lunes, 11 de mayo de 2020

Goethe, Cagliostro, Lezama




   José Lezama Lima

 Al mismo tiempo que las resonancias del simpathos del conde de Cagliostro, alcanza el máximo de su longitud de onda, los mayores relatos de sucesos de su época, se tornan en Goethe más inauditamente precisos. En el relato de su entrevista con Napoleón, no hay trémolos ni roulants. Los signos, los movimientos, las relaciones entre el gesto y la mirada, tienen en su relato la precisión de una jarra cretense. Son los días en que Goethe hace sus escalas meridionales, buscando más la precisión de la hoja del almendro que las secretas modificaciones de las plantas. Las canciones por Santa Rosalía, lo turban como el vino impulsado por la brisa. Se distiende y luego se repliega, anotando las relaciones en el sujeto entre el conocimiento de lo orgánico y la forma en la cristalización. Como otra canción, una nueva tentación. Alguien se le acerca, en sus días sicilianos, y le desliza al oído que la familia de Cagliostro está cerca. Y Goethe se apresta a llevar la tentación a su cuaderno de notas, como si dijéramos la brisa definida en la flauta de siete agujeros.
 Ya Goethe en su comedieta El gran copto, había tropezado con la extraña figuración del conde de Cagliostro. La razón y el iluminismo se entrelazan, recordándonos una tradición donde el intelectualismo cartesiano precisa la salamandra en sus valijas de viaje. La inteligencia exacerbada abrillanta el hilo de su laberinto hasta llegar al encantamiento. La llegada de Cagliostro, en la comedieta goethiana, aparece rodeada de espíritus complacientes. Su destemplado profetismo de simbología egipcia, irrumpe en una reiterada minuciosidad. Los ángeles responden a su voz, forman escuadrones por encima de las puertas que se abren, interpretan o se pierden en las blancas cordilleras del aire. Es un sello al que obedecen, son voces humanas las que hieren sus sentidos. Cagliostro acepta la angeología de Swedenborg, donde los ángeles mantienen sus potencias concupiscibles. Llega el conde a un palacio del XVIII, donde las probetas alternan con las salas de billar, las iniciaciones triangulares con la oblicuidad de la marcha del alfil, las palomas o vestales de Cagliostro con los imanes de Mesmer, el desciframiento de la escritura de Asmodeo con el canon de la sonata. “¡Asaraton! ¡Pantasaraton! Espíritus serviciales, quedaos a las puertas; no dejéis salir a nadie. ¡Uriel a mi diestra! ¡Ituriel a mi siniestra!” Goethe, maestro en apoderarse del plasma de un estilo, burla en su madurez lo que lo impresionó en su primer aprendizaje. Con su habilidad para el diseño, en la gracia de su comedia, conduce las interjecciones y los truenos proféticos del Cagliostro, a la delicadeza de sus burlas, que podrían haber sido musicalizadas por Pergolesi, en una tarde para los placeres de la inteligencia, en el Adriático serenísimo.
 En Sicilia la nueva tentación, la familia de Cagliostro, en el momento en que este acaba de salir de la Bastilla. Pero es ahí, donde lo que se presentó como tentación, tiene que resolverse como hastío, lo que Goethe tendrá que salvar. La forma en que Cagliostro conjuró los recursos de la imaginación, no brotaron de su familia. Pero el relato de esa visita es magistral. Aquella familia de campesinos sicilianos, viejos amodorrados, jóvenes con viruela, no tiene nada que contar de su fascinante pariente. La desolación de la familia de Joseph Balsamo, su insignificancia meridional, quejosa y malhumorada, no amilana el sentido para el relieve tan poderoso en Goethe. Los dones de su magia, la extrañeza de la fulguración de Cagliostro, permanecían tan misteriosos para su familia como para las reuniones mundanas del príncipe Ponisky. Pero aun en aquella familia excesivamente vulgar, Goethe buscará lo esencial, la piedra filosofal del relato.
 Sorprende a la hermana de Cagliostro, “con sus despiertos ojos azules miraba atentamente en torno suyo”. Sorprende también su igualdad somática con el conde, “su forma de cara antes chata que aguda, recordábame la efigie de su hermano, que conocemos por el grabado en cobre”. ¿Qué es lo que recuerda de uno de los más misteriosos personajes que han existido? Que su hermano, cuando se fue del pueblo, le debía cuarenta onzas y todavía no le había pagado, “aunque nadaba en la abundancia y llevaba vida de príncipe”. No recuerda ninguna de sus detonantes sentencias, de la elaboración simbólica de sus sellos, la forma sutil en que tiene que haberse manifestado sus relaciones con su parentela, sólo recuerda la deuda y su cobranza inexorable.
 Llega el sobrino, la nueva generación, con su cara agrietada por la viruela y su rencor a flor de piel, “en todas partes nos niega, dice, y se las da de haber nacido en noble cuna”. Por todas partes, una antipatía soterrada, un odio acumulado, una vulgaridad indetenible. Sólo la madre torna aquella rusticidad malévola en noble simpatía generosa. Cuando el viajero va a retirarse, no puede ya contener su afección y le oímos entonces las palabras más sencillas y más bellas del relato: “Dígale usted que lo llevo dentro de mi corazón”. De aquel coro de rencor, ha saltado la palabra con la suficiente carga poética, que perdona la lejanía de la magia y el olvido de la gracia.
 Era una campesina sencilla y lo que dijo fueran palabras de sencillez. Formaba parte del pueblo siciliano, que sigue creyendo que en los festivales de santa Rosalía, se envía la lluvia piadosa, que facilita la marcha del procesional. Y esa lluvia no era otra cosa, que como han pensado los mistagogos, que los símbolos de la madre, de aquello que Pascal llamaba la reconciliación total y dulce.
                                                                                                                                                             Abril 7, 1957.

   
 “Goethe noticioso”, Tratados en La Habana, pp. 177-179.

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