viernes, 21 de diciembre de 2018

El Censo



 Gerardo Fernández Fe
                                                                                  cómo estoy en el censo
                                    A. Escobar

 Había entrado por puro azar una pestaña en su boca y, mientras caminaba, cataba la textura de este pelo suyo con la punta de la lengua, el reverso de los dientes superiores y las estrías del velo del paladar. Con ese pelo diminuto y curvo en la boca dobló Angelito la última esquina que le quedaba para llegar finalmente a su casa tras una semana gracias a Dios no tan convulsa en el hospital, cinco días en los que Ofelia había desistido de su idea de ahogarse en un plato de sopa y Alarido no lo había despertado en plena madrugada, aquella cara de rasgos de escándalo a tres centímetros de la suya, anunciándole la inminente llegada de los Bárbaros.
 Esta vez el médico había tenido fe en lo que llamaba “la fortaleza mental” de Angelito y había adelantado el pase sin siquiera (aunque el paciente vivía solo) haber intentado prevenir a sus familiares de esta salida anticipada; no sin antes haberle indicado con precisión la dosis de neurolépticos que debía consumir durante el fin de semana.
 Angelito no había escupido aún su pestaña con la intensidad nerviosa con que lo hiciera tres minutos más tarde, cuando descubrió al entrar en su edificio y escuchar ciertas voces -no dentro de su cabeza sino en el descanso del segundo piso— que el barrio estaba siendo visitado por tres compañeros del Censo de Población y Vivienda.
 Entonces sí llegó a escupir la pesada pestaña, subió con furia la escalera, evitó las buenas tardes a vecinos y a quienes ya consideraba intrusos, y dio un portazo contundente tras sus espaldas.
 -¿Dónde están?, ¿qué se han hecho? -fue lo primero que se escuchó en su apartamento al tiempo que accionaba el interruptor de la sala.
 Lo segundo fue la espalda de Troto que desaparecía tras el marco izquierdo de la puerta del cuarto, con la celeridad de un cachalote que se sumerge de golpe y del que sólo atisbamos el borde del lomo.
 No sólo Angelito estaba al tanto de la inminente visita de los compañeros del Censo: todo parecía indicar que sus otros, al menos los que se quedaban en casa cuando Angelito pernoctaba en el hospital, sin siquiera asomarse al hueco de la escalera -lo que se les tenía prohibido- habían intuido el peligro que representaba que aquellos funcionarios del Estado los descubrieran. Por ello el movimiento violento de Troto cuando Angelito entró definitivamente en su apartamento, el ruido de sus pisadas, el modo en que tropezó con la esquina de la cómoda.
 -Ya te vi, Troto. No te escondas. De nada te sirve. Siempre será mejor que te atrape yo, a que esos intrusos sepan que existes.
 Los ojos de Angelito se disparaban en todos los sentidos, empezaba a temblarle el mentón, jadeaba. Un velo de sudor corría por su frente. Del bolsillo trasero de su pantalón sacó una bolsa de plástico que, como costumbre, guardaba meticulosamente doblada en partes iguales; asomó la cabeza en el primer cuarto y sonrió cuando descubrió que una de las gavetas de la cómoda había quedado ligeramente abierta y que tras los mínimos dos centímetros de oscuridad entre madera y madera se vislumbraba algo parecido al cuerpo gordo de Troto, una masa amorfa no obstante capaz de contorsionarse hasta límites inconcebibles bajo el efecto del miedo.
 -Sé que tienes miedo, Troto. Yo también lo tengo. Quizás todo el mundo tenga miedo. Pero es mejor que estés conmigo, bajo sano control. En momentos como estos debemos permanecer serenos...
 Aunque no fue precisamente con dulzura con que Angelito abrió la gaveta, metió el brazo hasta el codo, extrajo el cuerpo gordo de Troto atrapado por el cuello y lo introdujo, todo en el lapso de tres segundos, dentro de la bolsa de nylon.
 Tres segundos, un gesto preciso, firme, como el de quien acciona una guillotina, y el chillido de Troto tanto afuera como adentro de la bolsa, su temblor constante, una respiración alterada.
 -Tranquilo -le dijo mientras daba unas palmadas sobre el bulto gelatinoso de la bolsa-, conmigo no correrás ningún peligro.
 Un nuevo ruido se dejó escuchar en el primero de los cuartos, luego otro, y acto seguido un tercero. Angelito no dudó: no cabía duda que se trataba de Otro Uno, Otro Dos y Otro Tres. No había gesto, movimiento o palabra realizados por uno, que no fueran ejecutados, con un orden de relojería, por los otros dos otros de Angelito. Nada los distinguía -sonrió confiado asiendo la bolsa con firmeza-, que no fuera un simple número: el uno, el dos, el tres; tres seres igual de iguales que convivían con Angelito hacía unos cuantos años con la imposibilidad de determinar por qué el uno era el primero, por qué el dos lo secundaba y por qué el tres había sido designado para cerrar, religiosamente, sin margen de error, cualquiera de las acciones emprendidas por sus predecesores.
 -La demencia es un camino trillado -se dijo Angelito en voz alta, algo que había escuchado en incontables ocasiones al doctor Marqués, el único de los especialistas con que solía entablar largas conversaciones sobre la floración en primavera, el fantasma de Manuel de Zequeira, la peculiaridad de los motores por inyección, la tendencia autoritaria de Sócrates o el porqué de las páginas perdidas del Diario de Campaña de José Martí-. Basta con desatar un movimiento que incite a otro, y así, hasta que todo estalle.
 Bajo estas pautas y conocedor de que la habitación de la que provenían los tres ruidos en cadena se conectaba con la de al lado por una simple puerta eternamente abierta, Angelito se descalzó de un zapato, lo lanzó contundente dentro del primer cuarto y corrió certero hacia el segundo, una mano sujetando la misma bolsa, entonces ya quieta, y la otra lista para atrapar -insisto- en un gesto mecánico, sin atropellos en el tiempo, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Uno, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Dos, y finalmente, antes de cerrar la bolsa hinchada, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Tres.
 Un silencio imponente dominó la escena. Tras la puerta de salida del apartamento, desde dos pisos más abajo y a través del hueco de la escalera, llegaban las voces indefinidas de los compañeros del Censo, sus preguntas agudas (¿cuántos miembros tiene el núcleo?, ¿cuantos ventiladores?, ¿un refrigerador?), las respuestas oligofrénicas de los vecinos, el gruñido de algún perro también asustado, el parpadeo desapacible de un vecino que ya ha sido censado y que cierra la puerta, con las manos sudorosas y la voz cuajada en dirección a su esposa: ¿y ahora qué?
 Llegaba el eco de los visitadores, pero cuando Angelito terminó el lazo con el que cerraba momentáneamente la bolsa de plástico, la escena sólo era dominada por el silencio. Un poco más adentro, en el segundo cuarto, recostada al marco de una ventana de persianas estrechas que el polvo y una pintura de aceite blanco impedían abrir, sin emitir sonido alguno, como si se tratara de un adorno o de la prolongación de una cortina, Angelito descubrió el cuerpo de Valentina.
 Este era un caso un tanto particular -lo sabía bien-, por eso valía sopesar los actos, medir las palabras, evitar exabruptos de cualquier naturaleza. Aquella mujer de un vestido color rosa vieja que hacía como que miraba por el filo de la ventana con aire desganado mantenía con Angelito una especial y muy vieja relación marcada por el desdén y el deseo.
 De los años setenta databa este concubinato, época de su apogeo juvenil, de las noches desenfrenadas en los alrededores del Parque Lenin, de las sesiones de cine soviético en la Cinemateca, de las dudas, de la mirada huidiza. En una de aquellas noches, al regresar solo a su apartamento, Angelito cayó en la cuenta de que Valentín podía ser por momentos Valentina, y viceversa: una mujer que no logra domeñar el ímpetu de un vello facial bravío, un hombre que lo mira todo con un brillo inusual y que parpadea como quien exhibe bajo la frente un par de mariposas exóticas. Desde entonces Angelito aceptó su presencia, siempre y cuando ésta se limitara a las cuatro paredes de su casa, a la imposibilidad de asomarse al hueco de la escalera, a la prohibición de abrir la ventana del segundo cuarto.
 -En casos como este Jorge El Sucio me habría gritado: Goza tu síntoma, hermano -se dijo Angelito en voz alta y bajó la mirada ante el peso del gesto servil de Valentina que continuaba recostada, con su vestido color rosa vieja, al marco de la ventana.
 Pero a estas alturas del juego, ratificó, ya su piel estaba demasiado curtida para amores escabrosos. Fuera de casa, Angelito sólo tenía ojos para Alba de Cuba, una compañera de hospital con la que intercambiaba cigarros, canciones, besos sudorosos en algún rincón de la clínica. Valentín era una realidad, no cabía duda, pero una realidad secreta y asumida. Por ello, por tan delicada historia, incluso ante la inminencia de la visita de los compañeros del Censo, Angelito domesticó su nerviosismo, dirigió a Valentina -que por momentos se trastocaba en Valentín- una mirada suplicante, y, extendiéndole la mano, la ayudó a entrar en la bolsa, de donde escaparon un par de ruidillos impúdicos.
 Al fin tocaron a la puerta de al lado. Los visitantes ya estaban a medio metro de su apartamento. Angelito podía escuchar mejor sus voces. En veinte minutos, quizás menos, estarían ante su puerta. Pero adentro la tarea no había terminado.
 Más allá de algunos otros, digamos, menores, de escaso perfil, de apariciones esporádicas y pobre visibilidad, después incluso de cubrir con un mantel la totalidad de la pecera para que los compañeros del Censo ni siquiera notaran la presencia de tres pececillos tropicales bastante desmejorados, a Angelito le quedaba una última captura: Angelito intentaría encontrar a Angelito, trataría de atraparlo, incluso con la más bruta de las violencias. ¿Acaso habría una violencia mediana, sutil? Pero si algo tenía claro era que no podía permitir que los censores, los censuradores, los censadores, o como fuera que se llamaran, supieran de la existencia de Angelito.
 Cuando entró al baño en puntas de pies y encendió la luz, descubrió a una hormiga y a una traza -ese animalito libresco- en lo que parecía ser una conversación en lo más bajo del lavamanos. Sin pensarlo dos veces abrió la llave, dejó correr toneladas de agua y los expulsó, al menos eso supuso, de este mundo; a lo que siguió -como si una acción dependiera de la otra- el descorrer de un golpe la cortina de la bañadera. Pero Angelito tampoco se escondía allí.
 -Ven, no te hagas el telúrico. Ya sabes que estamos en tiempos de unión.
 Por el momento, la búsqueda resultaba infructuosa. Nada bajo la mesa, tras los cojines del sofá, en cinco gavetas de tamaños diferentes...; nada en el botiquín del baño, nada, y la voz de los compañeros del Censo que se hacía más nítida; nada dentro del refrigerador, en el sitio curvo del cenicero donde en teoría deberían colocarse los cigarros encendidos, nada en el cesto de la ropa sucia, en los intersticios mohosos de un cepillo de dientes.
 Un silbido como de ratón callado hizo que Angelito levantara el mentón de un solo movimiento. Entonces volvió a descalzarse, recostó la bolsa de plástico a un lado del fogón de gas, entró con cuidado en el primero de los cuartos. Con un golpe seco, contundente, abrió la puerta central del chiforrobe y descubrió a Angelito, en cuclillas, los ojos como los de un hombre que se ha caído de un caballo, los dedos temblorosos entrando y saliendo con movimientos mecánicos de una caja de sponge rusk, de la caja a la boca, de la boca nuevamente a la caja, barras de harina dulce para apaciguar el miedo, Angelito al fin encontrado.
 Pero muy poco podía hacerse en esta ocasión. Angelito se sentó en el borde de la cama, los codos apoyados en las rodillas, la mirada fija hacia ese otro Angelito en cuclillas que no paraba de devorar barritas de harina saborizada. Muy poco podía hacerse, y ya los censadores estarían al levantar el puño ante la madera oscura de la puerta. Sólo quedaba apelar a la fe y al sentido común. A fin de cuentas, Angelito sabía que mientras quedaran barritas en la caja de sponge rusk, a Angelito no se le ocurriría salir del chiforrobe.
 -Te pones letal -dijo sin aspavientos y le cerró la puerta en las narices con la única fe de que los compañeros del Censo, llegado el momento, se contentarían con dos o tres respuestas vagas y un vistazo, apenas desde el umbral de la puerta, a su apartamento vacío.
 Entonces sí que le flaquearon las piernas tras tanto ajetreo: se acercó a la puerta, aguzó el oído, apretó los párpados y, como no le llegaba sonido alguno del otro lado, dejó que su espalda se deslizara, terminó en cuclillas, todavía algo preocupado, aunque pudiera decirse que conforme, en espera de un golpe en la madera y las primeras voces de los visitantes.


 Tomado de Potemkin ediciones, Núm. 10, enero-mayo 2015. 


martes, 18 de diciembre de 2018

Bertholdo muerto




  Carlos A. Aguilera

  Bertholdo muerto, gritaban los rusos a coro.
 Bertholdo muerto. Muerto y mucho más muerto que un animalito muerto, como decían las enfermeras y los cazadores y los pacientes y todos los que alguna vez habían cruzado un par de palabras con nuestro dottore e incluso, con subterfugio (¿cómo hacerlo de otra manera?), acariciado aquella joroba que se escondía siempre tras un capote grueso de color casi indefinido aunque en verano, esos veranos-plomo a que nos tiene acostumbrado el Este, se notaba que se fatigaba y recalentaba más de la cuenta. Como un fogón, le había dicho una vez un Ulianov a otro, arqueando hasta lo inverosímil los cinco dedos de su mano derecha.
 Bertholdo muerto. Sí. Muerto. Muerto y mucho más muerto que mamushka Oblómov muerta, esa “zíngara” de nuevo tipo, la cual durante tanto tiempo incordió y castigó y descerrajó las orejitas bien puestas y minúsculas de todos los habitantes del Este y, mientras estuvo en este mundo, no paró de maldecir y levantar una plegaria contra la “casta oscura de los zorros”, esa raza intonsa y de hocico perruno, a la que mamushka, nuestra mamushka, nuestra enfática y nerviosa madre superiora mamushka, con tisis, con tos, con cortinas cerradas y un frío que pela, se encargó de perseguir con todo lo que siempre tuvo a mano, hasta con un palo, ya que el mal, según ella, era la fuente de que algunos animales existiesen e incluso garrapatearan cerca del hombre. Y en su extraño catálogo incluía  zorros, arácnidos y moscas.
 Bertholdo muerto. Muerto y mucho más muerto que cualquier otro ser humano muerto, tal como pudieron comprobar en el tanatorio los cicerones bien planchados del hospital, al situarse delante de aquel cuerpo chamuscado que nunca había pasado en vida por un salón de belleza aunque no obstante, remando contra viento y marea, había logrado llegar a una edad donde ni siquiera otros, adscritos a los tratados de higiene y gimnasia tan de moda en el norte de Europa (no hay más que leer los prospectos), llegaban. Y para esto no sólo había tenido que luchar contra esa conspiración del malvado de Koch, conspiración que le había desarreglado los músculos de la espalda y lo había sacado de juego durante buena parte de su vida. Sino, haber tenido el coraje de observar de frente su propia pasión, esa que tenía como epicentro a muñecas, trajes militares y olores, y cualquiera ahora con cierta maledicencia podría comparar con la morfina o el opio, aunque en verdad era otra cosa. Algo más que una droga y algo más que cualquier tipo de estímulo, como se decía en los salones burgueses. Su pasión era algo que sobretodo lo sacaba de su soledad, su histeria, su mal genio, su añoranza, su dolorcito. Algo que lo acercaba al  paneslavismo, como le aseguró borracho a algunos exiliados en la knajpa, y a cualquier tipo de discusión política donde él pudiera implementar su cabeza: “esta cabeza que ya una vez el cabrón de Koch quiso descuartizar”. En resumen, algo más que una afición, un vuele, un estímulo, un secreto. Algo más; aunque ahora mismo resulte imposible decir qué.
  Bertholdo muerto. Muerto y otra vez muerto. Muerto como alguien que no escapa a esos tentáculos chiquiticos del humo puede quedar sin miembros y literalmente muerto y, muerto, como sólo un jorobado que apenas puede ya moverse queda, más allá de lo estético, encima de su sofá catatónicamente muerto. Con el detalle de que Bertholdo, monsieur e investigador en vías respiratorias a la vez, había sido encontrado en la misma posición en que había caído la noche anterior (es decir, en la que dormía todos los días) y la cual ahora es noticia sólo porque aquella velita se había doblado fuera del cenicero donde hasta este momento se había mantenido siempre erecta (¡esas velitas largas y baratas que pasado un tiempo se parten!) y se llevó por delante todo. Incluyendo a Bertholdo, quien una vez más había quedado anestesiado en cuatro patas oliéndole el txotxo a su Bertholdina.
 (Información que para ser completa debiera subrayar que, Bertholdo, puro encanto y agresividad repartida a partes iguales, tenía que tomar como otro gran porciento de seres humanos hasta tres comprimidos de Sonneril cada noche, regados con su poquitín de alcohol, para poder conciliar el sueño. E incluso, en los últimos meses, periodo de mayor agitación gracias a las reuniones constantes de los Ulianovs y a sus fracasos constantes con el exilio, había dicho más de una vez a uno de sus Kollegen en el hospital que estaba pensando en cambiar de medicamento ya que los comprimidos cada vez se le atragantaban más y cada vez lo ayudaban menos. Cuatro horas y ya, aseguraba enfáticamente el Dr. Bertholdo ante la mirada irónica de su contertulio, quien siempre reía ante los aspavientos del loquito Bertholdo. ¡Cuatro horas y se acabó!, volvía a espetar nuestro dottore, como si su insomnio fuese en sí culpa del otro.)
 Bertholdo muerto. Sí, muerto y tremendamente muerto. Tal y como sólo carne, pulmones, hígado y estómago pueden quedar después de un incendio… ¡Imagínense el olor! Y muerto como sólo alguien a quien resulta imposible realizarle autopsia ha quedado miserablemente sin vida, ya que nuestro hombre-grill había sido “rescatado” en tales condiciones que, incluso, la costumbre preventiva de velar a caja descubierta durante varios días a un difunto había tenido que ser cancelada no sólo por el poco arreglo que tenía el cadáver (a éste no lo pone lindo ni su madre, había dicho el maquillista de la funeraria abriendo las ventanas...), sino, porque su cuerpo destilaba constantemente un líquido ocre  que obligó a las dos Yvetas de la sala C, donde durante un par de horas estuvieron depositados sus restos, a limpiar cada media hora el suelo para que de esta manera el pelotón de rusos pudiera acercarse, tocar con los nudillos la caja y balbucear en cirílico: San Eustaquio, sálvalo…
 Bertholdo muerto. Sí, sí, sí... Mucho-mucho muerto, como cantaban modulando la voz algunas de las paneslavas-hembras en esa suerte de idiolecto arrítmico que no había quien entendiese, mientras el komboskíni pasaba de dedo en dedo y se alzaba y bajaba y ponía de cabeza. Y por supuesto, muerto, ¿qué duda cabe?, de la misma manera que en la funeraria las sillas y los ventanucos y los armatostes de caja ancha donde se coloca el café y el aguardiente y las jarritas de leche con su poquitico de nata y los bols de frutas siempre tan ignorados hasta que hambre aprieta y hasta después, un poquito después, que las fuentes con strudel y medovnik han sido deglutidas con uno de esos slivovice de pera que tanto gustan y en muchas ciudades del adriático recomiendan con alguna otra hierbita están también y sin remedio metafísicamente muertas. Y muertas como las cortinas de encaje blanco (marca Kapitolioum) se meneaban indefectiblemente muertas, por lo menos este día, y tal como tiempo después todos los que ahora están esparcidos por el salón contando anécdotas de ese “desquiciado de Bertholdo” y de lo chistoso que resultaba al final morir abrazado a la propia perversión estarán también y sin compasión horizontalmente muertos. Perversión que de alguna manera todos conocían pero que nunca hizo daño a nadie, como convino uno de los médicos ante uno de los calvitos rusos y antes de decirle: Hay cosas peores, queridín. Hay cosas que ni siquiera una persona como Bertholdo hubiese aprobado. Comentario que le puso roja la nariz al ruso.
 Bertholdo muerto. Muerto y bien muerto. Tanto, que resultaría obsceno continuar hablando de esos pedacitos casi negros de Bertholdo (un dedo, retazos de pelo, la dentadura postiza, el peroné) que tuvieron que ser “levantados” con una pala en el lugar del incendio y los cuales, después de ser depositados en varias cajitas forradas de satín, fueron echados a la basura sin más. Para qué, fue lo que dijo el médico haciéndole un guiño a una enfermera de peluca roja que enseñaba la muela del juicio cada vez que abría la boca. Para qué, si esto ya no lo recompone nadie, y la enfermera se alzó de hombros.
 Bertholdo muerto. Muerto, muerto y muerto. Tanto, que los rusos no han dejado ni por un momento de exaltarlo (ah, nuestro mejor espía, decían bajito) y las rusas, esas mujeres que siempre fueron dadivosas con él aunque a nivel de cuerpo siempre se mantuvieron alejadas y con el corpiño alto (no confundamos), no cesaron de entonar su oración al altísimo y pensar que más nunca deberían dejar a sus maridos, quienes no tan en  silencio libraban una doble batalla: contra el obtuso georgiano y contra la indiferencia del exilio, tomar por las noches ese invento nefasto del Sonneril. No vaya a ser que empiecen a quedarse dormidos también ante el piano de cola, y se reían con picardía las picaronas.
 Bertholdo muerto. Cómo negarlo, si el olor a quemado se sentía a veinte kilómetros a la redonda, e incluso Oblómov Padre, quien después de la muerte de su mujer (la pobre, no paraba de gritar frente a una pared blanca en Kreuzlingen que ella era la reencarnación de la verdadera Carlota) abandonó todo y se unió a la caravana de un bogomilo milagroso que recorría pueblo a pueblo todo el Este buscando fieles para fundar en algún lugar una comunidad que salvase a la nuestra del mal (el mal y la traición, como le gustaba enfatizar, ya que el bog había tomado el nombre de Judas el Piadoso para precisamente recordar y exaltar y expiar la traición del Tadeo hacía veinte siglos atrás: ese esclavo, como no paraba de maldecir delante de sus convencidos el monstruoso Judas), moriría también aplastado por un rayo que le quemaría la mitad de la cabeza.
 Entonces, muerto, muerto, muerto. Tanto, que a su sueño más repetitivo de juventud: Bertholdo camina por un bosque, se sienta a descansar encima de un raíl, viene un tren y le corta una pierna. Bertholdo en este sueño siempre se veía regresando a casa con una muleta de palo. Se le sumó con obsesión este otro: Bertholdo anda desnudo por los pabellones del hospital, salta y se esconde con un cráneo de carnero incrustado en la cabeza intentando asustar a todo el mundo. Al final se monta encima de la espalda del director del Gran Hospital del Este y le dice, arrea, pa´que te pongas musculito, y se quita el cráneo de carnero despertando.
 Así que muerto, como lo oyen. Muerto. De esa manera que sólo los perros viejos se atreven a aceptar —sin subterfugio sin aspaviento sin maldad— cuando la pelona viene y se les planta delante y, muerto, aunque ahora resulte contradictorio, sin un secreto-fetiche que le agregue misterio a su vida y haga de él una suerte de icono de otro tiempo, esos ejemplos de carácter que sólo cada cien años se repiten.
 Muerto tal y como él mismo se contempló más de una vez en vida: roto por las circunstancias, flaco, jorobado, con capote. ¿No había fallecido precisamente su padre de un balazo en la mandíbula con ese mismo sobretodo por única vestimenta? Entonces, sí, muerto. Pero con una voz de tenor que no temblaba ante la hipocresía y no negaba tampoco, ¿para qué?, su relación más que comentada con la Bertholdina, esa muñeca-papocrica que le había creado una adicción tan grande que ya hasta le costaba trabajo alejarse a algún evento fuera de la ciudad sin sentirse culpable. Qué podían enseñarle a él esos eventos científicos repletos de fórmulas y matasanos barrigones, se preguntaba. Nada. Esos  eventos no podían enseñarle a él absolutamente nada. Sin embargo ¡qué orificio el de la Bertholdina! ¡Qué maravilla de huequito!, comentaba Bertholdo cada vez que le ponían un vermouth en la mano: ¡Frikadelle puro!, gritaba. ¡Locura!
 Muerto. Aceptémoslo de una vez por todas: muerto. En lo que las paneslavashembras levantan al cielo su vocecita ortodoxa, con huellas, claro, de mucho vodka y un humo rancio que sólo podía provenir del carbón de mala calidad (el carbón de las cocinas y el carbón de los reverberos que a veces con un poquito de alcohol eran más efectivos contra el invierno que mil abrigos y que uno de esos calefactores modernos que siempre se rompían tan fácil y mantenían todo el día la casa por encima del nivel recomendado) y se sientan con las piernas abiertas, muy abiertas, alrededor del féretro, a bendecir a ese delirante de Bertholdo que, aunque todos coincidan ahora fue en su momento una eminencia, en los últimos años no había podido ser otra cosa que un lobo taimado, cínico, hiriente, rencoroso, con un interés fijo en las ganancias y, olisqueando sólo eso que los Ulianovs, paranoicos y siempre dispuestos a hundir a todos —B. mediante—, llamaban el complot.


 Guerra que no era en verdad más que la vida misma, con sus arritmias y turbulencias, recovecos, contradicciones, despistes; tal como habían reconocido a sottovoce algunos de los cazadores de la liga del Oder, también de cuerpo presente y por supuesto, dándole al medovník y al slivovice en la misma costura (¿acaso no han sido hechos el uno para el otro?, razonaba uno con cachetes cuadrados y boca de culito) en lo que parlaban de aquella ocasión en que monsieur Bertholdo fue invitado a una jauría en los alrededores de Szczecin y cómo éste terminó dándole un disparo en un pie, el derecho, a la mujer de uno de ellos, justo en el momento en que un jabalí negro de la región oeste del Oder se abalanzó sobre el cuerpo de ambos y nuestro jorobado, con ninguna cultura de la ecuanimidad y cero cultura de la caza, empezó a disparar hacia todas partes corriendo como si él mismo fuese un jabalí polaco y agresivo. Mujer que después, claro, Bertholdo, Monsieur Bertholdo, nuestro antiestético y requemado Dr. Bertholdo, ingresó en el hospital y curó, no faltaba más, aunque una leve cojera le quede hasta el día de hoy; y su marido, jefe de la Liga de Cazadores de la zona oeste del Oder, se distanciara incomprensiblemente de nuestro doctor, el cual ya más nunca sería invitado, para desgracia de él y regocijo de sus muñecas, a una de esas jaurías mensuales donde los jabalíes, los venados, los patos, las liebres y los zorros alcanzaban su punto más alto de cocción y resulta reverenciada en toda la antigua Prusia. En la antigua Prusia y sus alrededores, para ser exactos.
 ¿No es acaso una verdad como una casa que la Liga de Cazadores del Odra, como también se pronuncia, había sido la única que había sabido salvaguardar en Europa esa tradición que para muchos se reducía a armas, horarios de salida, tipos de perros, ropas de cacería, montura, peinados, pero en verdad era ante todo un ejercicio ético, uno de esos donde no caben aburrimiento ni crimen, y el cual Bertholdo, más chau-chau que felino, más colmillito manso que hiena, no supo calibrar ni entender del todo aunque el jefe de la Liga de Cazadores, en esos días en que venía al hospital a traerle flores a la coja de su mujer, se lo explicara hasta tres veces?
 Bertholdo muerto. Sí, señor. Muerto. Tal y como bien sabían todos los que se habían acercado en la última media hora sólo para saber hacia quién o hacia dónde iba ese dinero que, se suponía, Bertholdo, nuestro más que carbonizado Bertholdo, poseía en grandes cantidades y ayudaría, ¿alguien lo duda?, a hacer feliz a algunos grupos o personas. ¿No era por ejemplo una de las obsesiones de los Ulianovs, buscar fondos para poder echar a andar un nuevo periódico y de paso enfundarse cada uno una dentadura de oro con la cual poder deglutir esa estúpida comida de la cual Occidente se sentía incomprensiblemente tan orgullosa; y no era esto último también una de las obsesiones secretas de los cazadores de la Liga?
 Entonces, muerto. Sí, bien-bien muerto, como lanzaban al aire esas paneslavas como si con ellas no fuera la cosa, aunque con el rabillo del ojo seguían las caminatas que se pegaba salón arriba salón abajo Herr Çupovský, un judío muy alto y de ojos saltones,
que durante muchos años había oficiado de abogado de Bertholdo, aunque ahora se encontraba sin trabajo: la inflación, el descrédito, la usura del Este acostumbraba a justificar Herr Çupovský dándole vueltas a su anillote de oro y suspirando, y muerto como sólo a un zorro cuando se le arrincona en un bosquecillo se le puede dar caza: a través del fuego, comentaban los comejabalíes de la liga de Szczecin con sabiduría de facto. ¿No había muerto el mejor cazador de ellos totalmente quemado hacía ya veinte años, recordaban, cuando su mujer, una de esas que la vida va endureciendo poco a poco y terminan por no hablarle a nadie, le roció alcohol a la hora de la siesta a su cada vez más afectuoso marido y lo envió sin trámite previo hacia el otro mundo: sin trámite previo y sin ropa, ya que como era verano, el infeliz se encontraba desnudo en esos momentos encima de su cama?
 Bertholdo muerto. ¡Como lo escuchan! Muerto, muerto, muerto. Con sus orejitas de zorro y su hociquito de zorro y su semen de zorro, sobre todo en ese lugar donde el choque de un muslo contra otro oculta esos pelitos que habían pasado con la edad del negro-gris al ocre-cenizo, pero que durante tanto tiempo nuestro especialista en vías respiratorias disfrutó tanto que no existió día, siempre a la noche y siempre encima del biedermeier, que antes de dormir y asaltar, por así decir, a la Bertholda, no se los halara o arrancase con fuerza para ponerse agresivo y adquirir ese tono que en el fondo disfrutaba tanto. Tono que de manera constante lo hacía sentirse como una persona con cuarenta años menos: aquel que hace mucho tiempo empezó su noviazgo con aquella cabrona que un día lo había abandonado huyendo hacia Estados Unidos y no le dio tiempo a mostrarle lo que él podía de verdad. Esa insensata.
  Y muerto: mucho-mucho-muerto, como no cesaban de canturrear las rusas, ahora junto a Herr Çupovský, el abogado, que había terminado por integrarse al coro a recordar aquellos días de juventud junto a las rubitas de su pueblo, y cómo corretear detrás de ellas fue lo que al final lo decidió por la carrera de leyes, ya que en verdad, mis queridas, dijo, no existen apenas diferencias entre la belleza de una y la belleza de otra (la “otra” era la carrera de Derecho...). ¿No eran las mujeres las verdaderas guardianas de la rectitud y el orden?, preguntó Herr Çupovský entre risas y deslizándole a todas suavemente en su mano una tarjetica blanca con su nueva dirección y su nuevo teléfono. ¿Entonces?, volvió a decir. Viva la Eslavia y viva el slivovice, graznó, antes de continuar averiguando a qué se dedicaban por las tardes tan hermosas rusas. Viva el Kitái-Górod, dijo, imitando el croar de una rana.
  Así que de nuevo: muerto. Muerto tanto y tanto muerto, que topografía y melancolía se unieron en este preciso instante para conformar un mapa que a nosotros si lo revisásemos ahora no nos diría nada (sobre todo porque hay siempre mucha distancia entre el tempo del que narra y el tempo del que lee) pero, sin dudas, para los habitantes del Este significaría ante todo guardar respeto ante el más alto, no blasfemar, no jurar en vano, no marcharse nunca por la puerta trasera, y no cejar hasta descubrir la propia pasión. Pasión que Bertholdo cifró en sus muñecas, sobre todo en el txotxin de la Bertholdina, ese rayón negro y casi chino, por delicado y bien hecho, y el cual se ponía bien redondo y bien gordo noche tras noche para que él, lobo solitario aunque ya un poco enloquecido, raspase alegremente su nariz y lo oliera, untándole de paso una de esas suculentas capas de saliva sin las cuales la Bertholda no fuera en sí y dentro sí la Bertholdina y, nuestro dottore, nuestro terribile hociquitis dottore, uno de esos hombrecillos con miedo que se encierran más tiempo del normal junto a sus propias obsesiones intentando construir una alternativa que no los exponga tanto a la opinión pública, esa red de chismorreos, odios, traiciones, punzonazos, que funcionan como una tela de araña y al final se fueron carcomiendo por dentro a  nuestro querido paneslavo Bertholdo: persona amable pero huraña, inteligente pero arrogante, tal y como siempre se define a todos los que han sido tocados por una fuerza extra, un plus.
  ¿No fue exactamente esto también lo que se dijo en su momento de Oblómov el Mayor cuando fundó aquel banco gigante y desafió incluso la crisis del veintinueve?
 ¿Y no es palabra por palabra lo que también se comenta de mamushka Oblómov y de Oblómov el Tuerto sólo por tener en claro cuál es su camino, su filosofía de vida, su radio de acción, su sino?
 Entonces, muerto. Sí, lacrimógenamente muerto. De la misma manera en que mamushka Oblómov murió también encerrada en un manicomio creyéndose la hija de Leopoldo II, rey de Bélgica (de hecho, cuando se hizo público que mamushka hablaba tardes enteras en Kreuzlingen con su padre y que incluso muchas veces ni siquiera encarnaba a Carlota sino al mismísimo Leopoldo y le preguntaba a sus guardianes sobre su barba (¿está bien recortada hoy?), sus posesiones, el destino de su hija, las reuniones políticas que tendríamos esta semana o sobre un tal Maximiliano, causó tanta risa entre aquellos que de una forma u otra estaban al tanto de su vida, que Oblómov Padre, como ya dijimos, abandonó todo sin más y se marchó. Su hijo ya sabría arreglárselas sin él, fue una de las dos frases que dijo antes de empezar su peregrinaje por el Este a una de las criadas de la casa. La vida es un pelito atravesado en la garganta…: la segunda).
  Y muerto, como sólo alguien que ha traicionado muchas veces en su cabeza a otros puede quedar horizontalmente muerto: sin amigos, sin flores, sin una corona de agradecimiento, sin alma.
 ¿No mueren así de retorcidos todos los que un día traicionan?
 Digámoslo a todo pulmón entonces: muerto. Muerto muerto muerto, y sin herencia. Como Herr Çupovský le fue haciendo saber a todos aquellos que habían aguantado hasta el final cantando junto a las rusas-hembras y tomando slivovice junto a los rusos-machos (slivovice, café y vodka), y como anunció finalmente de manera pensativa: ¿Bertholdo tenía un poco de dinero? Sí. ¿Suficiente para que alguien pudiese vivir tranquilo el resto de su vida? Sí. Pero todo ha desaparecido con él, queriditos, proclamó solemnemente. Todo se esfumó... Verdad que resultaría definitiva, ya que Bertholdo nunca confió a ningún banco sus ahorros y enterró en una suerte de respaldar falso que poseía el biedermeier drapeado donde la Bertholda —ah, esa Bertholda con una verija profunda como una campana— vigilaba y empollaba, por así decir, todos esos fajos que un día el ahora más que desencajado doctor Bertholdo pensó donar a algún museo donde un grupo de historiadores pudieran atender y entender sus muñecas o, a diferentes personas, aunque esta opción no la tenía aún muy clara, que según su grado de amistad le hubiesen prestado algún servicio útil en los últimos años o se hubiesen mantenido fieles a sus “secretos”. Así que no hay nada para nadie, sentenció de nuevo con tristeza Herr Çupovský, pensando de paso en cómo había desaparecido ese sueño de reactivar su negocio con todo el capital que
nuestro señor joroba, fidelidad mediante, alguna vez le había prometido. Ahora todo es ceniza. Ceniza y papelito negro, pensó Herr Çupovský, quien se quedó dándole vueltas con desgano a su anillote y suspiró pensando en aquel día que firmaron juntos el testamento y Bertholdo lo invitó a una copita mostrándole de paso el lugar donde se encontraba el
dinero. La vida, pensó, repitiendo sin saber la última frase del más gordo de los Oblómov: “un pelito atravesado en la garganta”, y se dirigió hacia la puerta arrastrando sus zapatos.
  Así que cantemos: Muertomuertomuertomuerto… tal y como mueren los perros viejos, las garrapatas viejas, los cocodrilos viejos y los murciélagos, por lo menos después de pegarse la rabia unos a otros. ¡Oh, Bertholdo, Bertholdo!, se persignaron las rusas. Muerto y sin arreglo.
 Caput.

  El Imperio Oblómov, frag., Editorial Renacimiento, Madrid, 2014.

viernes, 14 de diciembre de 2018

En el Centro de las Religiones



 José Manuel Prieto

 No sabía que sería tomado por un espía, perseguido por un guardia de seguridad, interrogado como un espía. No lo sabía y por eso actué de la misma manera que en tantos otros lugares, la Galería Tetriakov incluida. Franqueé una alta verja con el dictáfono en la mano, susurrando en él la fecha en la entrada, tomando nota de los lujosos autos (aquí también) frente a la mezquita y junto a ella, en una tiendita semivacía, el título de los libros que vendían, las escasas mercancías. Un lugar francamente desangelado, una vitrina que no parecía estar en Moscú sino en el Cáucaso, de tan pobre. Mi aspecto, el dictáfono en la mano despertaron las sospechas a un hombre que me interpela antes de que haya terminado la inspección de la tienda: “no puede usted, me dice, grabar nada aquí”. O bien, “¿qué hace grabando aquí?” Casi gritado, sus palabras rompiendo el cerco de una dentadura de falso oro, de pie, el mismo, sobre unas pantuflas de fieltro a cuadros, horrorosas. Horroroso todo él. Como un borracho o un vagabundo que descubres en un ramal en desuso y te grita porque has invadido su territorio, un pedazo que tiene reservado junto a la caseta del guarda agujas, en el piso, para pasar la noche. Miles en todo Moscú, de esos vagabundos. Y me disgusta enormemente oírle y me desentiendo de él moviendo la mano desde la muñeca, hacia arriba, elevando los dedos juntos: déjeme usted en paz, váyase. Un error. Salí de allí sin saber que el hombre me haría seguir. Hasta que me dan captura (puedo decirlo así) y soy sometido a una suerte de interrogatorio o a un interrogatorio real (nada de suerte).

 Me sentí relajado como un prisionero por fin en su celda, cuando la persecución hubo terminado y pude lidiar con el peligro real de las trampas del instructor. Mientras hablábamos en su gabinete, no dejé de pensar que en cualquier momento interrumpiría la plática con un manotazo en la mesa, se pondría de pie, daría un paso hacia atrás (dos pasos) y adelantaría el brazo, señalándome, innecesariamente, al tiempo que los agentes uniformados se abalanzarían hacia mí. Lo esperaba, aunque no dejaba de tomar notas, seguir su plática, como se sigue viviendo aunque se esté enfermo, sin tiempo a detenerse. Me había subido, más inteligente que los otros, a su gabinete para reducir mis posibilidades de fuga (aunque abajo, la distancia hasta la verja, lo apartado del lugar, las diez cuadras hasta la estación del metro dificultaban mi huida). Como prisionero en un territorio remoto, en una montaña del Cáucaso (e imaginé la suerte de los periodistas, de los hombres de negocios que secuestran en el sur de Rusia). Y también como en una película mala, lo recordé ahora, cuando pensaba que me había logrado sacar de arriba al hombre de los dientes de falso oro y pantuflas, me había acercado a él para preguntarle, con absoluta inocencia y atraído por su aire de respetabilidad, cómo llegar a la sinagoga. Me lo mostró, el camino, sin mirarme inquisitivamente, con absoluta cortesía, porque en ese momento no sabía del incidente ocurrido en la mezquita, con su lugarteniente o secuaz, y sólo cuando ya había avanzado yo un tramo, inspeccionado la puerta cerrada del templo ortodoxo, donde como un cristiano entre los sarracenos pensaba pedir asilo, llegó a él el secuaz seguido de un hombre joven, un gordo con botas de caña alta, pantalones de camuflaje y camiseta negra (un atuendo terrible para una tarde en Moscú, con tantos niños jugando frente a sus casas, las abuelitas preparando la cena) y ordenó a aquel guardia de seguridad, un imbécil, darme alcance y traerme de vuelta a ser interrogado.

 Lo vi cuando hube rebasado el fundamento del templo budista, la primera piedra. Lo vi avanzar a paso rápido y tuve la sospecha de que me perseguía. Cuando ya estuvo tan cerca que podía alcanzarme con su voz, me gritó, ¡detente! Y asimilando yo la orden como una instrucción contraria, apreté el paso (no corrí, no diré que corrí) para llegar a las puertas de la sinagoga. Construcción no menos horrenda, un como cubo gris con puertas de cristal, donde tampoco me dieron asilo. No me permitieron entrar, unos guardias, también vestidos de camuflaje, unos custodios privados. No te me vayas a escapar, me gritó el primero, y me agarró por el codo, porque, en efecto, había yo lanzado una mirada desesperada a un auto que en ese momento tomaba una curva al fondo del parque temático y doblaba y se perdía entre los edificios. Le grité lo de rigor en esos casos, ¿saben ustedes? “Extranjero, mi embajada, etc.” También tomado de un filme de cuarta. En lo alto de la escalera, los dos custodios estudiaban la escena sin ánimos de inmiscuirse. Lo cierto es que podía ser yo un comerciante extranjero o bien un diplomático. No bajaron a golpearme alegremente como lo hubieran hecho de ser un nacional. “Llama a la policía”, le aconsejó uno de los custodios al gordo. No, debía llevarme ante su superior al que le daría cuenta de por qué había estado contando las ventanas. (Otra vez, ahora que lo pienso, el mismo motivo absurdo de las ventanas). ¿Ventanas? ¿Cuáles ventanas?, repetí estupefacto primero y acto seguido aliviado, porque era ¡tan claro! ¡Un malentendido! No había contado ningunas ventanas. Fácilmente, me dije, aclararía aquello, pero mientras deshacíamos el camino, comprendí lo difícil que sería sacarles de su error. Había dictado a la grabadora el título de los libros (El Islam para niños), las pobres mercancías que tenían expuestas, el aspecto desangelado del lugar, ¡pero lo había dictado en español! ¿Cómo lograría sacarlos de su error? Imaginé, además, que terminarían quemando todas mis cintas, mis libretas de notas. (Y después, cuando estuve arriba en la oficina del director y graciosamente me regaló unas fotos del lugar, donde se veían perfectamente las ventanas, que podían ser contadas sin dificultad, estuve a punto de decirle “pero si aquí las hubiera podido contar”. Alguien que hubiera querido conocer el número de ventanas, ¿habría tenido que entrar, exponerse?) Pero de ese tipo, absurdas e inverosímiles, son las acusaciones que en una guerra te llevan frente a un pelotón de fusilamiento (ni que Dios lo quiera), contando por última vez las ventanas de los multifamiliares, desde el patio de la mezquita, antes de escuchar la descarga). “No conté ningunas ventanas, déjeme explicarle. Es absurdo, ¿cuáles ventanas? Soy periodista (mentí)”. El hombre bien peinado, de camisa blanca y zapatos limpios, me escuchó con una mueca de absoluta desconfianza y desprecio por un espía, un informante abyecto que el enemigo había enviado a contar sus ventanas. Desconfiando incluso, estoy seguro, de mi fingido acento, porque en una situación así, de absoluto nerviosismo y frío en los dedos, se me entorpece la lengua en español, titubeo, y en ruso se me entorpece la lengua, titubeo y se acentúa (involuntariamente) mi acento. Le expliqué, ahora así, en esas condiciones, todavía sin maniatar, lo que le habría explicado en condiciones más amables, la idea (¡absurda!) de venir a Moscú a escribir un libro el año 2000 (año de mi ajusticiamiento, por error, a manos de una milicia musulmana), todo lo que el lector conoce. Cortó mi exposición: “¿Y las ventanas? ¿Con qué objetivo contabas las ventanas?” “¡¿Cuáles ventanas?! ¡¿Cuáles?!” Nada de ventanas, un infundio, una acusación infundada. ¿De dónde habían salido esas ventanas? Se adelantó entonces el hombre de los diente de falso oro. Me acusó señalándome con su sucio índice: “tú, dijo, estabas contando ventanas”. “Sí -confirmó el hombre de la camisa blanca, el de aspecto (falsamente) respetable -lo sabemos, que estabas contando las ventanas. Llama a la policía”, ordenó al gordo. “No, a la policía no (porque no me había registrado, ya lo dije, y no quería otra vez lo de la multa, agravado ahora por las ventanas. Lo que hubiera representado unos cien dólares de soborno, por ver la primera piedra del primer templo budista, del Disney religioso). Volví a levantarme del polvo, rehíce el discurso con infinita paciencia (¡con paciencia oriental!), negué los cargos de las ventanas, me aferré al Año Cero, le hablé otra vez del libro. Soy periodista (volví a mentir). Y sin saberlo, cuando el hombre de la camisa blanca ya me había dejado en manos de la jauría, pisé otra mina oculta: “¿Periodista?” “Sí, bueno, escritor” (algo que nunca digo). “¿Tendrás entonces (inquirió con una sonrisa) un carnet de escritor?” “¿Un carnet de escritor? No, no tengo.” “¿Cómo afirmas, entonces, que lo eres?” (En pleno siglo XX, bueno, a fines, en Europa, ese tipo de preguntas.) No podía seguir hablando con ese hombre... Yo, en efecto, no tenía un carnet de escritor, pero ¿acaso León Tolstoi o Fiodor Dostoievski tenían uno? No le dije eso, incluso evité mirarlo porque no había nada, ningún gesto que leer en su rostro, solo maldad. Entonces quiso la suerte que volviera a aparecer el hombre de la camisa blanca. Le volví a explicar y quizá ya había entendido que mi misión, de tener yo alguna, no podía ser la de contar ventanas. Quiso averiguarlo y me pidió que subiéramos a su oficina. Comprendió por fin en ella el error de “sus hombres”. Se disculpó, amablemente, ante mí. Me reprendió: “Cometió usted un error. No somos queridos aquí. Hay una guerra en el sur, en el Cáucaso ¿comprende?

 De Treinta días en Moscú, Mondadori, 2001, pp. 23-26.  

jueves, 13 de diciembre de 2018

Paisaje chino




  Rogelio Saunders

 Son las 6:00 en punto de un tranquilo atardecer de verano. Me siento y escribo:
 Hacía tiempo que no visitaba la casa del poeta. Habíamos tenido una grave diferencia tiempo atrás, y desde entonces no me sentaba ya en su amplio patio con tamarindos (tan frío en invierno, sin embargo). En fin, que ya no me portaba por allí cuando recibí la noticia (al principio lejana, como un eco) de que estaba gravemente enfermo. ¿Qué hacía, ir o no ir? El agravio pesaba en mí como una losa. Pero finalmente decidí ir, pensando que quizá fuera la última vez que lo viera y no quería que se quedara con ese rencor, con esa idea fija, como sangre coagulada.
 Cuando llegué, la esposa me recibió con una mirada sombría, de gran abatimiento, pero con cierta alegría detrás, según me pareció, como cuando alguien nos pasa una taza de café entre los escombros de un terremoto.
 –Hola –dije, tan torpe como siempre–. ¿Dónde está...?
 –Allá dentro –dijo, pasándose un pañuelo por los ojos, que tenía hinchados como los de una actriz, y señaló el cuarto en penumbras, con la cama a ras del suelo. (Lo conocía bien, pues había estado allí dentro muchas veces, en los tiempos en que florecía nuestra amistad. Siempre me perdía primero por otros corredores, pues la casa era un verdadero laberinto, dividida además en dos alas asimétricas. Las carcajadas del poeta resonaban en toda la casa cuando finalmente desembocaba, azorado, en la pequeña alcoba llena de cuadros.)
 Pero ahora el hombre enfermo apenas se movió, si bien me había reconocido casi enseguida.
 –Hola –dije, maldiciéndome interiormente por mi increíble torpeza. (¿Eso era todo, "hola"?, me dije. Dios mío.)
 Estuvimos un rato largo callados. Yo sin atreverme a hablar; él en un silencio cuya prolongación iba llenando la alcoba de una vaga pero creciente sensación de misterio y peligro. Al fin habló:
 –¿Sabes? –dijo en un susurro. Tenía cáncer de la garganta, por lo que su voz sonaba a cristales rotos (como bien dijo el maestro). Acerqué la oreja.
 –¿Qué?
 Se oyó un suspiro largo y ronco.
 –Ese poema tuyo, brillante y pésimo –continuó–. Lo veía venir.
 Incapaz de descifrar lo que podía significar aquello, opté por callar.
 Otro suspiro, más corto. Y luego, nada. El poeta, vencido, tenía ahora una mirada plácida. Había dicho lo suyo, sin duda alguna. Un niño no hubiera parecido tan feliz bajo la disipación del dolor y de las arrugas.
 Gritos, los familiares, etc.
 Volví a casa. Por el camino, me encontré con un vagabundo a quien tampoco veía hacía tiempo, y estuvimos hablando de nuestras cosas mientras pisábamos indiferentes el pedregullo paralelo a las vías del tren. Me despedí de él al llegar a la entrada del pueblo donde vivo (allí hay una bifurcación cuya segunda posibilidad nunca me he interesado por explorar, pero que el vagabundo, al parecer, conocía) y seguí caminando como siempre, de forma reconcentrada, sin dejar de pensar en ningún momento en las cosas extrañas que tiene la vida y en las indescifrables palabras del poeta.
 Al llegar aquí, me he levantado de un salto. ¡He matado a Jorge!, exclamé. (Jorge es un poeta amigo mío con el que he tenido una discusión ayer que ha puesto nuestra amistad al borde de la ruptura). Créanme: tenía la conciencia real de haber cometido un crimen. Recogí las llaves y lo demás que pude y salí como un loco para la casa de Jorge. (Caminando, son unos diez minutos.) Al llegar, cuál no sería mi sorpresa y pavor cuando veo que en efecto allí se está celebrando un velatorio. La esposa de Jorge está bañada en lágrimas y a su alrededor están los amigos y familiares compungidos. Sin que nadie me detuviera, crucé el umbral como un rayo, aunque fui detenido casi inmediatamente por la luz de la sala, como cien veces más brillante de lo habitual y que me deslumbró por completo. Ya repuesto, me acerqué al ataúd, pero lo que vi me heló literalmente la sangre en las venas: ¡el muerto era yo!
 Sin pensar en nada, salí corriendo despavorido y no sé cómo fui a parar a un bosquecillo de cedros donde soplaba una ligera brisa. Para mi sorpresa, allí estaba el vagabundo, que sólo dios sabe de dónde había salido.
 –La literatura –me dijo– es como las partidas de ajedrez. Toda obra ya ha sido escrita, así como toda partida ya ha sido jugada.
 Intento no pensar en el bosquecillo de cedros. Intento no pensar en la literatura. Intento no pensar en las palabras del poeta.
  Lo único que sé es que son las 6:00 en punto de un tranquilo atardecer de verano y que debo sentarme a escribir como sea. Entonces me siento y escribo:
  Hace tiempo que no visitaba la casa del poeta.
  La intuición me dice que debe haber algo antes. Pero la verdad es que no se me ocurre qué pueda haber antes y además, dios sabe por qué, no tengo tiempo. Lo único que puedo decir es que tengo la sensación de que estoy rodeado por todas partes por un paisaje chino –que avanza.

                                                                                                            Sabadell, 16/10/2002.


 Tomado de Cacharro(s), Expediente, 4, enero-febrero 2004, s/p.

lunes, 10 de diciembre de 2018

Blues del impertérrito



  Atilio Caballero

 Haz como el águila o el leopardo que no suelen  reprocharse nada. O el albatros. ¿Has visto el albatros? Nunca piensa en la majestuosidad de su caída.

 El corazón de una orca -dicen- pesa cien kilogramos pero, en lo esencial, es “liviano como una pluma”. Deja ya de admirarte en el cuchillo del carnicero como si fuera un espejo de putas.

 Y si no, dime, belleza; ¿en qué banco, en qué estación de policía has dejado tu nombre? ¿En qué urinario? Oh, sí, el corazón de una ballena el corazón de una ballena es igual a mi pudor, esa cerámica nívea y aromatizada de los mingitorios comunales. Ven, te lo diré otra vez: el albatros, el cetáceo, el  corazón del urinario público.



sábado, 8 de diciembre de 2018

Buscando al Asesino




  Ernesto Santana


 El reloj me daría la clave. Zafé la aguja que marca la hora, la magneticé con un imán y volví a colocarla en el eje, suelta de modo que indicara el norte como la aguja de una brújula. El minutero giraba normalmente.
 Salí a la calle siguiendo el rumbo que en ese momento señalaba el minutero y caminé recto hasta que me encontré con un hombre calvo. Entonces miré mi reloj brújula y eché a caminar en la dirección que indicaba en ese instante el minutero.
 Anduve así hasta qué hallé a un hombre barbudo. Me detuve en el acto, miré hacia donde apuntaba el minutero y torcí en la nueva dirección.
 A media tarde encontré por fin a un hombre con las manos en los bolsillos. De ahí en adelante caminé despacio, observando en cada esquina, en cada puerta, en cada parada de ómnibus, para que no me pasara inadvertido aquel a quien yo buscaba.
 Pero durante dos meses no di con él. Regresaba de noche a mi casa y trataba de imaginar el encuentro.
 Y persistí en mi búsqueda hasta que lo hallé tal como debía ser. Era un hombre calvo, con barba y con las dos manos en los bolsillos. Sin perder un segundo, me lancé sobre él, lo agarré por un brazo y comencé a gritar con todas mis fuerzas: "¡Asesino, asesino! ¡Este es el asesino de Tomás, el asesino!"  
 Aterrorizado, el hombre gritaba que no, que era una equivocación, e intentaba soltarse, pero yo no estaba dispuesto a dejarlo escapar después de cuanto había hecho para descubrirlo.
 Pero la policía no me creyó esa vez, ni la segunda, cuatro meses después. En la tercera ocasión un oficial me advirtió severamente que no podía acusar a nadie sin tener pruebas y no hizo caso de mis juramentos ni de mi angustia al ver que dejaban libre al asesino de Tomás.
 La cuarta vez me recluyeron en una sala de psiquiatría. No quisieron escucharme y el asesino volvió a escapar gracias a ellos, que no tenían la menor idea de cuan infalible era mi método. Naturalmente, no les hablé de mi reloj brújula. De nada hubiera servido y sin duda me hubieran despojado de él para probar que soy un lunático. Pero un día saldré de aquí y volveré a encontrar al asesino de Tomás. Entonces nada lo salvará.


 Tomado de Diásporas. Documentos 7/8, 2002, p. 64.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Príncipe de Dinamarca


            

 Rolando Sánchez Mejías


 Esto iba a ser un cuento pero Olmo duerme. Y con Olmo dormido es imposible que haya cuento. Para que haya cuento...

 Olmo abriría un ojo. Luego el otro. O los dos, los dos juntos. Y tendríamos, qué duda cabe, la esperanza de un cuento. Pero si no abre los ojos... si no abre los ojos entonces sólo tendríamos algo así como el cuento “La muerte de Olmo”. Que además de ser un título pretencioso, el propio Olmo quedaría horrorizado con la idea.

 ¿Por qué? Porque no todo el mundo es el padre de Hamlet. No todo el mundo, después de recibir veneno por la oreja, tiene el coraje de aparecérsele a su hijo.

 -Yo no podría –diría Olmo meneando la cabeza-. No estoy hecho de la sólida sustancia de los personajes de  Shakespeare.

 Charles Lamb, en su cuento “Hamlet, príncipe de Dinamarca”, cuenta que había frío y el aire era más áspero que de costumbre y en medio de tales circunstancias a Hamlet se le apareció el padre. *

 Luego Hamlet teje su venganza. La teje en silencio y un sordo y terrible rumor –el fantasma del padre, argumentan innumerables críticos- recorre la obra de punta a cabo. Y tanto insiste el fantasma del padre en sus apariciones, que logra penetrar en el aposento donde Hamlet, con emotivas palabras, trata de convencer a su madre de la horrible perfidia de ella. Hamlet está aterrado y el fantasma le explica que viene a recordarle la promesa de venganza. La madre, al ver que su hijo conversa con alguien a quien ella no ve ni oye, se alarma, atribuyendo tal conducta al desorden que imperaba en la cabeza de su hijo.

 Visto desde el ángulo de la madre –“¿Qué madre no conoce bien a su hijo?”, diría Olmo tratando de ubicar sus saltos de cama-, razón no le faltaba. No así Lamb, que explica que Hamlet había sido un príncipe gentil y bondadoso, muy amado por sus nobles y singulares méritos, y de no haber muerto –concluye Lamb su relato- habría dado a Dinamarca un rey íntegro y majestuoso.


 * Horacio, el amigo de Hamlet, asegura que el espectro aparecía justamente a las doce de la noche. Horacio y Marcelo quisieron disuadir al joven príncipe de marchar tras él, pues temían que pudiera ser un espíritu maligno capaz de arrastrarle hasta el vecino mar o a algún pavoroso acantilado. (Lamb).

 De Historias de Olmo