miércoles, 27 de enero de 2021
martes, 26 de enero de 2021
Abuelo Rubén
Mario Benedetti
Seguramente nunca habrías escrito:
«Un siglo es un instante».
Menos aún: «Cien años, qué locura».
Eso sí, habrías aporreado el clavecín rimero
hasta arrancarle la nota que buscabas,
o lustrado los débiles barrotes de la frase
como quien apronta una imposible jaula
para el decididamente posible ruiseñor,
o talvez recurrido a Atlántidas, a faunos,
a pajes, a Mesías, hasta a reinas de Angola,
para decir algo tan sencillo como tu repentina edad
el quemante bochorno de tus viejas auroras.
Trato de imaginarme cómo habrías conseguido
en este grave amenazado enero
de tus cien años y nuestros tres minutos
pasar tu contrabando de pedagógicas ambrosias,
y entonces creo advertir otros salubres responsos,
algo así como tímidos ajustes de cuentas.
Después de todo, ya sabemos
por qué las princesas están tristes.
Y no sólo las princesas. Los sabuesos, los gerentes,
los fabricantes de burbujas y los secretarios de estado,
están a cuál más pálido en sus sillas de oro.
Después de todo, ya sabemos
por qué bufa el eunuco.
Y no sólo el eunuco. Los herrumbrados puritanos,
los ortopédicos censores, los minuciosos
restauradores de la miseria, los chacales en fin,
luchan por el legado de tu pobre bufón escarlata.
Díríase que el tiempo es otro, que en este mundo en llaga
no caben tus marquesas ni tus cisnes unánimes,
que al cándido hombre de hambre no le importa
la dieta frutal de miel y rosas
que aconsejaste para los dromedarios.
Mas son pobres decires.
Lo cierto, lo vital, lo milagroso,
es que echaste a volar un decisivo
cuento de hadas verbales y no obstante tangibles.
Seamos por una vez modestamente sabios
y sobre todo ecuánimes.
Junto con la justicia y el pan nuestro
defendamos tu derecho a soñar la palabra,
a expropiar diccionarios y mitos,
a invadir toda la belleza disponible
como quien toma por asalto el polvorín del enemigo
para volcarlo en la victoria propia.
Tú no lo habrías escrito.
Pero nosotros, gracias a ti,
no tenemos vergüenza de decir en tu nombre:
«Un siglo es un instante»,
y menos aún de pensar, en el nuestro: «Cien años, qué locura».
Varadero, enero 1967.
Imagen tomada de cdf.montevideo.gub.uy
lunes, 25 de enero de 2021
Dónde estar vivo
Eliseo Diego
I
Cincuenta años son tiempo suficiente para saber si un poeta es capaz de resistir cincuenta años. Y si lo es será por algo, a menos que nos haya embaucado a todos, en cuyo caso merece por ilusionista un homenaje mayor, y nosotros también el nuestro, el que corresponde a unos perfectísimos inocentes.
Deducir de una vida mediocre -no creo que debemos dar a Darío una calificación más baja, pues hay que reservar su parte a los malos agüeros- la mediocridad de una poesía, no llega a parecerme un procedimiento sensato. Cuando, interrumpidas sus bodas por la rebelión del general Ezeta, se encuentra Darío muy de mañana, perplejo, ante un coronelazo que le apunta una pistola al pecho y le brama: “¡Grite: viva el General Ezeta!”, acierta el pobre a murmurar apenas: “viva el general Ezeta”, con una voz comprensiblemente trémula. Pero no es esta voz la que debe en Cuba interesarnos, sino la otra que impulsa a sus poemas, supuesto que justamente pretendemos aquí crear un mundo en el que no haya coronelazos que les roben el aliento a los poetas -trémulos o no- temporal o definitivamente; un mundo donde la creación literaria cobre sentido al amor de todo un pueblo.
II
No es en el pobre murmullo de sus días ya idos ni en su retórica fácil -cómo iba a ser en ella?- donde está aún vivo Rubén Darío, sino en el idioma que nos sirve a todos y al que sirvió él apasionadamente. “Francisca Sánchez me acompaña es una frase como tantas”; pero cuando, respondiendo a la anhelante solicitación de la rima, leemos: “Francisca Sánchez, acompaña-mé”, ¡qué abismos entrevemos por la grieta que abrió el leve golpe del idioma, qué abismo de soledad y de la universal necesidad de compañía! Todo como tres palabras, sin forzar el idioma, como dejándole hacer, como permitiéndole que nos demuestre lo que es capaz de hacer. Uno se pregunta, viendo que en los últimos años la poesía latinoamericana tiende en muchos casos al acarreo, a la recua de palabras, qué aluviones, qué diluvios de palabras de papagayos y caimanes y montañas y anacondas, en sucesivas ráfagas de invocaciones, habría sido necesarios para expresar un sentimiento semejante.
O tómese ese verso trágico al que tan superiores nos sentimos a veces, el que comienza: “Yo soy aquel…”, y apréndase cómo ir de la inmediatez del yo brutal, y el verbo en absoluto presente, a la primera distancia del pronombre, y luego, por el ayer ya en sí mismo remoto, a la imprecisa, vaga, desolada, irrecuperable lejanía del verbo que está justo en el tiempo de la distancia, el misterioso “imperfecto” de nuestro idioma: “Yo soy aquel que ayer no más decía…”
Aprendamos, así, de sus grandes versos la sencillez terrible, y cómo echar a un lado el yo para que pase el idioma -este bellísimo, conmovedor idioma español que hemos pretendido tratar a palos para que nos lleve a cuestas.
Lejos de ser una figura del pasado, Rubén Darío recién comienza a darnos sus lecciones.
Y aquí lo mejor de aquel cónclave en Varadero: el encabronamiento de Pellicer rememorado por Eliseo Diego hace ya unos años, y un recuento de Rafael Rojas sobre la “balacera” que se allí de armó.
sábado, 23 de enero de 2021
"Únense poetas y escritores latinoamericanos para enfrentar la ofensiva cultural del imperialismo"
jueves, 21 de enero de 2021
Declaración de Varadero (en el Centenario de Rubén Darío)
José Emilio Pacheco
La tortuga de
oro marcha sobre la alfombra.
Va
trazando en la sombra un incógnito estigma,
los signos
del estigma de lo que no se nombra.
Cuando a veces lo pienso, el
misterio no abarco
de lo que
está suspenso entre el violín y el arco.
R. D., Armonía.
En su principio está su fin. Y vuelve a Nicaragua
para encontrar la fuerza de la muerte.
Relámpago entre dos oscuridades, leve piedra
que regresa a la honda.
Cierra los ojos para verse muerto.
Comienza entonces la otra muerte, el agrio
batir las selvas de papel, torcer el cuello
al cisne viejo como la elocuencia;
incendiar los castillos de hojarasca,
la tramoya retórica, el vestuario:
aquel desván llamado “modernismo”.
Fue la hora
de escupir en las tumbas.
Las aguas siempre se remansan.
La operación agrícola supone
mil remotas creencias, ritos, magias.
Removida la tierra
pueden medrar en ella otros cultivos.
Las palabras
son imanes del polvo,
los ritmos amarillos caen del árbol,
la música deserta
del caracol
y en su interior la tempestad dormida
se vuelve sonsonete o armonía
municipal y espesa, tan gastada
como el vals de latón de los domingos.
Los hombres somos los efímeros,
lo que se unió para escindirse
—sólo el árbol tocado por el rayo
guarda el poder del fuego en su madera,
y la fricción libera esa energía.
Pasaron, pues, cien años:
ya podemos
perdonar a Darío.
1967
No me preguntes cómo pasa el tiempo. Poemas 1964-1968, México, Joaquín Mortiz, 1969, pp. 32-33.
domingo, 17 de enero de 2021
Varadero de Rubén Darío
Enrique Lihn
Veo en el mercado de la rue Clair faisanes desplumados ancianos que tomaron un baño a vapor jabalíes jupiterinos que cuelgan sobre la calzada entre gacelas y otros animales heráldicos, la forma de un cisne del que se arranca con precisión matemática la cantidad de fois gras requerida una paralizada nube supongo que de alondras, y en el interior de la carnicería me pregunto si la civilización francesa no podrá llegar hasta la mitología con un cuchillo en la mano para acoplar al ritual de navidad por ejemplo a Pegaso, “el Pegaso Divino”, este Gran Premio desollado justamente parece el resto de un monumento ecuestre con los inexplicables muñones en los flancos, junto a la cajera que no tiene el menor interés en recordar a ninguna de las nueve musas pero en cuyos oídos resuena hasta en sus menores detalles – de la petite monnaie - la música de las esferas; manos de una destreza incomparable y en lo demás rosas de pulpa.
“En ella está la ciencia armoniosa
en ella se respira
el perfume vital de cada cosa.”
Las rubias marquesas verlenianas ¿no son
estas viejecillas que tactan sabiamente los flancos del cuerno de la
abundancia?
seguidas por la Galatea Gongorina
“Flor de gitanas, flor que amor recela
amor de sangre y luz, pasiones
locas”,
que dice oeuf en lugar de
huevo como si lo reventara cada vez que lo dice y melancoliza en su cocina el
recuerdo de sus toros con el rabioso trapo de bruñir en la mano.
En el mercado de la rue Clair las ocas guardan
un silencio de muerte preparadas para la olla de navidad por una mano maestra
El faisán de oro se prepara de cien modos
distintos y yo me pregunto si los ruiseñores se comen con un hambre que es
también el de la poesía, imposible de saciar con un solo de flauta.
Ya me lo dijo alguien días atrás: o somos
geniales o somos unos perfectos imbéciles.
Exageraba.
Hay algo más sobre Darío en esta mesa que no
oscila ni así tanto en señal de complicidad con los espíritus: la palabra seca
desmigajada y ácima de Luis Cernuda:
“Darío como sus antepasados remotos ante los
primeros españoles estaba pronto a entregar su oro nativo a cambio de
cualquiera baratija brillante que se le entregara”.
Retener la palabra baratija. Todo lo demás
son historias de caballería: El trueque es la excepción que confirma la regla
de oro de la Conquista. Dígalo Ernesto Cardenal:
“Apreciaban el oro pero era como apreciaban
también la piedra rosa o el pasto y lo ofrecieron de comida como pasto a los
caballos de los conquistadores.”
Pero
don Luis toma francamente la verdad por la manera en que la entiende en lo
demás estoy por darle la razón, los gorjeos de Prosas Profanas nos aburrieron y
enojaron a todos hace ya unos buenos cuarenta años hago recuerdos estrictamente
impersonales.
Según parece el ruiseñor – Después de todo,
todo es nada, la Gloria comprendida”- tuve serios motivos para esperar que el
busto no sobreviviera a la ciudad.
Se dijo: No es el poeta de América,
Y Rufino Blanco Fombona – el trueno contra el
trino - diagnosticó severamente: “incertidumbre mental y racial de América”.
Qué diablos: “En el combate entre tú y el
mundo – escribió Kafka- secunda al mundo”, ¿cómo se habría podido responder al
desafío de esa Opera de Cuatro Centavos?:
“¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de
África o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser a despecho de mis manos
de Marqués.”
En ese entonces – Tigre Hotel, diciembre de
1894 - Rubén Darío no era sin embargo un niño de teta, pero dos años antes una
ciudad entera se le había subido a la cabeza, y una vida entera no basta para
reparar este pequeño accidente.
El entusiasmo de Jean Cassou no repara este
pequeño accidente, más bien lo agrava: para él nuestro poeta es “un ingenuo
venido de las profundidades de sus trópicos”, una especie de Cristóbal Colón al
revés, que vino de Francia, en buenas cuentas, “para rejuvenecer, con una
mirada nueva, nuestro viejo patrimonio histórico legendario, familiar”.
No estoy muy seguro de que el tono de estos
elogios sea exactamente el que le hubiera gustado quemar a Darío en su
incensario particular.
El supuesto de su poesía es que el poeta,
por el hecho de serlo, mantiene un estrecho contacto, ya sea interior o
exterior, con “un pueblo de desnudas ninfas, de rosadas reinas, de amorosas
diosas”.
En el balance conmovedor de sus amores no
figuran, es verdad, ni duquesas ni marquesas ni diosas paganas. Pero cualquiera
diría que “la divina Eulalia”, Stella y todas ellas fueron miembros de la
nobleza de Francia.
Recuérdese: “mi órgano es un viejo
clavicordio Pompadour “y” A través de los fuegos divinos de las vidrieras me
rio del viento que sopla afuera, del mal que pasa”.
¿Dónde estaba usted, realmente, Rubén, dónde
estaban todos ustedes fantasiosos jóvenes de la Bella Época, marqueses, condes,
rastacueros, profesores de la Sorbone, magnetizadores, actores de opereta,
malos persas? ¿Qué fue realmente de “esa hora sublime para el género humano”,
quiénes eran ellas?
El joven Marcel Proust se demoró veinte
años en penetrar efectivamente en los salones del Faubourg Saint Germain y esto
en sí mismo no le habría valido de nada si no le hubiera reducido a la nada, al
tiempo perdido y encontrado: otro mundo irreversible a éste pero revelador como
lo es para el cuerpo la enfermedad que los destruye, ¿de qué nos sirve todo lo
demás: sueños de grandeza, princesas chinas, “Himnos a la Sagrada Naturaleza,
“música de ideas”, “sones de bandolín”, ánforas griegas, gatos?
“París donde reina el amor y el genio”.
Conforme. Pero, ¿no es el suyo Un París irreal? ¿Y qué estamos haciendo aún
aquí nosotros?
Usted debió preguntárselo, Rubén. Pero, no,
todas eran respuestas, sólo se trataba de responder desde lo alto de un Olimpo
artificial, con una voz engolada:
“Abuelo, preciso es decírselo: mi esposa es
de mi tierra, mi querida es de París.”
Nimbados de luz de neón, cada cual con su
corona de laurel de paja en la cabeza.
Uno, el trono que teme derrumbarse; el otro
una Dominación que afila sus estacas, o simples ángeles venidos a menos.
Comensales sentados por orden de lo que fuere a la mesa con un apetito idéntico
bustos ansiosos de sobrevivir a la ciudad, lo confiesen o no, ¿qué es lo que
ocurre?
Rápidamente nuestras cabezas se derrumban
como monigotes de feria y asoman coronadas a la luz estúpidamente sonrientes
gallinas que se aprontaran a dormir sobre sus laureles y a caer las unas sobre
las otras durante la noche con el estúpido propósito de alterar la jerarquía de
los palos del gallinero.
Henos aquí cada cual en su templete particular
posando para los fotógrafos visibles e invisibles, excelentes lectores de
nuestros propios libros, críticos implacables los unos de los otros, carreristas
confesos e inconfesos. Basta, viejos clochards de la poesía maldita, príncipes
del bla-bla-bla, bufones, todos lo mismo.
Y tú, desenmascárate el primero mientras tu
angustia te lo permita y hasta donde la angustia te lo permita.
No dejes que la farsa continúe sin
intercalar en el programa un número Peligrosamente cómico o ridículo o
patético, da igual, cualquier cosa digna de esta palabra: cosa. Un solo de
trompeta contra el regimiento. Lectura de papeles privados. Repartición de
caramelos. Ópera china.
Se trata de escribir un poema con los pies.
Aquí los que renuncian al sentido del humor blanco o negro. Pero no. Demasiada
compañía. Los que renuncien. “se trata de escribir un poema con los pies…”
Carta a un joven poeta. O, mejor,
telegrama: No escriba Stop. Escríbase. Siempre que tenga algo que perder Stop.
O siembre papas en su aldea.
Demasiadas ganancias. Cada palabra es un
monstruo de exageración y vanidad. Cada idea el comienzo de un crimen, la
respuesta a otro, la madre y el padre de un tercero. Mitos, únicamente desafíos.
¿Dónde están las preguntas tranquilizadoras, el deseo satisfecho, la paz de los
genitales, la verdadera ciencia ni impasible ni violenta que se ríe por los
siglos de la última palabra?
Agresividad, esto es: descubrimiento y
conquista pacíficos. En lo otro la historia nos tiene acogotados. Pero ¿qué
hacer entonces?
¿Tomar las armas o denunciarnos frente al
mundo “por el mundo” “contra el mundo”? Lo demás es silencio o literatura.
Poesía del trino o del trueno, para el caso da igual. Laurel o Hardy.
Envejecemos. El gordo y el flaco avanzan
por el pasillo de todos los palacios sonriendo a las banderas con el rabillo
del ojo; parecen bailar genuflexiones militares, himnos, marchas folklóricas. Retroceden
ante el trono gestatorio, o ante el trono a secas o ante el sillón presidencial
o académico, y una simple silla vacía les produce vértigo.
Cuestión de principio.
Tratan de subir a un tiempo al mismo
púlpito dándose de codazos en el píloro. Bien entendido, coronados etc. Mientras
conserves el uso de tu escritura, di que esos dos son tu brazo Derecho y tu
brazo izquierdo o poquísimo menos. Literalmente. Símbolos de la inflación y de
la deflación de tu negocio, ante todo la higiene, y ¡hablan! Luego especulan.
Algo se oye desde aquí, una confusión de palabras. Cantan. Meten la pata. Se dan
sordamente puntapiés en el estrado. Afinan el flautín y el contrabajo.
Paciencia.
Después de todo no es un número cómico. La
“Divina Armonía” puede surgir de allí en menos de lo que canta un gallo como en
la Bella Época, renovada para el gran consumo de los trabajadores de la vida y
de la muerte. Marchas triunfales, trozos líricos, manifiestos, panfletos
incendiarios. Lo que se les pida a esos funcionarios del espíritu: el trino y
el trueno, luego vienen los aplausos.
La envidia mutua, el Premio, el desaseo del
verbo, la Alquimia de las comidas y las bebidas, los viajes, la manía
persecutoria, la satisfacción, el consumo, la lucha encarnizada contra el
olvido, todo lo humano, en fin, pero un poco demasiado excesivamente humano.
Que otro diga: ¡Basta!
La acción
es un acto; la poesía una exigencia; una “revolución permanente”, un trabajo de
los mil demonios.
Reunidos en torno al ruiseñor, que a esa tempestad entre paréntesis, siga la calma, Sylvano, y que los viejos Cantos de Vida y Esperanza, me devuelvan lo que se le debe en justicia a Darío.
“Rasgos típicos Latino-americanos” escribe
una de las autoridades citadas: “el sensualismo y la tristeza”
No es mucho pero todo, cualquier cosa, menos
que nada, puede ser lo mucho en poesía esto es lo estrictamente necesario, el
exceso en su justa medida, la poesía y punto.
En
“Augurios” pasa sobre la cabeza del poeta una teoría de símbolos alados y
mientras se identifica con el águila y el búho, Rubén anota sobre la paloma:
dame tu profundo encanto
de saber arrullar y tu
lascivia
en campo tornasol; y en campo
de luz tu prodigioso
ardor en el divino acto.”
(Y dame la justicia en la
naturaleza
pues, en este caso
tú serás la perversa y el
chivo será el casto)
“El peludo cangrejo tiene espinas de rosas
y los moluscos reminiscencias de mujeres.”
Aquí en esta filosofía “y no parado exactamente
frente al orfeón del estruendoso Cisne Wagneriano está el discípulo de
Verlaine, inolvidable:
que se humedezca el áspero
hocico de las fieras
de amor, si pasa por allí”
“Que el pámpano allí brote, las flores de
Citeres
y que se escuchen vanos
suspiros de mujeres
bajo el simbólico laurel.”
Pero creo que de allí brotó nuestra señora
“la Canción de Otoño en Primavera” y lo mejor de Darío: su ignorancia y ese
“pesado buey” que vio en su niñez en Nicaragua mucho más enterado de sí mismo y
del mundo que los centauros – artefactos parlantes de la Bella Época - ahora
son ciertos intelectuales argentinos (con perdón de mis amigos argentinos) quienes
nos dictan cátedra con una labia inagotable.
El gran tango, al compás de esa canción
podríamos haber bailado, Salomé, hasta el amanecer en Arica o Valparaíso entre
los siete espejos –“rosa sexual”- dándoles vueltas y vueltas hasta la
excitación definitiva después de ella y en medio de ella -olvidados del marqués
de Bradomín y del Palacio de Versalles- a nuestros dolores estrictamente
personales pero que se entienden mejor en una de esas quintas de Recreo” que más
bien parecen “mataderos de seres humanos” que en el Palacio de Herodías.
“Nuestra alma melancólica en conserva”
estallaría Vallejo, por último de eso también se alimentó, sin embargo, con
ferocidad, mortalmente, a su manera. Para Darío en cambio se trató de sustituir
a los pretextos espirituales de sus rimas los fantasmas carnales de su corazón;
consiguió que la voz se le quebrara o no pudo finalmente evitarlo, y en esto no
hay una diferencia aplastante entre el ruiseñor y, el zorzal criollo, enigmas,
siendo formas ambos de nuestro misterio lacrimógeno. El sensualismo y la tristeza.
Stop motion.
También es cierto que la última vez que vi
viejas películas de Gardel, por mucho que yo estime al ruiseñor criollo, y
aunque ése fuera un maldito cine de barrio, todo el mundo se mataba de la risa.
Hasta aquí lo descrito en París (yo también
he seguido, Rubén, el camino de París, se lo confieso deslumbrado,
tristemente).
En Varadero es otra cosa; me inclino más bien
a desanimarme
Y a tutearte anoche hablamos
hasta por los codos de todo, y también de ti con Roque Dalton, Thiago, Barnet, un lúcido
humorista italiano, una palmera, creo que los jóvenes poetas cubanos son
razonables. Vamos a desmitificarte, chico, trataremos de desmitificarnos todos
aunque sea necesario incurrir, vaya, en una falta de respeto y en lo que un
amigo mexicano calificó allí a gritos de terrorismo todos gritábamos fue
divertido, un verdadero encuentro
Gianni
dijo: tampoco a nosotros nos gusta Carducci pero escribimos contra él para
pulverizarlo. Es decir reconocemos en él a nuestro abuelo. En cambio ustedes
son demasiado duros con Darío
Pero yo no puedo decir piadosamente de mi
abuelo que fue un hombre de empresa de segundo orden y un fracaso absoluto como
cateador de minas y hasta un buen caballero como cualquier otro en su época:
equivocado, desprovisto de imaginación, sin que por ello insulte su memoria.
Rubén Darío fue un poeta de segundo orden.
Y, como bien dijo Suardiaz, mejor no hablar
de él en lo que se refiere a la cosa política sería ponerlo en serios aprietos.
En 1904 despotricó contra el águila en 1906 el mismo Theodor Roosevelt, el
terrible cazador, se le convirtió, en la salutación al Águila en “un hombre
sensato”, “protector de portaliras”, “el jovial Nemrood” y otras vainas por el
estilo. No se puede pedir una incongruencia mayor.
Me atrevo a suponer Rubén, que en esa
historia suya de embajadas, consulados, centenarios y otras hierbas no hay gato
encerrado ya le había pasado lo mismo con Mitre a quien puso en su oportunidad
por los cuernos de la luna, decididamente a la voz de Presidente de la República
usted respondía automáticamente llevándose la mano al tarro de pelo
disponiéndose a cantar salutaciones, odas, marchas triunfales.
Debilidad por Alfonso XII el rey Oscar y por
todos aquellos generales de mayor o menor cuantía.
Debilidad por el sastre Vancopponolle – maestro
en entorchados –
Debilidad.
No se
trata de juzgarlo a usted por ello
–Me declaro enemigo de la Inquisición o la
manía de juzgar duramente a las personas inofensivas.
Pero
si se trata de poesía
No acepto por razones difíciles y aburridas
de explicar que hagamos un mito de Darío
menos en una época que necesita urgentemente
echar por tierra
el 100 por ciento de sus mitos
Leído
el 18 de enero de 1967, en el Encuentro de Rubén Darío, Varadero, Cuba.
Escrito
en Cuba, Ediciones Era S. A, 1969, México.
sábado, 16 de enero de 2021
Monólogo del poeta con su muerte
Y ahora te toca a ti: el poeta y su muerte;
no es una buena escena ni aun para el autor
de los monólogos: nada ocurre en ella
de especialmente emocionante.
El rostro mismo del miedo que uno pensaría
todo un teatro de máscaras,
no es más que este pie equino, un sapo informe,
un puñado de hongos.
Tu misma enfermedad, nunca se supo
quién de los dos el cuerpo, quién el alma
hasta su floración en una noche
en que al gusto habitual a tierra de hojas
de tu lengua, sentiste con horror
que se mezclaba al polen venenoso;
y tus pies te llevaron a la rastra
por el camino de tus hospitales.
Cuánta inocencia ahora
que la muerte prepara tu bautismo
en las aguas servidas de la sangre
una y mil veces transformadas en vino,
quiere que tú te mires en ellas sollozando,
como si todo tu pasado fuera
algo por verse allí
en ese triste espejo que volvía a trizarse
cada siete años, con tu cara adentro.
Todo lo tuyo fue—dicen las trizaduras—
altos y bajos de la mala suerte.
Quienes van a morir en esta pieza
de hospital, ya lo saben los unos de los otros;
lo repiten, lo aprenden, lo recitan, lo aúllan.
El silabario del dolor circula
de cama en cama, los recuerdos tiemblan
juntos, como en un ghetto de Varsovia.
(Médicos que parecen gaviotas, alcatraces,
vuelan sobre un cardumen de termómetros,
y las horribles golondrinas ruedan
con las alas zurcidas a la espalda
y los pies húmedos de escupitajos.)
Nadie, si lo quisiera, podría hacerse trampas
pensando que es un juego esta partida
ni sacar un horrible solitario.
La memoria sajada de los unos
supura, abiertamente,
toda la porquería inolvidable;
la de los otros se extravía y canta
salmos del cloroformo: tangos dodecafónicos
algodonosos y sanguinolentos.
Pero tú, sustraído al delirio común
por un miedo que ya no tiene nombre
ni otra figura que la tuya propia,
vas a morir con dignidad, se dice.
Quizás, como no aceptes de la muerte otra cosa
que, por entretener a las visitas,
unos tropiezos de bufón danzante
junto al trono del rey del humor negro.
Y pues ahora que te asisten plenos
poderes como a Ubu o Chaplín, los imbéciles
sólo atinan a irse
como si se sentaran en las brasas,
tu soledad es cada vez más tuya;
precisas no mezclarte con la chusma, distraes
la mirada paseándola por el vago rebaño
de las camas, te miras el ombligo del mundo.
Todo el orgullo que se diga es poco.
De los recuerdos de tu infancia, no más
juega tu corazón, como en un viejo patio
casi vacío, con los más tranquilos.
Cedes —toda prudencia— al sueño que soñabas
cuando era el despertar de un niño a la dulzura
de la convalecencia, entre las manos
maternales.
Piensas en los hermanos Grimm y en Andersen.
Sabes, crees saber que, pasajero
de un tren-cisne-dragón-globo aerostático,
vas salvando el escollo de la noche, y el aire
libre, la luz del otro extremo del túnel,
te murmura al oído: «ahora estás sano y salvo».
¡Un día al fin! Tu madre, toda suave lectura,
vuelve para aventar del patio los recuerdos
turbulentos, que gritan: ¡El muerto, el muerto,
el muerto!
con las orejas y las manos sucias.
Poesía de paso,
Premio Casa de las Américas, 1966.
lunes, 11 de enero de 2021
sábado, 9 de enero de 2021
"Canto a Lindbergh": un borrador de Altazor
Pedro Marqués de Armas
En julio de 1927 apareció en el Diario de la Marina "Canto a Lindbergh", poema de Vicente Huidobro inspirado en la conmovedora proeza del piloto norteamericano Charles A. Lindbergh, quien volara por primera vez desde Nueva York hasta París. Con nadie podía identificarse mejor Huidobro, que con aquel otro explorador de alturas que venía a confirmar una vocación aérea cuya precedencia podía patentar. Nada más huidobriano, que el cumplimiento de ese sueño que fusiona el motor de la ciencia y el de la poesía.
En una de las primeras crónicas
sobre aquel acontecimiento, “De Nueva York a París a golpe de ala”, Miguel
Ángel Asturias –testigo del espectacular descenso–, anunciaba que por fin los
rayos luminosos que alumbraban la ruta de los héroes en la poesía épica se
hacían realidad. Pero ya los futuristas, Marinetti mediante y poseídos de
aereomanía, habían decretado la muerte de Homero y en cualquier caso exigían un
nuevo poeta capaz de volar tan alto y largo como volaría Lindbergh una
década más tarde.
Huidobro recorría los estudios de
la Metro Goldwyn Mayer cuando el aeroplano despegó en Nueva York, exactamente
el 20 de mayo de 1927 a las siete y cincuenta y dos minutos hora
norteamericana. El primer vuelo transatlántico duraría treinta y seis horas,
aterrizando Lindbergh en el aeródromo parisino de Le Bourget a las diez de la
noche del día siguiente. Cerca de 150.000 almas esperaron la llegada del
Espíritu de San Luis, y millones no pegaron ojo en todo el mundo aguardando el
desenlace.
El poeta fue solo uno entre los
insomnes. O tal vez durmió esa noche a pierna suelta, y su insomnio aconteció
otra noche, mientras escribía de un tirón su exaltado poema. Lo escribe,
además, en inglés, imbuido por sus éxitos en Nueva York y sus proyectos para
Hollywood. De modo que la versión publicada en La Habana no fue la primera.
Pero ocurre, y aquí viene lo interesante, que todas las biografías del chileno
señalan al poema como inédito hasta 1988. Ese año el estudioso René de Costa,
que lo rescata de su papelería, lo daba a conocer en un monográfico que la
publicación madrileña Poesía: revista ilustrada de información poética le
dedicaba.
En Outside Stories,
así como en el prólogo a la edición norteamericana de Altazor, que
él mismo anota y traduce, Eliot Weinberger recuerda que, conmovido por la
proeza del joven aviador, Huidobro llegó a anunciar que donaría su premio al
mejor guion de la League for Better Pictures –unos diez mil dólares que acababa
de ganar– para la construcción de un monumento a Lindbergh. Y asegura de paso
que el proyecto no prosperó, escribiendo Huidobro aquel largo poema en inglés
que permanecería inédito durante décadas. Desde luego, lo más probable es que
poema y anuncio –es decir, inspiración y publicidad– hayan eclosionado juntos.
(De acuerdo con la cronología de
la Fundación Vicente Huidobro: “Su estadía en New York, coincide con la llegada
de Lindbergh a Boston, después de cruzar el Atlántico, y compone un canto épico
en homenaje al aviador”. Lindbergh arribó a Boston el 22 de julio, un día antes
de que Huidobro recibiera el premio cinematográfico, por lo que no nos
equivocamos en lo dicho. Ocurre que solo una semana más tarde –el 31 de julio–
el poema aparece en La Habana.)
Supongo que el dossier de
René de Costa contenga referencias más objetivas
sobre “Canto a Lindbergh”, es decir, sobre la versión inicial en inglés, su
traducción al castellano, o los motivos de su largo olvido. Al margen de
ello, todo indica que su aparición en Diario de la Marina no
ha sido registrada… Y es por eso que resulta tanto más
curiosa su publicación en Cuba, en tan escaso tiempo, bajo la firma de “Vicente
García Huidobro”, y precedido de una breve nota que da cuenta del envío pero
que no arroja una sola pista más: “De las manos ilustres de D. Gonzalo de
Aróstegui hemos recibido la presente composición del notable poeta y crítico
chileno Vicente García Huidobro. Agradecemos a tan distinguido amigo el gentil
envío, en nombre de nuestros lectores”.
Fundador de la Sociedad Cubana de
Pediatría, ya entonces frisando los setenta años, Gonzalo Aróstegui del
Castillo había vivido largos años en Nueva York y Brasil. Su presencia en
revistas culturales (y no solo médicas) cubanas, era aún bastante activa. Poeta
ocasional, fue amigo de Julián del Casal en su juventud. Llegó a presidir la
Asociación de Escritores y Artistas Americanos y, entre otras gestiones,
cooperó en la edición de las Obras Completas de José Martí.
Traducía además de varias lenguas.
Zenobia Camprubí lo recuerda en
sus Diarios como un anciano inquieto y gracioso, a la antigua,
que hablaba de España con cierta relamería, como si hubiera pasado allí media
existencia. Mientras Gastón Baquero lo rememora, en un nostálgico ensayo,
“leyendo un poema de Aurelia Castillo de González en el salón de Dulce María
Loynaz”. La cercanía con Baquero, también en la vejez del pediatra, tal vez
venga de sus mutuas relaciones con Pepín Rivero, pues Aróstegui colaboró con
alguna frecuencia en el Diario de la Marina.
En fin, muchos datos, pero total
ignorancia en cuanto a sus vínculos con Huidobro, si es que existieron. La
pregunta, en cualquier caso, es cómo llegó a sus manos el poema. No queda, por
tanto, más que especular sobre tres posibilidades: Que Aróstegui haya
coincidido con Huidobro en Nueva York, y este le entregara una versión en
castellano para los lectores cubanos. Que lo haya tomado de alguna otra
publicación en español. O que lo hubiera traducido… El primer caso es probable,
y por lo mismo, digno de investigarse. El segundo menos, ya que no existe
rastro, la más mínima referencia. El tercero... Sería una traducción tan
perfecta que solo podría obedecer a un trance espiritual. “Como una
serpentina lanzada de Nueva York a París atraviesas el cielo del Atlántico”, o
“Cuando el aire sintió el cantar de tu hélice y el peso de tu motor alado”, son
versos tan huidobrianos que solo Huidobro pudo conseguirlos en inglés, y solo
él, perfeccionarlos en español.
Al menos así nos lo parece.
Incluso (sólo hemos podido compararlas parcialmente) las versiones difieren no
poco entre ellas: la "habanera" más inacabada pero también de
más vuelo, esto es, menos trabajada a posteriori.
El caso, pues, sigue abierto.
Como apuntara Weinberger, las expectativas de los futuristas sobre un poeta
capaz de cantar la nueva épica aérea estaban por cumplirse. Por fin había
nacido una estrella tan rutilante como las de Hollywood. Huidobro/Lindbergh era
su encarnación. Acaso "Song for Lindbergh” devino de inmediato eso: un
borrador de Altazor.
jueves, 7 de enero de 2021
martes, 5 de enero de 2021
sábado, 2 de enero de 2021
Éramos los elegidos del sol
Éramos los elegidos del sol
Y no nos dimos cuenta
Fuimos los elegidos de la más alta estrella
Y no supimos responder a su regalo
Angustia de impotencia
El agua nos amaba
La tierra nos amaba
Las selvas eran nuestras
El éxtasis era nuestro espacio propio
Tu mirada era el universo frente a frente
Tu belleza era el sonido del amanecer
La primavera amada por los árboles
Ahora somos una tristeza contagiosa
Una muerte antes de tiempo
El alma que no sabe en qué sitio se encuentra
El invierno en los huesos sin un relámpago
Y todo esto porque tú no supiste lo que es la eternidad
Ni comprendiste el alma de mi alma en su barco
de tinieblas
En su trono de águila herida de infinito