Alfonso Reyes
Los periódicos de estos
días dan cuenta de su desaparición y su nuevo hallazgo. Entre los apéndices a
la biografía de Quevedo que figuran en el primer tomo de sus obras (Bibliófilos
Andaluces, Sevilla, 1897), consta un documento del que resulta su pérdida
definitiva: hace muchos años, los huesos de Quevedo se le deshicieron entre las
manos a un sepulturero que tendría más flema que los del Hamlet. No
entiendo, pues, cómo se hacen de nuevas los que han “descubierto” la pérdida;
tampoco entiendo cómo habrán podido reaparecer, si no es porque se consideró
conveniente, desde el punto de vista oficial, que reapareciesen. Oficialmente,
en efecto, los huesos del héroe nunca deben desaparecer: como en la de Edipo,
en su sepultura yace el crédito nacional.
No lo entiendo. Acaso
por no haber leído las noticias de los periódicos, de que sólo me ha llegado el
rumor. Me parece que el señor Ortega Munilla ha opinado con conocimiento de
causa sobre la imposibilidad de encontrar los huesos del héroe. Me parece que
“Azorín” ha hablado de cierta sustitución de no sé qué restos de un canónigo,
aprovechando la coyuntura para recordar su visita al pueblo donde murió Quevedo
(Villanueva de los Infantes), visita que ha dejado en su ánimo una larga y
melancólica huella. (Si he de decirlo todo, aun me parece que este motivo
puramente sentimental ha contribuido a moderar la opinión literaria que
“Azorín” tenía de Quevedo.) En todo caso, las autoridades de Villanueva de los
Infantes han cumplido con el deber de encontrar, una vez más, los restos de
Quevedo. ¿Si se figurarán estas gentes —en su cándida mitología— que los huesos
duran hasta el día del Juicio Final? El asunto tiene toda la traza de una
humorada quevedesca. Quevedo, después de morir, bien pudo quedarse pegado a sus
huesos en categoría de duende, para hacer de las suyas. Bien mirado, todo
Quevedo está en los huesos: huesos es todo él, y hasta sin médula: tubos,
verdaderas flautas de hueso, por donde el viento ha sonado largamente.
II
En el Sueño de las
calaveras y en otros Sueños de Quevedo, los muertos andan a vueltas
con sus restos, juntando partes de su esqueleto. El esqueleto humano, el
espantajo de huesos, es una imagen siempre fija en la retina espiritual de
Quevedo. De su estilo decía Menéndez y Pelayo que parece una perenne danza de
los muertos. La mejor ilustración de su obra podría ser el Triunfo de la
muerte de Brueghel el Viejo, que se admira en el Museo del Prado. En sus
poesías serias —poesías de razón más que de inspiración, desenvueltas con una
elegancia fría y parnasiana— sólo la idea de la muerte pone un estremecimiento
y hasta un toque de ternura. Dice de la muerte en un soneto: “Más tiene de
caricia que de pena.” Su canción a una mujer flaca: “No os espantéis, señora
Notomía”, es una verdadera canción al esqueleto. Y en la epístola en tercetos
al Conde Duque de Olivares —donde, por lo demás, la afectación hueca es
evidente, a despecho de las reminiscencias del canto XV del Paraíso— el
sueño de la Edad de Oro se convierte en una tétrica pesadilla. ¿A quién pueden
entusiasmar conceptos como éstos?
Hilaba la mujer para
su esposo
la mortaja primero que
el vestido...
Acompañaba el lado del
marido
más veces en la hueste
que en la cama...
El rostro macilento,
el cuerpo flaco
eran recuerdos del
trabajo honroso
III
Y todo pasa como en una de sus pesadillas
donde lo tétrico del escenario contrasta con la aberración del chiste verbal.
El esqueleto de don Francisco desaparece, los huesos se han ido de francachela.
Pero, a la oración, vuelve cada hueso a su centro:
Allí la espina dorsal
se acerca, reptando y sonando como una serpiente de cascabel. Rueda la calavera
como en el juego de bolos de Juan sin Miedo. Las manos adelantan como
tarántulas en la zarabanda; y brincan, como inverosímiles ranas, los simétricos
pies. Allá el peroné, siempre adversativo. Acullá la rótula —rota, ya se
entiende, aunque solamente un poco rota: rótula. (En verdad, “rodaja”.) Y la
tibia que nunca pudo calentarse. Y las escamosas costillas de los aros
envedijados. Y al fin, como dos orejas enormes, los huesos ilíacos, y tras
ellos el sacro y el cóccix; el cual, claro está, como su dueño era coxo… pues
se adelanta lentamente y coxeando.
(¿No está esto en el
gusto de Quevedo? En sus ratos de mal gusto, al menos.)
Finalmente, al
violín de la media noche, la ligera máquina está montada; y abriendo su tapa de
resorte como esos muñecos de sorpresa, el esqueleto salta, bajo el frío de la
luna, a danzar entre las viciosas flores del cementerio.
Obras Completas, FCE, 1ra ed. 1956, p. 131.
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