William Henry Tylor
La proximidad a la Habana y su vista desde el
agua es famosa en todo el mundo por su belleza. Lo adorable de su situación, lo
pintoresco de sus edificios y su extraña arquitectura, conforman en todo
momento una escena interesante y placentera; mientras la extrema brillantez del
sol matutino bajo el cual la contemplábamos ahora, arrojaba sobre ella una
especie de atmósfera romántica que capturaba la mirada y atrapaba la atención,
de modo que más de tres horas mirando el espectáculo no se hacían para nada intolerables.
El puerto es de más de dos millas de largo y amplio en proporción, siendo todo
un dechado por su comodidad, seguridad y belleza. Es un gran defecto el hecho
de que no huela bien, según me dijeron; pero para ser franco debo decir que
aunque a menudo me detuve a olfatear con cierto cuidado, no fui capaz de
detectar dicho defecto. La mano del hombre ha hecho mucho para mejorar el
entorno. Los barcos de cada nación del globo se ven aquí empaquetados en masa
en los muelles o repartidos azarosamente por todo el puerto; y mientras te
paras en la cubierta de tu buque y miras alrededor el espíritu es reconfortado
por la vista de un dique seco y flotante, varios almacenes, el tejado del
Teatro Tacón, la apertura de las alcantarillas de la ciudad, un asilo de
huérfano, un hospital, la cárcel, y fortificaciones de diversas formas en
varios lugares.
Entre los barcos mi compañero de viaje divisó
uno que llevaba el estandarte del Hotel Telégrafo, y en él al notario o
intérprete perteneciente a aquella hostelería. El intérprete le reconoció casi
al mismo tiempo, o más bien un poco antes; y fue una alegre coincidencia, pues
el intérprete recordaba que el último año él había pasado cinco meses en la
Habana, gastando una buena cantidad dólares en las arcas del Telégrafo. En este
mismo barco embarcamos y navegamos hasta el desembarcadero bajo la vigilancia
de un guardián de la ley.
Al llegar a la orilla fuimos sometidos al
atropello de tener que abrir los equipajes con nuestras propias manos, viendo
como lo revolvían todo sin la menor misericordia. Llenos de indignación pero no
exentos de miedo vimos nuestras ropas sucias revueltas, nuestros cuadernos de
trabajo manchados con los dedos, las fotografías de nuestros seres queridos
miradas de reojo, y mi paquete de tabaco perforado por varios sitios. Se me
preguntó con exigencia si traía cartas para alguien en la isla; a lo que
respondí negativamente. También fui interrogado en español sobre la posesión de
alguna pistola. Resulta que llevaba un revólver en el bolsillo del abrigo, que
en ese momento colgaba del brazo; pero como soy una pobre e insegura criatura,
y temiendo que pistola y revólver pudieran no ser términos transmutables en
español, tenía miedo de delatar mi ignorancia exponiendo una cuando me
preguntaran por la otra, así que respondí estrictamente al tema negando tales
posesiones. Al no encontrar en nuestras maletas ningún botín que valiera la
pena quitarnos, nos las devolvieron, y entonces fuimos arrojados a las garras
de uno de quien era imposible escapar ileso. Este era un funcionario menor,
bastante descarado, que estaba sentado en una especie de celda desde donde
controlaba las entradas y salidas, impidiendo el paso de los viajeros hasta
tanto no fuesen “aligerados” para el camino. En su primera aparición nos robó
dos dólares a cada uno, y luego echó mano a nuestros pasaportes; y toda la
satisfacción que pudimos obtener fue un trozo de papel trilingüe llamado
permiso de desembarco, del que solo diré que si su español y su francés eran
tan horriblemente execrables como su inglés, debería ser usado como bala de
cartón para la ejecución del villano analfabeto que lo confeccionó; eso fue
todo lo que nos dieron por nuestros dos dólares, además de una información por
la que pretendía sacarnos cuatro dólares más antes de que saliéramos de la
isla. En consideración de estos hechos, no suscitaría sorpresa en cualquier
mente equilibrada, decir que durante nuestra estancia, molestos como estábamos,
pasamos día y noche pidiendo bendiciones por la causa rebelde.
Al escapar del edificio de la aduana, el
intérprete nos arrastró hasta un vehículo que nos condujo rápidamente al hotel,
donde el establecimiento entero, desde el dueño hasta el segundo ayudante de
cocina o lavaplatos, salieron a
recibirnos en honor a mi compañero. Grande fue nuestro regocijo, cuando nos
prometieron las mejores habitaciones de la casa. Sin embargo, al estar ocupadas
en ese momento, tuvieron que alojarnos temporalmente en una de las peores; nos
proporcionaron agua, jabón y toallas en abundancia, que renovados y repuestos a
su debido tiempo, permitió que nos relajáramos hasta que le fuimos tomando
gusto al hostal.
El Hotel Telégrafo se sitúa en la parte
extramuros de la ciudad, al frente de la parada militar; para que los ojos de
sus huéspedes puedan disfrutar la conversión
de un rudimentario hijo de Marte en perfecto hombre de guerra; y cerca
de la estación de ferrocarriles de la Habana; para que sus oídos puedan ser
maltratados fácilmente por los eternos aullidos que salen de los silbatos de
las locomotoras allí congregadas –pues seguramente no exista ferrocarril en
todo el mundo que con semejante cantidad de movimiento, o mejor dicho, con cien
veces más tráfico, haga un escándalo comparable.. Sus locomotoras son
construcciones americanas, equipadas con silbatos, lo más desastroso para el
aparato auditivo que hasta ahora la ciencia haya ideado, y empiezan a chillar
horas antes del amanecer, lo que se repite constantemente en largos, ruidosos,
y tremendos estallidos hasta que llega de nuevo la hora de empezar a la
siguiente mañana. De haber podido los rebeldes capturar este ferrocarril y
destrozarlo habría sido motivo de felicidad general, pues es difícil entender
cómo pueda existir la verdadera paz mientras éste sobreviva. El hotel está bajo
el mando de Don Juan Miguel Castañeda, un anciano venerable, todo cortesía, que
por desgracia ignora el inglés, pero que se hace acompañar de un intérprete y
procura en todo la comodidad de sus huéspedes; y pobre del sirviente que se
queje de Don Juan, pues sería reprendido y echado afuera con ira y violencia.
Bajo su administración el Telégrafo es estimado tal vez como el mejor hotel de
la Habana. Se mantiene limpio –cosa muy deseable y algo raro en países
hispánicos. Cuando se atrapa un chinche, éste ya está muerto, y, algo admirable
de decir, ni una pulga se atrevió a molestarnos en nuestra estancia. Los
conocimientos de esta época de enormes inventivas mentales han fracaso a la
hora de desarrollar algún instrumento más fiable contra los mosquitos que las
mallas y mosquiteros usados por nuestros padres, los cuales al menos nos
permiten, en nuestra agonía, sustituir la sangría por un sofocante calor –y
estos son proporcionados gratuitamente por Don Juan, y por lo tanto hay que
admitir que también en este caso ha cumplido con su deber, así que no es por
consentimiento suyo que algunas veces la casa resulte demasiado caliente para
sus inquilinos.
Los sirvientes en este hotel son
todos de género masculino. El que se ocupaba de nuestro apartamento era un
africano flaco y joven de una oscuridad cimeria, muy atento y sociable, y al
parecer de inclinaciones políticas rebeldes, a juzgar por el entusiasmo con el
que gritaba vivas a la independencia
cubana en voz baja cuando creía que ningún oído leal escuchaba. Su nombre era
Benito o Bonito, una distinción que implica una notable diferencia; el primero
significa Benedicto, y en consecuencia es un nombre razonable y de buen gusto,
mientras que el último es sinónimo en español de lindo, y en este caso no puede
ser aplicado sin despertar en la mente del receptor, si éste posee una pizca de
sensibilidad, el más conmovedor sentimiento de incredulidad. Siendo
personalmente algo fastidioso en cuanto a temas filológicos, consideré el
asunto, y, llegando a la conclusión de que Benito era la verdadera apelación,
la adopté en mis comunicaciones con él. Mi compañero, en cambio, a quien no le
importaba un pepino las nimiedades del lenguaje, pero que disfrutaba con el
arte de la elocución, siempre le llamaba Bonito (o más exactamente Bone-eater
(come-huesos), siendo este modo de llamarlo propicio a una cadencia más
enfática y adecuado para la pronunciación exclamatoria.
Benito estaba imbuido de una
admirable sed de conocimientos, aspiraba a ser competente en la lengua inglesa
ya que ardía en deseos de llegar a los Estados Unidos; el gran impulso que lo
mueve a realizar esta hégira, según su propia declaración, es el anhelo que
nunca se apagará en él de poder ejercer su derecho al voto. Su aspiración se
vio alentada por varios invitados, quienes le enseñaron muchas palabras en
inglés, que aprendió rápidamente, pues tenía un eminente talento para la
filología. Pero sus profesores eran mayoritariamente de un nivel intelectual
ridículo, e, ignorando los refinamientos del lenguaje, le llenaron de palabras
anglo-sajonas extremadamente simples y de refranes, así que temo que cuando
llegue a nuestra tierra y empiece a conversar siguiendo el modelo impuesto por
sus instructores, solo servirá para repetir el apólogo de los niños y las
ranas, topándose con que lo que era deporte para sus maestros sería la muerte
para él.
En la Habana la costumbre son dos
comidas al día –desayuno entre nueve y diez, cena de cuatro a seis. Al
despertar por la mañana el hotel te otorga gratis una taza de café; por la
noche puedes obtener una taza de excelente chocolate, por el cual te cobrarán,
a no ser que reclames que no la pagarás, y Don Juan graciosamente la suprime de
la cuenta. Entre las comidas, lo más voraces pueden realizar un almuerzo formal
(todas las mujeres pensionistas lo hacen), si bien más frugal y cuyo contenido
incluye naranjas, plátanos, o un trozo de piña, frutas siempre expuestas en la
oficina para comodidad pública, donde también se puede encontrar un pedazo de
carbón de leña que brilla en un cenicero plateado para beneficio de los
fumadores. La lista de platos es tan larga y variada como un buen gourmet pueda desear, pero el estilo de
la cocina es bastante decepcionante. Para obtener vegetales debes conformarte
con que sean sacados de una olla, que es un conglomerado hervido de casi cada
elemento culinario en los reinos animal y vegetal, desde salchicha a col. El
postre es simple, consiste generalmente en mermeladas de frutas, aunque a veces
se las acompaña de pasteles que son muy inferiores respecto a lo que constituye
nuestra idea de un pastel, y con un tipo de pudin de nata insufrible que
probablemente te haga rebosar de bilis. Un buen vino de mesa es proporcionado
con cada comida, y al final de ella, te puedes tomar tu café. Ahora bien, al
igual que a la generalidad de mis compatriotas, me gusta cuando desayuno beber
mi café mientras mastico la comida; pero el camarero nunca alcanza a comprender
esta anomalía, y cada mañana requiero de una nueva y reiterada expresión de mi
deseo para que éste sea respetado y obedecido. Haciendo justicia a los
cocineros de Don Juan, es bueno añadir que el apetito se encuentra tan
desmoralizado por el fiero calor de la Habana que el comensal podría fácilmente
culpar a su proveedor, cuando más bien debería denunciar a su delicado estómago
e hígado.
Traducción Mónica Marqués Reyes