Miguel Collazo
I
Asciendo en la inmensa noche, en la fría
niebla azul de los bosques de abetos (¡ah, ese dulce inconfundible olor de las
navidades de mi infancia!)
Y la sombra del cuerpo de la montaña se rasga
en viales de rosadas luces, como cintas de seda en manojos, desprendidas desde
lo alto y en vuelo perpetuo bajo el sereno astro.
Llevo las manos bien metidas en los bolsillos
de la chaqueta, la solapa alzada, y en la boca aún el sabor de las fresas
silvestres.
Un golpe de viento despeina este redondo
arbusto; una hoja plateada se alza, se balancea indecisa y luego gira y se
pierde en la noche, como mis pensamientos.
II
¿Si todos duermen ya, abrigados en las tibias cabañas,
qué hago yo por estos montes, solo?
¿Acaso voy en pos de mis pensamientos? ¿Y a dónde,
después de todo, van mis pensamientos?
¿No se reirán de mí los duendes del bosque con
burlonas reverencias, interrumpiendo sus extrañas conversaciones de duendes? (¿A
qué reino mágico habré ascendido?) Pero, ¿soy yo realmente el que se mueve, o
es el bosque de la montaña el que ha penetrado en mí con su oscuro sortilegio
nocturno?
III
Quietos, invisibles, los ciervos, las zorras, las
corzas y los animales todos del bosque me ventean desde lejos... El viento
calla; nada se mueve.
Me detengo, me extiendo bajo el cielo
estrellado: sé que están ahí -¡cómo oigo latir sus corazones!- con las lindas
cabezas erguidas, en puntas las finas orejas, los oros fijos, en su infinita
cautela.
Y cómo los llamo y les ruego calladamente, y
me deshago en ternezas. Pero ahí están, inmóviles, suspendidos en la niebla,
silenciosos e inalcanzables, desde hace siglos, desde milenios, desde toda la
eternidad, recelosos de mi mano inútilmente extendida, cuando ya mi caricia se hunde
y se disuelve en el banco de niebla del bosque rumano.
Ríen los traviesos duendes con sus locas risas;
y yo, pobre hombre, sacudo la cabeza llena de ensueños, y desciendo, taciturno,
al mundo de los hombres.
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