. A la vez clásico alienista de manicomio y librepensador en la academia, difunde los conceptos más recientes, en particular las tesis degeneracionistas, sin adscribirse de modo mimético a la teoría de la herencia. De enorme experiencia práctica, con años de servicio en Mazorra y clara visión del influjo de la pobreza y de otros factores sociales en la locura, no por eso su mirada es menos biologicista. Esgrime desde 1890 incipientes nociones eugenésicas que, lejos de apuntar al asilo de locos, señalan a la población en su conjunto desde anclajes como la sífilis, el alcoholismo y la niñez degenerada.

 Según José Ángel Bustamante en su acercamiento a la historia de la disciplina, Gustavo López García sería el verdadero precursor de la psiquiatría en Cuba”. Se le suele mencionar junto a las otras dos figuras fundadoras: José Joaquín Muñoz y Tomás Plasencia, cuyo cometidos -en modo alguno de menor alcance- fueron menos duraderos. Si Muñoz se forma en París bajo las enseñanzas de Baillarger con el propósito de ocuparse de Mazorra, de la que será el primer director médico, y Plasencia le sigue los pasos, ninguno de los dos soporta el reto de la administración española teniendo que abandonar sus puestos. Muñoz regresa a París para contar su experiencia e idealizar lo que sería un manicomio modelo, y Plasencia se va de gira por medio mundo para acabar de conocer el dispositivo. En fin, aunque fracasan, perseveran en la utopía.

 En cambio, Gustavo López se hunde hasta el fango en el alienismo colonial y no desmaya luego en la República, elaborando entre uno y otro siglo una obra tan profusa como consistente. Crítico feroz de la miseria, el abandono, la prostitución, las instituciones de menores; crítico de la “palidez” de los cuadros clínicos que se aprecian en el asilo, a donde los enfermos llegan “cuando ya nada se puede hacer”; y crítico, por tanto, de las autoridades y de sus obstáculos para reformar el manicomio, no podía sino comportarse como un psiquiatra moderno en toda regla -es él quien usa por primera vez el término psiquiatría-, como alguien llamado a detectar la enfermedad mental antes de su eclosión, y a prevenir cualquier desvío, desde la infancia a la vejez.

 Nacido en Bejucal el 27 de mayo de 1860, como tantos médicos de la Colonia su padre era dueño de haciendas, aunque no gran propietario. Se trasladó a La Habana todavía niño asistiendo al Colegio del Padre Ávila, y haciendo el bachillerato en el Instituto de La Habana ya con el propósito de hacerse médico. En sus años estudiantiles formó una academia e impulsó una revista. Obtuvo el título de Licenciado en Medicina en 1882, y el de Doctor en Medicina y Cirugía en 1887, con la tesis ¿Cómo debe entenderse el período o estado lúcido de los enajenados a fin de juzgar si son o no responsables de sus actos?” En julio de 1885 figuraba ya entre los miembros del cuerpo facultativo de la Casa General de Dementes. Sus primeros trabajos de peso aparecieron en Revista Enciclopédica y eran de carácter clínico: casos de manía, melancolía y parricidio. Una constante serán los tópicos médico-legales moviéndose entre el modelo de la responsabilidad y el de la peligrosidad, entre una mirada clásica y otra propiamente evolucionista.

 Cada vez más conocido, comenzó a colaborar en la Crónica Médico Quirúrgica por invitación de Juan Santos Fernández, que sería uno de sus mejores amigos. De entrada sus trabajos en esta publicación ocasionan admiración y alguna que otra disputa. “La afasia y la locura” (1889) fue elogiado por su rigor y reproducido fuera de la isla. Pero Estado mental de los epilépticos, presentado el 11 de abril de 1890 ante la Sociedad de Estudios Clínicos, motivó una sonada polémica con Gonzalo Aróstegui. Entre otras consideraciones, se debatía sobre la supuesta inexistencia de la epilepsia entre los chinos (colonos asiáticos en régimen semiesclavo), criterio expuesto por López a partir de sus propias observaciones en Mazorra, el Manicomio Municipal de Aldecoa y la Cárcel. Según su oponente, tal opinión constituía todo una paradoja, “tratándose de raza tan criminal”. Cómo es posible -se pregunta- que habiendo en Cuba cerca de 4000 chinos, y tantos de éstos criminales, no hubiera un solo epiléptico. Semejante resultado solo podía explicarse, según Aróstegui, por la exigua muestra en que se basó y sus débiles conocimientos (por ejemplo, el mal uso que supuestamente hacía de la clasificación de Falret).

 En su contra-respuesta, López planteó que a un artículo suyo de carácter práctico y original, Aróstegui oponía otro teórico y excesivo en citas, como de pedagogo carente de opiniones propias. Explicó que no pretendía describir “extrañas variedades de esta patología”, sino centrarse en “los actos impulsivos”, puesto que en estos radicaba “el principal peligro de los epilépticos”. López reconoció el buen análisis que su rival hacía de la amnesia y la demencia entre los epilépticos, aunque insistió siempre en el carácter observacional de su estudio contra la erudición de Aróstegui, quien lo mismo invocaba a Hipócrates  que a Legrand du Saulle. Ciertamente, Estado mental de los epilépticos (1890) -de igual título- era un ensayo extenso, que citaba de primera mano a González Echeverría, Trousseau, Charcot, Ribot, Krafft-Ebing, Falret, Tamburini, y un largo etcétera.

 Sin dudas, la exposición de Gustavo López molestó en su momento a algunos académicos. Luis Montané intervino en el debate para lamentarse de que no se hubiera referido a Lombroso y sus tesis sobre el genio y la epilepsia. Por su parte, Varona elogió el trabajo de Aróstegui (R. C, T-XII, p. 186) sin reconocer el del joven alienista. La polémica constituyó su prueba de fuego, teniendo en cuenta que el oponente era un médico exitoso de mejor posición social. Que López negara la epilepsia entre los colonos asiáticos, no significaba que minusvalorase la peligrosidad de estos, tal como apunta. En otro trabajo comentó que la melancolía, muy a menudo el “estupor melancólico”, caracteriza a la “locura de los chinos” producida “por el abuso del opio” y el “celibato que los lleva a la masturbación y la sodomía” preparándolos “para la saliente languidez de sus estados mentales”. En “Un delirante asesino” (C. M. Q, T-XVIII, 1891, p. 637-49) abordó el caso de un jornalero asiático que, afectado de delirio de persecución, “acosado por brujas y hombres blancos”, comete homicidio sobre un trabajador del ingenio. Según su dictamen el sujeto había actuado bajo la automática dependencia de una impulsiónsuscitada por “ideas erróneas”. Se trata de una visión a tono con el contexto, que apunta a la importancia de la “noción de instinto” ya no solo para explicar ciertas conductas “imprevisibles”, sino los propios delirios.

 Dos textos de esa época refuerzan estos argumentos: “Manicomios Judiciales” y Consideraciones sobre las garantías del loco. En el primero defendía el estatus de enfermo tanto del “loco criminal” como del “criminal loco”, expresando al efecto: “que se les encierre para proteger a la sociedad y protegerlos a ellos mismos, así como también para proteger al loco ordinario. Es la primera demanda en Cuba de este dispositivo -a medio camino entre el manicomio y la cárcel-, siguiendo las estipulaciones de Lombroso. En el segundo, más ambicioso -leído el 15 de noviembre de 1892 ante la Sociedad de Estudios Clínicos-, luego de criticar a la familia del enfermo mental y a la sociedad por segregar al loco, insiste en su estatus de enfermo y pide que se le trate como tal, no como bufón o delincuente. Tanto más, denuncia que con frecuencia se confunden el crimen y la enajenación, asegurando que la criminalidad del enfermo mental, además de ocasional, resulta siempre involuntaria.

 Pero ahí radicaba la cuestión: en el anudamiento y la solicitud de protección del uno y el otro, el loco y el criminal, como modo de defender a la sociedad. ¿Y cómo debe defendérsela? Según López levantando una “sólida barrera” para impedir la propagación de ambos. Solo aplicando la higiene y la pedagogía social desde el nacimiento, y aún desde antes, podrían evitarse “los estados degenerativos y hereditarios”. Para añadir que se imponía el “control de todos los seres susceptibles de enfermar”. De que estaba ante un problema generado por su entorno social (inmigración urbana, marginalidad, obrerismo, disolución de la esclavitud, etc., con su trasiego de sujetos supuestamente peligrosos), no cabe dudas, lo que hace patente su preocupación por el control extramanicomial: “¿Cómo es posible olvidar ese contingente ciertamente numeroso que nos ofrecen esos estados bautizados modernamente con los epítetos de fronterizos, desequilibrados, obsesos, degenerados, etc., que brindan tantas y tantas condiciones favorables al arrebato, a la perversión y al crimen?”

 Es así como las instancias del enfermo y el criminal se fusionan. Mientras el loco deviene sujeto a “eximir” de su criminalidad por el psiquiatra, corresponde al jurista advertir en el criminal un fondo de enfermedad. De manera que reconozcan por igual, cualquiera sea el grado de desacuerdo, la existencia de ciertos seres donde podría aflorar de manera imprevisible, si bien la locura, también el crimen, o a la inversa.

 Critica López la precariedad del derecho penal colonial, cuyos magistrados rechazaban a menudo el criterio de los médicos, rechazo “que puede llegar al colmo de la indiferencia, ya que en ocasiones ni leen los informes”. Se queja, asimismo, de la desconfianza de estos cuando se informa al tribunal de la curación de locos que previamente habían delinquido, arrogándose “el derecho de enviar médicos ajenos al caso a confirmar si hay verdadera curación”. Y añade que no solo se les pregunta si curó, sino también si curó de la predisposición, “como si esto fuera apreciable por varas o metros, como si se quisiera convertir al médico en un adivinador”. “Tales preguntas -prosigue- permiten entrever notas exageradas de la salvaguardia social y pueden llegar a determinar por esta vía, la reclusión definitiva de un curado, y la permanencia sin fin de un cuerdo en un manicomio". 

 Pero lo que no reconoce y quizá no advierte es que le devuelven sus propios presupuestos, las nociones -caras al degeneracionismo elemental- de predisposición, estados latentes, recidivas, en fin, de virtual incurabilidad. Se le devuelve, en su calidad de experto infalible y en su formulación más incómoda, la pregunta que no dudaría en responder cuando se trata de decidir entre el manicomio o la cárcel, pero que elude cuando toca regresar al individuo a la sociedad.

 Para hacer más explícita su crítica a los tribunales trae a colación el Art. 8 del Código Penal: “El loco no delinque a no ser que hubiere obrado en intervalo de razón”; y acerca de ello afirma: “Con no consentirse más apreciación, que la afirmante de haber cometido el alienado el delito en momentos de esa dicha razón... ya se tiene asegurado un delincuente”. Si el loco -apunta-, como se establece conceptualmente, delinque en este estado o período de razón, entonces es un criminal, aunque más tarde vuelva a su estado de locura. “Estaremos frente al hecho asombrosamente original y novelescamente extraño de hacer viajar a este ser tan pronto del manicomio a la prisión como de la prisión al manicomio: en el uno cuando tuviera ausente la razón, en el otro cuando tuviere ausente su enfermedad”.

 Dicho de otro modo, para López la última palabra la debe tener el médico, no el juez. De acuerdo con su criterio “el intervalo de razón” previsto en el Código Penal, en correspondencia con el “período lúcido” descrito por Legrand du Saulle, no es sino un momento de apagamiento de los síntomas de dominio exclusivo del perito psiquiatra, cuestión ante la que no debe cederse a riesgo de que se considere criminales a locos que no lo son. Esto lo lleva a impugnar el concepto mismo de loco criminal. Si es loco, dice, y la ley lo hace irresponsable, entonces no se le puede calificar de ese modo.

 Está claro que regresa a un tópico de su preferencia desarrollado tiempo atrás en su tesis de grado. Sin embargo, por más que se afane en el concepto en cuestión, propio del modelo de responsabilidad al que sigue aferrado, no parece advertir hasta qué punto se impone el de peligrosidad, que esgrime una y otra vez a pesar suyo. Su resistencia ante los tribunales topa con situaciones de carácter práctico; mientras sus contradicciones lo muestran en el doble papel de quien “protege” desde el eximente de locura -sin que el loco pueda salirse de su condición-, y pretende a la vez ocuparse de todos los “desequilibrados” habidos y por haber y, por tanto, de los riesgos implícitos en cada individuo considerado como un tipo medio social.

 Aún no había escrito sus dos trabajos más importantes de esta época, que lo muestran más permeado de las tesis degeneracionistas con su proyección extramanicomial. Se trata, en un caso, de la conferencia “Psicología morbosa. Los degenerados, pronunciada el 18 de abril de 1893; y de Higiene General de la Locura, su ensayo más ambicioso y programático. En el primero, define a los degenerados como aquellos que presentan algún cambio mental en el sentido de la declinación, del decaimiento, del incomplemento, de su trasformación a una condición más inferior. No es otra la definición elaborada por la clínica francesa, que Magnan acabará de redefinir en el contexto del evolucionismo: “un grupo de transición, un punto gradual de enlace, entre quienes se ubican en una órbita mental morbosa y las personas de sano entendimiento”. En otros términos: aquellos que no son lo suficientemente enfermos como para ser internados, pero causan determinados perjuicios sobre los que habría que intervenir. En fin, todo ese mundo de extravagantes que, como dice Gélineau, se codean con nosotros, se encuentran a cada paso por la vida y que por sus excentricidades y rarezas merecen una atención especial.  

 Así entran en su consideración el histérico entrevisto por Janet, Charcot y Legrand du Saulle, como también el neurasténico de Beard y el anancástico de Falret, entre otros. De este modo degeneración significa un estado que agrupa diversas entidades propensas a transmitirse hereditariamente, según una ley descendente. Muchos descienden de un loco delirante, que aporta epilépticos y psicópatas, que a la vez aportarían idiotas y todo tipo de anormales. Suponen un orden de descenso moral que bulle en las clases más bajas, perpetuando taras y tendencias criminales. Para el médico de manicomio comienza a gravitar una cuestión más importante o urgente que la de la locura: definitivamente ese puente que tales estados degenerativos tiende entre las diversas clases sociales, entre razas, o entre uno y otro orden familiar. Clasifica a los degenerados en dos tipos: de alto rango y rango inferior. Y se detiene entonces en un caso de “degeneración intelectual” en una familia cubana: 

Un caballero de gran inteligencia, de la mejor educación, que por todo estigma tiene una acentuada asimetría de su semblante. Pero evidencia empobrecimiento notable de su sentido moral, y perversión del sentido genital. Esta perversión consiste, en que la gente de color le seduce extraordinariamente. En su casa misma ante sus familiares paga tributo a su especial concupiscencia. Siempre tiene dos, tres o cuatro mujeres. Han de ser pardas acentuadas o completamente negras. Las mujeres de nuestra raza, los atributos refinados y encantadores de la mujer blanca, nada despiertan en él. Jamás ha pagado en compañía de ella tributo a la Venus.

 El ejemplo delata hasta qué punto podían llegar las acechanzas en una sociedad multiétnica como la cubana, recién salida de la esclavitud y, por tanto, asediada por el miedo al mestizaje. Una sociedad en la que las nociones de peligrosidad se colocan (justamente) en el corazón de los intercambios raciales, con más énfasis, si traspasan barreras de clase y género. La percepción de este principalísimo peligro, el de las mezclas raciales, se venía incrementando con el alza de la inmigración española y el trasiego de población negra hacia las ciudades. Todo lo cual acelera la puesta en escena de discursos y prácticas que se nutren de las teorías de Lombroso y del degeneracionismo francés. De ahí la “invención del ñáñigo”, con lo que supuso en cuanto a producción textual y mecanismos de control; el relato sobre la prostitución reglada, con los consecuentes censos de prostitutas y la creación del Hospital de Higiene; las redadas y deportaciones de homosexuales; el uso de la fotografía como medio de identificación (en prisiones, en Mazorra); los dispensarios especiales para niños y tuberculosos, etc.

 En Higiene General de la Locura, discurso con el que ingresa a la Academia de Ciencias el 24 de noviembre de 1895, López se inscribe aún más en esta línea, sumando a la enunciación de las problemáticas derivadas de tales estados, un definido plan preventivo que implicase el reclamo de medidas higiénicas y eugenésicas. Se trata, en esencia, de un proyecto de psiquiatrización de la sociedad que califica como el más avanzado de finales del siglo XIX, puesto que debe leérsele estrechamente vinculado a pretensiones de carácter práctico. A grandes rasgos, López establece un diseño a tres partes:

 1º) Higienización del matrimonio, pues “debe estimarse como un delito social el hecho harto frecuente de fomentar la propagación de la especie mediante el enlace de individuos privados de una constitución sana y estable”, preocupación que anticipa las políticas de control que tanta fuerza cobrarán a comienzos del siglo XX.

 2º) Medicalización y moralización de la mala vida, a través de medidas disciplinarias que apuntan contra “degenerados”, homosexuales y alcohólicos, grupos que constituyen en adelante los sujetos fundamentales de la profilaxis del crimen, rindiendo los consabidos argumentos de la defensa social.

 3º) Pedagogización y psiquiatrización del niño, ya sea desde la propia familia o a través de escuelas ordinarias y especiales, a fin de estudiar al menor y de apartarlo del vagabundeo y la actividad delictiva, el juego, el onanismo y cualquier acto de rebeldía.

 Demás está decir que la importancia que confiere al medio social (aunque critique el exagerado papel que se le atribuía a la herencia), no formaba parte de una concepción social, sino bio-política. O si se prefiere, de la expansión del modelo psiquiátrico sociopositivista. En este sentido, López se coloca en una posición prevencionista: “Queremos levantar un altar a la meditación preventiva” (…) “No pretendemos hacer terapéutica, apetecemos practicar la profilaxis” (…) “Lo que nosotros perseguimos es precisamente el modo de impedir la llegada, la explosión del mal”. Intenta pasar por tanto del nihilismo terapéutico propio del manicomio finisecular -de Mazorra con sus locuras “pálidas” y su onerosa gestión administrativa- al optimismo implícito de la prevención. De ahí que infancia y evolución se den cita como puntos de partida, puesto que, ligando estas nociones, se conceptualiza a la niñez como epítome de todo desvío.

 Para López no hay verdadera locura en la infancia. El desarrollo mental incompleto del niño impide que se establezca “una pérdida de razón”. Pero si las enfermedades mentales resultan “incompletas” o “frustradas” en la infancia, si tanto se insiste en ello, es justo porque no será necesario hurgar en la “razón” o la “locura” como totalidades, sino que, por el contrario, se podrá ir a la caza de aquellas anomalías (vestigios de incompletud) en las que asientan las definiciones de norma y anormalidad, válidas para todo sujeto. Dicho de otro modo, el autor de “Los degenerados” lleva al terreno de la psiquiatría el discurso de la higiene pública, fusionándolos bajo la égida evolucionista. Sus referencias no son sino la sífilis, el alcoholismo y la prostitución, como estaciones terminales de un malestar que, junto a la tuberculosis, servirán las posteriores estrategias de atención a la niñez desvalida, a las familias de clase baja y, en fin, a los sectores obreros.

 Consecuencia de estos males, se extiende sobre algunos padecimientos frecuentes entre los niños cubanos, en particular el idiotismo y la imbecilidad, apuntando en esta dirección: “La raza negra, ya pura o mestiza, ofrece en Cuba un contingente mayor de estas anomalías”. Y cita al efecto los estudios de Jules Voisin y Séglas sobre idiotismo, Gilbert Ballet y Paul Sollier sobre imbecilidad, así como la hebefrenia de Hecker y Kahlbaum, para destacar el valor de la herencia en estos cuadros, tal como lo reconocen Morel, Legrand du Saulle, Régis o Charcot. 

 Si bien López asegura que con frecuencia “se exagera el papel de la herencia”, contemplando causas accidentales y nutricionales, o biosociales como la pobreza y el abandono, no convoca a estos factores sino dentro de un análisis que los relaciona de una u otra manera con la transmisión hereditaria, bien señalando el modo "morboso" en que debilitan al organismo (y repercuten en la descendencia), bien indicando todo una diversidad de elementos que vienen a favorecerla. Su objetivo, como expresa, no es negar sino restarle desmesura a lo que Trelat definiera como "la causa primordial, la causa de las causas". Se opone, eso sí, al uso que hacen el "vulgo" y los médicos no especialistas en neuropatología, dos frentes ante los que intenta desmarcarse. 

 Tal es así que expresa con meridiana claridad: “De cualquier modo que sea la influencia hereditaria, opinamos que se ofrecen sólo dos variantes: la homóloga y la disímil (heteróloga o neuropatológica). La primera es aquella que determina la misma perturbación u otra análoga, que esté dentro del canon nosográfico de la enfermedad originaria (…) La variedad disímil es la que puede ser proporcionada por afecciones las más diversas, pero con tal que el campo de su asiento esté circunscrito al sistema nervioso (…). Ninguna ley preside estas transformaciones neuromorbosas. La anarquía electiva es aquí la soberana. En ocasiones, algunos degenerados de rango superior resultan los progenitores de seres situados en los últimos grados de las monstruosidades cerebrales.”

 Ambas variantes lo adscriben a las inventivas degeneracionistas. Y aunque parece, por las definiciones, estar más cerca de Lucas y Morel que de Magnan, no desconoce en modo alguno los trabajos del último -de amplia circulación en la isla-, a quien cita en diversas ocasiones y, en particular, a propósito del alcoholismo y el proyecto de centros especiales para este tipo de enfermos. Cierto que no habla de la heredointoxicación etílica, pero acepta una relación entre intoxicación / organicidad / trasmisión hereditaria. Carece, se ha dicho, de las “complejidades” que introducen Magnan y Legrain, pero su órbita no es otra que la degeneracionista y su ídolo la ley moreliana de la extinción de la especie. 

 Que impugne el rol exagerado atribuido a la herencia no debería sorprender, por otra parte, si se considera el contexto propiamente cubano. Y es que no puede perderse de vista, en consonancia con su orientación higienista e inmersión en el paradigma bacteriológico dominante en la isla (léase enfermedades tropicales, producción de sueros, laboratorio histo-bacteriológico, etc.), el que su lectura de la etiología hereditaria resulte inseparable de otro modelo etiológico: el del contagio o trasmisión de gérmenes, inmediatamente transferido al control de las enfermedades mentales en un medio sin dudas heterogéneo como la sociedad cubana. Su demanda de impedir ciertos matrimonios y de controlar la sífilis y el alcoholismo para evitar una descendencia viciada, está -en cualquier caso- al orden del día y coincide con los preceptos degeneracionistas de la psiquiatría europea. 

 Correspondió a Juan Santos Fernández, cercano amigo y promotor, contestar el discurso de ingreso a la Academia de Gustavo López. Al margen de los elogios de que lo colma, lo significativo es señalar la claridad con que se expresa quien estaba al frente de varias instituciones sanitarias de indudable alcance. Para Santos Fernández, la higiene es una “ciencia de Gobierno” y debe validársela si se pretende que "un Estado tenga sólidas bases". Destaca, luego, esta redomada nota racista: 

Si volvemos la vista a la antropología y nos fijamos en el conglomerado de razas existentes en Cuba, no podremos menos de apreciar una vez más la oportunidad del asunto que nos ocupa y el papel que desempeña el factor étnico en el desarrollo de las disgenesis cerebrales, cuando al mestizo de razas inferiores, ya condenado a extinguirse, le castiga el alcoholismo, la sífilis hereditaria o adquirida y los matrimonios consanguíneos. Unid a todo, el descuido en la educación del niño y decidme si no hay derecho para pensar que ante tal criminal abandono del ser que ha de constituir la sociedad de mañana, resultan de algún modo disculpables las calenturientas concepciones de Malthus.

 

 A Gustavo López lo sorprendió la guerra del 95 en Mazorra donde se mantuvo hasta la caída de la dominación española, siendo testigo impotente del hambre y el abandono, el acantonamiento de tropas, las sucesivas epidemias y la elevada mortalidad. “En todo el año no se ha necesitado una camisa de fuerza, porque convertidos en espectros, esperan la muerte, de que sólo ha escapado la tercera parte”, aseguraba. No se apartó, en este periodo, de sus gestiones en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, esforzándose en mantener en circulación los Anales en medio del desasosiego y la falta de recursos. Conocedor de la obra de José Joaquín Muñoz y en posesión de los archivos, ya había escrito en 1889 una breve historia de la institución que tituló “Nuestra Casa General de Enajenados. Su pasado, su presente y su porvenir”. En carta que escribe a la sazón, califica al manicomio de “pocilga o corral de encierro” y acusa al Gobierno de no ocuparse del mismo. “No reúne ninguna de las condiciones reclamadas por la ciencia contemporánea”, y añade este interesante balance: “El tesoro público, el Estado, que conjuntamente con los Ayuntamientos, y por propio prestigio, deberían atender al asilo benéfico, único que recoge los alienados de todas las poblaciones de la Isla, lo descuidan al punto de que mientras la primera institución amengua más y más el socorro que destina al Manicomio, los Ayuntamientos, en su inmensa mayoría, no abonan las dietas que corresponden a cada loco de sus respectivos términos. El Ayuntamiento de La Habana debe hoy al asilo más de 300 000 pesos oro, y conjunta la deuda de todo el país, pasa de más de medio millón de pesos oro”.

 Diez años más tarde, con la llegada de la independencia, publica un trabajo mucho más extenso que lo reafirma en esa faceta de historiador, si entendemos tales recuentos como una práctica discursiva propia de etapas de cambio. Ciertamente, su estudio Los locos en Cuba, aunque en parte deudor de la exposición que hiciera Muñoz tres décadas antes, completaba muchos otros capítulos, también en la dirección de los relatos modernizadores: en un caso la primera dirección científica del asilo, en el otro su reforma tras el estancamiento colonial. Escrito de cara a las transformaciones que se imponían, Los locos en Cuba procura una narrativa en ruptura con el pasado. Si la psiquiatría había avanzado en los “países civilizados”, ese no era el caso de Cuba. Ni en San Dionisio en el segundo cuarto del siglo XIX, ni en Mazorra hasta la fecha, nunca los locos fueron tratados con arreglo a un plan científico y humano. Los esfuerzos y aportes del Obispo Espada, Nicolás Gutiérrez, Muñoz y Plasencia, aunque aliviaron la suerte de aquellos, más temprano o tarde se estrellaron contra la realidad. No más que horrores. Y un único culpable: la administración española, corrupta amén de profana.

 Se impone, pues, una reforma a fondo. Una dirección médica, autónoma, sin interferencias burocráticas. Recursos. Limpieza. Cuidados. Buen trato. Desde luego, el trasfondo de las demandas apunta a esa “higienización a la americana” que, con el Gobierno Interventor, se ha extendido con celeridad en diferentes áreas institucionales, desde la educación a las prisiones y desde el control de las enfermedades contagiosas al de la pobreza, la errancia y la locura. En este contexto, López ocupa un lugar de avanzada abogando por el modelo norteamericano. Así resumía lo que prometía ser un “cambio radical” a partir de un presupuesto inicial de 77 000 pesos:

En breve plazo se solucionarán los problemas de las excretas, dotación abundante de aguas, del gabinete hidroterápico, un primer pabellón modelo para melancólicos, al que seguirán cinco más; otro pabellón para enfermedades infecciosas, sala de disección y depósito de cadáveres, local para el lavado al vapor, teléfonos, timbres eléctricos, etc. La Autoridad Superior promete espontáneamente su decidido apoyo para que este templo de caridad, que ha sufrido vicisitudes sin cuento, llegue, en no lejano día, a figurar al lado de los mejores de América, para que alcance a ser verdaderamente digno de la noble misión que entraña su existencia, y estar, desde luego, en armonía con la cultura de este pueblo y con la altura de los progresos científicos de nuestros días.

 Y aunque tiene claro que Mazorra ya no es su lugar, pues acaba de instalarse en la práctica hospitalaria y lo esperan diversos desafíos dentro de la nueva organización sanitaria, termina con esta nota optimista: “No cabe dudar de que así sucederá. El loco en Cuba ya está de pláceme… La Caridad sonríe”.


 Como miembro de la Academia de Ciencias, Gustavo López llega a la república con un irreprochable aval. Miembro de número desde febrero de 1895. Un año más tarde sustituye a Gonzalo Aróstegui en la dirección de los Anales, puesto que salvo un breve periodo ocupó hasta su muerte. En 1897 integra la Junta de Gobierno, con cargo de bibliotecario ascendiendo en breve al rango de secretario de la institución, en el que permanecerá hasta 1907 “luchando con las difíciles circunstancias que conmovieron al país en ese período constitutivo de  nuestra nacionalidad y con las múltiples atenciones que impusiera la emigración de la Academia a la Universidad, a causa del derribo del exconvento de San Agustín y la construcción del nuevo edificio, realizada durante el gobierno del Dr. Leonardo Wood”. No solo logró, en los peores momentos, que los Anales no dejaran de salir, sino que estos se ajustaran a las exigencias de los nuevos tiempos. 

 Había sido además miembro de la Sociedad Antropológica de la Habana (1899), así como de la Sociedad de Estudios Clínicos (1890), cuya revista dirigió por algunos años; socio numerario de la Sociedad Económica de Amigos del País (1891); secretario del Comité de la Prensa Médico-Farmacéutica (1893); vicesecretario de la Sociedad de Higiene (1894); miembro de la Sociedad de Socorros Mutuos de Médicos; y vicepresidente del III Congreso Médico Pan-Americano, que se realizó en La Habana en 1901.

 Comisionado por la Academia de Ciencias, representó a Cuba en el XIV Congreso Internacional de Medicina, celebrado en Madrid en abril de 1903, y al que asiste acompañado de Santos Fernández y Claudio Delgado, este colaborador de Carlos J. Finlay. Para el viaje, la Cámara de Representantes aprobó un mes antes, por mediación de José A. Malberty, un crédito de 2000 pesos para cubrir las necesidades de los participantes. En este evento al que concurren Ramón y Cajal e Iván Pávlov, quienes ostentan sus tesis fundamentales sobre la neurona como unidad funcional del sistema nervioso, y los reflejos condicionados, Gustavo López expone la doctrina no menos fundamental sobre la fiebre amarilla, desde el descubrimiento por Finlay del agente trasmisor hasta su virtual erradicación en la isla gracias a la “implantación de las más modernas conquistas de la higiene”. En el congreso, presenta además su ponencia “Algunas consideraciones acerca de las psicopatías observadas en la Isla de Cuba”, que no era sino una versión actualizada del trabajo que presentó en 1890 al Congreso Médico Regional; pero que califica ahora, sin dudas, como la primera exposición sobre psiquiatría cubana en un congreso internacional.

 En la misma hablará de un aumento continuo de la locura en su país, mucho más marcado tras la guerra con España, “donde todos los hogares se han perturbado y fortunas enteras han venido a tierra”. Para ello se apoya en las estadísticas de Mazorra, aunque también de hospitales y clínicas privadas de todas las provincias, explicando la mayor prevalencia en la raza negra como resultado de la “prostitución, el dolor moral, el hambre y las privaciones”. Sobre la locura entre la población asiática, señala su propensión a las afecciones del ánimo, mayormente motivadas por “los abusos de fumar el jugo impuro de la adormidera”. A su vez ratifica su criterio sobre la inexistencia de la epilepsia entre los asiáticos, apelando, ahora con más autoridad, a su experiencia observacional.

 En cuanto a las entidades nosológicas más frecuentes en la isla coloca en primer lugar las manías y depresiones, si bien apreciaba un incremento de los “delirios sistematizados” y los “estados mentales de los degenerados”. En cambio, la psicosis alcohólica, a pesar de que “se consume crecida cantidad de bebida”, así como la parálisis general, resultaban infrecuentes. Gustavo López hacía extensivo el término psicopatía a todo tipo de locura. Su ponencia será ampliamente citada dentro y fuera de la isla, y las estadísticas en particular, esgrimidas con frecuencia ante las autoridades en demanda de que se amplíen los recursos sanitarios.

 Una de las “consideraciones” más significativas es la que ofrece sobre la baja frecuencia de la parálisis general en Cuba, siguiendo así una apreciación lanzada por José Joaquín Muñoz en su época como director facultativo de Mazorra, y que asegura haber corroborado en su larga estadía al frente del asilo. Para López este comportamiento constituye “una rareza” considerando que, en Francia, y según lo establecido por Legrand du Saulle y Ball, entre otros, hasta una cuarta parte de los enfermos varones estaban aquejados de parálisis. De ahí que exprese: “Es verdaderamente extraño que en Cuba ocurra precisamente lo contrario; y no en un año, ni en una pequeña época determinada, sino que así viene ocurriendo desde hace muy remota fecha”. Se trata de un hallazgo -añade- que han advertido y confirmado otros médicos cubanos tanto en asilos como en sanatorios privados. En su búsqueda de una explicación, señalará al factor etiológico de la sífilis -mejor conocido en el momento en que escribe- como más propio de los “centros populosos”, es decir, de las grandes ciudades.

 En esta dirección, López apunta: “En quince años de servicio en el Asilo Mazorra, notamos que el número de casos de esta dolencia recaía preferentemente en inmigrantes, en sujetos españoles, gente del comercio y militares que, por la clase de vida errante libre, o cuyo estado célibe los acerca tanto a la infección sifilítica. Los casos que observamos de 1894 a 1900, en militares, comerciantes y empleados españoles, en que completamos los datos probatorios, no permiten duda de ninguna clase”.

 Sin embargo, no responde por eso al problema que plantea: el de la baja incidencia en la población insular de ambos sexos: blancos, negros, mestizos, asiáticos, etc. A diferencia de Muñoz varias décadas antes, López no se aventura en explicaciones climáticas o sobre las costumbres. Menciona, sí, los “modernos estudios” sobre “la presencia de linfocitos” en el líquido cefalorraquídeo y especula con que no todas las “encefalopatías sifilíticas” terminen en parálisis.

 Cabe, entonces, preguntarse por el verdadero lugar que la sífilis, con todas sus consecuencias, ocupa a lo largo de su obra. ¿No era acaso una de sus principales preocupaciones hacia 1895 cuando adelanta casi un programa de prevención y eugenesia en su Higiene general de la locura? ¿Se corresponde con la magnitud de las aprehensiones el que en la práctica sea tan escasa la presencia de la parálisis general progresiva entre los cubanos? Desde luego, tales lagunas poco importan, puesto que en modo alguno afectan la continuidad de un proyecto que se proclamó en todo momento como preventivo y curativo.

 Si bien para muchos autores de las últimas décadas del XIX la sífilis era una enfermedad hereditaria (no congénita, como en algunos casos), no por eso podía excluirse el tratamiento de rigor, aunque este fuera o no efectivo. “Todo médico debe someter sus casos de sífilis primaria y secundaria, a un tratamiento mixto, continuado y tan completo como la índole de las manifestaciones infectivas lo requiera. Ello haciendo, se pone en práctica la profilaxis de la sífilis cerebral”. Solo que la exhaustividad terapéutica resulta, en todo momento, el recurso de una cruzada higiénica que pretende alcanzar los más recónditos vestigios, allí donde el germen -a su juicio abundante y velozmente esparcido- conduce a la “decadencia intelectual y moral” y a la “degeneración de la especie humana” (léase también “cubana”).


 Si algo cambia en su relato al alborear el nuevo siglo, es el foco y no el orden del discurso: un ajuste o encuadre experimental, o, si se prefiere, resueltamente somaticista, toda vez que el descubrimiento del agente causal de la avariosis, el treponema pallidum, estaba al caer. Será justamente la sífilis cerebral y su estudio mediante incipientes técnicas de laboratorio, lo que mejor lo ocupe en adelante. Se produce así un “retorno a la clínica”, de trasfondo hospitalario, que propicia la selección de casos y las propuestas de investigación, sin que el fundamento degeneracionista -que lo acompaña de una a otra centuria- ceda en manera alguna. En este sentido, destacan sus artículos sobre la histeria, la corea y la manía y, sobre todo, los dedicados a los trastornos mentales de los sifilíticos, tema que consolida en una ponencia presentada en 1905 al I Congreso Médico Nacional. Se suman numerosos informes médico-legales, varios de trascendencia pública, como el relacionado con el “caso Aguilera”, quien, dominado por un delirio de persecución diera muerte al general Rafael Portuondo. Algunos de sus trabajos de esta etapa -incluyendo “Un loco condenado” sobre el caso aludido- aparecerán en la Revista Frenopática Española, en la que los psiquiatras cubanos colaboraban con frecuencia.

 En estos años se desempeña como especialista de la Clínica de Enfermedades Nerviosas y Mentales del Sanatorio La Purísima Concepción, de la Asociación de Dependientes, establecida tras su estancia en España en 1903, en la que visitó diversos centros psiquiátricos, siguiendo hacia Estados Unidos con el mismo propósito. De esta gira que se extendió de mediados de abril a los primeros días de junio, derivó un proyecto con planos de propia elaboración que se materializaría en breve. En Washington fue recibido por Gonzalo de Quesada y Miranda en la Legación Cubana, registrando su experiencia en un artículo publicado en El Fígaro, semanario ilustrado con el que colaboró en no pocas ocasiones, lo mismo antes que tras la independencia. En 1894, por ejemplo, un adelanto de su semblanza sobre Joaquín Andrés de Dueñas; y en 1902, un recuento histórico de la Academia de Ciencias. Por su parte, la revista lo colmó de elogios ilustrando sus páginas con retratos suyos y un curioso retablo familiar.

 Fue miembro fundador y presidente de la Sociedad de Psiquiatría y Neurología (1911), que le encomienda un estudio sobre el estado de la asistencia psiquiátrica, al tiempo que su órgano de prensa, Archivos de Medicina Mental, reedita “Los locos en Cuba”. Era sobrino del catedrático Gabriel María García y cercano amigo del médico de Martí, Ramón Luis Miranda. En sus últimos tiempos, la Academia le encargó ocuparse de la creación del Panteón de los Académicos. Agobiado por una hija postrada y aquejado también él de una enfermedad invalidante, falleció en La Habana el 11 de junio de 1912. En artículo necrológico para los Anales, Santos Fernández lamentó la partida del “nuevo Pinel”. Y sin despegarse un ápice de viejos hábitos, resumía así su labor: “Pudo apreciar de cerca los efectos del elitismo, de la avariosis, como se ha dado en llamar ahora a la sífilis, de los matrimonios consanguíneos y de todas aquellas causas que tienden a perturbar o a aniquilar el cerebro”.