Diego Vicente Tejera
Nada pudiera, amigos míos, serme más grato que
la invitación que me habéis hecho para daros algunas conferencias sociales y
políticas, porque semejante invitación prueba que comprendéis muy bien la
gravedad de la situación, en vísperas de tomar en nuestras manos los destinos
de la Patria, y el propósito que abrigáis de haceros merecedores, por el
estudio, de vuestra nueva condición de pueblo libre y soberano. Estos días, en
efecto, son críticos: todo induce a esperar que, muy en breve, será
exclusivamente nuestra esa Cuba, esa patria que llevamos en el alma, que es
-mejor dicho- nuestra alma misma, puesto que de Cuba recibimos todo aliento, en
Cuba pensamos sin interrupción, por Cuba nos movemos, con Cuba lloramos o
sonreímos, a Cuba le damos cuanto nos pide, y si nos pidiera la vida se la
diéramos, y hasta en el sueño, cuando el dormido ser yace sin voluntad ni
conciencia, todavía persiste despierta en nosotros una imagen: Cuba. Pero no
basta que la amemos, es necesario que nuestro amor sea fecundo y provechoso
para ella, que sepamos darle paz, justicia, libertad, progreso, riqueza, es
decir, decoro y felicidad. Y ¿cómo ofrecerle tales dones, si no los tenemos en
nosotros mismos, si no somos pacíficos, justos, libres, progresistas y trabajadores?
Así lo entendéis, amigos míos, y al congregarnos aquí para que un viejo cubano
como yo os hable de estas cosas, mostráis que queréis ser, que sois ya dignos
obreros de esa felicidad que hay que labrarle a Cuba. ¡Lástima que no pueda yo
corresponder a la invitación de una manera satisfactoria, señalándoos con
claridad los caminos por donde se llega al generoso fin que perseguimos! Pero
poco valgo, no soy en realidad sino un hombre a la vez soñador y reflexivo,
algo conocedor de la vida y de los hombres, que ha sufrido mucho, mas en quien
el sufrimiento, lejos de endurecer, ha ablandado el corazón, llevándolo a amar
en lugar de aborrecer. No soy, pues, más que un simple compañero que aspira,
por su misma modestia y la sinceridad de su palabra, a despertar o avivar ideas
y sentimientos que existen en vosotros, aguardando tal vez, para aparecer y
entrar en actividad, el llamamiento de una voz hermana.
Sí, el obrero cubano debe despertar al nuevo
día que ya asoma. Su espíritu, en verdad, ha estado adormecido. Y se comprende.
Como colono español, no era nada; nada tampoco, como proletario, en la vieja
sociedad. ¿Qué de extraño que hiciera lo que ha hecho, trabajar sin entusiasmo,
divertirse locamente y despreocuparse de un mundo que nunca se ocupaba en él?
Los mismos vicios que adquiriera encuentran, si no justificación, explicación
al menos en su estado de inferioridad y de abandono.
Pero la escena cambia. La colonia
desaparece barrida y devorada por huracán de fuego, y sobre el suelo purificado
se levanta una república. Con la escena, es natural que cambien también los
personajes: bien cuadraba el colono en la Colonia; mal cuadraría el colono en
la República. La República quiere republicanos, y no es republicano quien no
tenga vivísima conciencia de sus derechos y deberes, quien no estime como su
mejor título su ciudadanía, quien no muestre mayor interés por el bien de la
comunidad que por el suyo propio. Sí, amigos míos; hay que matar en nosotros al
colono, hay que aniquilar al hombre indolente, frívolo y vicioso que en
nosotros llevamos, hay en fin que hacer de modo que esos torrentes de sangre
que en Cuba se derraman, sean el bautismo de un hombre nuevo, del republicano.
Porque esa sangre la tenemos sobre nuestras frentes, y brillará como aureola si
acertamos a regenerarnos; pero parecerá borrón o mancha criminal si
perseveramos en el vicio, porque será sangre que se habrá vertido inútilmente.
No se hace esta revolución para lanzar de la Isla a los españoles y ocupar sus
asientos en el festín de la desvergüenza y de la explotación: hácese por el
contrario para desbaratar ese festín, para que no haya quien engorde y ría a
expensas de quien enflaquece y llora, para que no haya en una palabra
explotadores ni explotados. Mas ¿cómo obtener tal fin, si el pueblo no logra
sacudir su inveterada apatía de colono, si se muestra incapaz de prestar
atención continua a los asuntos serios y no se decide a manejar virilmente sus
intereses propios? Si a pueblo semejante volviese alguien a explotarlo,
quejaríase sin razón, pues que para que lo exploten ha nacido.
Vosotros, amigos míos, no sois de los
apáticos, y el solo hecho de haber fundado esta asociación de trabajadores y de
pedir a compañeros como yo que os den conferencias sociales y políticas, delata
vuestro afán de regeneración y vuestro firme propósito de ser mañana buenos
ciudadanos. Mis palabras de censura deben sin embargo resonar en esta sala,
para que, subrayadas por vuestra aprobación, traspasen con mayor brío los muros
que nos cercan y vayan a sacudir más bruscamente a los dormidos. Es deber
nuestro ser francos en esta obra delicada. No sería amigo vuestro quien os
dijese: “Obreros, la redención de la Patria
es cosa hecha, pronto podréis gozar de la libertad y sacarle provecho a vuestra
soberanía.” No, vuestro verdadero amigo
será quien os diga por el contrario: “Obreros,
la independencia de Cuba es cosa hecha; pero su libertad, su dignidad y su
ventura son cosas por hacer: no es libre ni soberano quien no merezca serlo:
suponemos que la libertad es un don del cielo, cuando es en realidad una
conquista, y conquista que hay que empezar a realizar sobre nosotros mismos:
mientras el capricho o la pasión nos mueva, nos ciegue la ignorancia y la
indolencia nos encoja, no seremos libres, no seremos hombres: hay que iluminar
la razón y fortalecer la voluntad, y entonces, cuando la razón sepa dirigir y
la voluntad ejecutar, entonces, libres ya en nosotros mismos y aptos para
equilibrar bien nuestros derechos y deberes, sabremos labrar nuestra libertad
social”. Tal es el lenguaje que el amor a
Cuba me dicta en estos momentos, compatriotas. Nadie quiere a nuestro pueblo
más que yo, nadie tiene más fe que yo en su buen natural y su capacidad. Pero
el pueblo cubano, entre sus defectos, tiene algunos que es preciso corregir a
todo trance, porque son incompatibles con los propósitos que abrigamos de
fundar una república sincera y vigorosa. Entre tales defectos, acaso ninguno
sea tan grave, en este sentido, como la indolencia. Esta indolencia nos es sin
duda natural. Primeramente, procedemos de españoles los cubanos blancos, y de
africanos los cubanos de color; es decir, de dos razas igualmente perezosas.
Somos, luego, hijos de Cuba, tierra ardiente y tierra rica, donde si el sol
abate las fuerzas, la naturaleza en compensación se deja arrebatar con poco
esfuerzo el alimento. Y hemos vivido, por último, en perenne tutela colonial,
recluidos en el hogar, sin acción ni significación en la vida pública, sin
aliento para la iniciativa ni premio para la diligencia, sin campo para el
ejercicio de la voluntad. Estas tres causas no han sido sin embargo, en mi concepto,
bastante poderosas -parece increíble- para darnos una indolencia radical e
incurable, como la de ciertos pueblos orientales. En estos pueblos la pereza
física y la pereza intelectual corren parejas, o se arrastran parejas, mejor
dicho. El hombre, ligado flojamente en sociedad, sometido en su creencia a un
poder superior incontrastable y respirando en el seno de una naturaleza dulce y
generosa, vive echado en tierra, embriagado por el narcótico o despierto a
medias en la vaguedad de la contemplación. No es ésta, por fortuna, la
indolencia del cubano. Nervioso y vehemente, el cubano, a la menor excitación,
se mueve con suma agilidad, y mientras dure el estímulo, muéstrase infatigable,
entra en lucha, la sostiene con ahínco, despliega en ella cualidades preciosas,
la inteligencia se le afina, inflámasele el corazón, despiértasele imperiosa la
voluntad, hínchasele el músculo y pónesele como de acero. Es en fin hombre
poderoso, que se marca un objeto y lucha sin descanso hasta alcanzarlo. ¿No son
pruebas elocuentísimas de energía y actividad nuestras largas, duras e intensas
guerras de separación? ¿Qué enorme suma de esfuerzos violentos, e incesantes,
no han exigido y obtenido del cubano? Y descendiendo a hechos más humildes,
precisamente, tenemos ahora en este Cayo un ejemplo del ardor inextinguible,
del entusiasmo delirante y de la gran perseverancia del cubano cuando se
excita. Hace cuatro meses que a todas horas, día y noche, vivimos entre el
zumbido de los flys de las pelotas y los golpes secos de los hits.
Salta la pelota con solemnidad los lunes junto a la Brisa; salta menos
solemnemente entre semana en improvisados matchs, y salta sin solemnidad
ninguna, de sol a sol, en todas las esquinas y patios y solares de la
población, en un match de muchachos que no se acaba nunca. Los hombres
cortamos el trabajo para no perder el juego y discutimos muy largamente si pisó
la primera base el jugador que llegó a segunda; en nuestras cocinas la sopa se
evapora y el arroz se quema mientras se averigua cómo Felo se dejó ponchar;
nuestras lindas cubanitas contraen penosamente los frescos labios para
articular la jerga bárbara y no conciben ya a Cupido sino armado de un bat
y con medias azules o punzó, y nuestros niños… ¡Oh! Desde que hay
pelota, no se ha dado bien una lección, ni se ha hecho un mandado en regla, ni
ha habido bolsa bastante para comprar zapatos ni árnica suficiente para lavar
chichones. Los hijos nuestros, las esperanzas del mañana, se nos atrasan en
instrucción, se nos envician y se nos enferman con tan desmedido abuso; más
¿qué hacer si el ejemplo lo toman de los grandes?
Pero no es mi ánimo, queridos compatriotas,
hacer la crítica de esta diversión, aunque esté adquiriendo el carácter y las
proporciones de una calamidad. Mi único objeto es demostrar, con este hecho
palpitante, que la indolencia cubana no es indolencia física, que el cubano es
vivo y ardiente cuando quiere y muy capaz de mantener largo tiempo activa su
voluntad. Nuestra indolencia es más bien mental, y consiste en la indiferencia
casi absoluta con que sabemos mirar los asuntos serios, especialmente los que
corresponden a la vida pública. Apenas hay vínculos sociales entre nosotros,
ignoramos la vida colectiva, somos en cierto modo todavía el colono
acostumbrado a no cuidar más que de sí mismo, sólo al derecho que se le
concedía, ya que en su suelo, que no podía llamar patria, un poder extraño se
encargaba de gobernarlo y de administrar sus intereses generales. No fuimos así
nunca un verdadero pueblo, y aun el solo ideal que nos fue común, el de la
independencia, como era subversivo, no pudo reunirnos exteriormente ni
despertar en nosotros el sentimiento de la solidaridad.
En cambio, fomentábase en el cubano la
frivolidad, y también la prodigalidad, no poniéndose coto alguno a sus
diversiones y placeres, procurándose por el contrario que el oprimido se
sintiese absolutamente libre en el campo del vicio y del libertinaje, para que
esa expansión insana le impidiera buscar expansiones de otro orden. Esta
pérfida política obtuvo tan brillante éxito, que a un Gobernador General le fue
dado decir que con un violín se podía manejar a los cubanos.
Estamos todavía, mis buenos amigos, sufriendo
las consecuencias de semejante régimen; todavía nos atrae más la lejana
orquesta que preludia los voluptuosos compases de un danzón, que la voz del
tribuno que nos llama en la sala solitaria para hablarnos de nuestros más
vitales intereses; todavía nos placen más las agrupaciones silenciosas que se
agitan en los sombríos rincones de los ocultos garitos, que la instrucción
franca y cordial de los abiertos institutos de instrucción y de recreo. Pero
ese mismo hecho de haber sido modelado nuestro carácter principalmente por el
régimen opresor y pérfido a que hemos estado sometidos, indica al propio tiempo
que algunos de nuestros defectos son en gran parte artificiales y, por lo
tanto, corregibles. No importa que, como hemos visto, procedamos de razas
perezosas y seamos hijos de tierra tropical; tenemos por fortuna un
temperamento fácilmente excitable, que no nos deja caer en la incurable pereza
física de otros pueblos. De manera que si logramos que nos exciten los
intereses superiores de la vida como nos excitan sus placeres, seremos
perfectamente aptos para labrar y mantener nuestra felicidad social. Ahora
bien; el remedio está en nuestras manos: la reflexión profunda, la reflexión
sostenida puede hacernos comprender la necesidad de darle todo su valor a los
asuntos serios, y la voluntad debe en seguida esforzarse en atenderlos: que ya
luego el hábito facilitará esa atención y acabará por dotarnos de una serenidad
enteramente natural.
Otra prueba de que el cubano no adolece de
pereza física y es por el contrario activo, más activo que uno de sus
progenitores, el español, es que todo el trabajo rudo de Cuba le ha tocado a
él, que es quien ha labrado los campos y recogido las cosechas, quien ha creado
y mantenido las pocas industrias del país, quien ha estudiado y ejercido las
profesiones liberales y desempeñado los oficios, mientras el español tomaba
para sí las sedentarias y cómodas tareas del oficinista gubernamental y del
mercader de mostrador.
No hay, pues, que luchar sino para darle al
cubano una conciencia clara de su nueva situación. Ya ha desaparecido la
colonia; en su lugar se alzará mañana una república. Mas ¡ay de esa república,
si llevamos a ella nuestros vicios coloniales! ¡Ay si el pueblo persiste en su
apatía y, ávido solamente de goces materiales, abandona la gestión de sus
propios intereses en manos de los pocos que se dispongan a encargarse de ella!
El gobierno habrá caído en poder de una oligarquía, la explotación comenzará, la
seguirá la tiranía, y entonces el cubano patriota y pensador, si alguno queda,
se preguntará, con llanto de dolor y de vergüenza, para qué predicó y
murió Martí, para qué combatió y murió Maceo, para qué lucharon y perecieron
generaciones de cubanos, para qué se arrasó la Isla, y se derribó el hogar, y
se deshizo la familia, para qué se atrajo en fin, a fuerza de heroísmo, la
atención del mundo sobre Cuba, si todo debía parar en la criminal resurrección
de aquello que con justicia se mató; si lo que se creyó sacudida iracunda de un
pueblo que se juzgaba superior a su condición, no era más que genialidad de
esclavo, que sólo quería cambiar de yugo; si aún después de echados los
españoles de la tierra, quedaba en ella imperando lo español!
Y esto sucederá inevitablemente si no nos
transformamos, si no nos ponemos a la altura de nuestra nueva dignidad de
pueblo soberano. Porque hay que fijarnos bien en esto: quien debe dominar,
quien debe gobernar en Cuba es el pueblo; para él se hace la República, para
que sea su espíritu el que prevalezca; para que formando, como forma, la
inmensa mayoría de la Nación, sea su voluntad la que se imponga. El pueblo
dirige con su voto desde abajo y puede aspirar a obrar también desde las
esferas del gobierno y la administración, pues en las repúblicas democráticas
no se le pregunta a nadie de dónde procede sino lo que vale, y aun el humilde
obrero puede ocupar la Presidencia, si por sus virtudes y méritos conquistó el
beneplácito de sus conciudadanos. Pero la simple emisión del voto es cosa
grave, por la responsabilidad moral que entraña, e implica o debe implicar por
lo menos el conocimiento exacto de aquello que es objeto de la dotación. Y
¿cómo adquirir ese conocimiento, si el pueblo desdeña la lectura del periódico,
la discusión en el seno de las asociaciones del partido y las enseñanzas de la
tribuna popular, prefiriendo quedarse en casa o irse a sus diversiones
favoritas? Y aun el acto mismo de depositar el voto es entre nosotros materia
de escasa importancia, al parecer. El ciudadano se dice: ¿a qué molestarme en
llevar mi papeleta a la urna? ¿qué significa la pérdida de mi voto, cuando
todos mis correligionarios van a votar lo que yo quiero? De modo que este
ciudadano se abstiene de votar, confiando en que ningún compatriota suyo será
tan perezoso como él. Mas como cada otro ciudadano va repitiéndose en sí mismo
el admirable razonamiento de la desidia universal, la urna quédase vacía y la
votación se pierde.
No, amigos míos; es indispensable
elevarnos a una concepción más alta de nuestros deberes, es indispensable
hacernos dignos de esa patria que se nos está creando, que va surgiendo ya
entre los resplandores del incendio y sobre un mar de lágrimas y sangre. Y ya
que poseemos excelentes condiciones para el gobierno propio, como son nuestra
armónica y clara inteligencia, nuestra notable cultura, nuestra gran libertad
de espíritu, nuestra facultad de asimilación, nuestras latentes energías de
carácter y abundantes y variados recursos de nuestro incomparable suelo, no lo
echemos todo a perder por nuestra frivolidad y nuestra dejadez y nuestra
indolencia enteramente coloniales. Sería un crimen, y al propio tiempo una vergüenza, que nos dejaría
cubiertos de ridículo a los ojos de la humanidad.
En Europa, amigos míos, es muy bien común
figurarse a nuestro pueblo como uno de esos pueblos orientales, que vegetan en
la molicie, perdidos en las dulzuras del narcotismo y la contemplación. Muy
frecuentemente he visto representar a Cuba con las formas de una joven
trigueña, lánguida y hermosa, medio tendida en flexible hamaca, a la sombra del
tupido platanal, embriagándose con el fragante humo de un cigarrillo, mientras
una negrita, detrás de ella, la refresca con un gran abanico de anchas plumas.
Esta imagen, por graciosa que sea, nos
desfavorece en nuestra justa pretensión de pueblo varonil; pero, por fortuna,
es en el fondo una imagen falsa, que podemos hacer rectificar. Es preciso que,
por nuestra conducta, alcancemos que el mundo no nos represente sino en la
forma de un joven ágil y robusto, erguido sobre un inmenso campo cultivado,
pisando una cadena rota, la frente ceñida con el gorro frigio, la mirada serena
levantada al horizonte, la mano izquierda tocando el pomo del machete redentor,
colgado al cinto, y con la derecha empuñando el timón de un arado, clavado
profundamente en la tierra generosa.
He dicho.
Conferencia pronunciada en
la Sociedad de Trabajadores, 12 de diciembre de 1899.
No hay comentarios:
Publicar un comentario