Gerardo Fernández Fe
cómo estoy en el censo
A. Escobar
A. Escobar
Había entrado por puro
azar una pestaña en su boca y, mientras caminaba, cataba la textura de este
pelo suyo con la punta de la lengua, el reverso de los dientes superiores y las
estrías del velo del paladar. Con ese pelo diminuto y curvo en la boca dobló
Angelito la última esquina que le quedaba para llegar finalmente a su casa tras
una semana gracias a Dios no tan convulsa en el hospital, cinco días en los que
Ofelia había desistido de su idea de ahogarse en un plato de sopa y Alarido no
lo había despertado en plena madrugada, aquella cara de rasgos de escándalo a
tres centímetros de la suya, anunciándole la inminente llegada de los Bárbaros.
Esta vez el médico
había tenido fe en lo que llamaba “la fortaleza mental” de Angelito y había
adelantado el pase sin siquiera (aunque el paciente vivía solo) haber intentado
prevenir a sus familiares de esta salida anticipada; no sin antes haberle
indicado con precisión la dosis de neurolépticos que debía consumir durante el
fin de semana.
Angelito no había
escupido aún su pestaña con la intensidad nerviosa con que lo hiciera tres
minutos más tarde, cuando descubrió al entrar en su edificio y escuchar ciertas
voces -no dentro de su cabeza sino en el descanso del segundo piso— que el
barrio estaba siendo visitado por tres compañeros del Censo de Población y
Vivienda.
Entonces sí llegó a
escupir la pesada pestaña, subió con furia la escalera, evitó las buenas tardes
a vecinos y a quienes ya consideraba intrusos, y dio un portazo contundente
tras sus espaldas.
-¿Dónde están?,
¿qué se han hecho? -fue lo primero que se escuchó en su apartamento al tiempo
que accionaba el interruptor de la sala.
Lo segundo fue la
espalda de Troto que desaparecía tras el marco izquierdo de la puerta del
cuarto, con la celeridad de un cachalote que se sumerge de golpe y del que sólo
atisbamos el borde del lomo.
No sólo Angelito
estaba al tanto de la inminente visita de los compañeros del Censo: todo
parecía indicar que sus otros, al menos los que se quedaban en casa
cuando Angelito pernoctaba en el hospital, sin siquiera asomarse al hueco de la
escalera -lo que se les tenía prohibido- habían intuido el peligro que representaba
que aquellos funcionarios del Estado los descubrieran. Por ello el movimiento
violento de Troto cuando Angelito entró definitivamente en su apartamento, el
ruido de sus pisadas, el modo en que tropezó con la esquina de la cómoda.
-Ya te vi, Troto. No
te escondas. De nada te sirve. Siempre será mejor que te atrape yo, a que esos
intrusos sepan que existes.
Los ojos de Angelito
se disparaban en todos los sentidos, empezaba a temblarle el mentón, jadeaba.
Un velo de sudor corría por su frente. Del bolsillo trasero de su pantalón sacó
una bolsa de plástico que, como costumbre, guardaba meticulosamente doblada en
partes iguales; asomó la cabeza en el primer cuarto y sonrió cuando descubrió
que una de las gavetas de la cómoda había quedado ligeramente abierta y que
tras los mínimos dos centímetros de oscuridad entre madera y madera se
vislumbraba algo parecido al cuerpo gordo de Troto, una masa amorfa no obstante
capaz de contorsionarse hasta límites inconcebibles bajo el efecto del miedo.
-Sé que tienes
miedo, Troto. Yo también lo tengo. Quizás todo el mundo tenga miedo. Pero es
mejor que estés conmigo, bajo sano control. En momentos como estos debemos
permanecer serenos...
Aunque no fue
precisamente con dulzura con que Angelito abrió la gaveta, metió el brazo hasta
el codo, extrajo el cuerpo gordo de Troto atrapado por el cuello y lo
introdujo, todo en el lapso de tres segundos, dentro de la bolsa de nylon.
Tres segundos, un
gesto preciso, firme, como el de quien acciona una guillotina, y el chillido de
Troto tanto afuera como adentro de la bolsa, su temblor constante, una
respiración alterada.
-Tranquilo -le dijo
mientras daba unas palmadas sobre el bulto gelatinoso de la bolsa-, conmigo no
correrás ningún peligro.
Un nuevo ruido se dejó
escuchar en el primero de los cuartos, luego otro, y acto seguido un tercero.
Angelito no dudó: no cabía duda que se trataba de Otro Uno, Otro Dos y Otro
Tres. No había gesto, movimiento o palabra realizados por uno, que no fueran
ejecutados, con un orden de relojería, por los otros dos otros de Angelito. Nada los distinguía -sonrió
confiado asiendo la bolsa con firmeza-, que no fuera un simple número: el uno,
el dos, el tres; tres seres igual de iguales que convivían con Angelito hacía
unos cuantos años con la imposibilidad de determinar por qué el uno era el
primero, por qué el dos lo secundaba y por qué el tres había sido designado
para cerrar, religiosamente, sin margen de error, cualquiera de las acciones
emprendidas por sus predecesores.
-La demencia es un
camino trillado -se dijo Angelito en voz alta, algo que había escuchado en
incontables ocasiones al doctor Marqués, el único de los especialistas con que
solía entablar largas conversaciones sobre la floración en primavera, el
fantasma de Manuel de Zequeira, la peculiaridad de los motores por inyección,
la tendencia autoritaria de Sócrates o el porqué de las páginas perdidas del Diario
de Campaña de José Martí-. Basta con desatar un movimiento que incite a
otro, y así, hasta que todo estalle.
Bajo estas pautas y
conocedor de que la habitación de la que provenían los tres ruidos en cadena se
conectaba con la de al lado por una simple puerta eternamente abierta, Angelito
se descalzó de un zapato, lo lanzó contundente dentro del primer cuarto y
corrió certero hacia el segundo, una mano sujetando la misma bolsa, entonces ya
quieta, y la otra lista para atrapar -insisto- en un gesto mecánico, sin
atropellos en el tiempo, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Uno, el cuerpo
delgado, nervioso, de Otro Dos, y finalmente, antes de cerrar la bolsa
hinchada, el cuerpo delgado, nervioso, de Otro Tres.
Un silencio imponente
dominó la escena. Tras la puerta de salida del apartamento, desde dos pisos más
abajo y a través del hueco de la escalera, llegaban las voces indefinidas de
los compañeros del Censo, sus preguntas agudas (¿cuántos miembros tiene el
núcleo?, ¿cuantos ventiladores?, ¿un refrigerador?), las respuestas
oligofrénicas de los vecinos, el gruñido de algún perro también asustado, el
parpadeo desapacible de un vecino que ya ha sido censado y que cierra la
puerta, con las manos sudorosas y la voz cuajada en dirección a su esposa: ¿y
ahora qué?
Llegaba el eco de los
visitadores, pero cuando Angelito terminó el lazo con el que cerraba
momentáneamente la bolsa de plástico, la escena sólo era dominada por el
silencio. Un poco más adentro, en el segundo cuarto, recostada al marco de una
ventana de persianas estrechas que el polvo y una pintura de aceite blanco
impedían abrir, sin emitir sonido alguno, como si se tratara de un adorno o de
la prolongación de una cortina, Angelito descubrió el cuerpo de Valentina.
Este era un caso un
tanto particular -lo sabía bien-, por eso valía sopesar los actos, medir las
palabras, evitar exabruptos de cualquier naturaleza. Aquella mujer de un
vestido color rosa vieja que hacía como que miraba por el filo de la ventana
con aire desganado mantenía con Angelito una especial y muy vieja relación
marcada por el desdén y el deseo.
De los años setenta
databa este concubinato, época de su apogeo juvenil, de las noches
desenfrenadas en los alrededores del Parque Lenin, de las sesiones de cine
soviético en la Cinemateca, de las dudas, de la mirada huidiza. En una de
aquellas noches, al regresar solo a su apartamento, Angelito cayó en la cuenta
de que Valentín podía ser por momentos Valentina, y viceversa: una mujer que no
logra domeñar el ímpetu de un vello facial bravío, un hombre que lo mira todo
con un brillo inusual y que parpadea como quien exhibe bajo la frente un par de
mariposas exóticas. Desde entonces Angelito aceptó su presencia, siempre y
cuando ésta se limitara a las cuatro paredes de su casa, a la imposibilidad de
asomarse al hueco de la escalera, a la prohibición de abrir la ventana del
segundo cuarto.
-En casos como este
Jorge El Sucio me habría gritado: Goza tu síntoma, hermano -se dijo Angelito en voz alta y bajó la mirada ante el peso
del gesto servil de Valentina que continuaba recostada, con su vestido color
rosa vieja, al marco de la ventana.
Pero a estas alturas
del juego, ratificó, ya su piel estaba demasiado curtida para amores
escabrosos. Fuera de casa, Angelito sólo tenía ojos para Alba de Cuba, una
compañera de hospital con la que intercambiaba cigarros, canciones, besos
sudorosos en algún rincón de la clínica. Valentín era una realidad, no cabía
duda, pero una realidad secreta y asumida. Por ello, por tan delicada historia,
incluso ante la inminencia de la visita de los compañeros del Censo, Angelito
domesticó su nerviosismo, dirigió a Valentina -que por momentos se trastocaba
en Valentín- una mirada suplicante, y, extendiéndole la mano, la ayudó a
entrar en la bolsa, de donde escaparon un par de ruidillos impúdicos.
Al fin tocaron a la
puerta de al lado. Los visitantes ya estaban a medio metro de su apartamento.
Angelito podía escuchar mejor sus voces. En veinte minutos, quizás menos,
estarían ante su puerta. Pero adentro la tarea no había terminado.
Más allá de algunos otros, digamos, menores, de escaso perfil, de
apariciones esporádicas y pobre visibilidad, después incluso de cubrir con un
mantel la totalidad de la pecera para que los compañeros del Censo ni siquiera
notaran la presencia de tres pececillos tropicales bastante desmejorados, a
Angelito le quedaba una última captura: Angelito intentaría encontrar a
Angelito, trataría de atraparlo, incluso con la más bruta de las violencias. ¿Acaso
habría una violencia mediana, sutil? Pero si algo tenía claro era que no podía
permitir que los censores, los censuradores, los censadores, o como fuera que
se llamaran, supieran de la existencia de Angelito.
Cuando entró al baño
en puntas de pies y encendió la luz, descubrió a una hormiga y a una traza
-ese animalito libresco- en lo que parecía ser una conversación en lo más
bajo del lavamanos. Sin pensarlo dos veces abrió la llave, dejó correr
toneladas de agua y los expulsó, al menos eso supuso, de este mundo; a lo que
siguió -como si una acción dependiera de la otra- el descorrer de un golpe la
cortina de la
bañadera. Pero Angelito tampoco se escondía allí.
-Ven, no te hagas el
telúrico. Ya sabes que estamos en tiempos de unión.
Por el momento, la
búsqueda resultaba infructuosa. Nada bajo la mesa, tras los cojines del sofá,
en cinco gavetas de tamaños diferentes...; nada en el botiquín del baño, nada,
y la voz de los compañeros del Censo que se hacía más nítida; nada dentro del
refrigerador, en el sitio curvo del cenicero donde en teoría deberían colocarse
los cigarros encendidos, nada en el cesto de la ropa sucia, en los intersticios
mohosos de un cepillo de dientes.
Un silbido como de
ratón callado hizo que Angelito levantara el mentón de un solo movimiento.
Entonces volvió a descalzarse, recostó la bolsa de plástico a un lado del fogón
de gas, entró con cuidado en el primero de los cuartos. Con un golpe seco,
contundente, abrió la puerta central del chiforrobe y descubrió a Angelito, en
cuclillas, los ojos como los de un hombre que se ha caído de un caballo, los
dedos temblorosos entrando y saliendo con movimientos mecánicos de una caja de sponge rusk, de la caja a la boca, de la boca
nuevamente a la caja, barras de harina dulce para apaciguar el miedo, Angelito
al fin encontrado.
Pero muy poco podía
hacerse en esta ocasión. Angelito se sentó en el borde de la cama, los codos
apoyados en las rodillas, la mirada fija hacia ese otro Angelito en cuclillas
que no paraba de devorar barritas de harina saborizada. Muy poco podía hacerse,
y ya los censadores estarían al levantar el puño ante la madera oscura de la puerta. Sólo quedaba
apelar a la fe y al sentido común. A fin de cuentas, Angelito sabía que
mientras quedaran barritas en la caja de sponge rusk, a Angelito no se le ocurriría salir del chiforrobe.
-Te pones letal -dijo sin aspavientos y le cerró la puerta en las narices con la única fe de
que los compañeros del Censo, llegado el momento, se contentarían con dos o
tres respuestas vagas y un vistazo, apenas desde el umbral de la puerta, a su
apartamento vacío.
Entonces sí que le
flaquearon las piernas tras tanto ajetreo: se acercó a la puerta, aguzó el
oído, apretó los párpados y, como no le llegaba sonido alguno del otro lado,
dejó que su espalda se deslizara, terminó en cuclillas, todavía algo
preocupado, aunque pudiera decirse que conforme, en espera de un golpe en la
madera y las primeras voces de los visitantes.
Tomado de Potemkin ediciones, Núm. 10, enero-mayo 2015.
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