miércoles, 29 de julio de 2020

Eliseo Diego: el retrato de Edna St. Vincent Millay


  Pedro Marqués de Armas


 En amplio volumen y traducida por Ana Mata Buil, la editorial Lumen ha publicado recientemente la poesía de Edna St. Vincent Millay. Que yo sepa, no había sido vertida de manera tan pródiga al español. De la moderna poesía norteamericana, la suya fue de las primeras en ser conocida en Latinoamericana. Y lo fue gracias a la conexión que entablan en 1915, en Nueva York, Pedro Henríquez Ureña y el poeta nicaragüense Salomón de la Selva, quien sostendría con Edna un ferviente romance.

 Hechizados por su belleza y seducidos por la convulsa rebeldía de sus versos, traducen varios poemas suyos -entre ellos “Cenizas de vida” y “La novia encantada”- que ese mismo año aparecen en La Habana junto a un retrato de la poeta.

 Después vendrían las versiones de Rafael Lozano y Guillén Zelaya, hasta llegar a las de Urtecho, Florit, Ballagas y Bartra, al tiempo que Vincent Millay era opacada por la crítica de su país, sobre todo a partir de los cuarenta, cuando se privilegian otras aristas del American modernism.

 De un cruce de amistades latinoamericanas en Estados Unidos, que incluye también a Martín Luis Guzmán, Mariano Brull y Tulio M. Cestero, entre otros, deriva toda una progenie de traductores de la nueva poesía norteamericana. La coronan, muy temprano, en México, Lozano y Novo; y más tarde, en Nicaragua, Urtecho y Cardenal, y en Cuba, Florit y Rodríguez Feo.

 Lo que fueron traducciones viajeras con tempranos dossiers concebidos entre Nueva York, México y La Habana antes de la emergencia de las vanguardias, se volvió luego gestión estacionaria, dentro de perfiles más nacionales, si bien fructificó en algunas notables antologías.

 Como sus compatriotas Gabriel de Zéndegui y Francisco José Castellanos, Eliseo Diego se inclinó por los ingleses, coincidiendo en gusto poético con Zéndegui, y prosístico, con el fantasmal Castellanos. Ahí están Browning, Arnold, Stevenson, Dunsany y hasta Walter de la Mare, por mencionar a unos pocos.   

 Zéndegui vive el Nueva York de Martí –tan imaginado por Eliseo- y el Londres eduardiano donde conoce -él sí, en carne y hueso- a algunos de los amistosos espíritus que frecuentan más tarde a Diego. Bilingüe desde niño, pasajero de ferries y trenes que, como Stevenson, atravesó Norteamérica de costa a costa, fue un cosmopolita; mientras a Eliseo Diego lo aguardaba la biblioteca, el conocimiento paciente, y, virtud sin par, un don extrasensorial.

 Sus gustos, bien rumiados, extienden ramajes que alcanzan tanto a los poetas metafísicos como a los románticos, tanto la vis amorosa como satírica, y lo mismo la novela de aventuras que los dominios de la melancolía. Sus conversaciones –de oído, ultrafinas- con los muertos, en recorridos que van de Hamlet a Hardy, y desde las baladas hasta Yeats, equivalen a una de las experiencias más rigurosas con que contamos en lengua española por la profundidad de las lecturas, el grado de dificultad de las traducciones, y el alcance de la exploración espiritual.

 Entre los norteamericanos que leyó con pasión, Edna St. Vincent Millay fue de los pocos poetas que tradujo. Lo incitó la fuerza de su poesía juvenil, capaz de conjugar las formas tradicionales con el verso libre; el imaginar aquel romance con el nicaragüense –ambos, Edna y Selva, practican el amor con amantes sucesivos, poetas y de los más variados oficios; ella, siempre más libre-, y el indagar en la materia de que estaban hechos esos versos “misteriosos y duros y bruñidos”.

 Pero también un retrato del que se enamoró "sin remedio", que bien podría ser el que encabeza esta página (El Fígaro, La Habana, 1915). O, con más probabilidad este otro, de Arnold Genthe, hacia la misma época. 



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