Bernardo Ortiz de Montellano
Carlos Pellicer, el poeta viajero de la generación nueva de
México, al regreso de alguna escapada a los mares desconocidos acaba de publicar,
en París, su quinto libro de versos: Camino
al amparo de los mismos dioses que protegieron el desarrollo de su libro
anterior: Hora y 20 la mejor selección,
hasta ahora, de los diversos tonos de su poesía.
Del guion preciso a la
ausencia de puntos de los sueños, la nueva poesía puede reducirse,
esquemáticamente, a signos ortográficos. A la de Carlos Pellicer correspondería
la admiración, una admiración sin interrogaciones, feliz nada más con los
sentidos que la proyectan hacia todos los caminos de la sensualidad y del paisaje
—música, forma y color— en salto ligero y sin concentraciones, de ojos abiertos
siempre, ilimitada a la corriente de formas exteriores que circulan por su piel
como a la propia fluencia de sus idealismos.
En sus poemas de viaje por América tan pronto
ordena el paisaje de Curazao como desmorona la Bahía de Río de Janeiro siempre
en plena acción de juego protectora, frente al temperamento romántico y
tropical que le domina, de la modernidad de su poesía. En los últimos poemas de
Hora y 20 y Camino, al contraste del paisaje europeo "las manos llenas de
color” reaccionan con la virginidad de una ceiba americana sometida al salón de
otoño de un invernadero. Esta forma instintiva de su poesía, —a veces mal
humorada y a veces humorista, al tú por tú con la naturaleza— ¿podríamos
llamarla panteísta a pesar de la distancia que la separa de toda preocupación
por el misterio que, de acuerdo con sus primitivas reacciones, habrá de
llevarla a la intuición de nuevos mitos solares? El panteísmo de la poesía de
Pellicer es civilizado, deportivo, sin drama interior, de bellos tonos
plásticos.
Conservador de los
instrumentos musicales de la poesía, ajeno a Góngora, Mallarmé, Valery, recrea
el gozo de las palabras por cuanto deben sonar a los oídos en un sentido paralelo
a lo que en la música realizan los nuevos ritmos del jazz. Quizá la modernidad sensualista de esta poesía corresponda,
por su respiración propulsora y su sensualidad desenfrenada, al estilo solar de
los nuevos ritmos musicales. Sólo que entregada a la alegría carece del dolor
trascendente y del pliegue sentimental auténticos del blues, que en la música y el canto del africano civilizado aparecen
como reacción profunda de los siglos.
Afán de tocarlo todo,
hasta la anécdota. Fe de creyente más cercana a los ojos de Santa Lucía que a
las llagas de Santo Tomás. Arrebatos épicos, acentos griegos y plumas de Quetzalcoatl
se mezclan con nidos de paloma en su mundo de artista primitivo y moderno. La
poesía de Pellicer, como el adjetivo y el verbo de la naturaleza, actúa por sí
misma en toda su belleza y su imperfección, ajena a la inteligencia espectadora
y vigilante del inventor poseído de ambición de dominio. Y en esta unión feliz,
externa, entre el hombre y su obra, entre el poeta y su poesía sellada ciegamente
por la fuerza creadora del temperamento radica, como en los cabellos de Sansón,
su irresistible validez artística.
Contemporáneos, núm. XVI, septiembre de 1929, pp.
150-52.
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