Diego Vicente Tejera
No sé si voy logrando, queridos compatriotas,
que estos ligeros estudios, que os presento cada domingo, toquen los aspectos
principales de nuestra sociedad, de modo que podamos hacernos de ella una idea
bastante aproximada. Mi deseo sería poder trazaros un cuadro tal, que os fuese
dable, sin más esfuerzo que levantar los ojos, ver, en sus proporciones y con
el relieve y colorido de la vida, animarse las masas y figuras, asomar los
caracteres en los rostros y hasta desprenderse del conjunto ese sentido íntimo
que esconde cada colectividad y es como su alma. Pero la habilidad me falta y
tengo que ceñirme a daros meros apuntes para que vosotros mismos alcéis en la
imaginación el cuadro. Hoy examinaremos nuestra capacidad intelectual y las
condiciones de carácter que para el trabajo poseamos; y en previsión de que el
juicio definitivo haya de ser favorable, me apresuro a manifestar que también
será sincero, porque no vengo aquí a halagar deliberadamente el amor propio ni
creo pueda servirse a la patria, en esta hora crítica, sino con la verdad
escueta, dulce o amarga, indicando con franqueza igual la virtud que podemos
utilizar y el vicio de que debemos corregirnos. Pruebas pienso haberos dado -en
mi anterior estudio, por ejemplo- de que sé sacar sin vacilación a la luz
nuestras flaquezas. Acoged, pues, sin prevención mis afirmaciones halagüeñas
-cuando las haga- por ser de un hombre que, humilde y todo, no ha nacido para
cortesano.
Pero antes de entrar en materia, acaso
convenga expresar que no olvido nuestro objeto capital: el socialismo. Presente
ha estado en mi memoria al pronunciar cada una de las palabras que hasta ahora
he tenido el gusto de dirigiros, y de seguro habéis observado ya que todos mis
estudios están hechos desde el punto de vista exclusivamente obrero. Ya estamos
haciendo socialismo, y haciéndolo como debe hacerse, con riguroso método
científico, comenzando por el análisis de nuestro estado social presente,
averiguando cuáles son nuestras fuerzas y recursos para la lucha e inquiriendo
las condiciones de vida que nos harán los trascendentales acontecimientos que
en nuestra tierra se están desarrollando. Nuestra situación, además -y esto hay
que preverlo también-, se complica de modo grave, desde el momento en que a las
preocupaciones del obrero por su porvenir particular se juntan las
preocupaciones del cubano por el porvenir de Cuba. El problema social y el
problema político se encuentran en la misma ruta, y hay que hacerlos andar de
frente, sin que recíprocamente se entorpezcan. Porque el socialista cubano debe
ser patriota y mostrarse, en lo político, resueltamente liberal, a diferencia
del socialista europeo que, por ser tan dura la tiranía del patronato a que
está sujeto, suele mirar toda otra tiranía como cosa secundaria. Continuemos
así nuestros estudios preparatorios, para abordar luego con más tino la
cuestión principal y proceder con mayores luces a la organización -en su día-
del partido socialista y a la redacción de su programa de combate. Y entremos
en el asunto de la conferencia de hoy: la capacidad cubana.
Bien pudiera aducir, como demostración
sintética y concluyente de nuestra capacidad, el grado de cultura que
alcanzamos y nos coloca entre los pueblos más avanzados de la América latina,
así como también el desarrollo del trabajo y de la industria en nuestra hermosa
Antilla, renombrada en todo tiempo por su prosperidad -cultura y prosperidad
debidas únicamente al esfuerzo tenaz de nuestro pueblo, pues la denominación
española, lejos de alentarlas, las contrarrestó, oponiéndose deliberadamente a
la primera y agobiando la segunda con exacciones insensatas. España nunca ha
visto en sus colonias hijas que educar, sino factorías que explotar hasta el
agotamiento. En los abrumadores presupuestos de Cuba son realmente irrisorias
las sumas destinadas al fomento de la instrucción y de las obras públicas; y la
iniciativa individual ha tropezado
siempre allí con algún obstáculo levantado por esos gobiernos suspicaces o
torpemente codiciosos. Objeto de persecución en toda época nuestros hombres
superiores, y nuestra producción, nuestro comercio y bienestar económico han
sufrido incesantemente los ataques arbitrarios e inmoderados del Fisco y las
limitaciones que les ha impuesto el interés privilegiado de la producción de la
metrópoli. Dígase, pues, si con tratamiento semejante no delatan admirable
capacidad la antigua riqueza y la cultura del cubano… Pero cumple mejor a mi
propósito examinar de cerca, y una por una, nuestras condiciones intelectuales
y morales.
Se ha dicho que el hijo de las islas es más
despierto y vivo que el hijo de los continentes, y se intenta explicar el
fenómeno por el hecho de estar las islas en medio del mar, al paso que las
comunicaciones de los pueblos, recibiendo por esta circunstancia ideas de todas
partes, ideas diferentes que solicitan el espíritu y le dan al cabo mucha
libertad, amplitud y armonía. Ello es que en América se encontraría una
confirmación más del fenómeno observado, porque el pueblo de Cuba es
indiscutiblemente más vivo y despierto que los demás pueblos latinoamericanos,
no obstante la identidad de origen y de historia. La vivacidad y la soltura del
cubano resaltan -he podido notarlo veces infinitas- en cualquier círculo de
hispanoamericanos. El peruano se le acerca por la gracia, el argentino y el
chileno lo superan en aplomo, el colombiano lo vence en cultura clásica y en
ingenio y chiste literarios; pero éstos y los otros pueblos de la raza se le
quedan muy atrás en la despreocupación del espíritu, el desenfado del carácter
y en esa facultad de asimilación, que en el cubano es extraordinaria. El cubano
se aclimata en todas las latitudes, se adapta a todas las costumbres y se hace
a todas las situaciones, sin perder casi nunca -eso no- su agudeza y su alegría
ingénitas. Un cubano, en nuestros días, ha estado en la región del polo; otro,
en fronteras de México, hízose temible, combatiendo y cazando indios; hace
poco, allá en el Perú, ha muerto en un combate Pacheco, que era general y un
prohombre en la política del país; he conocido en Europa a dos, un domador de
fieras y otro agregado como músico a una familia de gitanos ambulantes; nuestro
demagogo Tarrida se crea una personalidad entre los demoledores europeos, y los
dos Heredias, que residen en Francia, se han identificado de tal modo con aquella
nación, que el uno ha sido Ministro de la República y el otro ha podido ser
recibido en la Academia.
La despreocupación de espíritu del cubano,
signo, para mí, de inteligencia, como veremos luego, es también una condición
preciosa, que nos librará de una de las mayores desventuras que pesan sobre los
otros pueblos de la América Latina. Esta despreocupación se muestra, en efecto
y sobre todo, en materia religiosa. No hay fanatismo religioso en nuestra Cuba,
apenas si hay fe, y la iglesia católica, esa ambiciosa insaciable, esa
dominadora terrible, no tiene por dónde agarrarnos para someternos a su yugo.
No hay, pues, que temer que en lo futuro la Iglesia, apoyada por una clase
culta, llena de soberbia y vanidad, y seguida de masas fanáticas perturbe, como
en México un día, la paz a su antojo y aspire, como allí aspiró, a imponerle al
país, a la patria, el oprobioso cetro de un príncipe extranjero. Ni que el cura
sea quien en realidad dirija, desde el confesionario y muy callando, a la
sociedad entera, como en las pequeñas repúblicas de la América Central. Ni que
impere, no ya desde el confesionario, sino en el gobierno mismo, no ya a la
sordina, sino descarada y escandalosamente, como en la infeliz Colombia, donde
hechuras de sacristía como el doctor Núñez, ayer, y hoy el señor Caro, su
continuador, resucitaron y mantienen viva durante largos años -que no se sabe
cuándo acabarán- la peor época de la dominación española, al extremo de que los
colombianos liberales están huyendo de la república que sus padres les
hicieron. Ni hay que temer que entre nosotros que se reproduzca el vergonzoso
espectáculo que hasta hace poco ha dado el Ecuador -y hay sospechas de que
volverá a darlo- de la mansa y ciega sumisión de un pueblo en masa a la tiranía
de la Iglesia, en grado tal que la nación era como un convento que se rige por
toques de campana. Ni que hay que luchar en fin, a cada rato, como en los demás
países de Sur América, con la iglesia católica, siempre que se intente dar un
paso en la vía del progreso.
Como veis, es una superioridad decidida y
envidiable que tenemos sobre nuestros hermanos del Continente, sujetos en gran
parte todavía por la peor de las cadenas, por la que ata la conciencia, que es
atar la misma voluntad: el esclavo antiguo podía conservar el pensamiento
libre; pero el verdadero católico es enteramente, en cuerpo y alma, una simple
cosa de la Iglesia. Esta ventaja la debemos, como he dicho, a nuestra
despreocupación, que es hija de nuestra inteligencia. La Iglesia no ha podido
hacernos aceptar sus dogmas confusos e inútiles, sus milagros absurdos ni sus
supersticiones pueriles. Nuestra razón los ha rechazado con un encogimiento de
hombros y ha visto, penetrado hasta el fondo de las sagradas intenciones, que
si la Iglesia ofrece un cielo, es para asegurarse la conquista de la tierra.
Pero prosigamos el examen de la inteligencia
cubana y apreciémosla en otras manifestaciones. El hombre de campo suele ser en
otros puntos la parte menos inteligente de la sociedad, como si su aislamiento
entre lo inerte y su contacto con el bruto lo rebajasen mentalmente. Recordad a
los campesinos españoles, que nos llegan a Cuba con el uniforme del soldado.
¡Qué caras ésas, tan toscas e inexpresivas! Por rareza se encuentra en alguna
de ellas un destello intelectual. ¡Qué diferencia entre ese obtuso palurdo y el
guajiro cubano, esbelto, ágil, de facciones acentuadas y expresivas, casi tan
finas como las del resto de la raza! Es ignorante, sí; pero esa desconfianza
que lo caracteriza en su trato con el hombre de la ciudad, prueba su natural
inteligencia, que le permite conocer la superioridad del otro y le aconseja que
se ponga en guardia. Entonces, cuando está en tratos con el ciudadano, empieza
a emplear otra cualidad que le es también característica y es asimismo
intelectual: la astucia. En el diálogo que se entabla, el guajiro es, a juzgar
por su aire de víctima, la parte débil, que apenas acierta a contestar las
preguntas que se le hacen sino con otras preguntas, o con especies que no
vienen a cuento y que van exasperando al interlocutor, que al fin se aleja
echando pestes de la imbecilidad de los guajiros. Y el guajiro se aleja
también, pero sonriendo… y sabiendo para qué lo quería el ciudadano. Tienen
nuestros campesinos mucha sociabilidad entre ellos, júntanse con frecuencia
para divertirse, y la conversación se anima, y el chiste salta, casi siempre de
buen género, y el amor y la galantería cuentan allí con fervorosos
practicantes, como en el salón de la ciudad, no siendo rara, en los galanteos, la
caballeresca consecuencia de un duelo al machete entre rivales, duelo llevado a
cabo en toda regla. En tales reuniones se canta siempre, y a las décimas
conocidas siguen las improvisadas, defectuosas por supuesto, a veces un puro
desatino; pero espontáneas, abundantes, armoniosas y de tiempo en tiempo
agudas.
Si el campesino es de suyo inteligente, lo
es más todavía el obrero en la ciudad. Su ignorancia es ya menor, ha recibido
regularmente la instrucción elemental y aún alguno ha logrado extenderla con
estudios particulares y lecturas. Y como su roce social es también mayor,
nuestro obrero puede suplir en cierto modo la falta de la educación escolar
completa con esa otra preciosa educación que va dando lentamente el trato de
los hombres. El obrero es vivo, y cuando la clase de ocupación se lo permite,
mientras las manos se mueven la lengua no está quieta, y el taller se convierte
en campo de batalla en que las bromas, cargadas a veces de dinamita, cruzan el
aire como bombas que van a estallar sobre determinadas mesas de trabajo. A las
bromas suceden, o mejor dicho las bromas se mezclan a cada rato con discusiones
sobre todos los asuntos imaginables, porque nuestro obrero nació discutidor, y
si en tales discusiones puede fácilmente advertirse la carencia de nociones
exactas, nótase casi siempre buena suma de lógica y un ingenio que sorprende,
terminándose todas, invariablemente, no por un disgusto, sino por una guasa general.
El obrero nuestro posee un tino especial para poner apodos y es maestro consumado
en ese arte cubanísimo del choteo -páseseme la expresión- que consiste
en echar a perder la cosa más seria a fuerza de burlitas muy finas, muy amables
y soberanamente irrespetuosas.
De todas estas cualidades de que vengo
hablando, participan asimismo, naturalmente, nuestros cubanos de color. También
se nota en ellos, como hijos de isla, mayor vivacidad de inteligencia y mayor
soltura de carácter que en los hijos de la raza nacidos en el continente.
Nuestro cubano de color es todo punto apto para recibir cualquier cultura, y
ahora, cuando todavía no ha podido educarse en la extensión con que lo hará
mañana en la patria libre, ahora ya es razonador, verboso, y -cosa que me
halaga profundamente, porque me demuestra que ya él no se siente excluido de la
Humanidad- habla con sincero amor de los mismos grandes ideales que hoy a todos
los hombres nos sonríen. No obstante su viveza, paréceme observar en él cierto
fondo de seriedad un tanto melancólica, dejo acaso de pasadas amarguras que tal
vez expliquen su admirable disposición para la música, el solo arte que sabe
dar voz a las indefinibles tristezas y a las aspiraciones inefables.
La inteligencia natural cubana, desarrollada
por la educación, da frutos que nos van a sorprender por su variedad. Pero
empecemos por una rectificación. A primera vista se creería que el sol del
trópico no hubiera de producir por fuerza sino cerebros fogosos, en que la
imaginación predominase. Nada de esto. Hay mucha frialdad y mucho peso en el
cerebro cubano, y si la imaginación es viva, palidece en comparación con la de
los pueblos del Norte, por ejemplo el alemán. Parece que, en la semioscuridad
septentrional, la creación fantástica o imagen -sueño de la vigilia- se produce
mejor y es más brillante y persistente que entre la intensa claridad
meridional, en la cual se ahogan las tintas dulces y los contornos vagos. La
imaginación cubana no ha creado nada todavía, y ni siquiera ha sabido poblar
nuestros bosques de fantasmas ni de leyendas nuestra historia. La tentativa de
Fornaris de resucitar la leyenda india fracasó, no tanto porque el poeta era
mediano cuanto porque nuestro pueblo es incrédulo, pues tales resurrecciones
han de ser, en el fondo, obra de la imaginación y del sentimiento popular.
¿Cómo tener leyendas, si hasta los cuentos con que maravillamos a nuestros
niños nos han de venir de fuera? Nuestra poesía legítima es más bien
sentimental y épica, pues las mismas imágenes y metáforas que con tal
abundancia emplean nuestros poetas y escritores modernistas no son
cubanas sino exóticas, tomadas letra por letra de libros extranjeros. Y
respecto al arte imaginativo por excelencia, la pintura, la nuestra, si acaso
ha nacido, está en mantillas, y no sé por qué me figuro !ojalá me equivoque!
que nunca hemos de tener un gran pintor. Viva es la imaginación cubana, sí;
pero es estéril: arde con llamaradas fugaces, que sólo sirven para animar la
conversación y para hacer insoportables a nuestros oradores de segundo y tercer
orden.
En cambio nuestro espíritu de observación
está bien desarrollado, y a él somos deudores de un buen grupo de excelentes
naturalistas, alguno de ellos eminente y bien apreciado fuera de la tierra
propia, y de un crecido número de médicos de relevante mérito, que han surgido
en todas las épocas. Muchos de ellos han conquistado notoriedad en los Estados
Unidos y en Europa, y ahora mismo brilla en una cátedra de la Facultad de
Medicina de París el talentoso joven Albarrán. Ese poder de observación y de
investigación nos ha dado igualmente, en todo tiempo, buenos discípulos de
filosofía, pudiendo enorgullecernos en la actualidad con el nombre de Varona,
que es a la vez magistral expositor y pensador original, cerebro sin disputa el
más nutrido y de mayor penetración que hoy tiene Cuba. Bien está que lo
llamemos “nuestro sabio”. Y al referido espíritu de investigación debemos por
último -!quién lo creyera!- una lista interminable de eruditos pacientes,
laboriosísimos, infatigables, a la alemana: prueba evidente de la amplitud de
nuestra capacidad. Es ya respetable el caudal de apuntes y de datos que sobre
historia y hasta prehistoria cubana, sobre economía política y estadística,
sobre literatura y biografía, sobre nuestros hombres en fin y nuestras cosas, han
acopiado esos modestos y meritísimos obreros de la inteligencia, materiales que
facilitarán mañana la composición de la historia de nuestra vida en todas sus
manifestaciones. A algunos de estos encarnizados trabajadores débense las pocas
estadísticas regulares que en nuestra isla se han llevado. Cierto que entre
tales eruditos no faltan -y aun abundan- quienes no son sino simples
rebuscadores, urracas furibundas que no dejan rincón sin registrar y que, así
que allegan montones enormes de notas disparatadas y confusas, no saben qué
hacer de ellas y al fin las vierten a paletadas en artículos u opúsculos de
todo punto indigeribles. Pero en cambio otros, infinitamente más discretos,
rebuscan y coleccionan con tino y método, y de sus hallazgos sacan libros interesantes
y provechosísimos, repletos de fresca información y sana crítica.
En el foro, la inteligencia cubana ha
despedido fulgor especial, habiendo hallado allí digno empleo algunas de
nuestras mejores facultades: la sagacidad, el poder deductivo, la claridad y la
vehemencia de expresión. No sólo hemos tenido abogados brillantes en incontable
número, sino también algunos jurisconsultos de vasta ciencia y de seguro
juicio, que habrían adquirido autoridad en cualquier parte. Y en muchos casos,
a la inteligencia y el saber se han unido las nobles condiciones de carácter
que completan, a los ojos del pueblo, la figura ideal del defensor del derecho
y la justicia. Y eso que el foro cubano no supo cerrar todas sus puertas, y a
menudo las abrió de par en par, a la corrupción engendrada y mantenida por los
gobiernos coloniales.
Las ciencias exactas han encontrado también
en la isla distinguidos cultivadores, a pesar de la poca aplicación que el
atraso industrial y el abandono casi absoluto del ramo de obras públicas han
permitido a las carreras que de aquellas ciencias se derivan. Nuestros mejores
ingenieros han debido buscar, y lo han hallado, fuera de Cuba, empleo decoroso
y lucrativo, pudiendo citarse a Menocal y a Ignacio M. Varona, a quienes el gobierno
mismo de los Estados Unidos ha confiado comisiones y cargos de importancia, y a
Cisneros, que en naciones latinoamericanas ha ejecutado obras de extraordinaria
consideración. En la propia Cuba ha encontrado ocupación Ximeno, uno de los más
aplicados alumnos que han tenido las escuelas Politécnica y Central de París y
que es realmente un ingeniero muy notable.
La literatura ha sido sin embargo el campo
que, de más tiempo atrás y con mayor ahínco, ha cultivado la inteligencia
cubana, sacando de él los frutos que más la han dado a conocer y apreciar en el
exterior. En los días de mayor opresión, cuando la torpe y férrea mano de
España aniquilaba toda actividad mental en la Colonia, todavía el poeta hallaba
modo de cantar y, envolviéndose en el manto de liberalismo español, daba salida
al sentimiento del cubano. El poeta ha sido en Cuba el eterno rebelde, y aunque
no tuviese más merecimientos, bastaría ése, sin duda, para hacer simpática su
figura a los ojos de la Humanidad. Pero el poeta cubano ha tenido además valor
artístico y literario, siendo exponente fiel, no sólo del grado de cultura
local y del espíritu de los suyos en cada época, sino del espíritu universal y
de los gustos generales dominantes, merced a esa facultad de asimilación tan
propia de la raza. Han sido así poetas humanos, que han vibrado con las iras
del polaco y del griego en rebelión, que han sentido la heroica exaltación del
girondino y que han entonado fervorosos himnos al progreso de los pueblos… !ay!
sin dejar de ser cubanos, y yendo, como tales, a morir en el patíbulo y a gemir
y languidecer en el destierro.
Poco hemos hecho en historia, no ¿qué
podíamos hacer bajo la mirada suspicaz de la metrópoli, desde el instante en
que la simple narración del pasado de Cuba, por ejemplo, o de América, había de
ser condenación irrefutable de sus métodos de conquista y colonización? Tímidos
opúsculos, cronologías, monografías, investigaciones de carácter americanista y
nada más. Pero sí: como trabajo histórico especial, poseemos un libro, uno
solo, bien que admirable y para nosotros, con razón, monumental: la Historia
de la Esclavitud, de José Antonio Saco.
En la novela, entre muchos ensayos -algunos
de importancia, por contener pinturas bastante exactas de nuestras cosas-
contamos también con otra obra de la que podemos enorgullecernos, expresión
palpitante de la fisionomía de nuestra sociedad en plena vida colonial: la Cecilia
Valdés, de Villaverde.
La crítica ha tenido siempre en nuestras
letras numerosa aunque no insigne representación, pudiendo observarse una
pronunciada tendencia a la sátira, que rara vez es fina y muy frecuentemente
acerba hasta crueldad, pero chispeante. Citemos a Bobadilla, que sobresale en
este género, además de ser buen escritor. Quien con mayor continuidad se ha
dedicado entre nosotros a la crítica seria, es Piñeyro, que en ella muestra
cualidades superiores, tales como vasta y selecta cultura literaria, amplia
comprensión, juicio sereno y principalmente un gusto bien depurado y exquisito.
Varona ejerce también la crítica con innegable competencia, llevando a ella su
universal instrucción y su honda manera de pensar. La crítica erudita, en la
que -como hemos dicho- tanto se distinguen Merchán y Sanguily, es también muy
cultivada entre nosotros.
De la prosa baste decir que, entre incontables
manejadores, álzase raramente un estilista. La cualidad dominante es la
claridad, revelándose en ésta como en otras particularidades nuestra filiación
mental francesa. Tenemos unos pocos escritores sobrios y castizos; algunos,
brillantes aunque amanerados; otros, jugosos pero incorrectos; muy pocos,
confusos; muchos, difusos, y uno que otro extravagante hasta la ridiculez. En
el periodismo ha habido y hay polemistas de gran nervio. De los prosistas
vivientes citemos a Ricardo del Monte, José Gabriel del Castillo, Varona,
Alfredo Martín Morales, Nicolás Heredia y especialmente a Piñeyro, que entre
nosotros es incomparable por la nitidez y elegancia del estilo.
Para la oratoria, manifiesta nuestro pueblo
aficiones, que la libertad de que vamos a gozar puede hacer calamitosas. Es
grande nuestra verbosidad, y mientras no la disciplinemos y no la contengamos
dentro de los límites que el buen sentido marca, no sacaremos de ella ningún
fruto. El fin de la elocuencia es convencer o persuadir o sencillamente
deleitar; pero no aturdir, no abrumar, no aniquilar nuestra razón y nuestro
sentido común bajo el peso de una estupenda catarata de palabras. Esa oratoria
de garganta, de pulmones y de brazos, y aun de cuerpo todo, menos de cerebro
ilustrado y juicioso, no es la que debemos llevar mañana al recinto de nuestro
parlamento, so pena de no hacer allí nada útil y de ponernos en ridículo. El
cubano es, sin embargo, buena madera de orador. Tiene inteligencia clarísima,
abundante elocución, efectos vehementes, énfasis y una gesticulación abierta y
expresiva. Disciplinadlo bien por el estudio, dadle ilustración y sobre todo
buen gusto, y tendréis un orador admirable. Las aptitudes del cubano para la
oratoria son variadas, y así poseemos, en nuestra ya rica colección de
discursos, desde la arenga desordenada y atrevida de Cortina, hasta la oración
artística y mesurada de Piñeyro; desde la fogosa y realmente inspirada
elocuencia de Figueroa, hasta la frialdad calculada y la punzante ironía de
Govín; desde el almibaramiento empalagoso y la retórica trasnochada de
Zambrana, hasta el agrio vehemente, irrebatible y fulminante alegato de
Sanguily; desde la elegante y espléndida improvisación de Lincoln de Zayas,
hasta la oratorio serena, sustanciosa, profunda y conquistadora de Varona;
desde la palabra, en fin, lenta, grave, sacerdotal, del doctor Francisco Zayas,
hasta el gran discurso amplio, majestuoso, rotundo, magistral, del mejor orador
nacido en Cuba… !ay! a quien no pueden aplaudir manos cubanas.
Si en las letras nos hemos distinguido
tanto, sólo hemos brillado en una de las artes, en la música. La pintura no
adelanta mucho entre nosotros, que digamos: hasta ahora no hemos tenido
creadores ni maestros de un arte personal, sino discípulos más o menos hábiles
de las escuelas clásicas de Europa y algunas bellas esperanzas que, por
desgracia, se han malogrado en flor: murió, joven, Melero; joven murió Arburu;
joven, niña, ha muerto Juana Borrero; Collazo se malogró mucho antes de morir…
Debemos citar, entre los contemporáneos, unos pocos artistas de buen talento,
alguno de ellos brillante, que trabajaron y trabajan aisladamente, faltos de
estímulo y sin formar escuela: Esteban Chartrand ayer, hoy Federico Martínez,
Melero padre, Armando Menocal, Romañach, Osmundo Gómez ¿qué sé yo? Y quedan
otras esperanzas -Dulce María Borrero y José M. Soler, por ejemplo- que quiera
la buena estrella de Cuba conservar para que fructifiquen.
Pero la música ha sido nuestro arte de
predilección, aunque no me atreva a afirmar que estamos especialmente dotados
para su cultivo. Como arte sentimental, parece que su producción debiera ser
natural y abundante en raza tan afectiva como la nuestra. No veo, sin embargo,
muestras muy convincentes de que haya de haber una música cubana. Hay, sí,
dulzura y poesía en nuestros puntos criollos y viveza y gracia en las guarachas,
no careciendo la danza de sabor especial y sensualismo, y acaso bien
cultivados, pudieran uno y otros aires darnos cierta originalidad. Ojalá sea así.
Cuanto a la canción romántica, que tanto gusta a nuestro pueblo, nada
más insoportable o risible. Es un puro disparate pretencioso que hay que
proscribir, con sus falsetes, sus palabras entrecortadas y sus trémolos… Mas,
si el divino arte cuenta en Cuba con pocos compositores de nota todavía, tiene
en cambio, por centenares los ejecutantes exquisitos, muchos de los cuales han
hecho sonar, al par de sus dóciles instrumentos, el nombre de Cuba en regiones
apartadas. Por no citar sino a contemporáneos ¿qué honra y qué placer no le han
proporcionado a la isla natal profesores y artistas de la talla de Espadero y
de Villate, de Desvernine y de Arizti, de Cervantes, y Jiménez, y White, y
Brindis de Salas, y Albertini?
Y para que la capacidad cubana se revele en toda su
amplitud, miremos que hasta en el arte de la guerra, que nadie nos enseñó,
hemos sabido tener jefes de indiscutible superioridad y todo un pueblo de
innegable disposición para el combate. !Bien sabe el español, aunque por mal
entendido orgullo se lo calle, lo que han valido y vale militarmente un
Agramonte, un Maceo y un García, por ejemplo, y si los cubanos son o no buenos
soldados! Además de la inteligencia viva, fecunda, rápida y sutil manifestada a
cada paso !qué temple de alma, qué valor, qué abnegación, qué tenacidad moral y
qué resistencia física no se le ha visto desplegar al pueblo cubano en tan
horrible y desigual contienda, virtudes que han sido, aun para nosotros mismos,
una revelación y que de seguro nos colocan ya entre los pueblos más animosos de
la Historia! No se lucha, no se muere, no se vence así sino cuando la raza es
buena y lleva en sí, con el ideal alentador, el poder de realizarlo.
¿Qué no hemos de esperar, pues, de pueblo
así dotado de tan armoniosas facultades? ¿Qué hay de excesivo en nosotros en
nosotros o de deficiente en grado sumo? Y ¿qué no darán de sí tan ponderada
inteligencia y tan generoso corazón, cuando se les someta de lleno a esa
racional y varonil cultura con que soñaron nuestros dos grandes educadores de
Occidente y de Oriente, José de la Luz y Caballero y Juan Bautista Sagarra, que
ya, en tiempos de abyección, supieron hacer hombres…? Abramos, pues los
acongojados pechos a esperanzas lisonjeras: el porvenir premiará los dolorosos
merecimientos del pasado. Aunque pequeña nuestra Cuba, podemos alcanzar que la
consideren como grande. Porque el valor de las naciones, como el de los
individuos, no reside en el tamaño material, sino en la suma de energías que
contengan. Y el cubano, que es un enérgico hombrecillo, puede concebir y
realizar cosas enérgicas…
He conocido a un hombre que en sí reunía,
magnificadas, las virtudes todas del cubano. En lo físico, era el tipo de ese
hombre de los trópicos en quien el sol seca las carnes, como para que el nervio
y la fibra muscular adquieran mayor soltura y temple y respondan al estímulo
con la celeridad del rayo. Era delgado y flexible; mas con la delgadez y
flexibilidad de las hojas de Toledo. Parecía una dama, y era un hombre. Las
asperezas de un clima violentísimo, la fatiga de un incesante trabajar, las
amarguras de un destierro interminable, la privación y la humillación de la
pobreza, dolores de carácter íntimo y, añadida a toda esta desgracia, la
angustia intensa de quien persigue un ideal por sendas cubiertas de abrojos y
cortadas por abismos, nada pudo rendir su delicado cuerpo ni siquiera apagar la
sonrisa de su rostro. Vivía y se movía entre innumerables hombres de otra raza,
hercúleos y arrolladores, que pasaban a su lado imaginando empresas gigantescas
como ellos. Pero él, el hombrecito del trópico, que con nervioso pie se
escurría entre las masas y a quien más de un hombrazo de aquellos miró acaso
con desdén, era más hombre que todos, en la doble acepción de la palabra:
porque amaba más a la Humanidad, y porque estaba acometiendo -él solo- una
empresa, al lado de la cual eran juegos de niños las más atrevidas
imaginaciones de aquel pueblo.
En lo moral, poseía la bondad cubana en
toda su grandeza. Era humilde con los humildes, blando hasta el enternecimiento
con los niños y con los desventurados, galante como caballero antiguo con las
damas, noble y atento y obsequioso con todo el mundo; creyendo que el amor todo
lo resolvía, que la persuasión era la gran fuerza humana; amándolo todo, principalmente
la libertad y la justicia, e idolatrando a su pueblo y a su patria. Sólo tuvo
un odio; pero este odio era la forma suprema de ese amor a su patria y a su
pueblo, a la libertad y a la justicia. Sí, su fuerza era el amor. Mas cuando
vio que era inevitable la obra de violencia, cuando se convenció de que el
sacrificio cruento se imponía, él con su mano blanda y acariciadora, fue
llevando poco a poco y uno a uno a sus hermanos al lugar del sacrificio. Y
después, se fue también.
En lo intelectual, tenía toda la capacidad
cubana: era inteligente, mas en grado tal y con destellos tan fulgurantes, que
en las naciones que recorría o con las que se comunicaba, dejaba la impresión
del genio. Por genio lo tenía el mexicano, y el hijo de la América Central, y
el de Venezuela y de Colombia, y allá, en el extremo meridional del Continente,
el argentino por genio lo tenía… En su país natal se discutía si era loco. Era
inteligente, sí. Concibió una obra magna, sublime, y para prepararla, dio
intenso empleo a todo aquello que su patria había puesto en él: a la atención
infatigable, a la recelosa previsión, al cálculo frío y caviloso, a la cordura
que examina, a la prudencia que no se arriesga, a la habilidad sutil que
ajusta, al ingenio que combina, a la paciencia que desenreda, a la solicitud
que en todo está, a la sagacidad, al tino, a todo lo que en él había de propio
para que nada faltase, para que nada dejase de ser lo que debía, para que todo
concurriese al fin propuesto; y cuando estuvo todo bien urdido y llegó el
instante de dar a conocer su plan a los que debían realizarlo, empleó en la
indispensable y riesgosa operación todas las otras cualidades, todas las otras
fuerzas que la virtud de la raza y del suelo propios le habían infundido: y fue
el más tenaz y ardiente de los propagandistas, y viajó sin parar ni cuidar su
salud, y fundó periódicos, en los que escribió sin tasa y con el alma toda, y
levantó clubs, en los que derramó torrentes de elocuencia extraña y poderosa, y
convirtió, a fuerza de razón, en amigo al extranjero, y a fuerza de cariño, en
combatiente al compatriota, y a fuerza de persuasión, en contribuyente al
pobre, al rico, a todo el mundo; y supo sacar de sí -de su cuerpo frágil y
pequeño- todo lo que era menester para su obra: pensamientos colosales y
pensamientos tiernos, energías de titán y blanduras de mujer, conminaciones,
súplicas, lágrimas, sonrisas, la mirada que escruta, la frase que levanta, el
gesto que esclaviza, la arrebatadora arenga del tribuno, el razonamiento
impecable del demostrador, la fina circunlocución del diplomático, es decir,
recursos para la guerra, barcos, pertrechos, rifles, generales y soldados… y
cuando todo lo hubo sacado de sí mismo, se sacó también la vida y la entregó…!
Vosotros habéis conocido, como yo, a ese
gran cubano cuyo nombre no pronuncio, para dejar que lo murmuren enternecidas
nuestras almas.
He dicho.
(1) Conferencia dada en “San
Carlos”, Cayo Hueso, el 24 de octubre de 1897.
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