martes, 2 de abril de 2013

La Capacidad Cubana




   
  Diego Vicente Tejera


  No sé si voy logrando, queridos compatriotas, que estos ligeros estudios, que os presento cada domingo, toquen los aspectos principales de nuestra sociedad, de modo que podamos hacernos de ella una idea bastante aproximada. Mi deseo sería poder trazaros un cuadro tal, que os fuese dable, sin más esfuerzo que levantar los ojos, ver, en sus proporciones y con el relieve y colorido de la vida, animarse las masas y figuras, asomar los caracteres en los rostros y hasta desprenderse del conjunto ese sentido íntimo que esconde cada colectividad y es como su alma. Pero la habilidad me falta y tengo que ceñirme a daros meros apuntes para que vosotros mismos alcéis en la imaginación el cuadro. Hoy examinaremos nuestra capacidad intelectual y las condiciones de carácter que para el trabajo poseamos; y en previsión de que el juicio definitivo haya de ser favorable, me apresuro a manifestar que también será sincero, porque no vengo aquí a halagar deliberadamente el amor propio ni creo pueda servirse a la patria, en esta hora crítica, sino con la verdad escueta, dulce o amarga, indicando con franqueza igual la virtud que podemos utilizar y el vicio de que debemos corregirnos. Pruebas pienso haberos dado -en mi anterior estudio, por ejemplo- de que sé sacar sin vacilación a la luz nuestras flaquezas. Acoged, pues, sin prevención mis afirmaciones halagüeñas -cuando las haga- por ser de un hombre que, humilde y todo, no ha nacido para cortesano.
 
   Pero antes de entrar en materia, acaso convenga expresar que no olvido nuestro objeto capital: el socialismo. Presente ha estado en mi memoria al pronunciar cada una de las palabras que hasta ahora he tenido el gusto de dirigiros, y de seguro habéis observado ya que todos mis estudios están hechos desde el punto de vista exclusivamente obrero. Ya estamos haciendo socialismo, y haciéndolo como debe hacerse, con riguroso método científico, comenzando por el análisis de nuestro estado social presente, averiguando cuáles son nuestras fuerzas y recursos para la lucha e inquiriendo las condiciones de vida que nos harán los trascendentales acontecimientos que en nuestra tierra se están desarrollando. Nuestra situación, además -y esto hay que preverlo también-, se complica de modo grave, desde el momento en que a las preocupaciones del obrero por su porvenir particular se juntan las preocupaciones del cubano por el porvenir de Cuba. El problema social y el problema político se encuentran en la misma ruta, y hay que hacerlos andar de frente, sin que recíprocamente se entorpezcan. Porque el socialista cubano debe ser patriota y mostrarse, en lo político, resueltamente liberal, a diferencia del socialista europeo que, por ser tan dura la tiranía del patronato a que está sujeto, suele mirar toda otra tiranía como cosa secundaria. Continuemos así nuestros estudios preparatorios, para abordar luego con más tino la cuestión principal y proceder con mayores luces a la organización -en su día- del partido socialista y a la redacción de su programa de combate. Y entremos en el asunto de la conferencia de hoy: la capacidad cubana.

   Bien pudiera aducir, como demostración sintética y concluyente de nuestra capacidad, el grado de cultura que alcanzamos y nos coloca entre los pueblos más avanzados de la América latina, así como también el desarrollo del trabajo y de la industria en nuestra hermosa Antilla, renombrada en todo tiempo por su prosperidad -cultura y prosperidad debidas únicamente al esfuerzo tenaz de nuestro pueblo, pues la denominación española, lejos de alentarlas, las contrarrestó, oponiéndose deliberadamente a la primera y agobiando la segunda con exacciones insensatas. España nunca ha visto en sus colonias hijas que educar, sino factorías que explotar hasta el agotamiento. En los abrumadores presupuestos de Cuba son realmente irrisorias las sumas destinadas al fomento de la instrucción y de las obras públicas; y la iniciativa  individual ha tropezado siempre allí con algún obstáculo levantado por esos gobiernos suspicaces o torpemente codiciosos. Objeto de persecución en toda época nuestros hombres superiores, y nuestra producción, nuestro comercio y bienestar económico han sufrido incesantemente los ataques arbitrarios e inmoderados del Fisco y las limitaciones que les ha impuesto el interés privilegiado de la producción de la metrópoli. Dígase, pues, si con tratamiento semejante no delatan admirable capacidad la antigua riqueza y la cultura del cubano… Pero cumple mejor a mi propósito examinar de cerca, y una por una, nuestras condiciones intelectuales y morales.
   
    Se ha dicho que el hijo de las islas es más despierto y vivo que el hijo de los continentes, y se intenta explicar el fenómeno por el hecho de estar las islas en medio del mar, al paso que las comunicaciones de los pueblos, recibiendo por esta circunstancia ideas de todas partes, ideas diferentes que solicitan el espíritu y le dan al cabo mucha libertad, amplitud y armonía. Ello es que en América se encontraría una confirmación más del fenómeno observado, porque el pueblo de Cuba es indiscutiblemente más vivo y despierto que los demás pueblos latinoamericanos, no obstante la identidad de origen y de historia. La vivacidad y la soltura del cubano resaltan -he podido notarlo veces infinitas- en cualquier círculo de hispanoamericanos. El peruano se le acerca por la gracia, el argentino y el chileno lo superan en aplomo, el colombiano lo vence en cultura clásica y en ingenio y chiste literarios; pero éstos y los otros pueblos de la raza se le quedan muy atrás en la despreocupación del espíritu, el desenfado del carácter y en esa facultad de asimilación, que en el cubano es extraordinaria. El cubano se aclimata en todas las latitudes, se adapta a todas las costumbres y se hace a todas las situaciones, sin perder casi nunca -eso no- su agudeza y su alegría ingénitas. Un cubano, en nuestros días, ha estado en la región del polo; otro, en fronteras de México, hízose temible, combatiendo y cazando indios; hace poco, allá en el Perú, ha muerto en un combate Pacheco, que era general y un prohombre en la política del país; he conocido en Europa a dos, un domador de fieras y otro agregado como músico a una familia de gitanos ambulantes; nuestro demagogo Tarrida se crea una personalidad entre los demoledores europeos, y los dos Heredias, que residen en Francia, se han identificado de tal modo con aquella nación, que el uno ha sido Ministro de la República y el otro ha podido ser recibido en la Academia.
 
   La despreocupación de espíritu del cubano, signo, para mí, de inteligencia, como veremos luego, es también una condición preciosa, que nos librará de una de las mayores desventuras que pesan sobre los otros pueblos de la América Latina. Esta despreocupación se muestra, en efecto y sobre todo, en materia religiosa. No hay fanatismo religioso en nuestra Cuba, apenas si hay fe, y la iglesia católica, esa ambiciosa insaciable, esa dominadora terrible, no tiene por dónde agarrarnos para someternos a su yugo. No hay, pues, que temer que en lo futuro la Iglesia, apoyada por una clase culta, llena de soberbia y vanidad, y seguida de masas fanáticas perturbe, como en México un día, la paz a su antojo y aspire, como allí aspiró, a imponerle al país, a la patria, el oprobioso cetro de un príncipe extranjero. Ni que el cura sea quien en realidad dirija, desde el confesionario y muy callando, a la sociedad entera, como en las pequeñas repúblicas de la América Central. Ni que impere, no ya desde el confesionario, sino en el gobierno mismo, no ya a la sordina, sino descarada y escandalosamente, como en la infeliz Colombia, donde hechuras de sacristía como el doctor Núñez, ayer, y hoy el señor Caro, su continuador, resucitaron y mantienen viva durante largos años -que no se sabe cuándo acabarán- la peor época de la dominación española, al extremo de que los colombianos liberales están huyendo de la república que sus padres les hicieron. Ni hay que temer que entre nosotros que se reproduzca el vergonzoso espectáculo que hasta hace poco ha dado el Ecuador -y hay sospechas de que volverá a darlo- de la mansa y ciega sumisión de un pueblo en masa a la tiranía de la Iglesia, en grado tal que la nación era como un convento que se rige por toques de campana. Ni que hay que luchar en fin, a cada rato, como en los demás países de Sur América, con la iglesia católica, siempre que se intente dar un paso en la vía del progreso.

 Como veis, es una superioridad decidida y envidiable que tenemos sobre nuestros hermanos del Continente, sujetos en gran parte todavía por la peor de las cadenas, por la que ata la conciencia, que es atar la misma voluntad: el esclavo antiguo podía conservar el pensamiento libre; pero el verdadero católico es enteramente, en cuerpo y alma, una simple cosa de la Iglesia. Esta ventaja la debemos, como he dicho, a nuestra despreocupación, que es hija de nuestra inteligencia. La Iglesia no ha podido hacernos aceptar sus dogmas confusos e inútiles, sus milagros absurdos ni sus supersticiones pueriles. Nuestra razón los ha rechazado con un encogimiento de hombros y ha visto, penetrado hasta el fondo de las sagradas intenciones, que si la Iglesia ofrece un cielo, es para asegurarse la conquista de la tierra.
 
   Pero prosigamos el examen de la inteligencia cubana y apreciémosla en otras manifestaciones. El hombre de campo suele ser en otros puntos la parte menos inteligente de la sociedad, como si su aislamiento entre lo inerte y su contacto con el bruto lo rebajasen mentalmente. Recordad a los campesinos españoles, que nos llegan a Cuba con el uniforme del soldado. ¡Qué caras ésas, tan toscas e inexpresivas! Por rareza se encuentra en alguna de ellas un destello intelectual. ¡Qué diferencia entre ese obtuso palurdo y el guajiro cubano, esbelto, ágil, de facciones acentuadas y expresivas, casi tan finas como las del resto de la raza! Es ignorante, sí; pero esa desconfianza que lo caracteriza en su trato con el hombre de la ciudad, prueba su natural inteligencia, que le permite conocer la superioridad del otro y le aconseja que se ponga en guardia. Entonces, cuando está en tratos con el ciudadano, empieza a emplear otra cualidad que le es también característica y es asimismo intelectual: la astucia. En el diálogo que se entabla, el guajiro es, a juzgar por su aire de víctima, la parte débil, que apenas acierta a contestar las preguntas que se le hacen sino con otras preguntas, o con especies que no vienen a cuento y que van exasperando al interlocutor, que al fin se aleja echando pestes de la imbecilidad de los guajiros. Y el guajiro se aleja también, pero sonriendo… y sabiendo para qué lo quería el ciudadano. Tienen nuestros campesinos mucha sociabilidad entre ellos, júntanse con frecuencia para divertirse, y la conversación se anima, y el chiste salta, casi siempre de buen género, y el amor y la galantería cuentan allí con fervorosos practicantes, como en el salón de la ciudad, no siendo rara, en los galanteos, la caballeresca consecuencia de un duelo al machete entre rivales, duelo llevado a cabo en toda regla. En tales reuniones se canta siempre, y a las décimas conocidas siguen las improvisadas, defectuosas por supuesto, a veces un puro desatino; pero espontáneas, abundantes, armoniosas y de tiempo en tiempo agudas.

    Si el campesino es de suyo inteligente, lo es más todavía el obrero en la ciudad. Su ignorancia es ya menor, ha recibido regularmente la instrucción elemental y aún alguno ha logrado extenderla con estudios particulares y lecturas. Y como su roce social es también mayor, nuestro obrero puede suplir en cierto modo la falta de la educación escolar completa con esa otra preciosa educación que va dando lentamente el trato de los hombres. El obrero es vivo, y cuando la clase de ocupación se lo permite, mientras las manos se mueven la lengua no está quieta, y el taller se convierte en campo de batalla en que las bromas, cargadas a veces de dinamita, cruzan el aire como bombas que van a estallar sobre determinadas mesas de trabajo. A las bromas suceden, o mejor dicho las bromas se mezclan a cada rato con discusiones sobre todos los asuntos imaginables, porque nuestro obrero nació discutidor, y si en tales discusiones puede fácilmente advertirse la carencia de nociones exactas, nótase casi siempre buena suma de lógica y un ingenio que sorprende, terminándose todas, invariablemente, no por un disgusto, sino por una guasa general. El obrero nuestro posee un tino especial para poner apodos y es maestro consumado en ese arte cubanísimo del choteo -páseseme la expresión- que consiste en echar a perder la cosa más seria a fuerza de burlitas muy finas, muy amables y soberanamente irrespetuosas.
 
  De todas estas cualidades de que vengo hablando, participan asimismo, naturalmente, nuestros cubanos de color. También se nota en ellos, como hijos de isla, mayor vivacidad de inteligencia y mayor soltura de carácter que en los hijos de la raza nacidos en el continente. Nuestro cubano de color es todo punto apto para recibir cualquier cultura, y ahora, cuando todavía no ha podido educarse en la extensión con que lo hará mañana en la patria libre, ahora ya es razonador, verboso, y -cosa que me halaga profundamente, porque me demuestra que ya él no se siente excluido de la Humanidad- habla con sincero amor de los mismos grandes ideales que hoy a todos los hombres nos sonríen. No obstante su viveza, paréceme observar en él cierto fondo de seriedad un tanto melancólica, dejo acaso de pasadas amarguras que tal vez expliquen su admirable disposición para la música, el solo arte que sabe dar voz a las indefinibles tristezas y a las aspiraciones inefables.


   La inteligencia natural cubana, desarrollada por la educación, da frutos que nos van a sorprender por su variedad. Pero empecemos por una rectificación. A primera vista se creería que el sol del trópico no hubiera de producir por fuerza sino cerebros fogosos, en que la imaginación predominase. Nada de esto. Hay mucha frialdad y mucho peso en el cerebro cubano, y si la imaginación es viva, palidece en comparación con la de los pueblos del Norte, por ejemplo el alemán. Parece que, en la semioscuridad septentrional, la creación fantástica o imagen -sueño de la vigilia- se produce mejor y es más brillante y persistente que entre la intensa claridad meridional, en la cual se ahogan las tintas dulces y los contornos vagos. La imaginación cubana no ha creado nada todavía, y ni siquiera ha sabido poblar nuestros bosques de fantasmas ni de leyendas nuestra historia. La tentativa de Fornaris de resucitar la leyenda india fracasó, no tanto porque el poeta era mediano cuanto porque nuestro pueblo es incrédulo, pues tales resurrecciones han de ser, en el fondo, obra de la imaginación y del sentimiento popular. ¿Cómo tener leyendas, si hasta los cuentos con que maravillamos a nuestros niños nos han de venir de fuera? Nuestra poesía legítima es más bien sentimental y épica, pues las mismas imágenes y metáforas que con tal abundancia emplean nuestros poetas y escritores modernistas no son cubanas sino exóticas, tomadas letra por letra de libros extranjeros. Y respecto al arte imaginativo por excelencia, la pintura, la nuestra, si acaso ha nacido, está en mantillas, y no sé por qué me figuro !ojalá me equivoque! que nunca hemos de tener un gran pintor. Viva es la imaginación cubana, sí; pero es estéril: arde con llamaradas fugaces, que sólo sirven para animar la conversación y para hacer insoportables a nuestros oradores de segundo y tercer orden.
  
  En cambio nuestro espíritu de observación está bien desarrollado, y a él somos deudores de un buen grupo de excelentes naturalistas, alguno de ellos eminente y bien apreciado fuera de la tierra propia, y de un crecido número de médicos de relevante mérito, que han surgido en todas las épocas. Muchos de ellos han conquistado notoriedad en los Estados Unidos y en Europa, y ahora mismo brilla en una cátedra de la Facultad de Medicina de París el talentoso joven Albarrán. Ese poder de observación y de investigación nos ha dado igualmente, en todo tiempo, buenos discípulos de filosofía, pudiendo enorgullecernos en la actualidad con el nombre de Varona, que es a la vez magistral expositor y pensador original, cerebro sin disputa el más nutrido y de mayor penetración que hoy tiene Cuba. Bien está que lo llamemos “nuestro sabio”. Y al referido espíritu de investigación debemos por último -!quién lo creyera!- una lista interminable de eruditos pacientes, laboriosísimos, infatigables, a la alemana: prueba evidente de la amplitud de nuestra capacidad. Es ya respetable el caudal de apuntes y de datos que sobre historia y hasta prehistoria cubana, sobre economía política y estadística, sobre literatura y biografía, sobre nuestros hombres en fin y nuestras cosas, han acopiado esos modestos y meritísimos obreros de la inteligencia, materiales que facilitarán mañana la composición de la historia de nuestra vida en todas sus manifestaciones. A algunos de estos encarnizados trabajadores débense las pocas estadísticas regulares que en nuestra isla se han llevado. Cierto que entre tales eruditos no faltan -y aun abundan- quienes no son sino simples rebuscadores, urracas furibundas que no dejan rincón sin registrar y que, así que allegan montones enormes de notas disparatadas y confusas, no saben qué hacer de ellas y al fin las vierten a paletadas en artículos u opúsculos de todo punto indigeribles. Pero en cambio otros, infinitamente más discretos, rebuscan y coleccionan con tino y método, y de sus hallazgos sacan libros interesantes y provechosísimos, repletos de fresca información y sana crítica.

  En el foro, la inteligencia cubana ha despedido fulgor especial, habiendo hallado allí digno empleo algunas de nuestras mejores facultades: la sagacidad, el poder deductivo, la claridad y la vehemencia de expresión. No sólo hemos tenido abogados brillantes en incontable número, sino también algunos jurisconsultos de vasta ciencia y de seguro juicio, que habrían adquirido autoridad en cualquier parte. Y en muchos casos, a la inteligencia y el saber se han unido las nobles condiciones de carácter que completan, a los ojos del pueblo, la figura ideal del defensor del derecho y la justicia. Y eso que el foro cubano no supo cerrar todas sus puertas, y a menudo las abrió de par en par, a la corrupción engendrada y mantenida por los gobiernos coloniales.
 
  Las ciencias exactas han encontrado también en la isla distinguidos cultivadores, a pesar de la poca aplicación que el atraso industrial y el abandono casi absoluto del ramo de obras públicas han permitido a las carreras que de aquellas ciencias se derivan. Nuestros mejores ingenieros han debido buscar, y lo han hallado, fuera de Cuba, empleo decoroso y lucrativo, pudiendo citarse a Menocal y a Ignacio M. Varona, a quienes el gobierno mismo de los Estados Unidos ha confiado comisiones y cargos de importancia, y a Cisneros, que en naciones latinoamericanas ha ejecutado obras de extraordinaria consideración. En la propia Cuba ha encontrado ocupación Ximeno, uno de los más aplicados alumnos que han tenido las escuelas Politécnica y Central de París y que es realmente un ingeniero muy notable.

   La literatura ha sido sin embargo el campo que, de más tiempo atrás y con mayor ahínco, ha cultivado la inteligencia cubana, sacando de él los frutos que más la han dado a conocer y apreciar en el exterior. En los días de mayor opresión, cuando la torpe y férrea mano de España aniquilaba toda actividad mental en la Colonia, todavía el poeta hallaba modo de cantar y, envolviéndose en el manto de liberalismo español, daba salida al sentimiento del cubano. El poeta ha sido en Cuba el eterno rebelde, y aunque no tuviese más merecimientos, bastaría ése, sin duda, para hacer simpática su figura a los ojos de la Humanidad. Pero el poeta cubano ha tenido además valor artístico y literario, siendo exponente fiel, no sólo del grado de cultura local y del espíritu de los suyos en cada época, sino del espíritu universal y de los gustos generales dominantes, merced a esa facultad de asimilación tan propia de la raza. Han sido así poetas humanos, que han vibrado con las iras del polaco y del griego en rebelión, que han sentido la heroica exaltación del girondino y que han entonado fervorosos himnos al progreso de los pueblos… !ay! sin dejar de ser cubanos, y yendo, como tales, a morir en el patíbulo y a gemir y languidecer en el destierro.

  Poco hemos hecho en historia, no ¿qué podíamos hacer bajo la mirada suspicaz de la metrópoli, desde el instante en que la simple narración del pasado de Cuba, por ejemplo, o de América, había de ser condenación irrefutable de sus métodos de conquista y colonización? Tímidos opúsculos, cronologías, monografías, investigaciones de carácter americanista y nada más. Pero sí: como trabajo histórico especial, poseemos un libro, uno solo, bien que admirable y para nosotros, con razón, monumental: la Historia de la Esclavitud, de José Antonio Saco.

  En la novela, entre muchos ensayos -algunos de importancia, por contener pinturas bastante exactas de nuestras cosas- contamos también con otra obra de la que podemos enorgullecernos, expresión palpitante de la fisionomía de nuestra sociedad en plena vida colonial: la Cecilia Valdés, de Villaverde.

  La crítica ha tenido siempre en nuestras letras numerosa aunque no insigne representación, pudiendo observarse una pronunciada tendencia a la sátira, que rara vez es fina y muy frecuentemente acerba hasta crueldad, pero chispeante. Citemos a Bobadilla, que sobresale en este género, además de ser buen escritor. Quien con mayor continuidad se ha dedicado entre nosotros a la crítica seria, es Piñeyro, que en ella muestra cualidades superiores, tales como vasta y selecta cultura literaria, amplia comprensión, juicio sereno y principalmente un gusto bien depurado y exquisito. Varona ejerce también la crítica con innegable competencia, llevando a ella su universal instrucción y su honda manera de pensar. La crítica erudita, en la que -como hemos dicho- tanto se distinguen Merchán y Sanguily, es también muy cultivada entre nosotros.
 
 De la prosa baste decir que, entre incontables manejadores, álzase raramente un estilista. La cualidad dominante es la claridad, revelándose en ésta como en otras particularidades nuestra filiación mental francesa. Tenemos unos pocos escritores sobrios y castizos; algunos, brillantes aunque amanerados; otros, jugosos pero incorrectos; muy pocos, confusos; muchos, difusos, y uno que otro extravagante hasta la ridiculez. En el periodismo ha habido y hay polemistas de gran nervio. De los prosistas vivientes citemos a Ricardo del Monte, José Gabriel del Castillo, Varona, Alfredo Martín Morales, Nicolás Heredia y especialmente a Piñeyro, que entre nosotros es incomparable por la nitidez y elegancia del estilo.

  Para la oratoria, manifiesta nuestro pueblo aficiones, que la libertad de que vamos a gozar puede hacer calamitosas. Es grande nuestra verbosidad, y mientras no la disciplinemos y no la contengamos dentro de los límites que el buen sentido marca, no sacaremos de ella ningún fruto. El fin de la elocuencia es convencer o persuadir o sencillamente deleitar; pero no aturdir, no abrumar, no aniquilar nuestra razón y nuestro sentido común bajo el peso de una estupenda catarata de palabras. Esa oratoria de garganta, de pulmones y de brazos, y aun de cuerpo todo, menos de cerebro ilustrado y juicioso, no es la que debemos llevar mañana al recinto de nuestro parlamento, so pena de no hacer allí nada útil y de ponernos en ridículo. El cubano es, sin embargo, buena madera de orador. Tiene inteligencia clarísima, abundante elocución, efectos vehementes, énfasis y una gesticulación abierta y expresiva. Disciplinadlo bien por el estudio, dadle ilustración y sobre todo buen gusto, y tendréis un orador admirable. Las aptitudes del cubano para la oratoria son variadas, y así poseemos, en nuestra ya rica colección de discursos, desde la arenga desordenada y atrevida de Cortina, hasta la oración artística y mesurada de Piñeyro; desde la fogosa y realmente inspirada elocuencia de Figueroa, hasta la frialdad calculada y la punzante ironía de Govín; desde el almibaramiento empalagoso y la retórica trasnochada de Zambrana, hasta el agrio vehemente, irrebatible y fulminante alegato de Sanguily; desde la elegante y espléndida improvisación de Lincoln de Zayas, hasta la oratorio serena, sustanciosa, profunda y conquistadora de Varona; desde la palabra, en fin, lenta, grave, sacerdotal, del doctor Francisco Zayas, hasta el gran discurso amplio, majestuoso, rotundo, magistral, del mejor orador nacido en Cuba… !ay! a quien no pueden aplaudir manos cubanas.

   Si en las letras nos hemos distinguido tanto, sólo hemos brillado en una de las artes, en la música. La pintura no adelanta mucho entre nosotros, que digamos: hasta ahora no hemos tenido creadores ni maestros de un arte personal, sino discípulos más o menos hábiles de las escuelas clásicas de Europa y algunas bellas esperanzas que, por desgracia, se han malogrado en flor: murió, joven, Melero; joven murió Arburu; joven, niña, ha muerto Juana Borrero; Collazo se malogró mucho antes de morir… Debemos citar, entre los contemporáneos, unos pocos artistas de buen talento, alguno de ellos brillante, que trabajaron y trabajan aisladamente, faltos de estímulo y sin formar escuela: Esteban Chartrand ayer, hoy Federico Martínez, Melero padre, Armando Menocal, Romañach, Osmundo Gómez ¿qué sé yo? Y quedan otras esperanzas -Dulce María Borrero y José M. Soler, por ejemplo- que quiera la buena estrella de Cuba conservar para que fructifiquen.

   Pero la música ha sido nuestro arte de predilección, aunque no me atreva a afirmar que estamos especialmente dotados para su cultivo. Como arte sentimental, parece que su producción debiera ser natural y abundante en raza tan afectiva como la nuestra. No veo, sin embargo, muestras muy convincentes de que haya de haber una música cubana. Hay, sí, dulzura y poesía en nuestros puntos criollos y viveza y gracia en las guarachas, no careciendo la danza de sabor especial y sensualismo, y acaso bien cultivados, pudieran uno y otros aires darnos cierta originalidad. Ojalá sea así. Cuanto a la canción romántica, que tanto gusta a nuestro pueblo, nada más insoportable o risible. Es un puro disparate pretencioso que hay que proscribir, con sus falsetes, sus palabras entrecortadas y sus trémolos… Mas, si el divino arte cuenta en Cuba con pocos compositores de nota todavía, tiene en cambio, por centenares los ejecutantes exquisitos, muchos de los cuales han hecho sonar, al par de sus dóciles instrumentos, el nombre de Cuba en regiones apartadas. Por no citar sino a contemporáneos ¿qué honra y qué placer no le han proporcionado a la isla natal profesores y artistas de la talla de Espadero y de Villate, de Desvernine y de Arizti, de Cervantes, y Jiménez, y White, y Brindis de Salas, y Albertini?

   Y para que la capacidad cubana se revele en toda su amplitud, miremos que hasta en el arte de la guerra, que nadie nos enseñó, hemos sabido tener jefes de indiscutible superioridad y todo un pueblo de innegable disposición para el combate. !Bien sabe el español, aunque por mal entendido orgullo se lo calle, lo que han valido y vale militarmente un Agramonte, un Maceo y un García, por ejemplo, y si los cubanos son o no buenos soldados! Además de la inteligencia viva, fecunda, rápida y sutil manifestada a cada paso !qué temple de alma, qué valor, qué abnegación, qué tenacidad moral y qué resistencia física no se le ha visto desplegar al pueblo cubano en tan horrible y desigual contienda, virtudes que han sido, aun para nosotros mismos, una revelación y que de seguro nos colocan ya entre los pueblos más animosos de la Historia! No se lucha, no se muere, no se vence así sino cuando la raza es buena y lleva en sí, con el ideal alentador, el poder de realizarlo.

   ¿Qué no hemos de esperar, pues, de pueblo así dotado de tan armoniosas facultades? ¿Qué hay de excesivo en nosotros en nosotros o de deficiente en grado sumo? Y ¿qué no darán de sí tan ponderada inteligencia y tan generoso corazón, cuando se les someta de lleno a esa racional y varonil cultura con que soñaron nuestros dos grandes educadores de Occidente y de Oriente, José de la Luz y Caballero y Juan Bautista Sagarra, que ya, en tiempos de abyección, supieron hacer hombres…? Abramos, pues los acongojados pechos a esperanzas lisonjeras: el porvenir premiará los dolorosos merecimientos del pasado. Aunque pequeña nuestra Cuba, podemos alcanzar que la consideren como grande. Porque el valor de las naciones, como el de los individuos, no reside en el tamaño material, sino en la suma de energías que contengan. Y el cubano, que es un enérgico hombrecillo, puede concebir y realizar cosas enérgicas… 

      

    He conocido a un hombre que en sí reunía, magnificadas, las virtudes todas del cubano. En lo físico, era el tipo de ese hombre de los trópicos en quien el sol seca las carnes, como para que el nervio y la fibra muscular adquieran mayor soltura y temple y respondan al estímulo con la celeridad del rayo. Era delgado y flexible; mas con la delgadez y flexibilidad de las hojas de Toledo. Parecía una dama, y era un hombre. Las asperezas de un clima violentísimo, la fatiga de un incesante trabajar, las amarguras de un destierro interminable, la privación y la humillación de la pobreza, dolores de carácter íntimo y, añadida a toda esta desgracia, la angustia intensa de quien persigue un ideal por sendas cubiertas de abrojos y cortadas por abismos, nada pudo rendir su delicado cuerpo ni siquiera apagar la sonrisa de su rostro. Vivía y se movía entre innumerables hombres de otra raza, hercúleos y arrolladores, que pasaban a su lado imaginando empresas gigantescas como ellos. Pero él, el hombrecito del trópico, que con nervioso pie se escurría entre las masas y a quien más de un hombrazo de aquellos miró acaso con desdén, era más hombre que todos, en la doble acepción de la palabra: porque amaba más a la Humanidad, y porque estaba acometiendo -él solo- una empresa, al lado de la cual eran juegos de niños las más atrevidas imaginaciones de aquel pueblo.
   
    En lo moral, poseía la bondad cubana en toda su grandeza. Era humilde con los humildes, blando hasta el enternecimiento con los niños y con los desventurados, galante como caballero antiguo con las damas, noble y atento y obsequioso con todo el mundo; creyendo que el amor todo lo resolvía, que la persuasión era la gran fuerza humana; amándolo todo, principalmente la libertad y la justicia, e idolatrando a su pueblo y a su patria. Sólo tuvo un odio; pero este odio era la forma suprema de ese amor a su patria y a su pueblo, a la libertad y a la justicia. Sí, su fuerza era el amor. Mas cuando vio que era inevitable la obra de violencia, cuando se convenció de que el sacrificio cruento se imponía, él con su mano blanda y acariciadora, fue llevando poco a poco y uno a uno a sus hermanos al lugar del sacrificio. Y después, se fue también.
 
   En lo intelectual, tenía toda la capacidad cubana: era inteligente, mas en grado tal y con destellos tan fulgurantes, que en las naciones que recorría o con las que se comunicaba, dejaba la impresión del genio. Por genio lo tenía el mexicano, y el hijo de la América Central, y el de Venezuela y de Colombia, y allá, en el extremo meridional del Continente, el argentino por genio lo tenía… En su país natal se discutía si era loco. Era inteligente, sí. Concibió una obra magna, sublime, y para prepararla, dio intenso empleo a todo aquello que su patria había puesto en él: a la atención infatigable, a la recelosa previsión, al cálculo frío y caviloso, a la cordura que examina, a la prudencia que no se arriesga, a la habilidad sutil que ajusta, al ingenio que combina, a la paciencia que desenreda, a la solicitud que en todo está, a la sagacidad, al tino, a todo lo que en él había de propio para que nada faltase, para que nada dejase de ser lo que debía, para que todo concurriese al fin propuesto; y cuando estuvo todo bien urdido y llegó el instante de dar a conocer su plan a los que debían realizarlo, empleó en la indispensable y riesgosa operación todas las otras cualidades, todas las otras fuerzas que la virtud de la raza y del suelo propios le habían infundido: y fue el más tenaz y ardiente de los propagandistas, y viajó sin parar ni cuidar su salud, y fundó periódicos, en los que escribió sin tasa y con el alma toda, y levantó clubs, en los que derramó torrentes de elocuencia extraña y poderosa, y convirtió, a fuerza de razón, en amigo al extranjero, y a fuerza de cariño, en combatiente al compatriota, y a fuerza de persuasión, en contribuyente al pobre, al rico, a todo el mundo; y supo sacar de sí -de su cuerpo frágil y pequeño- todo lo que era menester para su obra: pensamientos colosales y pensamientos tiernos, energías de titán y blanduras de mujer, conminaciones, súplicas, lágrimas, sonrisas, la mirada que escruta, la frase que levanta, el gesto que esclaviza, la arrebatadora arenga del tribuno, el razonamiento impecable del demostrador, la fina circunlocución del diplomático, es decir, recursos para la guerra, barcos, pertrechos, rifles, generales y soldados… y cuando todo lo hubo sacado de sí mismo, se sacó también la vida y la entregó…!
 
    Vosotros habéis conocido, como yo, a ese gran cubano cuyo nombre no pronuncio, para dejar que lo murmuren enternecidas nuestras almas.      

                                                                                    He dicho.



 (1) Conferencia dada en “San Carlos”, Cayo Hueso, el 24 de octubre de 1897. 


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