Pedro Marqués de Armas
Entre los médicos cubanos graduados en París en la segunda mitad del siglo XIX destaca Manuel Sabas
Castellanos y Arango. Como otros muchos estudiantes se formó en
neuropsiquiatría, ocupando la medicina mental una parte importante de su
carrera.
Su tesis de graduación no fue sobre
psiquiatría, sino sobre la enfermedad de Bright; pero tras cursar tres años
como interno de la Salpêtriére, elabora la que sería su obra más interesante: Estudio sobre algunas cuestiones referentes
a la locura, publicado en Madrid en 1868.
Con este trabajo, que
le sirvió para validar el título en España, realiza un “aporte” a la psiquiatría hispanoamericana hasta ahora ignorado o desconocido.
Del mismo modo, su tesis de doctorado en La
Habana fue sobre enfermedades mentales.
Nacido en Güines el 5 de diciembre de 1844 en
una familia de medianos propietarios, y padre del escritor Jesús
Castellanos, Manuel Sabas fue también un reconocido salubrista, con numerosas
incursiones en la topografía médica, la balneoterapia y las enfermedades
contagiosas.
El libro olvidado
Estudio
sobre algunas cuestiones referentes a la locura (Madrid, Imprenta Económica Universal, 1868) sorprende, no solo, por tratarse de
una de las primeras obras de psiquiatría publicadas en España, sino por su
nivel de actualización, reflejo de una provechosa estancia en la Salpêtriére y de
su capacidad para sintetizar tanto el estado de la clínica como
los principales debates del momento.
En este sentido, toca decirlo, supera –para el nivel de los conocimientos de la época– al Tratado teórico-práctico de frenopatología de Joan Giné i Partagás, publicado en Madrid ocho años más tarde, y que califica como la primera obra “especializada” de la
psiquiatría española y catalana.
Al nivel de no pocos manuales franceses de la
época, si bien no tan riguroso como el Tratado
de alienación mental de Baillarger aparecido en La Habana en 1863 gracias a
José Joaquín Muñoz, sobresale en cualquier caso como un personalísimo compendio de las tesis centrales de la psiquiatría francesa.
En la introducción, Castellanos se declara
seguidor del positivismo de Auguste Comte, pronunciándose –como era habitual en
textos contemporáneos– en contra de cualquier creencia religiosa o metafísica
(p.15). En no pocas páginas, explica los principales resortes de la doctrina
positivista.
Sigue una extensa revisión del concepto de
locura según diferentes “autoridades”, en lo que constituye un documentado
recorrido por libros y artículos de Pinel, Cox, Fodéré, Esquirol, Gall,
Broussais, Delaye, Lauret, Heimroth, Boismont, Baillarger, Rostan, Gatriolet,
Morel, Marcé, Griesinger, Voisin, Broca, y otros muchos.
Es tan exhaustiva su relación, que rinde un excelente panorama de la construcción del
discurso clínico-psiquiátrico desde su emergencia a finales del XVIII y
comienzos del siglo XIX hasta los comienzos del degeneracionismo. Síntesis y a
la vez seguimiento –más cinemático que fotográfico- de las transformaciones que
llevan del alienismo al evolucionismo en psiquiatría.
Castellanos hace gala de precisión en las
citas, en tanto recorre la semiología y la nosografía de la época; pero su mayor mérito es centrarse en el debate sostenido entre la escuela francesa (Trélat, etc.) y la inglesa (Turck, etc.) acerca de
la función terapéutica –o contraterapéutica-
del asilo; y, por tanto, en las controversias entre quienes estaban a favor del
encierro (o secuestro médico) del loco, y quienes defendían modelos de asistencia no manicomiales (Cap. IV: “Secuestración”, p.51)
En esta
encrucijada, toma partido por la posición de los clínicos galos que ya habían
descalificado a la Comuna Belga de Gheel. Al efecto, cita a la conocida
“Comisión” integrada por Trélat, Baillarger y Falret (p. 69) que negó la necesidad de modificar el todavía asentado modelo
esquiroliano, es decir, el manicomio como “institución terapéutica”.
En esta
dirección, se opone al tratamiento del enfermo en el seno de la familia, pues,
a su juicio, semejante acercamiento favorecía el contagio de la “locura” a la
población sana, en contra de la opinión de los ingleses. Así, critica el
criterio contagionista de Turck, que sostenía que dicha propagación en todo caso sería más efectiva en el propio asilo. A ello opone el papel protectivo de la
institución como “órgano” que encauza por sí mismo la curación. El único contagio posible de la
locura, asegura, es el del “loco suelto” sobre el hombre sano de la calle:
“Si se pone en cuarentena un buque cuando
existe a bordo la fiebre amarilla, ¿por qué no se pondría también en cuarentena
a un loco que puede comunicar su delirio?”
De permitirse el tratamiento en el hogar del paciente
–expone- se fomentarían asesinatos, el enfermo no acabaría de entender su mal,
el médico perdería autoridad, no se restablecería el orden doméstico, la
familia se abrumaría (y comportaría intempestivamente) y los recursos se agotarían.
Considera, al
contrario, que el rol de la familia sería el de cooperar con el ingreso y de ese
modo con la seguridad y el orden público.
No deja de
insistir en el "orden riguroso" que debe prevalecer en el asilo, y de señalar,
en función del mismo, el efecto terapéutico que de ello deriva: “La disciplina tiene tanto poder, que incluso en el loco incurable, que
no tiene sino instintos y vegeta como planta o animal inferior, hace sentir su
influencia. Este ser la siente sin comprenderla y obedece al reglamento como el
caballo al freno” (p. 69)
Las opiniones de Manuel
Sabás Castellanos reflejan una marcada influencia del radicalismo nosocomial en
la etapa Esquirol-Baillarger, durante la cual, y en contra del pretendido deslinde, el control y la vigilancia igualan de facto al manicomio con la cárcel, mientras afuera se tienden (y extienden) vínculos cada
vez más estrechos entre las instituciones psiquiátricas y penales, como parte
del desarrollo de la sociedad burguesa en tanto “sociedad a defender”.
El libro está ilustrado con numerosos casos clínicos que merecerían lectura
más paciente.
Desde luego,
elogia el mito pineliano de la liberación de las cadenas (p. 21), la
introducción por Ferrus del trabajo corporal y agrícola (p. 22), y la Ley del 30
de junio de 1838, que celebra como el
mayor progreso en materia de legislación (p. 23). Destaca, ya se ha dicho, la
noción esquiroliana del manicomio /clasificador /curativo (p. 26), citando la
clásica frase del alienista francés: “Una casa de locos es un instrumento de
cura, y en manos de un médico hábil es el agente terapéutico más poderoso
contra las enfermedades mentales”.
Sobre las
reglas que deben regir en la construcción de manicomios, como en su puesta en
práctica, destaca haber leído las obras al respecto de Fauve y Berthelot, así
como de su compatriota José Joaquín Muñoz (p. 28).
Dedica todo un
capítulo al estudio de las alucinaciones (p. 30) desde Esquirol hasta Baillarger
y Vulpian.
En cuanto a
tratamientos, se muestra todavía a favor de “dejar obrar a la naturaleza” en
algunos casos, los más, así como del empleo de purgativos, baños y sangrías. Curiosamente, no hay expresa insistencia en el
“tratamiento moral”, salvo como cuestión histórica.
Uno de los
capítulos más “avanzados” es sin dudas el que dedica a la afasia motora
descrita por Broca (1861), y por tanto, al surgimiento de la tesis
localizacionista cerebral, cuya absoluta veracidad defiende con entusiasmo.
Cita también a
Morel, cuya teoría degeneracionista ya había sido abordada en Cuba por Muñoz, pero
sin abundar al respecto, lo que sí haría en breve, una vez en La Habana.
Su frase sobre los
apacibles idiotas con que trabajó en la Salpêtriére es válida para la
concepción que tiene del conjunto de los enfermos: “¿Dónde encontrarán una
vida más tranquila y asegurada?”
Importación del degeneracionismo
Manuel Sabas
Castellanos regresó a Cuba a finales de 1869. Entonces era Miembro Titular de
la Sociedad Médico Práctica de Naturistas de París, e integrante de la Sociedad
de Terapéutica Experimental.
Una vez en la
isla presentó en la Universidad de La Habana, el 28 de junio de 1870, su tesis
de doctorado ¿Existen además de la locura, otras enfermedades que debieran
ser consideradas como impedimentos, por lo menos impedientes del matrimonio? (La
Habana, 1970, Imprenta de Villa, 48 p), con la que valida su diploma y comienza
a ejercer.
Al margen de
algún que otro texto jurídico, tan curioso título constituye la primera propuesta
médica de control eugenésico de que tenemos noticias. Con él comienza la introducción
en Cuba, por autor cubano, de las tesis degeneracionistas de Morel y Lasègue, si
bien ese mismo año González Echeverría publicaba en Nueva York On epilepsy (1870), igualmente
permeado de degeneracionismo, pero cuya circulación en la isla dista –a juzgar
por las citas– de haber sido profusa.
Dedicada a su
amigo el doctor Juan Bruno Zayas, así como a su maestro francés el célebre
neurólogo Alfred Vulpian, y a los prestigiosos galenos cubanos Nicolás
Gutiérrez, Juan Bautista Hernández, Antonio Mestre, Luis y Rafael Cowley, el
jurado que evaluó la tesina lo integraban Cristóbal Durán, Rafael A. Cowley, Pablo
Valencia, Felipe Rodríguez y Juan Barbé.
Dando por hecho
la herencia de múltiples enfermedades mentales y neurológicas, y el carácter
cada vez más grave de su trasmisión de una a otra generación, Castellanos se
plantea la necesidad de impedir ciertos matrimonios que podían comprometer “la
felicidad de uno o de ambos miembros, el cuidado de los hijos, la
administración de los bienes y la patria potestad”. Ajustándose al Código Penal
vigente y a las leyes religiosas, afirmaba que, si bien al “demente” y “al imbécil
no profundo en período lúcido" no debería por ley prohibírseles el
matrimonio, en la práctica el párroco debía ser más negativo que permisivo,
pues “siempre es menos mal la infelicidad aislada del que ha de permanecer
soltero que la mancomunada de los cónyuges, sus hijos y acaso sus descendientes
si la demencia es hereditaria como más de una vez hemos visto” (p. 14). Recomienda que al loco, en
general, no se le permita “contraer matrimonio cualquiera que sea su forma de
locura”, salvo si un facultativo determina favorablemente, “sobre todo en
débiles de espíritu, e imbéciles no muy profundos”.
Sobre el alcohólico, esa figura clave del
discurso hereditarista, apunta que “el porvenir de estos infelices es lo más
comprometido posible tanto bajo el punto de vista del desarrollo como del
progreso de sus facultades intelectuales y afectivas”, y siguiendo a Morel: “que
en los casos de este género la degenerescencia es un estado de constitución
enfermiza” que conduce a una “degradación progresiva” y les “hace no solamente
incapaz de formar en la humanidad la cadena de transmisibilidad del progreso
sino que es el mayor obstáculo por su contacto con la parte sana de la
población”.
Castellanos
reproduce en su tesis de grado, por primera vez en Cuba, la clásica definición
de la degeneración como “desvío malsano de un tipo primitivo normal de la
humanidad”, y cita a propósito varios pasajes de Morel tomados del Traité des
maladies mentales (1860). Uno de ellos: “He encontrado la herencia en el
crimen, en los jóvenes detenidos, en los cuales el desarrollo físico, la
viciosa conformación de la cabeza nos revelan muy a las claras el origen."
(p. 25)
En cuanto a ese
otro referente que es la epilepsia, exponía que “a menudo
se exaspera por el uso de los placeres del amor, terminando por degenerar en
manía, en demencia o en apoplejía.” (p. 18) Otras enfermedades y estados “impedientes”
del matrimonio eran para Castellanos los siguientes: lepra, estrechez de la pelvis, matrimonios consanguíneos, sordomudos, impúberes, impotentes,
tísicos y sifilíticos.
Academia y otros trabajos
En enero de
1871 ingresó en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, como
miembro de número, con una ponencia sobre tuberculosis. Integró durante años la
comisión de Higiene Pública, Medicina Legal y Policía Sanitaria. Y en 1894 fue nombrado
miembro horario de aquella corporación.
Deberían
señalarse sus múltiples informes en calidad de perito, demandados por las
autoridades civiles a la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales. Uno
de los más interesantes es el titulado “Informe relativo a la locura intermitente.
Causa contra D.M.D.D”, donde afirmaba que toda enfermedad mental tenía carácter
intermitente, con períodos de aparente sanidad, lo que suponía realizar una observación prolongada del “presunto enajenado” antes de emitir un juicio.
En 1875 el Gobierno
Superior lo nombra Director Médico de los Baños de San Diego. Desde entonces se
inclina cada vez por los estudios sanitarios, y en particular, por el de las
aguas medicinales y sus resultados terapéuticos, disciplina que lo lleva a
obtener en 1888 el doctorado en Ciencias Físicas, y al año siguiente, en Farmacia. Cabe
mencionar, en esta línea, su trabajo Memoria y observaciones clínicas acerca de las aguas mineromedicinales
de San Diego de los Baños (La Habana, Establecimiento Tipográfica del
Ejército, 1883, 108 p.).
Otra investigación de valor es la que realiza sobre la fiebre amarilla entre los cubanos,
en la que impugna la tesis de la inmunidad de éstos.
Falleció en
1916 tras padecer una larga enfermedad degenerativa que le llevó a perder la visión, ya
anciano. La misma enfermedad que socavó la salud de su hijo el escritor Jesús
Castellanos, uno de los más talentosos de la primera generación republicana y
que falleciera, a consecuencia de difteria, cuatro años antes que el padre.