Cuando el entierro de
José Jacinto, al salir el féretro de la casa mortuoria número 38 -hoy señalada
por una lápida conmemorativa en la vía principal que lleva su nombre- antes
calle de Gelabert; a causa de la elevación de la acera entonces, quedó inclinado
el ataúd, casi de pie en el natural declive, deteniéndose allí breves momentos
para recibir el homenaje de una corona de laurel.
Mi madre, en la casa
de enfrente, propiedad de su hermana política Rosa, pudo desde la ventana
presenciar la interesante ceremonia de trascendencia extraordinaria por ser una
brillante exposición que honraba en grado sumo a la naciente sociedad cubana,
genuinamente cubana, integrada por hijos del país de reconocidos méritos y
virtudes. Contábame ella que protegida por las persianas vio cuanto allí
aconteció; recordando yo que al narrarme de la vida de José Jacinto algunos
detalles referíame que en los paseos diarios en quitrín descubierto, que el
poeta ensimismado e indiferente, acostumbraba a hacer con su hermana Carlota
durante el prolongarlo período de su enfermedad, sentado en el carruaje vestido
de negro con larga levita y chistera, ya tenía mucho de sepulcral. Y al verle
igualmente vestido en el ataúd en capilla ardiente, y más luego en la acera,
aún le parecía adivinar tras la cubierta de la caja de muerto, a la misma
figura sombría del quitrín, donde la frente sobresalía de los despojos; rasgo
este de su fisonomía que en vida atraía la atención: aquella frente serena y
despejada, cuna en su día de pensamientos delicados, puros y risueños, de
idilios campestres, bellas quimeras, sencillos madrigales. Todo aquel mundo
revelábase todavía en las hundidas y pensadoras sienes!...
Y de la imponente y
conmovedora ceremonia que allí sucedióse y ella presenció, decíame lo que en la
concurrencia causó de emoción indescriptible. Ante aquella nutrida agrupación
de hombres notables que rodearon el féretro -de cuanto más valía en la literatura
cubana de la época en La Habana y en Matanzas-, formóse el cortejo.
Cortejo premeditado,
grandioso, sin desdecir un momento del orden y compostura e imprescindible
simetría, característica de los tiempos y que presidía todo acto, todo
acontecimiento desde el más solemne hasta el más trivial.
La tarde tristísima:
el sol velado por espesos nubarrones que presagiaban inmediata lluvia, -como
así fue.-El enlutado acompañamiento extendióse en silenciosa, lenta y dilatada
procesión a lo largo de la calle, recta ésta, limitada al final, ascendiendo
allá en el horizonte -junto al cielo- por erguidos y majestuosos pinos.
Engarzada la población
con sus laderas y meseta en deslumbrador y magnífico marco de ideales
perspectivas que la cercan y aprisionan, admira el matancero en el
desenvolvimiento de su existencia -ya cante o llore- el inamovible panorama.
Triunfante o triste, transcurre su vida en este edén donde Dios nos eleva y
recrea; ora en los albores cuando con planta incierta se deslice en la perfumada
senda; ora más tarde cuando con firme paso atraviese sus calles al calor de
dulce ilusión; ora cuando la ancianidad su cuerpo rinda: y aun después, exánime
el largo trecho recorre, entre decoración de sin igual belleza para dar con su
cuerpo en la tierra, -tierra bendita y que confina en un valle de palmas, que el del Yumurí es este del San Juan muy bello;
pero extendido, llano, mágico, estando la triste ciudad de los muertos al pie
de la sierra que, cual formidable palanca limita en sus extremos a los dos
portentos.
Y debido, ya dije, a
la benéfica influencia quizás, abriga el que en Matanzas nace el especial
privilegio de la ternura innata, de esa melancolía, de esa reserva que
proporciona la reconcentración de profundos sentimientos que jamás estallan y
al que al cementerio llevan con su cuerpo, haciendo a la muerte entrega del
extraño depósito, del triste presente del corazón enigmático, silencioso, al
parecer indiferente, cuando ésta ávida con ansias de chacal busca en los
despojos, mayor presa, mayor cantidad que devorar de codicias y vanidades. Cuánto hombre de raro mérito del pasado y del presente, inadvertido allí
duerme. Y en el entierro de
José Jacinto en prolongada extensión, pues, apreciábase el conjunto, conjunto
notable de hombres de saber y de valer en todos sentidos. Hormigueo humano
justificado por causa grande y elevada, de manifiesta excelsitud. Alarde
exquisito que, con legítimo orgullo hacían sus compatriotas al desaparecido;
sin parar mientes en la difícil situación política de la época -ya tirante y
recelosa- guardando en la prudente reserva y en impecables formas, toda la
seriedad y dignidad y alteza de miras que al acompañaron, fiados tan sólo en
sus propias e indiscutibles méritos.
El cadáver,-los
queridos restos-, alternaba entre ellos ennobleciendo así aun más a todas las
agrupaciones seleccionadas del talento. El almohadón con el libro; llevada la
preciada reliquia una vez, según señalaba el riguroso turno del ceremonial por
los directores de "El Salvador" y "La Empresa", honra y
orgullo ambos, allá y aquí, de la intelectualidad cubana de aquellos tiempos.
La pluma blanca, inmaculada; la blanca hoja revoloteando,-destacaba perceptible
a la simple vista con letras negras la estrofa casta y sencilla y culminante de
"El beso"; las siemprevivas! y más allá sobre el féretro claveteado
de plata, reverdeciendo para siempre, la corona de laurel!...
Igual ceremonia o
parecida a ésta fue la que en el año anterior rendíale el núcleo de cubanos
ilustres en la Habana a don José de la Luz y Caballero, cuando sus funerales,
sancionada con amplio criterio aquélla, y con creces, por la primera autoridad
de la Isla, alcanzando la ceremonia de aquí -aunque en esfera más reducida- gran
lucimiento también, compartiendo una y otra el unánime sentimiento.
De esta de José Jacinto
veamos la interesante reseña de un periódico de la capital...
"Entierro de Milanés.-Se verificó ayer domingo en la
tarde en Matanzas el entierro del ilustre y desgraciado poeta de la manera más
dibida y solemne. A las cuatro en punto salieron del Liceo como sesenta
individuos, vestidos de riguroso luto, llevando uno de ellos una corona de
laurel, y otro un pequeño cojín de terciopelo negro en que descansaba un ejemplar
de las obras Milanés y sobre ella una hermosa pluma blanca… Así y de tres en
tres, llegaron a la casa mortuoria. Al salir de ésta, el cortejo fúnebre, a las
cuatro y media, se detuvo el sarcófago en el zaguán y adelantándose el señor
don Gonzalo Peoli, leyó una sentida composición poética: en seguida el señor
don José María de Zayas, director del colegio "El Salvador", dijo a
la memoria del llorado poeta algunas palabras fervorosas y sencillas; en la
calle ya, volvió a detenerse la comitiva, y entonces, pironunciando tres o
cuatro frases asimismo oportunas el señor don Emilio Blanchet, colocó la corona
de laurel en el sarcófago, en nombre del Liceo. Siguió entonces la comitiva por
la calle de Gelabert, llevando el féretro en hombros alternativamente las
diferentes secciones del Liceo y otras varias personas notables. Inmediatamente
detrás, en representación de los amantes de las letras y las ciencias en la Habana,
llevaba en sus brazos el señor don Ramón Zambrana el cojín con las obras del
poeta, llevando las dos blancas cintas que pendían de aquél los señores
doctores don Pedro Cartaya y don Bonifacio Carbonell; detrás y en el centro los
individuos que habían ido del Liceo, entre los cuales vimos de la Habana,
además del señor Zambrana, a los señores don Rafael María de Mendive, don
Claudio Vermay, don José Victoriano Betancourt y don José de Armas, alternando todos
en la conducción del féretro y del cojín con las obras. A los lados marchaba un
inmenso acompañamiento. Desde la plaza de la iglesia hasta terminar la calle de
Gelabert se arrojaron multitud de flores por señoras y señoritas de muchas
casas al cruzar el cadáver. Al terminar la calle comenzó a lloviznar, por lo
cual el sarcófago fue colocado en el coche y la comitiva le siguió a pie hasta
el cementerio. Antes de entrar en éste, se detuvo otra vez aquélla -y entonces
el Rector doctor don R. Zambrana, adelantándose dijo con tono sentido:
"Señores: en nombre de la juventud ilustrada que en la Habana se dedica a
las letras, y a quien me atrevo a representar en este momento, reciba Matanzas
el pésame más sentido. Veinte años ha estado el espíritu de ese hombre encerrado
en su cuerpo como un rico perfume en un vaso de barro, y sólo algunos destellos
atravesaron de cuando en cuando aquel cuerpo como atraviesan algunos átomos del
perfume por los poros del vaso. La muerte de Milanés no ha sido un tránsito
amargo, sino el triunfo de su espíritu, que ha volado al seno del Eterno, que
se ha abismado en el infinito, donde en sus inspiraciones acostumbraba
esparcirse: ha tomado posesión de una vez de su legítimo domicilio. A las flores
que han derramado las sencillas mujeres a su paso se une el homenaje que le ofrezco;
esas flores son en pago de las perfumadas de bien y de virtud que él derramó en
el sendero de la vida." En seguida entró el cadáver en el cementerio..."
Aquellos tiempos. Memorias de Lola María por Dolores María de Ximeno y
Cruz, Colección Cubana de Libros y Documentos inéditos o Raros, Tomo II, La
Habana, Imprenta y Librería “El Universo”, p. 39-43.