José Lezama Lima
Al mismo tiempo que las resonancias del simpathos del conde de Cagliostro,
alcanza el máximo de su longitud de onda, los mayores relatos de sucesos de su
época, se tornan en Goethe más inauditamente precisos. En el relato de su
entrevista con Napoleón, no hay trémolos ni roulants.
Los signos, los movimientos, las relaciones entre el gesto y la mirada, tienen
en su relato la precisión de una jarra cretense. Son los días en que Goethe
hace sus escalas meridionales, buscando más la precisión de la hoja del almendro
que las secretas modificaciones de las plantas. Las canciones por Santa
Rosalía, lo turban como el vino impulsado por la brisa. Se distiende y luego se
repliega, anotando las relaciones en el sujeto entre el conocimiento de lo
orgánico y la forma en la cristalización. Como otra canción, una nueva
tentación. Alguien se le acerca, en sus días sicilianos, y le desliza al oído
que la familia de Cagliostro está cerca. Y Goethe se apresta a llevar la
tentación a su cuaderno de notas, como si dijéramos la brisa definida en la
flauta de siete agujeros.
Ya Goethe en su comedieta El gran copto, había tropezado con la extraña figuración del conde
de Cagliostro. La razón y el iluminismo se entrelazan, recordándonos una
tradición donde el intelectualismo cartesiano precisa la salamandra en sus
valijas de viaje. La inteligencia exacerbada abrillanta el hilo de su laberinto
hasta llegar al encantamiento. La llegada de Cagliostro, en la comedieta
goethiana, aparece rodeada de espíritus complacientes. Su destemplado profetismo
de simbología egipcia, irrumpe en una reiterada minuciosidad. Los ángeles
responden a su voz, forman escuadrones por encima de las puertas que se abren,
interpretan o se pierden en las blancas cordilleras del aire. Es un sello al
que obedecen, son voces humanas las que hieren sus sentidos. Cagliostro acepta
la angeología de Swedenborg, donde los ángeles mantienen sus potencias
concupiscibles. Llega el conde a un palacio del XVIII, donde las probetas
alternan con las salas de billar, las iniciaciones triangulares con la
oblicuidad de la marcha del alfil, las palomas o vestales de Cagliostro con los
imanes de Mesmer, el desciframiento de la escritura de Asmodeo con el canon de
la sonata. “¡Asaraton! ¡Pantasaraton! Espíritus serviciales, quedaos a las
puertas; no dejéis salir a nadie. ¡Uriel a mi diestra! ¡Ituriel a mi
siniestra!” Goethe, maestro en apoderarse del plasma de un estilo, burla en su
madurez lo que lo impresionó en su primer aprendizaje. Con su habilidad para el
diseño, en la gracia de su comedia, conduce las interjecciones y los truenos
proféticos del Cagliostro, a la delicadeza de sus burlas, que podrían haber
sido musicalizadas por Pergolesi, en una tarde para los placeres de la
inteligencia, en el Adriático serenísimo.
En Sicilia la nueva tentación, la familia de
Cagliostro, en el momento en que este acaba de salir de la Bastilla. Pero es
ahí, donde lo que se presentó como tentación, tiene que resolverse como hastío,
lo que Goethe tendrá que salvar. La forma en que Cagliostro conjuró los
recursos de la imaginación, no brotaron de su familia. Pero el relato de esa
visita es magistral. Aquella familia de campesinos sicilianos, viejos
amodorrados, jóvenes con viruela, no tiene nada que contar de su fascinante
pariente. La desolación de la familia de Joseph Balsamo, su insignificancia
meridional, quejosa y malhumorada, no amilana el sentido para el relieve tan
poderoso en Goethe. Los dones de su magia, la extrañeza de la fulguración de
Cagliostro, permanecían tan misteriosos para su familia como para las reuniones
mundanas del príncipe Ponisky. Pero aun en aquella familia excesivamente
vulgar, Goethe buscará lo esencial, la piedra filosofal del relato.
Sorprende a la hermana de Cagliostro, “con sus
despiertos ojos azules miraba atentamente en torno suyo”. Sorprende también su
igualdad somática con el conde, “su forma de cara antes chata que aguda,
recordábame la efigie de su hermano, que conocemos por el grabado en cobre”.
¿Qué es lo que recuerda de uno de los más misteriosos personajes que han
existido? Que su hermano, cuando se fue del pueblo, le debía cuarenta onzas y
todavía no le había pagado, “aunque nadaba en la abundancia y llevaba vida de
príncipe”. No recuerda ninguna de sus detonantes sentencias, de la elaboración
simbólica de sus sellos, la forma sutil en que tiene que haberse manifestado
sus relaciones con su parentela, sólo recuerda la deuda y su cobranza
inexorable.
Llega el sobrino, la nueva generación, con su
cara agrietada por la viruela y su rencor a flor de piel, “en todas partes nos
niega, dice, y se las da de haber nacido en noble cuna”. Por todas partes, una
antipatía soterrada, un odio acumulado, una vulgaridad indetenible. Sólo la
madre torna aquella rusticidad malévola en noble simpatía generosa. Cuando el
viajero va a retirarse, no puede ya contener su afección y le oímos entonces
las palabras más sencillas y más bellas del relato: “Dígale usted que lo
llevo dentro de mi corazón”. De aquel coro de rencor, ha saltado la palabra con
la suficiente carga poética, que perdona la lejanía de la magia y el olvido de
la gracia.
Era una campesina sencilla y lo que dijo
fueran palabras de sencillez. Formaba parte del pueblo siciliano, que sigue
creyendo que en los festivales de santa Rosalía, se envía la lluvia piadosa,
que facilita la marcha del procesional. Y esa lluvia no era otra cosa, que como
han pensado los mistagogos, que los símbolos de la madre, de aquello que Pascal
llamaba la reconciliación total y dulce.
Abril
7, 1957.
“Goethe noticioso”, Tratados en La Habana, pp.
177-179.
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