martes, 30 de marzo de 2021

Los huesos de Quevedo

 


  Alfonso Reyes 


 Los periódicos de estos días dan cuenta de su desaparición y su nuevo hallazgo. Entre los apéndices a la biografía de Quevedo que figuran en el primer tomo de sus obras (Bibliófilos Andaluces, Sevilla, 1897), consta un documento del que resulta su pérdida definitiva: hace muchos años, los huesos de Quevedo se le deshicieron entre las manos a un sepulturero que tendría más flema que los del Hamlet. No entiendo, pues, cómo se hacen de nuevas los que han “descubierto” la pérdida; tampoco entiendo cómo habrán podido reaparecer, si no es porque se consideró conveniente, desde el punto de vista oficial, que reapareciesen. Oficialmente, en efecto, los huesos del héroe nunca deben desaparecer: como en la de Edipo, en su sepultura yace el crédito nacional.

  No lo entiendo. Acaso por no haber leído las noticias de los periódicos, de que sólo me ha llegado el rumor. Me parece que el señor Ortega Munilla ha opinado con conocimiento de causa sobre la imposibilidad de encontrar los huesos del héroe. Me parece que “Azorín” ha hablado de cierta sustitución de no sé qué restos de un canónigo, aprovechando la coyuntura para recordar su visita al pueblo donde murió Quevedo (Villanueva de los Infantes), visita que ha dejado en su ánimo una larga y melancólica huella. (Si he de decirlo todo, aun me parece que este motivo puramente sentimental ha contribuido a moderar la opinión literaria que “Azorín” tenía de Quevedo.) En todo caso, las autoridades de Villanueva de los Infantes han cumplido con el deber de encontrar, una vez más, los restos de Quevedo. ¿Si se figurarán estas gentes —en su cándida mitología— que los huesos duran hasta el día del Juicio Final? El asunto tiene toda la traza de una humorada quevedesca. Quevedo, después de morir, bien pudo quedarse pegado a sus huesos en categoría de duende, para hacer de las suyas. Bien mirado, todo Quevedo está en los huesos: huesos es todo él, y hasta sin médula: tubos, verdaderas flautas de hueso, por donde el viento ha sonado largamente.

                            II

 En el Sueño de las calaveras y en otros Sueños de Quevedo, los muertos andan a vueltas con sus restos, juntando partes de su esqueleto. El esqueleto humano, el espantajo de huesos, es una imagen siempre fija en la retina espiritual de Quevedo. De su estilo decía Menéndez y Pelayo que parece una perenne danza de los muertos. La mejor ilustración de su obra podría ser el Triunfo de la muerte de Brueghel el Viejo, que se admira en el Museo del Prado. En sus poesías serias —poesías de razón más que de inspiración, desenvueltas con una elegancia fría y parnasiana— sólo la idea de la muerte pone un estremecimiento y hasta un toque de ternura. Dice de la muerte en un soneto: “Más tiene de caricia que de pena.” Su canción a una mujer flaca: “No os espantéis, señora Notomía”, es una verdadera canción al esqueleto. Y en la epístola en tercetos al Conde Duque de Olivares —donde, por lo demás, la afectación hueca es evidente, a despecho de las reminiscencias del canto XV del Paraíso— el sueño de la Edad de Oro se convierte en una tétrica pesadilla. ¿A quién pueden entusiasmar conceptos como éstos?

 Hilaba la mujer para su esposo

 la mortaja primero que el vestido...

 Acompañaba el lado del marido

 más veces en la hueste que en la cama...

 El rostro macilento, el cuerpo flaco

 eran recuerdos del trabajo honroso

  ¡Qué idea de que la virtud se ha de parecer a la enfermedad! También el triste Suárez de Figueroa, en cierto capítulo del Pasajero (1617), ha dicho: “Ser honrado es tener cuidados.” Bagazos de la mala escolástica; de la masticación filosófica de los tiempos. Sólo el chasquido de los huesos regocija al señor de la Torre de Juan Abad, cómo el repiqueteo de las castañuelas al cetrino Agapito. Quevedo pasó por la vida del brazo de la muerte. Todo él es un corolario del humano esqueleto, o más bien, él mismo es algo como un esqueleto con gafas que pasea, la guadaña al hombro, cojeando ligeramente, “por la desolación de ambas Castillas”... Mírase, a lo lejos, un golfo, “encanecido de huesos, no de espumas”.

    III

  Y todo pasa como en una de sus pesadillas donde lo tétrico del escenario contrasta con la aberración del chiste verbal. El esqueleto de don Francisco desaparece, los huesos se han ido de francachela. Pero, a la oración, vuelve cada hueso a su centro:

  Allí la espina dorsal se acerca, reptando y sonando como una serpiente de cascabel. Rueda la calavera como en el juego de bolos de Juan sin Miedo. Las manos adelantan como tarántulas en la zarabanda; y brincan, como inverosímiles ranas, los simétricos pies. Allá el peroné, siempre adversativo. Acullá la rótula —rota, ya se entiende, aunque solamente un poco rota: rótula. (En verdad, “rodaja”.) Y la tibia que nunca pudo calentarse. Y las escamosas costillas de los aros envedijados. Y al fin, como dos orejas enormes, los huesos ilíacos, y tras ellos el sacro y el cóccix; el cual, claro está, como su dueño era coxo… pues se adelanta lentamente y coxeando.

  (¿No está esto en el gusto de Quevedo? En sus ratos de mal gusto, al menos.)

   Finalmente, al violín de la media noche, la ligera máquina está montada; y abriendo su tapa de resorte como esos muñecos de sorpresa, el esqueleto salta, bajo el frío de la luna, a danzar entre las viciosas flores del cementerio.


  Obras Completas, FCE, 1ra ed. 1956, p. 131.


domingo, 28 de marzo de 2021

Guía de poetas norteamericanos




    Xavier Villaurrutia 

 

  As a new heaven is begun                       

  and it is now thirty-three                         

  years since its advent...             

                                         W. B. 


 «Puesto que ha empezado un nuevo cielo y transcurrido treinta y tres años desde su advenimiento...» el mundo de la poesía norteamericana se reanima. Estas líneas de Blake son un epígrafe digno de presidir una ideal antología de poetas norteamericanos. Más de treinta y tres años hace que, muerto Walt Whitman, apareció (1892) la colección completa de sus poesías. A los doce poemas que formaban la primera edición se añadieron tantos que suman ahora cerca de cuatrocientos. Una época parecía concluir con Whitman. No era sino un nuevo paraíso el que regalaba a los poetas norteamericanos que, desde el Renacimiento de 1912 hasta hoy, han recibido más de una inspiración, más de un punto de apoyo, y, sobre todo, la conciencia de una libertad rica en deberes personales para su empleo, conquistada para ellos por este gran espíritu. Washington de la poesía se le ha llamado, y Lincoln. Mejor me parece llamarlo Adán de la poesía norteamericana. Sólo perdiendo un paraíso el poeta se hace acreedor a otro, al suyo. Whitman lo obtuvo y no sólo para sí. Una tierra propia que cultivar y la necesidad de una expresión inconfundible, forman el legado del Whitman que superó el paraíso gratuito de su tiempo. A lo lejos, Poe hace las veces de Jehová...


 La dicha de este nuevo paraíso póstumo la comparte Whitman con una mujer, Emily Dickinson. Contemporánea de Whitman, Eva de la Poesía norteamericana, fina y hermética, sin ambiciones literarias, muere antes de publicar sus poesías. Nada espera, nada recibe de sus contemporáneos. Pero el tiempo maestro la reconoce al fin y, ahora, la perfila. Por su modernidad y porque su obra no es aún claramente conocida, Conrad Aiken la hace inaugurar la misma colección de poetas americanos en que su perversidad crítica ha rechazado nada menos que a Sandburg, Pound y Lee Masters. Emily Dickinson anticipa a la nueva poesía los finos ritmos, el gusto epigramático y un admirable deseo de exactitud y síntesis. Como de Walt Whitman es la voz dinámica que rueda en los versículos, de ella la llama inmóvil de la voz que arde sin consumirse y que hiere en vez de quemar. 

 Rápida en Europa, la resonancia de Whitman se convierte en una lenta y eficaz influencia en los Estados Unidos. Después de una verdadera pausa, en 1912 la revista Poetry anuncia un nuevo y feliz despertar de poesía, y en unos cuantos años (1913-1917) los poetas Vachel Lindsay, James Oppenheim, Amy Lowell, Robert Frost, Edgar Lee Masters, John Gould Fletcher y Carl Sandburg inician el fervor. Algunos libros ahora famosos aparecieron entonces: Chicago Poems de Sandburg, Spoon River Anthology de Masters. Con ayuda de Masters se fijan las cualidades de una gran porción de poesía norteamericana: el dibujo acabado, la ausencia de abundancia, el retorno a un lenguaje simple y directo que ha sabido ahogar toda literatura. Masters mantiene su propia poesía no sólo con la precisión psicológica de sus tipos, de sus pequeños cuadros y dramas poéticos, sino también con la orgullosa modestia de una mirada que penetra tan hondamente en su mundo pequeño que realiza el milagro de elevarlo a categoría universal.

 Sandburg toma de Whitman cuanto necesita para realizarse, prolongándolo, enriqueciéndose en su admiración y enriqueciendo a su vez la música del autor de Leaves of grass. La voz de Whitman renace en los poemas de James Oppenheim. También la voz de la Biblia, por boca de los salmistas, se escucha detrás de los largos versos de este guerrero místico que acepta y cultiva, como Masters, una poesía de asunto, tan íntima que, a menudo, nos obliga a reconocernos en ella, sirviéndonos de espejo:

      And as in a trance 

      I hear these boys                   

      knocking asunder the world 

      I lived in.                

      And opening up a larger 

               [world of mystery                       

      and passion...                

      And yet so soon as 

      I see this larger world                        

      I know it is mine also...              

 La preocupación de Lindsay es diversa. Aparta los elementos dramáticos de sus compañeros y se inclina esencialmente a la busca y práctica de ritmos actuales. Su poesía, inspirada en las disonancias del jazz y en las sugestiones de la danza de los negros, es un intento de arquitectura musical. Primaria y refinada a un tiempo, se opone a la de Alfred Kreymborg -el más original de los jóvenes insurgentes, lo llama Untermayer- que traza dibujos musicales sin sombra de contrastes, sin atrevidas disonancias, y que conduce una gracia lineal deliciosa, infantil.

 Si una porción del movimiento renacentista se define a la vista de la poesía de Whitman, en otra porción la música de Emily Dickinson parece haber anticipado el tono. En cierto modo -ya se ha dicho- Emily Dickinson es, en el tiempo, el primer poeta imagista. El uso de un lenguaje sencillo, el mismo de la expresión hablada, sólo que empleado con exactitud y sin éxtasis decorativo; la no insistencia en el uso del verso libre como la única forma de expresión poética; la libertad de selección del sujeto de poesía -cualquiera puede serlo en manos de un verdadero poeta-, el uso de imágenes exactas y particulares; y el afán de concentración, esencial en poesía, fueron las reglas de los poetas imagistas, y, en muchas ocasiones, la dirección, si no única, característica de la poesía norteamericana moderna. El poeta Ezra Pound forma el grupo que integran tres poetas ingleses, Aldington, Flint, Lawrence y tres americanos, John Gould Fletcher, H. D. y Amy Lowell. De las dos mujeres, H. D., Hilda Doolittle, permanece fiel a las normas de su grupo y realiza poesías perfiladas, verdaderos poemas imagistas. Como un poco de agua, Amy Lowell se entrega a todas las formas sin dar tiempo a que el vaso, conteniéndola un momento, la deforme.

 Radicado en Europa, Ezra Pound, amigo de James Joyce, es el Ulises de esta poesía. Curioso, inquieto, viaja por los caminos de Europa y de su literatura, estudia a Lope de Vega... Su nombre trae a la memoria, por asociación de afinidades y destinos, los nombres de otros poetas que como él han vivido Europa o en ella: T. S. Eliot, Ernest Hemingway. También, por razones de geografía, el de Sherwod Anderson.

 Viajes diversos llevan a Pound y Eliot a preocupaciones poéticas que no están lejos de las europeas. En cambio, Anderson prefiere conservar la mirada virginal característica de la poesía norteamericana, opuesta a la mirada llena de ironía, de química, que quisiera para sí la poesía europea. Virginidad y pureza son los términos que pueden calificar, de pronto, estos dos mundos. Poesía virginal la americana. Poesía que pretende realizarse a fuerza de pureza, la europea. Dos términos que no sólo difieren sino que, a menudo, se oponen.

 Como Edgar Poe, Thomas Stearns Eliot es, al mismo tiempo que un poeta, un teórico de la composición. A menudo, sus conclusiones son exactas de claridad y síntesis. Quisiera Eliot, en el momento de la creación, separar el hombre y sus pasiones de la mente que crea, con el objeto de que ésta aproveche con mayor lucidez y trasmute las pasiones que la alimentan... Y añade, «no es la magnitud ni la intensidad de las emociones ni los componentes, lo que importa, sino la intensidad del proceso artístico, la presión, por decirlo así, bajo la cual tiene lugar la fusión». Su poesía está llena de la lucidez que exige al espíritu que crea, y de una ironía que impide a la pasión, siempre presente, desbordar. Ningún poeta de Estados Unidos logra una lentitud tan precisa, tan completa en sus expresiones, ni la elegancia natural de movimientos y de imágenes. Todos los espasmos, todos los relámpagos están previstos.

 El país donde florece la poesía ha llamado a los Estados Unidos Enrique Díez-Canedo. El país donde florece y fructifica la poesía. Sin duda, la cantidad de poetas hace difícil una mirada atenta. Los críticos y antologistas -Untermayer, Monroe, Lowell, Aiken, O'Neil- detienen su información, injustamente, un momento antes de presentar a los poetas más recientes. En las antologías clásicas no aparecen poetas como John Dos Passos o E. E. Cummings de aguda sensibilidad, fino producto el segundo de las conquistas nuevas de la poesía.

 En compañía de Elliot Paul y Robert Sage, Eugène Jolas dirige en París la revista Transition, tiene treinta y cuatro años y acaba de publicar, para la casa KRA, una antología de la nueva poesía de su país. Bajo una corteza del mismo color naranja, la casa KRA publicó hace algún tiempo dos selecciones de escritores franceses, una para la prosa, otra para la poesía, que se mantenían por buenas razones de arquitectura crítica, por su criterio riguroso y hasta por sus omisiones distinguidas: Cocteau, Breton, Lacretelle y Crevel no aparecen representados en la antología de prosistas. La colección que se ha confiado al gobierno de Jolas parece dichosa de abrir sus hojas a todos los poetas americanos que se han colocado al alcance de su mano, de su memoria y de un conocimiento del francés poco común en los norteamericanos. Entre los poetas escogidos -al fin la puerta es ancha- el mismo traductor. Ocurre pensar que, acaso, un afinado sentido de la modestia decidió a Jolas a abrir de esa manera el compás de su admisión con el objeto de que su presencia pasara inadvertida o, si advertida, perdonada.

 Pero una Antología no es nunca un banquete al que pueda asistir cualquiera que pague su cuota. El poeta propone y el crítico dispone. Para justificar su amor a la cantidad y a la superficie, Jolas debió pensar un título irónico para su colección. Supongamos: Estadística de poetas norteamericanos, o de otro modo, Catálogo y muestras de poetas norteamericanos.

 De la vertiginosa estadística a que se entrega el poeta americano podemos sacar informaciones curiosas. Por ejemplo, que Countee Cullen, nacido en 1903, es el más joven de los poetas negros americanos. Que George Dillon lo es más que los tiernos poetas mexicanos o españoles que parecían tener una edad inimitable. En fin, que Eugène Jolas, no contento con exponer 126 poetas, ha traducido ligeramente uno o dos poemas de cada cual, y que las muestras que hace llegar a nuestros ojos apenas sí presentan al poeta. ¿Cómo pedir que lo representen si Jolas no se preocupa de elaborar sino un Échantillon réduit? Alfred Kreymborg aparece en el catálogo con sólo un poema, como Amy Lowell, James Oppenheim, E. E. Cummings, T. S. Eliot, Robert Frost, Hemingway, Edgar Lee Masters, Edna St Vicent, William Carlos Williams... y Eugène Jolas. Ezra Pound, Sandburg, H. D. y Anderson merecieron, por una concesión inexplicable en el coleccionista, dos poemas. Jolas olvida que un poema bien traducido se convierte en medio poema: el cambio de palabras y de ruidos lo reduce, cuando menos, a una pálida mitad. Ahora sólo falta de decir que las traducciones de Jolas reducen más de la mitad.

 El propósito expreso del coleccionista fue reflejar el espíritu poético de los últimos quince años en los Estados Unidos y dar a conocer en Francia a los principales poetas que se revelaron durante el renacimiento de 1912. Pero la superficial ambición de Jolas, entregándose a una pasión numérica, se convierte al fin en su enemiga, ensombreciendo su idea de la nueva poesía americana. Un buen número de poemas de Lindsay, Lowell, Masters, Sandburg y Frost habría bastado para dibujar la estación más intensa, no la única ni la más fina de la poesía americana. La preferencia de Jolas por cierto grupo o, al menos, por ciertos nombres de poetas nuevos, habría sido útil para orientar, así fuera sólo por reacción, a los nuevos visitantes de la poesía norteamericana. Y no es esto todo. Asombrémonos. La única preocupación que en Jolas parecía perfecta y que consistía en no olvidar a nadie, resulta mutilada. El afán de prestar atención a poetas imprecisos lo hace olvidar a otros importantes, definidos ya -como John Dos Passos- y a una mujer más joven aún que los más jóvenes poetas que presenta: James Feibleman, Braving Imbs, Countee Cullen, George Dillon. Niña prodigio, nacida en 1910, Hilda Conkling, la olvidada, escribía ayer deliciosamente:

    The world turns softly                

    not to spill its lakes and rivers.               

    The water is held in the water.               

    What is water,               

    that pours silver,                         

    and can hold the sky?                

 Esperábamos de Jolas un mapa ordenado de la poesía norteamericana y encontramos una nebulosa: deseábamos una guía de poetas y encontramos una mediana estadística.

 1928

  “Guía de poetas norteamericanos. A propósito de Anthologie de la nouvelle poésie américaine de Eugène Jolas”, Contemporáneos, núm. 11, de abril de 1929 (pp. 129- 131). Obras: Poesía, teatro, prosas varias, crítica, FCE, 1953 [Ed. Electrónica 2015]. 

jueves, 25 de marzo de 2021

Góngora, Einstein y los chinos

 

  Alfonso Reyes


 Hoy no sobresalta a nadie la afirmación de que el cerebro humano puede aprender a pensar “de otro modo”. Y aunque acaso nunca lo había establecido la filosofía tan categóricamente como en las palabras de Bergson, estos sabios de la media calle —los viajeros—, contrastando de pueblo en pueblo hábitos y noticias, hace mucho ya que lo sabían.

 No era ello una novedad para los misioneros que se entraban por las selvas de América, esforzándose por vaciar en los moldes del cristianismo el contenido mental, que por todas partes los desbordaba, de la teología indígena, y tratando de ajustar a la cabeza de sus catecúmenos el casco de acero de la religión importada.

 No lo era para los aventureros que arriesgaron por primera vez la vuelta al mundo, y fueron a dar, en las escalas de oriente, con unos sistemas de razonar que apenas les parecían gobernados por la razón, y con una visión de las cosas que todavía hoy, si nos asomamos a ella desprevenidos, casi nos provoca los vértigos de un abismo de locura y de frenesí.

 Tampoco lo ha sido para los investigadores de esos viejos pueblos llamados primitivos, pueblos que, en su aislamiento, perpetúan extrañas maneras de entender la vida y la conducta. Ejemplo expresivo el de los griegos, con quienes nos creemos tan familiarizados: ¿tenían ellos la misma representación del color que podemos llamar moderna? William Gladstone se espanta de la escasez y vaguedad cromática de la Ilíada y de la Odisea, donde parecen predominar el blanco y el negro, y donde las designaciones del color son, a veces, tan desconcertantes, que el físico William Pole acabó por creer que Homero era daltoniano, y no ciego como la leyenda lo hace. No nos cabría entonces más consuelo que la seguridad de que también las abejas, obreras pacientes de la miel, padecen —al decir de los especialistas— la limitación llamada dicromática. 1

 La exactitud, de que el espíritu occidental se precia tanto, más bien era cosa despreciada por los chinos clásicos. Pero la exactitud misma ¿es una ajustada descripción de la naturaleza y de los fenómenos sensibles, o es sólo una abstracción en el sentido en que lo es la geometría euclidiana?

 El sacerdote inglés Arthur H. Smith no se cansaba de advertir que la falta de unidad en las conmensuraciones era una característica de la mente china, y hasta “una fuente de placer” para aquellos hombres remotos. Yo me figuro que los dos teléfonos diferentes de la ciudad de México deben de producir al turista un desconcierto semejante.

  Por todas partes le salían al paso al Dr. Smith las diferencias entre la ideación europea y la asiática. Y lo que más le asombraba era cierto desconocimiento general de las relaciones de causación:

  —¿Por qué se habrá caído esta teja? —preguntaba.

  —Porque se ha caído —le contestaban, seguros de haberle dado una explicación suficiente.

  —Me dijiste ayer que vendrías a verme. ¿Por qué faltaste?

  Y la respuesta: —Porque falté.

 Como en el ejército chino la altura de la clavícula es un dato esencial, y el soldado “está completo sin la cabeza”, un hombre que había servido en las filas no podía convencerse de que su talla fuera otra que la medida de los hombros abajo. Un labriego que vivía a 45 li de la ciudad pretendía habitar a una distancia no menor de 90 li, porque para él todo viaje tenía que ser un viaje redondo, de ida y vuelta.

 Puede asegurarse que hay intuiciones de metageometría en estas posibles inexactitudes. Una de las rutas mandarinas más importantes era computada en 193 li de norte a sur, y en sólo 190 de sur a norte, porque en un sentido se andaba cuesta arriba, y cuesta abajo en el otro. De suerte que la dificultad y el esfuerzo alteran el concepto de la pura y simple dimensión. Aquí no hay Euclides que valga.

 Aquí el continuo espaciotiempo, novedad de nuestra geometría einsteiniana, se siente y se respira en el aire. Aquí se da ya el caso que preveía el poeta Maeterlinck —incorregible aficionado a la ciencia— cuando aseguraba que la “cuarta dimensión” ronda ya la sensibilidad de los hombres, se insinúa en ella poco a poco, y un día acabará por parecer evidente.

 ¡Qué lejos estamos del modo de pensar que hasta hoy se ha considerado propio del occidente! Góngora —en cuyo sistema poético hay una contextura matemática que está todavía por estudiar, una cierta facilidad para el logogrifo aritmético y para ese malabarismo algebraico que se llama “sustitución de incógnitas”— pone así la corona a Euclides: “Desde Sansueña a París, / dijo un medidor de tierras / que no había un paso más / que de París a Sansueña.” Quiere decir, conforme a la geometría de ayer y reduciendo el caso a su última instancia, que entre dos puntos determinados sólo se puede trazar una recta, y que la recta es el camino más corto entre dos puntos. Pero he aquí que en la naturaleza las cosas se dan en especie más complicada; he aquí que hoy la física —o la filosofía natural— ha llegado a la conclusión de que la geometría euclidiana sólo es defendible prácticamente hasta donde lo era la noción de la tierra plana entre los antiguos: porque sirve y basta para las pequeñas cosas diarias, porque basta y sirve para andar por casa. En la superficie plana —concepto abstracto— la recta es el camino más corto.

 Pero en la superficie de curvatura variable —lo único que el fenómeno natural nos ofrece— hay que abandonar la recta, que ha perdido todas sus propiedades, y hay que optar por la “geodésica”, que viene a heredarla y a ser el camino más corto.

  Todo punto material en libertad camina siempre, en el universo, por el atajo de la geodésica, conforme al principio de economía, de Fermat, tan válido en física como en biología y psicología. Y todos los marinos saben que, entre Lisboa y Nueva York, la senda más breve, en virtud de la redondez terrestre, no es una recta, sino una curva; y ni siquiera la curva trazada hacia el oeste directamente sobre un paralelo, sino una curva algo torcida hacia al noroeste.

 Después de todo, la geodésica no es más que el misterioso “intervalo” de Einstein —único dato rígido en este su universo elástico—; y la recta sólo viene a ser un caso privilegiado de la geodésica, un caso protegido, un producto aséptico. 2

  

  1 C. Villalobos Domínguez, “Los colores que veían los griegos”, en Nosotros, Buenos Aires, V-1930.

  2 ¿No he oído decir que el mismo “intervalo” se ha rendido, último reducto de la geometría clásica? —1940.

 

 El Nacional, 1939. Recogido en Los trabajos y los días, Tomo IX, O.C.  

 

sábado, 20 de marzo de 2021

viernes, 19 de marzo de 2021

Escalera

 

   Eugenio Florit

 

    ESCALERA (Tocata y Fuga) Por Genaro Estrada.

Ediciones del Murciélago. México, 1929.


  Dijo al final de "Crucero", su libro anterior:

 

      "Para seguir la derrota del aire

       ven a ver que va llegado el momento".

 

 Y ya llegó el momento anunciado. Genaro Estrada —ya casi todo él mismo— construye su escalera para el definitivo salto. Y aún antes de él, al abandonar cada peldaño, son fugas, también, y ensayos de la gran fuga final, en la que va a "dejar la tierra por seguir el viento".

 

  Es un libro —un poema— perfectamente hecho. Completo. Y personal. Ahora, si le vemos en ocasiones dando el brazo a Góngora, no lo hace influido por él; gusta de su amistad y no quiere abandonarlo por completo. Realmente, es tan buen compañero este Don Luis! Pero, eso sí: a ratos, nada más. Y tan así lo entiende G. E, que va solo en momentos difíciles de su insomnio, cuando mira

 

     “el avance pausado

     de la noche redonda".

 

y se siente fuerte y dueño de sí.

 

   “Emulando al nadador preciso que en la piscina

    une en arco los brazos con las manos en flecha,

    me arrojaré en un súbito ademán temerario         

    en elástico salto, a la fuga del aire".

 

 Y le servirá de trampolín su misma escalera, proyectada en un vacío de sombras y silencio.

 

   Porque eso es el libro de G. E.: sombra y silencio. Inquietud azorada de la noche, cuando vamos a poner

 

      "la mano en la cortina

      para salir del mundo".

 

 Y profundidad. Podríamos decir que su profundidad absorbe las otras dimensiones. Hecho todo el poema con juegos de sombras, álzase la escalera hundiéndose en un espacio donde

 

         "arcángeles de la ausencia

          azules sombras proyectan".

 

  Y es ahí, al extremo de la escalera, al alzar los brazos para el salto, dentro del silencio del amanecer inquieto de presagios, cuando el poeta Genaro Estrada se acuerda de su amigo, y le apena irse solo.

 

     —Viene Ud. conmigo, Don Luis?

     Y, Don Luis: —Voy contigo.

 

  Y, "prendidos en el cable que se ofrece", escapan "a la inédita aventura" y "en un salto violento", dejan "la tierra por seguir el viento".—E. F.

 

  Revista de Avance, Núm. 38, septiembre de 1929, p. 279.



sábado, 13 de marzo de 2021

En el centenario de Darío

 


  Carlos Pellicer 


 Creo que este Encuentro tiene la importancia de un recuerdo necesario, ya que los poetas más jóvenes a veces parecen o desconocer a Darío o despreciarlo o depreciarlo. Yo creo que el modernismo inició un nacionalismo superior en toda América, y también un continentalismo que antes no habíamos tenido. El nacionalismo aparece cuando todavía algunos de los mayores poetas del movimiento eran jóvenes. El caso típico es el caso de Lugones. Después de Los crepúsculos del jardín, casi toda su obra es de inspiración argentina. En Darío encontramos la gran voz continental; probablemente si en la oda “A Roosevelt ” no se hablara de Netzahualcoyotl o de Cuauhtemoc, los iberoamericanos —me refiero a la mayoría— no sabrían nada de estos tipos geniales del mundo prehispánico de México.

 El Canto a la Argentina y sus homenajes a España, le dan a Darío un sitio único en la poesía castellana, porque son testimonio apasionado de amor hacia hermanos de un lado y otro del mar.

 El afrancesamiento del autor de Prosas profanas cada día me parece más relativo. Su parte decorativa, que en el poema “Divagación” es más aparente que real, a través del tema del amor femenino, nos entrega una vez más a un poeta de aliento universal. Este extraordinario poema no ha sido completamente entendido a causa del esplendor que del uso de la palabra hizo este príncipe –entendiendo esta palabra como principal–, este príncipe del idioma.

 Los malhablantes de Rubén Darío o desconocen no sólo al poeta, sino al hombre de América que en gran medida fue él. Poemas importantísimos y casi completamente olvidados como el dedicado a Colón, en el que retrata de forma de tan terrible la situación casi permanente de los gobiernos criminales de nuestra pobre América, y en el que las cosas se dicen, qué maravilla, con tanta crudeza como belleza.

 La oda "A Roosevelt”, otro testimonio de su conciencia continental y de su protesta contra el ahora decadente imperialismo norteamericano (creo que Vietnam está diciendo las primeras últimas palabras); el prodigioso poema con que se inicia la serie de “Los cisnes” en Cantos de vida y esperanza, poema que tal vez no tiene par en toda la lírica del mundo, y en el que se nos recuerda que si ya no hay gente valiente “tantos millones de hombres, hablaremos inglés”… Ojalá que este centenario, pienso yo, sirva fundamentalmente para conocer en toda su importancia la obra de aliento humano que tal vez muy pocos jueces y menos lectores han apreciado como verdaderamente merece.

 No creo exagerar si afirmo que el modernismo es el punto inicial de toda una liberación literaria entre nosotros, en todos sus aspectos. Y si hoy en términos generales la narrativa en nuestros países está, indudablemente, por encima de la poética y esa narrativa tiene ya importancia internacional –además, esto no lo digo en forma peyorativa, pero es mucho más fácil traducir un cuento o una novela que un poema–, por lo que significa como testimonio de libertad de expresión en todos los ámbitos, esta libertad de expresión es necesariamente –creo yo– una consecuencia de la voz liberadora de Rubén Darío.

  Está en Darío también la voz cristiana y muy honda. No podría yo entender sus sinfonías sin ese instrumento. El trópico es pagano con cierto desnivelado cristianismo informal, pero que nubla los ojos. Para mí, cristiano, las cristiandades de Rubén Darío me conmueven por sinceras. Como se ve, Darío fue y será siempre voz de América. Para mí, la más alta de Nuestra América –como lo aprendimos a decir en Martí–, y el encuentro con tan gran poeta, su encuentro total no podía ser en la Nicaragua donde el asesinato de Sandino es la negra condecoración que los delfines heredaron –esos que son los detentadores del poder político en la ahora tan desdichada Nicaragua.

 Es aquí, sin duda alguna, en Cuba, ejemplo para todos nuestros pueblos, donde la gente ha comenzado ya a vivir de otro modo, dentro de la práctica inicial del socialismo, donde escuchamos –aquí sí– todo el aliento y toda la fuerza de la voz de Rubén Darío, en toda su plenitud humana, positiva —sí, aquí en Cuba–, y elevadamente humana; y no solamente para oírla, sino –creo yo hoy y lo creeré siempre– para tenerla en cuenta en todo momento.

 Leído el 18 de enero de 1967.

 

 Encuentro con Rubén Darío, Casa de las Américas, 1967, pp. 15-17.


viernes, 12 de marzo de 2021

martes, 9 de marzo de 2021

Carlos Pellicer. Apuntes para un viaje iniciático

 


  Pedro Marqués de Armas 


 Hay un salto paralelo en Pellicer, siguiendo a Tablada. Así lo observó Gabriel Zaid, su crítico más certero, en un ensayo al que habrá siempre que volver. Ese salto es pronunciado en Tablada, que cae de pie en la vanguardia, mientras se produce de modo gradual en Pellicer. Salto hacia los elementos, fue también el resultado de un viaje que hermanó las experiencias de ambos poetas, con estaciones en Nueva York, donde se acercan; La Habana, que visitan por separado pero al mismo tiempo; y Bogotá y Caracas, a donde se dirigen el uno como secretario consular y el otro en su misión estudiantil.

 Para Pellicer, es la primera de sus innumerables giras por el mundo, y la primera de sus muchas estancias en Cuba. Un periplo que afianza su vocación, y cuyo efecto será Colores en el mar y otros poemas (1921), libro todavía modernista pero ya –como dice Zaid- con notables poemas de vanguardia.

 Acotado entre 1915 y 1920, el orden que Pellicer le daría antes de publicarlo, haciendo visible su condición de cuaderno de viaje -es decir, su carácter diacrónico y referencial-, lo aproxima al modo vanguardista. Si un mar todavía simbólico y ciertas formas estróficas lo mantienen en órbita al modernismo, la secuencia de desplazamientos y, sobre todo, su variada articulación, lo convierten en un producto inédito. En este sentido, destaca esa prosa intercalada tras los versos iniciales que, como preludio a los poemas-"lugares" que singularizan al paisaje (Curazao, Los Andes, etc.)anuncia las diferentes "playas" de la travesía.  

 Todo una narrativa acompaña al descubrimiento que Pellicer hace del entorno. Se entreveran la mirada celebratoria de la Historia que, en su afán de ser también ella naturaleza, sobrepasa a menudo a la Geografía; y la simultánea capacidad para captar los elementos anímicos, más vívidos, del ambiente. En cualquier caso, tonos o rasgos que acaban por transferir el modus modernista y el peso de la tradición a las exigencias de las nuevas expresiones.

 Oda y esquema, alabanza y dibujo, color y relieve. Para ello dispone de recursos que, si bien solo consigue plenamente a partir de Piedra de Sacrificios (1924), ya están presentes en Colores en el mar: la idea de escala, que permite ajustar el mapa a los detalles y accidentes; la idea del paisaje como juguetería, que invita a la alegría y el juego con sus componentes, a una cierta magia cubista que apenas violenta la sintaxis; o los panoramas aéreos con sus cambios de perspectiva.  

 Volcado al exterior, Pellicer hace del mundo su casa. Y del “entrañable trópico” al que vuelve una y otra vez, su espacio de creación. Construye una geopoética, motor de su poesía, que adquiere las más variadas formas del ánima: trópico-solar, trópico-abismo, trópico viajero, milagrosa extensión de un lugar llamado Tabasco.

 “Gracias, ¡oh trópico!,

porque a la orilla caudalosa

y al ojo constelado

me traes de nuevo el pie del viaje…”

 A su paso por Cuba en esa primera estancia, escribirá un poema que, aunque no califica de vanguardia contiene ya discreta dosis de los recursos referidos. Titulado “El sol! El sol! El sol…!”, apareció originalmente en El Maestro (Año I, Núm. 2, mayo de 1921, p. 204), con un calce que especifica el lugar y momento de su escritura: “La Habana, 1918”, y a continuación, sin título, entre los fragmentos iniciales de Colores en el mar.

 Por su forma y ubicación, obedece sin duda al intento de denotar las etapas del viaje. Si la prosa introductoria preludia pero también resume todo el trayecto, “El sol…” remite a la huella de su paso por La Habana, acaso al umbral de esos poemas que se acercarían cada vez más a los lugares precisos y siempre más vigiles de la experiencia.

 Así como la prosa enumera las diversas playas (“Playas de México, playas de Colombia, de Venezuela —repúblicas inolvidables a donde llevé durante dos años la representación de los estudiantes mexicanos—, playas de Cuba, sonoras playas del Atlántico…”), el poema revela la condición solar de esa incipiente aventura:

 El Sol! El Sol! El sol!...

Detrás de un arrebol

llegó aquel joven sol.

 

Y el alba al encender

el gran faro del día

en la noche del tiempo,

todo lo desoía;

y yo volví a nacer.

 

Nubes en sol mayor y olas en la menor.

La vida era tan bella como

el amanecer.

 

Pareció que en el mar

se bañasen mil niños;

así las olas eran

infantiles y claras de gritar.

 

Y una mujer pasaba

toda dominical.

  Viaje augural, marca su nacimiento a la luz tropical en oposición a la “noche del tiempo”. Si en Tablada el “paisaje” es síntesis de impresiones visuales aquí resulta, si no ya aire y transparencia, apenas rastro arenario, o a lo sumo el recuerdo de un día que difumina, como en un cuadro de Sorolla, el cuerpo de los niños bajo el agua.


 En el Metropolitan Museum, a Pellicer le deslumbran los cuadros del pintor valenciano, concibiendo el soneto “Paisaje de Joaquín Sorolla”. No lo incluye en el libro, pues escribe otras estrofas inspiradas en sus pinturas que acaso consideró mejor logradas. Estas se ubican a continuación de “El sol”, recalcando una visión marina (edénica) que, en cierto modo, fusiona el Mediterráneo y el Caribe:

 “Es un mar levantisco que ni con malecones

 ha podido aquietarse: es un mar muy latino” (…)

 “Las chiquillas son Evas y los niños Adanes,   

pero ellos no lo saben. Delira el carmesí.”

 En Cuba pasó Pellicer una larga semana. Había partido de su país el 3 de octubre de 1918, y tras casi dos meses mayormente en Nueva York, desembarca en La Habana procedente de Key West el 29 de noviembre. Su observación de la ciudad no rezumará alegría, salvo en relación al encuentro con su admirado Salvador Díaz Mirón, entonces en su exilio cubano. En carta a su madre, escrita a solo tres días de haberse marchado, le expresa:

 “En la Habana me divertí muy poco, pero tuve la gran dicha de conocer y hablar largamente con el gran poeta Salvador Díaz Mirón. Lo busqué inmediatamente, me trató con mucha cordialidad y pasé en su regia compañía, ratos que nunca se borrarán de mi espíritu. El poeta está muy abatido. Tuvo la gran bondad de recitarme algunos de sus poemas soberbios, y yo le prometí enviarle mis marinas, que desde que existen están dedicadas a él; no le recité mis versos, por respeto, pero sobre todo por timidez... Los aguiluchos no debemos ascender hasta los cóndores.”

 Vuelve a resumir su experiencia, medio año más tarde, en misiva a Antonio Castro Leal:

 “Ciudad ambigua y escotada, llena de peripecias vulgares, así como de inteligencias indiscutibles. Allí tuve la dicha insigne de conocer y tratar al poeta colosal y maravilloso Salvador Díaz Mirón. De su conversación torrencial y deslumbrante, guardo un recuerdo cenital. Me recitó varios poemas nuevos, que me hicieron afirmar mi creencia de que Díaz Mirón es un poeta sin decadencia, a pesar de sus sesenta y cinco años.”

 ¿Cuáles pudieran ser esas peripecias que tilda de prosaicas? ¿De qué ambigüedad nos habla? Es difícil saberlo. No lo atrapa, como sí a Tablada días más tarde, la huelga general en apoyo a los ferroviarios, sino la fundación del Coney Island Park que tanto gente arrastró hacia las playas. ¿O alude acaso a lo que estos versos –escritos alrededor de 1923- insinúan?:

“En Cuba bailé un danzón

—impresión de baño de mar—,

adivinad: punto y guion.

La Habana

con su abanico suave

y su mujer imposibilitada

para ser Beatriz”. 

 En fin, no será en este, sino en viajes posteriores que su simpatía despierte. Como traslucen otras referencias, disfrutó de los mejores hoteles y en su ruta a Sudamérica -hacia la que sigue rumbo el 6 de diciembre- lo acompaña un grupo de monjas mexicanas que, tras algún tiempo en la isla, se dirigen a donde él.

               (El Fígaro, 24 diciembre 1922)

 En todo caso, tiempo y memoria hacen lo suyo y ya en 1924 -mientras tanto ha hecho otra breve escala en diciembre de 1922- escribe aquel poema todo él dedicado a Cuba: el fragmento 19 de Piedra de Sacrificios. Aún más visiblemente biográfico, compuesto por poemas-viajes que constituyen estaciones-género –cantos, baladas, elegías, variaciones, etc.-, asistimos en este cuaderno a la misma tensión Historia/Geografía que, entretanto, había alcanzado una decidida proyección moderna.

 La estación “Cuba”, sin embargo, no es de las más incitantes, dominada como aparece por los habituales estereotipos poscoloniales. A diferencia de “Impresión de La Habana”, donde los tópicos dan paso –sin solución de continuidad- a la osadía de un experimento de por sí irónico, naufragamos acá en lugares comunes: 

Cuba divina,

tierra naval y bailarina.

Bajo las noches del Atlántico

tu azúcar endulzó mi sed marina.

Mi sed amarga que alzó gritos

sobre el amado Sur

y halló solamente un dolor infinito

bajo una cínica quietud.

Galeón de atesoradas maravillas,

de tu alta proa sale el sol.

Bello navío pirateado

por un pacífico ladrón.

Cálido buque de los trópicos,

tórrido signo de pasión,

en tus palmeras inflamadas

que un sol de ocaso abanderó

grabé a crecer mi santa cólera

y mi soberbia maldición.

Te estranguló con mano higiénica

el yanqui cínico y brutal.

Civilizáronte y perdiste

tifo, alegría y libertad.

Cuba divina, tierra naval y bailarina,

entre el danzón de tu apogeo

corre la sombra de tu ruina.

 El conjunto adolece de complejidad, lo que no puede decirse de otros fragmentos de Piedra de Sacrificios, aun cuando los presida la misma oposición a los “gustos yanquis”, y los recorra, por tanto, un acusado pathos identitario. Al punto que versos como los ya indicados sobre el “suave abanico” de La Habana (ciudad “escotada”, decía en la misiva) y su mujer “imposibilitada” para ser Beatriz, señalan al menos un repliegue interior: el de la prostitución. Tal vez –si seguimos leyendo- un deslizamiento hacia ese “otro” que era el lugar del trópico dentro de la vertiente exotista del modernismo: 

(Allí han estado Cleopatra Faraona y Teodora Emperatriz.)

El que de Roma va pierde su Roma.

Cigarro y hembra viva; madrigal de Hafiz.

 

 En un poema de 1932 conseguirá una imagen más elusiva y resuelta: 


“Campo de espigas

por todas partes,

siempre.

En Groenlandia y en Cuba,

en lo actual invariable,

por ti.”

 (“Tres recuerdos”)

 Para entonces las escalas se habían sucedido. En una de ellas (septiembre de 1929) da a conocer “Poema pródigo” y “Grupo de palmeras”, sin dudas dos de sus grandes creaciones. Dedica el primero a Luis Cardoza y Aragón, todavía en La Habana, y lo entrega a los amigos de Revista de Avance, quienes en esas escasas horas en la ciudad lo agasajan con un almuerzo en el restaurante “La Isla”:

La hora oblicua se bisela a fondo.

Y yo surjo en el codo del camino

y canto en mí el principio de mi canto

y llego hasta mis labios y soy mío.

Jocunda fe del trópico, ojo dodecaedro,

¡justísimo sudor de no hacer nada!

Y el sabor de la vida de los siglos

y la orilla gentil y el pie del baño

y el poema.

 Un mismo pie, el trópico. Pero también una geografía afectiva, con todos sus accidentes físicos y humanos. Luminoso y límpido, la conquista del espacio en Pellicer será primordialmente amorosa. Una inmersión en los elementos. Como señala Paz, alcanzará, al paso de las estaciones, esas cualidades tan raras de encontrar en cualquier otro poeta moderno: “la humildad, el asombro, la alabanza al creador y a la vida”.


lunes, 8 de marzo de 2021

Un nuevo poeta de América

 


 Gabriela Mistral 


 Una adolescencia como de hijo de Plutarco, sombreada de grandes ejemplos. Una juventud sin alcohol y sin tabacos, casi vivida en la palestra. Limpio pulmón para el canto, boca firme para el canto y la curtidura del buen sol azteca en la cara.

 Cada día la pasión de lo heroico alimentándose de carne del pasado y del presente. Dijo “padre” a Bolívar a los veinte años, y tanto le pidió confortación, que un día le ha aparecido en su propio suelo “padre” vivo que lo acompañe y lo reconforte en Vasconcelos.

 Amando mucho a Darío y volviendo la cara atenta a cada estrofa grande de este tiempo, su pasión verdadera, sin embargo, se detiene en los héroes y con ellos se queda. No me sé yo mejor el Padrenuestro de lo que él se sabe biografías americanas. El venezolano mayor le ha llenado el corazón de nacionalismos y le ha dado su pasión de la América toda. Como se sabe las anécdotas, las cabalgatas y las penas de Bolívar, se sabe la tierra nuestra, y podría caminarla hasta la Patagonia, solo, en un buen caballo pampero.

 En su biblioteca Europa cuenta poco y el Asia menos: pero es difícil que le falten las canciones mayas o colombianas del pueblo, su Humboldt, su catecismo yucateco y su Horacio Quiroga.

 Tanto miró hacia el sur con deseo de estuario del Plata y de la cordillera, que, con suerte de Aladino, se ha encontrado caminando despierto todo lo que caminó dormido y ya conoce su Colombia y su Iguazú y su montaña chilena.

 Pero esta religión de lo heroico lo hubiese ensombrecido de gravedad prematura si la adolescencia no se desquitara en él con juegos repentinos, gracias a los cuales la frente no se le madura de entrecejo. Con dos tercios del alma anda por los caminos de piedra de la historia; con el otro salta sobre el árbol grotesco del estridentismo a cortar sus manzanas geométricas, sus flores cuadradas; así ha aguardado su contento.

 No quiere aceptar las fealdades de la raza; de tanto andar por la tierra pintada del trópico, la América, que más parece una pitahaya magullada, es para él la jícara de Uruápam. Le sobra ímpetu para dar el salto de doscientos años y ver el continente limpio y salvo, vuelto sobre la tierra más bendita del mundo. Algunas quejas suyas sobre las miserias americanas andan por ahí en sus libros, no son serias; lo verdadero es su optimismo, de puro generoso, desenfrenado.

 La Gracia entró en su casa, y su madre debió hallarla alguna vez sentada a su cabecera. Es ella quien le pone en la mano dormida las más bellas metáforas. Tiene el ritmo cuando lo quiere y acepta la rima tardíamente, pero a la metáfora magnífica anda abrazado, como a una novia.

 Como lo más legítimo en él es, bajo apariencias burlonas, la nuez roja de lo trascendente, aquí pongo sus estrofas graves mejor que sus juegos.

 “Estrofas al viento del otoño”

 Suele aparecer en el continente enloquecido de contrastes, un mozo como éste, de limpios pulmones, de aliento entero, magnífico galopador del verso, genuino mozo de América sin becquerianas y sin ajenjos.

 Nació en el trópico y en región de lindas mariposas; se le ha quedado esa encandiladura de los ojos que lo hará andar triste toda su vida por el boulevard de París. Sus sentidos fieles andan preguntando por la luz a cada cosa con que se encuentran, como por una madre. Para vengarse de cuanto se le queda sordo bajo este cielo pesado, él se encerrará en su cuarto de París a poner metáforas azafranadas y rojas en las hojas de un cuaderno.


  Repertorio Americano, 25 de junio de 1927.