Dulce María Loynaz
Hasta mí ha llegado un rumor más o menos sotto voce por el que se me acusa de haber destruido el manuscrito
original de una obra de Federico García Lorca, el titulado El Público. Sobre esta obra han circulado muchas leyendas porque
hasta fechas recientes no se sabía nada de ella, salvo que existía o había
existido en algún momento.
Pero que yo sepa a
nadie se le había atribuido su destrucción deliberada, ni siquiera a los que
dieron al poeta una alevosa muerte y debieron ser, lógicamente, los que
ocuparon sus pertenencias y papeles.
Es hoy, al cabo de cincuenta
años trascurridos desde la tragedia (cuando ya viven pocos de los que vivían
entonces), es hoy, digo, cuando alguien se ha entretenido en lanzar la especie
de que fui yo quien destruyera el famoso manuscrito.
Pienso ahora que si yo
también me encontrara en el número de los fallecidos, como lo están mis
hermanos y tantos otros que de cerca o de lejos vivieron aquellos días
tempestuosos, es muy posible, sí, que no quedara nadie con autoridad bastante
para levantar su voz y negar la sinuosa especie.
El hecho de que haya
aparecido otro original no me absolvería del pecado, porque pudo no haber
aparecido y entonces la pérdida sería irreparable; pero aun existiendo un
duplicado, si se trata de un escritor famoso, cualquiera de ellos se tendría
siempre por ejemplar precioso, de incalculable valor.
Es por ello que me veo
obligada a aclarar lo que hasta ahora quiero llamar –y pudiera ser, en efecto-
un malentendido.
Admito que los hechos
pudieron prestarse a confusión, y siendo así no tendría otro reparo que hacer
sino el de la ligereza con que dio por cierto un cargo que comprometía tanto a
la persona sobre la que se hacía recaer, procurando o posibilitando su
circulación dentro y fuera de Cuba. Séame lícito añadir que, aunque no fuera
más que por sus años, esa persona merecería más respeto.
Ahora diré que,
efectivamente, hace alrededor de cuatro décadas, alguien destruyó un manuscrito
que se tenía entonces por el único original de El Público, pero ese alguien no
fui yo.
Fue la persona que
podía fácilmente hacerlo, porque lo tenía en su poder. Y lo tenía por habérselo
regalado el propio autor: fue mi hermano Carlos Manuel.
Este hermano nuestro,
el más inteligente, el más brillante, el que Lorca prefirió a Enrique, comenzó
a dar señales de perturbación mental a finales de los años treinta.
No voy a detenerme más
de lo necesario en lo que esto significó para nosotros. Carlos Manuel era de
quien más esperábamos todos, el único que había revelado un talento musical
nada común, pues era desde su adolescencia, no sólo un consumado ejecutante,
sino también un original compositor. Fue como si en pleno día se desatara de
repente un rayo.
Su enfermedad fue diagnosticada desde el principio como esquizofrenia: forma paranoide crónica.
En el informe emitido por el doctor Agustín M. Abril, que lo asistió durante
años, dicho especialista señala textualmente como características de esta
enfermedad un estado de excitación de tipo maniaco, añadiendo: “Es entonces
cuando se muestra hiperactivo, inadaptable, impulsivo, con ideas de
persecución, castigando y agrediendo a las personas (familiares, médicos,
enfermeras) que se oponen a sus propósitos, resultando también entonces de
mayor peligrosidad, pues es necesario recordar que el señor Loynaz, no sólo presenta déficit en sus funciones
mentales, sino que las conserva y las pone al servicio de sus ideas
mórbidas ”.
El doctor Abril
falleció hace algunos años, pero yo guardo todavía su informe, así como la
sentencia basada en él, que declaró al enfermo incapacitado para regir su
persona y sus bienes.
Puedo mostrar ambos
documentos a quien justifique razonado interés en su contenido.
Carlos Manuel nunca
recuperó la razón, aunque en ciertos períodos –ya en los últimos tiempos-
parecía tranquilo y daba lugar a una breve esperanza.
Así arrastró su larga
vida –que más de una vez quiso también destruir- de tratamiento en tratamiento,
de hospital en hospital, y hasta de país en país, hasta que falleció el 18 de
agosto de 1977.
Sólo me resta añadir a
esto, el más triste de los cuadros psicológicos: que en los raptos de furia
señalados por el doctor Abril, mi desdichado hermano destruía cuanto se hallaba
a su alcance. En una ocasión prendió fuego a todos los papeles que constituían
su obra musical y literaria, de los cuales muy pocos se conservan por hallarse
a la sazón en manos de algunos amigos.
No puedo afirmar que entre
lo consumido por las llamas se encontrara el manuscrito regalado por su autor,
pero lo más probable es que así fuera, ya que nunca apareció.
Ahora bien, ¿me puede alguien imaginar en medio de tantas
penas –la de mis padres, la de mis hermanos, la mía propia-, me puede alguien
imaginar apoderándome del manuscrito de Lorca, no para salvarlo, sino para
romperlo?
¿Y llevar a cabo tan
vituperable acción en una persona cuerda, justamente por los días en que el
poeta, ya en alas de su estremecedora muerte, remontaba la cumbre de la fama?
De ser capaz de
planear en esos momentos la sustracción de algo, hubiera empezado por la obra
de mi hermano, que, por razones entrañables que cualquiera comprende, me
interesaba más que la de Lorca.
Y aun prescindiendo de
móviles sentimentales, también habría procurado hacerme del manuscrito
lorquiano, no para romperlo estúpidamente, sino para conservarlo, pues era
fácil suponer desde entonces el valor que tendría en el futuro.
Se me ha dicho quién
es la persona que puso en marcha el entuerto, así como también que no es
cubana, aunque reside entre nosotros. Este último extremo no he podido
comprobarlo, pero no me extraña, pues sabida es la generosidad con que nuestro
país acoge a todos los que por cualquier razón no se hallan bien en el suyo, o
por lo menos no tan bien como aquí.
Y si no estampo a
continuación el nombre de la persona de quien trato, es porque espero de su
buena fe que ella misma lo haga, apresurándose a explicar su error
públicamente, o de lo contrario sostenerlo y fundamentarlo como es debido.
Fui abogada y siempre
tengo presente el aforismo legal que recomienda presumir la buena fe, mientras
no se demuestre lo contrario.
La buena fue queda ya
presumida y yo he puesto mis cartas sobre la mesa. Ahora es a ella a quien toca
jugar.
ABC, sábado 30 de mayo
de 1987.