Pedro Marqués de Armas
Miembro de los terroríficos tribunales
militares, en 1960 Cejas era ya el principal catedrático de Derecho y Criminología
de la Universidad de La Habana. Y en cuanto tal, le correspondió la elaboración
de no pocas leyes, comenzando por los “delitos contrarrevolucionarios” (luego
“contra la seguridad del Estado”) y siguiendo con la modificación de los
“estados de peligrosidad”. Artífice de la desestructuración de las instituciones
judiciales, en noviembre de 1960 integra el Consejo Superior de Defensa Social,
tarea que comparte, entre otros, con el psiquiatra José Galigarcía (quien se
ocupa de la legislación propiamente psiquiátrica). Convertido el magno órgano
jurídico en pieza del Ministerio del Interior, correrá a su cargo, no solo la
transformación de la Ley de Ejecución de Sanciones y Medidas de Seguridad, sino
la confección de la doctrina que lo justifica. Apela así al código penal
soviético mientras descalifica al derecho penal pre-revolucionario, exagerando
sus limitaciones y tergiversando tanto su letra como su espíritu.
En marzo de 1962, Cejas integró como “abogado defensor de oficio” el tribunal que juzgó a los prisioneros de Playa Girón, a los que defendería –fueron sus palabras– en “nombre de la generosidad del pueblo cubano”. Y ahorrándonos otros méritos, ese mismo año funge como “director legal” del Ministerio de Salud Pública. Es en esa función que asiste a la Conferencia Nacional de Instituciones Psiquiátricas. Aunque no presenta ponencia alguna, ni preside ninguna de las mesas, se alude con discreción a su experta presencia que, justo por discreta, revelamos aquí. No hay que olvidar que dicha conferencia, ampliamente reseñada en el periódico Hoy, sirvió para establecer la política psiquiátrica del gobierno en estrecho vínculo con la seguridad del Estado y con la antigua guardia comunista.
Y es por esta misma época (alrededor de mayo
de 1963) que Fidel lo visita en la Universidad para encomendarle otra tarea:
nada menos que la elaboración de los Tribunales Populares Revolucionarios, cuya
arquitectura facturó con celeridad para su puesta en práctica a finales de ese año.
En fin, un vínculo que apunta a una relación expedita con el poder, sin más
mediación que la del propio Castro.
Al “viejo derecho”, Cejas opondrá el “nuevo derecho revolucionario”, según el cual la desaparición de la burguesía era cuestión de tiempo, en lo que emergía una moral superior, la socialista, que otorgaba la potestad de intervenir sobre la totalidad del cuerpo social. “El delito –escribe en el culmen de la teoría– es un concepto jurídico de contenido antisocial que aparece como consecuencia de la lucha de clases y sus inmediatas manifestaciones de explotación humana.”
En su artículo “La peligrosidad social
predelictiva”, explicaba el fundamento de la doctrina penal socialista en muy
pocas palabras: “Para el tratamiento de los declarados peligrosos, los
liberados condicionalmente, los menores, las prostitutas que voluntariamente lo
soliciten y los propios delincuentes comunes recluidos en los establecimientos
penitenciarios, existen planes de rehabilitación de distintos alcances. El
fundamento teórico de la rehabilitación social de los delincuentes y
peligrosos, puede sintetizarse así: educación y trabajo”.
Leyes contra la sociedad
En 1963 Cuba era un estado totalitario plenamente consolidado. El
espacio público había sido abolido, para no hablar de libertad de prensa o de
la imposición de un catecismo de Estado. Los pocos debates culturales no
tendrían mayor recorrido, como tampoco los suscitados en las sociedades
médicas, que apenas trascendían. Únicamente la Revolución era fuente de derecho
y dispensadora de justicia.
¿Cuáles fueron las leyes de peligrosidad que
se implementaron, y en qué consisten sus diferencias respecto a los
dispositivos liberales? Una ojeada a la sucesión de cambios legales y a su
naturaleza, nos lleva siempre a enero de 1959, cuando el poder revolucionario
se erige en rector de las principales instancias de seguridad pública: las
prisiones y reformatorios, los servicios psiquiátricos, y el propio Consejo
Superior de Defensa Social. Al año siguiente, el órgano judicial se vio
reducido a solo cinco miembros, asomando entre ellos –además de profesores
universitarios comprometidos– delegados de organizaciones de masa. Encargado de
la Ley de Ejecución de Sanciones y Medidas de Seguridad (1938), esta función
pasa a ser competencia de un ministerio en manos de militares.
En esta dirección, será significativo el Decreto 3007 del 6 de junio de
1961 que, coincidiendo con la creación del MININT, plantea ya el
establecimiento del Departamento de Prevención y Seguridad Social y, dentro de
éste, (así denominado sin eufemismo alguno) la Sección de Erradicación de
Lacras Sociales. Aunque aprobada de modo definitivo con la Resolución 1001 del
27 marzo de 1962, que sucedía en pocos días a la número 934 (determinando ésta
la instauración de Granjas de Rehabilitación Penal), la tristemente célebre
“sección” venía operando a plenitud desde comienzos de 1961.
Aunque ni mucho menos únicas, fue bajo esa
cobertura y al amparo de la “peligrosidad predelictiva” que se efectuaron las
primeras redadas policiales, una de las cuales –la ejecutada el 11 de octubre
de ese año contra prostitutas, pederastas y proxenetas– trascendería como la
“noche de las tres P”. No era sino el colofón del acelerado desguace que las
instituciones judiciales experimentan (mayormente) a lo largo de 1960, al
compás de los discursos de Fidel Castro. Irresistiblemente normativa, su
palabra de orden no hizo sino trazar una línea cada vez más clara que colocó de
un mismo lado a opositores y “delincuentes” bajo los calificativos de
“blandengues” y “parásitos”.
En enero de 1962, durante la I Conferencia Psiquiátrica (también Asamblea Nacional Psiquiátrica), circulan términos como “predelicuencia” o “línea de masas”. Una de las conclusiones fue la de “vincular los instrumentos de la psiquiatría con los empeños de la construcción del socialismo, el incremento de la producción y la defensa de la patria, aprovechando los vehículos mismos de la Revolución para desarrollar la prevención y el tratamiento de las enfermedades mentales”. Y otra, implícita en la primera: “trabajar en coordinación con los organismos de masa”. Entretanto, las leyes contra las lacras se fueron perfilando con los decretos 992 y 993 del 19 de noviembre de 1961; el primero anunciaba que “el avance de la Revolución” permitía “establecer nuevos métodos dirigidos a reeducar y rehabilitar delincuentes”, y el segundo autorizaba a adoptar medidas en el menor plazo posible.
Si el Código de Defensa Social de 1936 definía el “estado peligroso”
como “cierta predisposición morbosa, congénita o adquirida mediante el hábito
que destruyendo o enervando los motivos de inhibición, favorezca la inclinación
a delinquir", ahora corresponde a una “especial proclividad para cometer
delitos, demostrada por la conducta que se observa en contradicción manifiesta
con las normas de la moral socialista.”
El
carácter individual de ascendencia médica, que tacha al sujeto de peligroso
antes de delinquir y lo condena a eterna virtualidad criminal, se socializa, pues, extendiéndose a
situaciones muy diversas derivadas de un contexto político que hace de los
“índices de peligrosidad” –antes dictados por un juez previo informe
psiquiátrico y con oportunidad de defensa– un instrumento apenas técnico que
esgrimen por igual policías y cederistas.
Se realiza, en algunos casos, consulta jurídica pero sin garantías de defensa ni asesoramiento médico-psiquiátrico (salvo a posteriori y solo en ocasiones).
Para todo lo anterior fue modificado el artículo 48. Los incisos 5, 6,
7, 8, 11 y 12, que correspondían al juego, la vagancia, el matonismo, la
mendicidad, la explotación, la prostitución y el ejercicio de vicios moralmente
reprobables, son ahora competencia de un cuerpo represivo que prioriza el
secuestro –es decir, la privación de libertad– sobre otras medidas.
El precedente lo había sentado el
proxenetismo, que de delito fue convertido en índice de peligrosidad
permanente. En base a esta modificación se alentó la aplicación del estado
peligroso de manera masiva e indiferenciada.
En resumen,
aunque desde diferentes secciones, un mismo organismo se ocupa tanto de los
delitos contrarrevolucionarios como de la peligrosidad. Esta es aplicada a destajo
y a menudo mediante redadas. Tiene más crédito la opinión del vecino que la del
técnico ¿o eran ya una misma cosa? El asesoramiento psiquiátrico, que los
juristas republicanos tenían como uno de sus mayores logros a tono con un
concepto médico-normativo que, en algunos casos, eximía al sujeto, es reprobado;
y en su lugar se imponen figuras morales que permiten juzgar en relación a un
contexto que castiga toda diferencia mientras lo atraviesa de terror en su proximidad
con el delito político.
Ésta será todo lo estrecha que el gobierno
decida, llegándose, desde luego, a la fusión.
No es verdad que la rehabilitación no formara
parte del extenso rosario de medidas de seguridad durante la etapa republicana,
ni que éstas no incluyeran el internamiento, pues en eso consistía, justamente,
su supuesto carácter preventivo. Lo cierto es que solo con la revolución se
multiplican estos dispositivos –reformatorios, granjas de trabajo, etc.– al
tiempo que las cárceles alcanzan cifras de reclusión nunca antes vistas.
El espectro criminal creció con el furor de la
utopía y sus dificultades de realización, lo que –a ojos de las propias
concepciones y de las crecientes necesidades creadas por el sistema– solo
tendrá salida en la militarización de la economía, y muy pronto, en el trabajo
forzado a gran escala.
Seis décadas más tarde el discurso y las
prácticas apenas han variado. Solo que su alcance es mayor y sus efectos
resultan más visibles; prevención y represión, profilaxis y tortura, han
sido siempre bajo el régimen cubano una misma cosa. Siempre lo fueron, como
idéntico ha sido el terror.