lunes, 30 de noviembre de 2020
domingo, 29 de noviembre de 2020
jueves, 26 de noviembre de 2020
Pequeña China. Una serie de chinos antes que ningún chino
Pedro Marqués de Armas
Mucho más que los esclavos africanos, y a
menudo en oposición a ellos, los colonos asiáticos conducidos a Cuba durante
el siglo XIX representaron un valor moderno, propio del incipiente capitalismo industrial.
A diferencia de los esclavos, y aun cuando su condición legal no difería
demasiado, los coolies encarnan una
idea de orden donde, por encima de estereotipos y observaciones empíricas, sobresale
el carácter serial de su representación.
A los chinos se les conecta al ritmo eficaz de
las fábricas. Sus cuadrillas devienen pieza de un engranaje más vasto en el que
destacan atributos de cantidad, precisión y regularidad. Lo mismo si hacen
cigarrillos que ataúdes, si cargan piedras o recogen hortalizas, la imagen
dominante es la del manómetro o la correa de transmisión. Se les observa, por otra parte, según normas
carcelarias. Enfundado en traje de franela azul, el trabajador asiático encarna tanto al operario de la fábrica-correccional, con nombres irónicos como “La
Honradez” o “El Porvenir”, como al recluso del presidio con departamento
fabril.
Se trata en todo momento de contener el
azar, lo proliferativo; es decir, aquello que escapa a los principios de orden
y regulación. “Raza sutil”, se le equipara incluso con el “veneno” que emplea
y que tan a menudo frustra los controles.
Hacia mediados del siglo XIX, la cuestión no
es ya oponer a una reproducción incontrolable que se cree inherente a los
pueblos asiáticos, la manida (y compensatoria) idea de su “natural laboriosidad”,
sino enclaustrar tales imágenes en la Gran Fábrica del capitalismo. Al margen
de las figuras propuestas por la antropología ilustrada, se ha de promover el
modelo serial: la cadena producción/disciplina, higiene/control.
Veamos, a propósito, algunas espléndidas
descripciones.
La primera, del viajero Walter Goodman cuando
visita “La Honradez”, donde un individuo resalta, curiosamente, del resto en
tanto que máquina más efectiva, sin que ello lo particularice en ningún otro
sentido:
Un piso más arriba y nos introducen
en un salón alargado con mesas dispuestas en hileras en las cuales alrededor de
cien trabajadores chinos cuentan los cigarrillos ya torcidos y los envuelven en
las etiquetas ornamentadas en grupos de veintiséis. Se necesita mucha práctica
y mucha destreza en la maniobra para desempeñar esta operación con la velocidad
requerida. Los chinos –en este establecimiento trabajan mil– son sin embargo
expertos en este arte, y pacientes y laboriosos como bestias de carga. Pero
entre los hijos del Celeste Imperio, hay uno que se destaca de los demás por su
habilidad. Introduce sus diestros dedos sobre los primeros y solo por el tacto
conoce cuando tiene en su mano los veintiséis necesarios. Luego, con un
movimiento peculiar le da al puñado de cigarrillos la forma tubular y con otro
movimiento los envuelve delicadamente en una cubierta de papel que deja abierta
en un extremo y dobla correctamente en el otro. Es tan rápido en su trabajo que
casi no podemos seguirlo con los ojos y toda la operación desde el principio
hasta el fin nos parece hecha como por arte de magia.
No sólo no puede el cronista seguirlo con los ojos; tampoco logra establecer una diferencia, una singularidad. El movimiento de los dedos es aquí parte de un mecanismo del que resulta a la vez epítome y metáfora: el del trabajo en cadena, pero no como fuerza viva, sino en cualquier caso como pieza de cálculo: contar, torcer, envolver, etiquetar.
No muy distinto es el relato de Samuel Hazard
en Cuba a pluma y lápiz, quien de
paso por la misma tabaquería, afirmaba:
Todo el establecimiento está sujeto a
cierto grado de precisión y de sistema militar verdaderamente inimitable”.
Describe lo curioso que resulta ver a los chinos metidos “en sus trajes azules,
parecidos a los de los presidiarios”, algunos rapados y otros con las trenzas
recogidas, y todos con una “gorra especial con el nombre de la fábrica sobre
una cinta.
Y más claro resulta este apunte de Ramón de
la Sagra en su visita al ingenio Ponina:
…una cuadrilla de chinos dividida en
dos filas en incesante movimiento, vaciando un tanque de meladura y llenando
las hormas, con la misma velocidad y regularidad que una correa de transmisión
o la igualdad precisa de un péndulo... e identificándose con las indicaciones
del manómetro y los golpes regulares del pistón.
Semejante destreza acompaña al colono
asiático, incluso, en los trabajos de carga. El culí es capaz de llevar sobre
sus hombros, por medio de una larga y flexible pértiga de bambú, dos
cargamentos, uno a cada extremo; mientras que el esclavo africano apenas puede
sostener un saco de azúcar y a ritmo más lento. Como apuntó Pérez de la Riva,
su andar liviano y grácil ajusta de modo inmejorable con el “vaivén de la carga”
y crea un “sincronismo tan perfecto” que hombre y aparato parecen formar “un
solo cuerpo vivo”.
Las descripciones anteriores son conocidas.
Agrego otras dos apenas citadas:
Como fabricantes de tabacos y
cigarrillos, los chinos son insuperables y contribuyen en gran medida al éxito
de esa rama de la industria en La Habana. La célebre fábrica de cigarrillos La
Honradez emplea a un gran número de chinos para la preparación de sus delicadas
mercancías. Los trabajadores, en su mayor parte, se alimentan en el edificio.
Su apartamento para dormir es como el camarote de un barco grande de
inmigrantes, lleno de literas de varios niveles. En muchas de las literas
cuelgan emblemas curiosos y tarjetas impresas con amuletos chinos,
probablemente para asegurar el descanso sin molestias para el ocupante. Al
entrar en las largas salas de trabajo en este establecimiento, uno está
singularmente impresionado por el curioso aspecto de los trabajadores que a
primera vista (e incluso en una segunda ojeada) parecen ser todo mujeres.
Vestidos con batas largas, de color azul o amarillo claro, con el pelo trenzado
y enrollado alrededor de sus cabezas, sus ojos almendrados sujetos firmemente
en el trabajo manual, aparecen como largas filas de autómatas manipulados por
un solo cable, en lugar de vivir, y pensar como los hombres. ¿Hasta qué punto
están pensando estos hombres es todavía una cuestión abierta? (“Life in Cuba”, Harper´s
New Monthly Magazine, vol. 43, pp. 350-65).
También visitamos otra gran fábrica
de Tabaco, La Honradez, en la que se elaboran tres millones de cigarros
diariamente. En todos los departamentos se utilizan máquinas exclusivamente,
por ejemplo, para cortar y comprimir “la picadura” o tabaco utilizado en los
cigarros; para marcar, hacer las cajas, imprimir y hasta llenar y enrollar el
papel de los cigarros, siento esta última máquina un invento francés muy
complicado. Hay alrededor de un centenar de chinos e igual número de jornaleros
en el edificio, y mil personas de afuera –estos últimos presos- dispuestos a
enrollar cigarros por una pequeña suma. Era maravilloso observar la velocidad
con que los chinos contaban y empacaban los estuches de papel que envuelven
cada paquete de cigarros, pareciendo determinar al tacto, sin contarlos, su
número exacto, siendo tan rápido el movimiento de las manos que apenas es
posible seguirles con la vista. Para tales trabajos, sin embargo, los chinos
parecen estar particularmente adaptados, su débil constitución los hace
incapaces para trabajar en el campo o desempeñar otros trabajos rudos. (F.
Trench Townsed, Wild life in Florida with a visit to Cuba, p 175; citado en La Fidelísima Habana, p 366).
Acoplado a la Gran Máquina y sin perder su
condición exótica, el trabajador asiático deviene una suerte de autómata que
anticipa al hombre masa, al tiempo que se le condena, de modo perenne, a una
virtualidad de esclavo. Sea a expensas del ritmo de la cadena productiva, o por
la velocidad de las manos, opera a la vez como correa de transmisión y máquina
contadora.
Desde luego, estas representaciones sirvieron para
establecer una oposición entre colonos asiáticos y esclavos africanos, un
contrapunteo negativo, cuyo trasfondo era el drama mismo de la esclavitud, y la
no resuelta modernización de la industria azucarera. Tal como observó otro
viajero, Duvergier de Hauranne, el lugar que cada uno tiene en el espacio
plantacional suponía “una jerarquía, una separación de castas”, en la que el
asiático ocupaba el puesto más elevado, aquel que correspondía a la esfera
industrial.
Ello fue cierto en buena medida; y existen imágenes que así lo reflejan. En las fotografías que George Barnard realiza hacia 1861 en varias plantaciones de Matanzas, se aprecian cuadrillas de asiáticos enfrascados en las labores fabriles, en ocasiones planos de enormes maquinarias, que luego serían reproducidos -en forma de grabados- en publicaciones norteamericanas interesadas en la modernización de la industria azucarera cubana. (“Sugar making in Cuba”, Haper’s Monthly Magazine, 1864-65, vol. 30, pp. 440-53.)
El contrapunteo a que es
sometido por casi todos los observadores, en relación al trabajador africano, no
responde solo a una estrategia económica, ni la reflejaba únicamente en sus
aspiraciones y realidades, sino que expresa, además, la necesidad de fomentar estereotipos
encaminados a reforzar un control de orden físico y moral.
José A. Saco, cuyo mayor temor era ver a Cuba
convertida en una “pequeña China” –aun cuando fuera del
panorama insular y supuestamente desfasado-, no se proponía sino una economía de los cuerpos. Acaso no se ha observado con suficiente perspicacia
que las propuestas bio-políticas de Saco eran excelentemente modernas y propias
de esos años en que, junto a los nacionalismos, emerge también el racismo
científico con su voluntad biométrica –en su caso mediante el análisis estadístico de los comportamientos sociales.
Como señalaron alguna vez Moreno Fraginals y
Juan Pérez de la Riva, el carácter típicamente capitalista de la empresa de
inmigración asiática impulsó los sistemas de registros (1). A zaga de los balances
de producción y de los movimientos aduanales, y con aceptable nivel de calidad para el momento,
se desarrollan la estadística sanitaria y la criminal (léase, ésta última, “estadística
moral”). Larvarios en la década de 1840, estos registros se extienden a todo
el país a partir 1858, justo cuando la “trata amarilla” despega,
constituyendo un dispositivo que, en arreglo con indicadores como la
reproducción del capital laboral, implicará articulaciones más extensas.
Un debate como el que, según cálculo
nacionalista, se produjo tras la publicación de la Estadística Judicial de 1862
(2) da cuenta de ello. Se expresaron una serie interpretaciones que, a modo de
polémica virtual y tras el calificativo de marras (“la elocuencia de las
cifras”), sirvió para promover las estrategias sobre cómo debía procederse con
los diversos grupos. Más que el crimen como recurso para refutar la trata, lo
que Saco propone en su análisis, es la criminalización del
otro, pero ya no apelando a una moral ilustrada, sino positiva, es decir, según
criterios biopolíticos y disciplinarios propios del “racismo de Estado”; y ya
sabemos que no hay que ser hombre de estado para contribuir a su
emergencia.
Si bien había empleado números a propósito de
la epidemia de cólera, a fin de mostrar a los negros como fuente del
contagio, ahora puede hacerlo a sus anchas, con total garantía técnica y sin
tener que invocar factores climáticos. Saco critica a las instituciones
judiciales por su precario funcionamiento, pero le importa señalar, sobre todo,
a chinos y africanos como agentes criminales, en tanto comienza a preocuparse
por el aumento de ciertos delitos en la población blanca. No por gusto su plan
de blanqueamiento de la isla es
esbozado en este estudio sobre estadística criminal.(3)
En Comunidades imaginadas, Benedict Anderson mostró cómo el censo, el mapa y el museo –y cabe también la estadística moral– se entrelazaron para formar el estilo de pensamiento del Estado colonial tardío, operación que daría sustento, bajo iguales claves, a aquellos nacionalismos que aún no habían facturado o consolidado sus instituciones. Se trata de establecer una red clasificatoria –aquí en función de las tendencias criminales, pero lo mismo en cuanto al rendimiento productivo, la mortalidad, etc.– que permita deslindar entre unos y otros. En otras palabras: facilitar el conteo de los individuos en tanto colectivos y desde compartimientos estancos. “Por eso el Estado colonial –expresó Anderson– imaginó una serie de chinos antes que a ningún chino”.
Notas
(1) Pérez de la Riva, Juan: Los culíes chinos en Cuba, La Habana,
Editorial de Ciencias Sociales, 2000, p. 177.; y Moreno Fraginals, Manuel: “La brecha
informativa. Información y desinformación como herramientas de dominio
neocolonial en el siglo XIX”, Santiago,
no 29, marzo de 1978, p. 18.
(2) La Estadística
Criminal de 1862 (publicada dos años más tarde) no fue la primera en incluir
datos sobre la criminalidad asiática pero es la más conocida en este sentido.
Además de Saco, la comentan Jacobo de la Pezuela, Henri Dumont, Francisco J.
Bona y Rafael María de Labra. (Ver Saco, José Antonio: “La estadística criminal
en Cuba en 1862”, Colección póstuma de
papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de
Cuba, ya publicados, ya inéditos, La Habana, 1881, pp. 141 y 150, y La América, Madrid, 12 de febrero de
1864).
(3) Con la frase “Cuba
se convertiría en una pequeña China”, Saco alude al temor de que fuesen
importadas mujeres chinas y constituyeran familias en suelo cubano (“Los chinos
en Cuba”, Colección póstuma de papeles
científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba, ya
publicados, ya inéditos, La Habana, 1881, pp. 181 y 187; y La América, Madrid, 12 de marzo de
1864).
martes, 24 de noviembre de 2020
Un cuento chino
En la amplia habitación que ocupa todo el
centro de la vieja casa, sentado sobre las plegadas piernas, Chun, sorbe
lentamente el té que dora la transparencia de una diminuta taza de porcelana,
mientras la larga pipa de bambú reposa apagada junto a él sobre la alta y
esbelta mesa de madera negra, y pulida tan finamente, que parece haberlo sido
por el suave roce de las flotantes túnicas de seda, a través de las
generaciones.
Es cerca
de medianoche; por el ventanal abierto entra la luna y sale la mirada de Chun a
vagar sobre el paisaje.
En derredor
de la casa, los jardines, con sus caminos tortuosos y sus plantas cultivadas en
macetas; detrás, como una felpa de verde y plata, los plantíos de arroz; luego,
sobre una eminencia, el pequeño templo del cementerio, donde reposan los huesos
de sus mayores; más lejos, un gran edificio recorta la silueta de los techos
curvos sobre el azul pulido y luminoso del cielo y, en último término, allá en
la lejanía del horizonte, más se adivina que se ve, una cinta oscura que se
aleja serpeando hacia el sur. El río, donde los “juncos” parecen grandes aves
dormidas en el silencio de la noche…
Chun
está triste. Todo anda mal, desde que un forastero, alto y rubio, de ojos
claros y mirada dura, apareció en aquellos lugares. Él, con autorización del
Taotai había levantado la casa grande, mitad templo y mitad fortaleza, donde se
decían rezos en lengua extraña y se guardaban fusiles y balas, que sus ojos
veían alzarse junto al cementerio.
Primero
Chun había tenido que ceder parte de su heredad al intruso de ojos claros. Chun
había protestado. Aquella tierra estaba saturada del sudor de diez generaciones
de su familia, que habían labrado sus entrañas y sobre ella habían vivido. Todo
había sido inútil. El Magistrado de la próxima aldea, hombre rollizo y
apacible, le había hablado de cosas raras que no entendió y de barcos llenos de
cañones que estaban allá abajo, al Sur, donde el río se vaciaba en el mar, y
como corolario, le había ordenado ceder lo suyo y callar.
Después, el santo sacerdote que velaba en el
cementerio el reposo de los muertos y cumplía las prescripciones de los ritos,
fue expulsado de su vivienda. Obra del forastero.
Por fin,
lo peor había llegado. Aquella mañana, una cuadrilla de trabajadores, guiados
por el forastero, habían pretendido abrir un camino cruzando el cementerio,
donde, en ataúdes de maderas cuidadosamente escogidas, reposaban sus familiares
difuntos.
La protesta había sido tan enérgica por parte
de Chun y sus vecinos, todos de la misma tribu, que la sacrílega faena había
sido suspendida; pero Chun recordaba, inquieto, el gesto amenazador del
forastero, al retirarse… y los buques que estaba allá al Sur, cargados de
cañones.
La idea
de ser lanzado de la casa solariega le asaltaba y una congoja extraña le
atenazaba el corazón.
¡Emigrar!
Recordaba las historias de su primo Chun Muy,
que el año anterior, había aparecido a la puerta de la casa, cuando todos le
creían muerto hacía ya tiempo y en las ceremonias de difuntos se habían quemado
por él papeles de papeles de plata y oro.
Chun
Muy había contado sus aventuras a toda la familia reunida en las frescas
veladas del invierno.
Cuando,
hacía más de treinta años, muchos más, antes que Kuang-Su fuese Emperador, un
día, lleno de curiosidad, por conocer el puerto y ver los “barcos de flores” y
todas las maravillas de que hablaban los barqueros que en los grandes “juncos”
acarreaban la sal, se embarcó en uno de aquellos que bajaban el río, emprendía
sin saberlo un viaje larguísimo y doloroso.
En el
puerto lo habían llevado con engaño a un gran buque de altísima arboladura y
que en nada se parecía a los juncos que navegaban por el río. Allí, a bordo,
había sido violentamente encerrado en la bodega y… ¡a navegar y sufrir!
Había sido
llevado a un país hermoso, donde fue esclavo y donde había esclavos negros y
hombres blancos que morían en los patíbulos, por no pensar como pensaban los
que gobernaban.
Y había
conocido el látigo que corta la carne en las espaldas, las cadenas que
destrozan los tobillos, los cepos, de gruesos leños, como los que había visto
usar en su país para los ladrones, y todas las amarguras y todas las vejaciones.
Había
visto a sus compañeros ahorcarse para escapar a tanta miseria, y feroces perros
destrozar los cráneos de infelices fugitivos. Y un día, en aquel país lejano y
hermoso, había resonado un gran grito, y todos los que sufrían se habían alzado
en tremendo gesto de protesta. El incendio lo había arrasado todo, los campos
inmensos de cañas de azúcar, que, al arder, estallaban como racimos de cohetes
en día de fiesta, y las fábricas… y los látigos y los cepos. Había sido, como
si los esclavos todos, formando un solo cuerpo y agitando un solo brazo, hubiesen
azotado las espaldas del amo con un tremendo látigo de fuego. Y, después,
habían sido libre todos, los que cargaban cadenas y los condenados a morir en
los patíbulos…
De pronto,
un clamoreo inmenso rasgó el silencio de la noche y Chun, sobresaltado, vio
entrar en su casa un grupo de sus vecinos y parientes, gritando y gesticulando.
¡Se
realizaba el sacrilegio! El forastero, al abrigo de la noche, con su cuadrilla de
trabajadores, removía la tierra del cementerio y los huesos de sus mayores.
De un salto,
Chun estaba en el portal y, destacándose sobre la clara luminosidad del cielo,
vio el grupo de los trabajadores, dominado por la figura alta y recia del
forastero, y, allá adentro, en el espejo de su cerebro, la fantástica imagen de
un inmenso látigo de fuego…
Al aclarar,
cuando ya la luna blanqueaba, un resplandor rojizo se alzaba de las ruinas de
la casa grande donde se decían rezos y donde se guardaban fusiles y balas y,
sobre los restos carbonizados de un “junco” que las aguas amarillentas llevaban
río abajo, hacia el Sur, donde estaban los barcos cargados de cañones, iba el cadáver
del hombre alto y rubio, que conservaba abiertos los ojos claros donde parecía
haber quedado fija la última impresión de espanto y de sorpresa.
Por la adaptación,
Mayo, 1909,
Raoul J. Cay.
El Fígaro, 16 de mayo 1909.
domingo, 22 de noviembre de 2020
viernes, 20 de noviembre de 2020
La fiesta de Consulado chino y la Zanja de entonces
jueves, 19 de noviembre de 2020
miércoles, 18 de noviembre de 2020
Consecuencias del juego de los chinos
Olallo Díaz González
Mucha es la afición que se nota en toda la
Isla a esta clase de juego, con el que los hijos del celeste imperio hacen su
Agosto. Los periódicos, rato es el día que no traen algún suelto referente al
asunto, predicando en desierto, porque el pueblo sigue lo mismo. Personas hay
que no teniendo más que estrictamente lo necesario para sus alimentos, no les
pesa el quedarse sin ellos por jugar aquello que soñaron.
Componen el juego treinta y siete figuras, piezas o animales, como el Lector quiera llamarlas, divididas por cuadrillas en la siguiente forma:
Cinco guapos, — Lombriz; Cochino; Luna; Tigre;
Buey.
Cuatro mujeres, — Paloma; Piedra fina;
Lanchao; Mariposa.
Cuatro muchachos, — Taypen; Rana; Perro chiquito;
Mono.
Cuatro curas, — Padre cura; Fuma opio; Santa
Mujer; Gato amarillo.
Cuatro caballeros, — Pescado blanco; Muerto;
Caracol; Pavo real.
Siete cabrillas, — Perro grande; Caballo;
Elefante. Lancha; Ratón; Gato boca; Avispa.
Cinco limosneros, — Majá, Araña o Pato; Chivo;
Venado; Camarón.
Cuatro peones, — Pescado pozo; Gallo; Águila: Jicotea.
—Qué salió? ¿Qué salió?
—"Camarón".
Aquí es lo bueno, todos hablan a un tiempo;
unos dan patadas furiosos en el suelo, reniegan de su suerte y se tiran de los cabellos,
otros le dicen al chino que hubo trampa y quieren entrarle a mogicones, armando
barullo tal que no hay Dios que los comprenda.
Nada hay en esto ni en lo que voy a relatar de
exageración; no haré más que copiar al pie de la letra las escenas que con bastante
frecuencia he presenciada.
Alejo, marido de Conchita, gana dos pesos diarios de peón de albañil y no malgasta ni jun centavo; por las mañanas al ir para su trabajo, deja en su casa un peso para el almuerzo y la comida. Conchita regateándole a la negra carnicera, al bodeguero y al verdulero, siempre economiza su realito con que jugar a los chinos. A Alejo no le dan más que una hora para almorzar y trabaja un poco lejos de donde vive, por lo cual, Conchita le tiene la mesa preparada para que cuando llegue pueda hacerlo a la carrera. Una mañana no encontró Alejo la mesa puesta como de costumbre.
— ¿Cómo fue, Conchita, te quedaste dormida?
— No.
— Pues dame el almuerzo que se hase tarde.
— Todavía no está.
— Ya son las nueve y media.
— Qué sean las dose… Me dolía mucho la cabesa y no me dio la gana de cosinar.
— Y que almuerso yo?
— Por un día que dejes de almorsar no vas a
morirte.
— Pero quiero haserlo diariamente, pá eso
trabajo. Conque ¿dónde está?: …¡Vamos!
— No sé
—No sabes? Pues dame el peso que te deje esta
mañana, iré a la fonda.
—Y yo?
— Come gambusinas! Venga el peso.
— Lo perdí.
— Y por qué no me lo dijistes al prensipio?...
Dónde se te perdió?
— De la sala a la cosina.
—Quién ha estado aquí?
— Nadie.
Alejo registró la casa sin
encontrar el peso; frenético cogió un palo y agarrando a Conchita por un brazo
le preguntó:
— Dónde está el peso?
— Ya te dije que se me perdió.
— Y cómo no lo encuentro en ninguna parte?
Conchita, o me dises la verdad o te doy una palisa.
— Me juras no haserme nada?
— Dime la verdad.
— Pero tú me juras?
—Sí.
— Bota el palo.
—Ya ¿Qué hisiste con el peso?
—Voy a desirte la verdad, Alejito; fue que
anoche soñé con la "lombriz" y como hase muchos días que no sale, le
apunté el peso y lo perdí.
— Y yo
no te he dicho que no juegue a los chinos?
— Y si hubiera ganado?
— Ni de
una manera ni de otra quiero que juegues, y el día que vuelvas a jugar me voy
de tu lado.
— Desde ahora si quieres puedes largarte.
¿Acaso necesito de ti? Soy muy joven todavía y no me faltan gallitos que me
quieran, mucho más desentes y de mejor posisión.
— Cállate, Conchita
— No me da la regaladísima gana!
— Mira, que te meto la mano.
— Porque soy mujer. ¿A qué no le das a un
hombre como tú, manfriso?
— Conchita!
— Sí, Manfriso! manfriso! ¿Cómo no te kisiste
guapo con Cantúa?
La contestación que le dio Alejo fue una bofetada.
Ella con un jarro de lata lleno de agua, que fue lo que más a mano halló, le
mojó de pies a cabeza. — ¡Al momento te largas!
Conchita hizo un lío con su ropa y fue para
casa de su madre, y Alejo sin haber almorzado tuvo que volver a su trabajo. Desde
aquel día se separaron.
— Andrés ¿por qué juegas a los chinos?
— Porque me gusta.
— Pero nunca ganas.
— Cuando yo les coja la manganilla verás si me
desquito.
— Mientras tanto vas perdiendo lo que trenes.
— Ya lo recuperaré.
Vana esperanza! El puesto iba decayendo y
Andrés se vio sin crédito y sin dinero con que surtirlo.
— Mira que nos arruinamos, Andrés.
— No lo creas, Sofía, ya voy cogiéndoles el
juego y pienso vender el puesto a uno que me da siete pesos por él; yo te juro que
con ese dinero tanto he de ganar, que volveremos a ser dichosos.
— Susederá como siempre que juegas.
— No seas testaruda, Sofía; el juego de los
chinos es muy legal y aunque me maten seguiré jugando a él. Hoy mismo vendo el
puesto.
Así lo hizo; pero el dinero fue a parar a
manos de los chinos. Andrés no escarmentó con eso y quiso dar el último golpe.
— Sofía dame tus prendas.
— Para qué?
— Para empeñarlas.
— De ninguna manera. Esas las
quiero para el día que no tengan mis hijitos que comer.
— Y son tuyas acaso? ...Tú te
la pones; pero son muy mías porque me han costado mi dinero.
— No te las doy.
— Si, corasonsito de melón, verás
cómo triplico la cantidad.
— No, no y no.
— Me las llevaré a la fuerza.
Andrés fue a abrir el escaparate; Sofía se
adelantó y quitó la llave de la cerradura.
— Dame la llave
— Me tienes que matar para quitármelas
— La llave!
— Que no te la doy!
— Abriré sin ella.
Salió a la calle y volviendo con un martillo y
un punzón, se dirigió al escaparate.
— Andrés ¿será posible?
— Y poderoso! Dame, que voy a saltar la
cerradura.
— No es necesario, toma la llave.
Andrés soltó las herramientas y abrió el
escaparate contentísimo.
— Aquí están las prendas! Un
par de pulseras, tres sortijas, un alfiler de pecho, el anillo con que nos
casamos y un par de aretes. A la casa de empeño me voy.
Andrés empeñó las prendas y apuntó las cuatro
mujeres para el juego de las ocho, tuvo poca suerte, fue premiado el “perro
grande”. Las jugó a las diez, le tocó a la “luna." Siguió con las mismas
figuras para el juego de las dos doblando la cantidad, tampoco acertó: la "rana"
se llevó el dinero. Desesperado dejó las mujeres, y apuntó al “tigre",
entonces salió ''piedra fina”, una de las figuras pertenecientes a la cuadrilla
de las mujeres.
— Qué salado soy! —decía, —jugué
las cuatro mujeres a las ocho, a las diez y a las dos y no salió ninguna, las
dejé en el juego de las cinco y sale “piedra fina," ¡mal rayo me parta!
(…) Sofía tenía razón con el puesto de frutas
nunca le debieron un centavo a nadie y desde que Andrés lo vendió no tenían más
que trampas y disgustos. ¿Estás convencido, Lector? Ahora te referiré las
escenas que diariamente pasan con los apuntadores. Casi todos tienen alquilado
un cuarto en una ciudadela. Desde las seis de la mañana empiezan a llegar los
inocentes que van a dejarles su dinero. Allí se ven hombres de levita y en
mangas de camisa, criados que quitan una parte de la cantidad que les han dado
para la plaza, muchachos, en fin, muchas personas de ambos sexos, edades y
colores.
— Medio de "anguila"!
— Apúnteme un rial al mono!
— Las siete cabrillas, medio a
cada una!
— Hola, Dorotea!
— Qué hay, chinita? (Estas son
dos criadas; una es lavandera y la otra cocinera.)
— Cuánto juegas hoy?
— Medio peso ná más, hija!
Estoy en una casa que son muy sicateros, no pude coger más póique no me dan más
que dase ríales fueites pá la plasa.
— Yo juego tres ríales que le robé a mi marío
al "gato amarillo,'' póique una negrita que vino anoche a casa no hasía más
que cantar ¡Amarillo, suénamelo pintón!
— Pues yo voy a jugar dos riales fueites al
"ratón" porque hoy cuando me levanté había uno grandísimo en la ratonera,
y otros dos ríales fueites al "gato de boca," poique cuando lo saqué
pá fuera el gato lo trancó.
— Apúntale aunque sea un mediesito a la
"jicotea."
— Esa no sale hoy, salió ayer.
— Por eso te lo digo, los chinos son muy
jubilaos y la pueden repetil.
— Bueno Apunta, Enrique, dos riales al
"ratón," dos al "gato de boca" y uno a la
"jicotea."
— Tu, mulata bunito, yo tiene mucho dinelo pa
ti.
— Safa, chino, que tu fumas opio!
—Yo no fuma opio. Yo fuma sigalo, tabaco, esí
tá bueno.
— Siá! —dijo la mulata pegándole un rabazo al
hijo de Cantón.
Poco después vi llegar a un joven que creí
conocer, no me engañé, era Balujita.
— Qué hay de tu vida, Pantaleón?
— Ya lo ves, Balujita ¿Qué vienes a buscar
aquí?
— A jugar.
— Tu también juegas a los chinos?
— Y gano todos los días.
— Cómo?
— Porque juego muchos animales y poco dinero y
además porque cojo al vuelo las adivinanzas. ¿Quieres verlo? Ven... Chino, dime
la adivinansa.
— Uno casa cerrao, esi hombre tá dentro y sale
mucho humo.
Balujita se puso a pensar… “Uno casa cerrao....
sale mucho huma... Ya sé lo que es, Pantaleón; “fuma opio," apuntale tres
pesos.
— Yo no juego.
— Cuando te digo que vas a ganar! Haste cargo
que yo desde que salí de escribiente estoy viviendo a costillas de los chinos, y
ya les he cogido tan bien el juego que raro es el día que no gano cuatro o cinco
pesos. .
— Entonces no trabajarás.
— Que trabajen los bueyes que tienen el cuero
duro!
— Dichoso tú.
— Todo es acostumbrarse, chico; no hago ni un
pimiento y la viejita aquella que tú sabes me mantiene y yo soy el jefe de la casa.
A ver, chino, dos reales al "fuma opio," medio al “pavo real,"
medio al "gallo," medio a "Lanchao" y un real a "taypen."
Falta medio para cinco reales. Apúntalo al "buey".
¿Quieres
jugar en vaca conmigo, Pantaleón?
— Ya te he dicho que no juego a eso y me
extraña mucho que un joven como tú, se ocupe tanto del juego de tos chinos. ¿Qué
dirán de ti?
— Sin cuidado me tiene lo que
digan! Por un oído me entra y por otro me sale.
— Y está bien eso?
— Chico ¿de cuándo acá? Mira
que yo no tengo quien me gobierne.
— Por eso lo haces.
— Ande yo caliente y ríase la
gente.
— Más valía que buscases
trabajo y no anduvieras de vago.
— Vas a seguir?
—Viviendo a expensa de esa
pobre que
— Adiós, Pantaleón! —dijo
bruscamente volviéndome las espaldas.
— Que te vaya bien.
Media
hora faltaba para que el apuntador se llevara la lista, cuando llegó
recatándose una mujer.
— Enrique, tres reales al
"elefante."
— Pela poquito. .
— Anda pronto, mira que tengo que venir a
escondidas de mi marido que es muy seloso.
— Namá?
— Luego te pagaré.
— Yo no fía
— Toma esa sortija hasta que te pague. ¡Qué
desconfiado eres! Yo estoy segura que sale “elefante" porque soñé con él.
Llegó
un negrito.
— Medio de "majá"! Medio de “raton"
y medio de “lombriz” pa la niñita!
— Tu ama juega? —le pregunté.
—Ella sí; pero me dise que no se lo diga a
naiden; ese rialimedio se lo pidió a mi amo pá cascarilla.
Al salir la mujer se encontró en la puerta con
el marido que la venía siguiendo.
— Qué hases aquí?
— Yo? ... Nada. Que vine a ver a una amiga.
— Una amiga, eh? Al chino Enrique es al que
tú viniste a ver, lo sé todo.
— Qué es lo que sabes?
— El negosio que se traen Vds ¿Qué papelito
es ese?
— Ninguno.
— Déjamelo ver,
— No.
— Mira que aquí mismo delante de la gente, te
pego.
— Toma, toma.
— Está escrito en chino para que yo no lo
comprenda!
— Si es el "elefante."
— Yo elefante! Ven conmigo, que te voy a haser
comer el papelito delante de él.
— Sí, es el “elefante" que juego para las
ocho, y como no tenía dinero le dejé empeñada la sortija que tú me diste.
— Se la habrás dado en prueba de amor. Vamos-
allá.
Ella antes que él hablase dijo: —Enrique, dame
la sortija que te empeñé.
— Tres
reales pacá.
— Pero
tú crees que yo soy bobo y no comprendo que ya te conchuchaste con él? …Macao,
dame la sortija pronto si no quieres que te abolle un ojo.
— Papelito
pacá.
— Tómalo.
El chino entonces devolvió la sortija y el
hombre empujando a la mujer hasta la puerta, salieron de la ciudadela. Una vez
en la calle, uno de los que habían presenciado la cuestión le grito: —
¡Remolacha! — ¡La vieja!— le contestó este apresurando el paso.
Ya era hora de ir a entregar las listas y eV
apuntador se las llevó. Poco a poco llegaban los jugadores preguntando:
— Qué
salió? ¿Qué salió?
—Qué desgrasia! —decían unos.
— Trampa! ¡Trampa! —gritaban otros.
Dio la casualidad que las primeras papeletas
que le devolvieron fueron las de la “jicotea,” y viendo que ya no tenía que pagar
premio ninguno, para quedarse con el dinero de las otras figuras que nada les
tocó, volvió a salir, hizo que había ido a la casa de juego y dijo cuando
regresó: —Ya jugá. Sale “jicotea."
Aquí
fue Troya, los que habían jugado la "jicotea" reclamaban su dinero.
— Yo jugué tres ríales, ¡Tramposo!
— Yo una peseta. ¡Ladrón!
— Papelito paca yo lo paga pronto.
Una
mulata se encaró con él. — A ver si me pagas tres ríales que jugué a la
"jicotea," ladrón!
— Papelito…
Tú no
me devolviste mi dinero? Mis tres ríales me lo pagas, son nueve pesos.
— Yo no
paga ná, sin papelito.
— Eso
tienes tú de ladrón y sinbelgüensa, ¡Permita Dios que te dé el cólera de tu
tierra o que te apuñaleen en una esquina! Tú me vas a pagar, esto no puede
quedarse así, voy a buscar a mi querío.
Llegaron
otras personas que maldijeron a su gusto al apuntador, entre ellas, Balujita. —
¿Qué salió?
— "Jicotea."
— Jicotea! ¡Qué tramposos son Vds! ¿Por dónde
echa humo la jicotea? No vuelvo a jugar más nunca.
Como al cuarto de hora volvió la mulata con su
amigo, este era uno de los cheches de Jesús María.
— Chino ¿poiqué tú no le pagas lo que sale a
las mujeres?
— Yo no tiene que ve ná contigo.
— No tienes que ver? Pues ahora me vas a dar
el dinero de a hombre.
— Papelito
— Vamos, señores, —dije yo, —se concluyó.
— No hay novedá, niñito! se concluyó. Yo respeito a los hombres; pero ese Macao me la tiene que pagar aunque se meta debajo de la tierra.
No sé si se la cobraría, lo cierto es que el
chino sigue apuntando sin novedad, y que todos los días estoy presenciando
escenas iguales a las que acabo de referir.
Costumbres populares. Escenas copiadas del natural, La Habana, Librería La Principal, 1881, p. 49-59.