miércoles, 30 de diciembre de 2020

La fundación del paisaje



         Mc Donald es lo más bello que hay en Florencia,

         Mc Donald es lo más bello que hay en París,

         Mc Donald es lo más bello que hay en New York;

         Moscú todavía no tiene nada bello.

 

                                           Andy Warhol

  

   Severo Sarduy 


  Al designar las cosas -los seres innombrados y las cosas- el poeta funda el paisaje: traza los cimientos de un habla que son como la apropiación de un sitio, el bautismo de un país. Al dar un nombre, crea el sentimiento de pertenencia, la noción de lugar, como si un nexo indisoluble, aunque sin materia, ligara, con la trabazón de la sintaxis, los objetos nombrados, los ríos y montañas del espacio recién descubierto, inexplorado. Todo lo descubierto y por descubrir es una metáfora de América: antes de América, en las islas anunciadas en lsaías -60.9- , o en la Medea de Séneca, o después, en la rugosa Luna o, algún día, en los curvos confines del espacio.

 Los míticos fundadores de los reinos europeos, más que dinastías o linajes, fundaron "el árbol" de la sucesión: las rosetas de las catedrales -y aún antes, el severo sostén del románico- y el arco pitagórico de las ojivas son contemporáneos, y como el doble en lo visible, de un orden tan riguroso y algorítmico, tan articulado como el del gótico naciente; el de la prioridad o la jerarquía en los diversos planos de lo decible, como un boceto de perspectiva verbal.

 Los juglares, a la sombra de las almenas, o a la de una genealogía de ramas feudales, cercanas a la raíz, como si las alimentaran silenciosos ríos subterráneos, aún deslumbrados por el fulgor de la epopeya carolingia, cuyas hazañas consignaba el relato, la verdad oral, pudieron modelar una métrica, dibujar la mise-en-abime de los recientes ciclos heroicos en un vocabulario nítido como el de la heráldica, como la frase inmediata y legible de un blasón.

 Los trovadores fueron más allá: inventaron un sentimiento más bien reconocible -el amor- y lo afrontaron a la tradición: requerimientos dirigidos a la Dama, similares y contemporáneos de las súplicas a la Virgen; requiebros a una Dama que no esposarían, de la cual no habría descendencia. Para entonar, para proferir esa petición sin desenlace, no disponían de otras señal es ni de otras marcas que las del cantar de gesta: ruinas y proezas, conquistas y capitulaciones: sujeciones.

 Las marcas del trovador resuenan en otro espacio, indiferenciado y nocturno, donde se convierten en signos incandescentes: en metáforas astrales.

 La canción de gesta, con sus transposiciones meridianas, como una traducción o una equivalencia de los hechos, de la épica, a un código inmediatamente descifrable, es metonímica, diurna, discursiva, dibujada como un escudo; el amor cortés, y el texto voluptuoso y continuo que lo dice, son metafóricos y nocturnos.

 El descubrimiento de América es un desafío, también, al lenguaje.

 La proliferación, para los conquistadores infinita, de cosas a nombrar implica, al menos, una multiplicación, a veces delirante de la sinonimia; siempre una crisis de la denominación. Las palabras no bastan, el orden gramático y su logos se fatigan intentando seguir las espirales del cuje, la curva de una hamaca que es la de una liana y que es, invertida en el reflejo de un estanque, la de un astro conocido en su periplo anual.

 Déficit elocutorio, posible fundación de un barroco que se extiende, en el espacio, hasta donde Hernando de Soto, sediento de la Fuente de Juventud como otros lo estaban de El Dorado, y clavando febriles cartas, en el tronco de los árboles gigantescos, para su mujer, penetra en el interior de La Florida.

 El resto, la llanura enigmática de América, hacia el norte, es, por entonces, nada. O casi. Para la imagen, para el reino de la imagen, poco tiempo ha pasado. Esta vasta empresa de denominación, que encubre apenas una ambición ontológica -nombrar a partir de nada, fundar desde lo que, para la mirada europea, es lo no marcado en el tiempo, el espacio sin inscripción: lo ahistórico-, se confunde con la evolución, con los gestos sucesivos y contradictorios de la poesía americana.

 En énfasis bíblico, las generosas cláusulas, precisas como la elipse de una órbita, de Whitman, su soplo homérico -incluso él, dice el poema que comentamos, requería un Homero, aunque fuera en la versión de Pope- intentan una fundación retórica, un fundamento en la palabra: todo es objeto de comentario, de glosa, de elogio: de cita. América, la calma planicie de trigo, los rectos y desmesurados ríos, ya es discurso; el hombre americano una imagen; todo es arqueología.

 Su contradicción, y hasta su parodia, están en Olson –y aún, medio siglo antes, en el imagismo de la escuela de Chicago-: "los objetos deben de ser tratados exactamente de la manera en que se presentan y no en función de ideas o de concepciones preestablecidas y exteriores al poema."

 La mirada de Richard Howard, poeta en Nueva York, es doblemente irónica; concluyente, en todo caso: por una parte -considero sólo, de sus siete libros de poemas, el último, Misgivings- se vuelve hacia la historia, hacia Europa, hacia el París de las primeras fotos. Esboza, o más bien modela una galería de retratos del Segundo Imperio y la Tercera República que, más que semblanzas, son como el doble o el pendan: cáustico de las fotografías, compuestas en la iconografía realista del retrato finisecular. Los poemas, de cierto modo, fijan también a los personajes, como en una emulsión argentina y sensible, en una placa obscura; los envuelven, como en finas bandas de lino: detalles aparentemente anodinos, o desconocidos, o mórbidos; consejos o apóstrofes que se reducen con frecuencia a simples nombres, tratados desde una proximidad excesiva, o desde una distancia legendaria. Son más carillas, haces dispersos de eventos olvidables o heroicos, fragmentos demasiado precisos, puntuales al exceso como para armar una biografía: George Sand entra en el estudio de Nadar, su compére, quien ha bautizado un dirigible con el nombre de la escritora ya sexagenaria y le pide ahora, en este mediodía, que se siente como Racine ante la cámara. Ella, drapeada en terciopelo rojo y con una exuberante peluca "Luis-algo", ni la grande dame de sus espantosos cuentos ni la grande amoureuse que se vanagloriaba de ser, posa "serenamente herética, eficiente, real", para el doble retrato en que Nadar y Howard, en el revelado de un díptico –los poemas van acompañados y son como el gemelo de la fotografía-, la inmovilizan, la ensimisman.

 Europa, el pasado, el corpus cultural existen, son innegables, pero no se reducen a "concepciones preestablecidas y exteriores al poema": son todo un universo a la vez seductor y vigilante, pero concluso, clausurado: letra muerta. Si Howard lo restituye no sin júbilo es como quien recorre, junto a un fotógrafo "oscurecido por una nube de poses y por una lista de grandes nombres", un memorable museo de cera.

 Ese mundillo de Nadar, perfecto y acabado, donde trona, "héroe inherente en Eros", Charles Baudelaire, "con esa espléndida impaciencia que es la más profunda de las virtudes francesas", iba a encontrar su reverso, o su contradicción, en la intacta cosa americana, en el espacio libre y abierto de América, donde "quien crea algo nuevo, tiene que aniquilar algo viejo", es decir, donde toda verdadera creación es un parricidio simbólico, la renuencia a un saber precedente y marchito.

  El poeta se limita, pues, al mundo que le es dado, inaugura un habla o sienta las premisas de una Estética cuyo referente mayor es la producción industrial de objetos utilitarios o de consumo, una repetición que encubre apenas la pulsión de muerte, tal y como Andy Warhol y los pintores del Pop, en la tautología arrogante de sus telas mecanizadas y prosaicas al extremo, la van a reflejar. Pero esa proliferación incontrolable de objetos brillantes y chillones, de cosas que, en su desperdicio, dan lugar a otras cadenas de cosas, no es la conclusión de una civilización de lo barnizado de lo oficialmente atractivo, de la seducción enchapada; es su punto de partida, su Altamira o su Lascaux, el grado cero de lo Bello: "si nuestro Sublime no va más allá que algunas cosas como latas de cerveza y tenedores plásticos, éso no es todo lo que podemos decir, ni es ése el Dios en que en verdad confiamos."

 


 Podemos quizás, con la perspectiva del tiempo, encarar de otro modo lo que con demasiada frecuencia se consideró como el "exilio" de W. H. Auden -el poeta que, por su particular sentido de la percusión, por su insistencia en los valores métricos, puede ser considerado como un modelo formal de Howard- y que no fue más que un regreso al país natal, cuando, poco antes de la guerra, abandonó Inglaterra para volver a los Estados Unidos, renunciando así, voluntariamente, a un corpus cultural, haciendo tabula rasa para ver de nuevo -o por primera vez- lo nuevo y no en función de lo viejo.

 Esa misma perspectiva puede iluminar, si los confrontamos considerando atentamente la significación de cada palabra, el título y el subtítulo de uno de sus libros más reveladores, publicado en 1947: The age of anxiety. A baroque eclogue. El poeta vuelve al origen o, más bien, nos devuelve al presente el origen como fundación perpetua -el presente perpetuo de Octavio Paz-; "figura el advenimiento de la presencia, en el presente, tal y como su lengua se lo hace vivir, experimentar, sufrir (éprouver)". (2) ¿Qué sucede cuando el poeta, en New York y en el siglo XX, se declara -cada verso lo declara con la nitidez de sus imágenes y con su particular gravitación sonora- contemporáneo del origen?

 Ante todo, una opción: el poeta practica entonces lo que Roland Barthes llamó la función predictiva del historiador: "es en la medida en que él sabe lo que aún no ha sido contado, referido, que el historiador, como el agente del mito, necesita duplicar el fluir crónico de los acontecimientos con referencias al tiempo propio de su palabra", nos restituye así, "aunque no sea más que a título de reminiscencia, o de nostalgia, un tiempo complejo, para métrico, en nada lineal, cuyo espacio profundo recordaría el tiempo mítico de las antiguas cosmologías, ligado por esencia a la palabra del poeta, o a la del adivino". (3)

 De allí, de esa sed de presente -de origen traído al presente-, las referencias, en la poesía de Richard Howard, al tiempo propio de su palabra, al modo de decir propio de su tiempo, al tono reconocible de una ciudad.

 Llevando su palabra presente hasta un decir del origen, de lo que comienza absolutamente con ella, el poeta despuntualiza el presente, reconoce en él el espesor del porvenir que, por supuesto -al contrario del historiador- no conoce, pero del que percibe, desde ahora, las dimensiones "paramétricas".

 El poeta no dice lo que será; su palabra de testimonio de que algo adviene. Es su texto lo que trae un mundo a la presencia, lo que lo arroja a la luz.

 

 Notas

 

 (1). R. Howard Bloch, Etymologies and Genealogies, a literary anthropology of the Frenen Middle Age, University of Chicago Press, 1983.

 (2). Reiner Schürmann, 11 y dans le poime..., in Cahiers internationaux de symbolisme, Nos. 24-25, Bruxelles, 1982.

 (3). Roland Barthes, Le discours de I'histoire, in Information sur les sciences sociales, vol. VI, Aoüt 1967.

 

 Tomado de Revista de la UNAM, núm. 38, junio 1984.

 

sábado, 19 de diciembre de 2020

Lezama a su madre


   

  

 Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, Año 79, 3ra época, Vol. XXIX, Núm. 2, mayo-agosto de 1988.


miércoles, 9 de diciembre de 2020

El mundo alucinante de Fray Servando

   Julio Ortega


  Reinaldo Arenas (nació en 1943) es probablemente uno de los narradores más importantes aparecidos en Cuba después de la Revolución. Su primera novela, Celestino antes del alba (1967) es una excelente reconstrucción poética del mundo de la infancia y, por lo mismo, y sobre todo, es un notable ejercicio verbal: utiliza la técnica poética de frases casi independientes, que al sumarse van conformando el campo fragmentario de un texto que se modifica y rehace en sucesivas variaciones; esta técnica podría recordar el fraseo contrapuntístico del surrealismo, si no recordara, más bien, la escritura por versículos de la poesía tradicional, y no en vano Arenas cita profusamente este tipo de poesía. La novela, por lo demás, se cumple en un marco fantástico y barroco, pero desde una muy concreta correlación objetiva; su versión ficticia opera desde hechos y experiencias cotidianos (el hambre, el castigo físico, eI desamparo, son recurrentes); pero esos planos aparecen dotados por cierta obsesión sonámbula, por cierta intensidad espontánea que de inmediato los amplía en una resonancia fantástica o hiperbólica; con lo cual, sin embargo, nunca pierden esa plenitud física que sabe comunicar como una multiplicación sensible de la realidad. Así, la fantasía de la existencia errática y la reverberación de un mundo hostil y mágico configuran el espacio en que la narrativa de este autor se desarrolla, apropiándose de un mundo personal desde su primera página.

 Lamentablemente, salvo una valiosa reseña de Eliseo Diego,* es poca la información crítica, o de cualquier otro tipo, sobre Arenas. Pero uno creería que su formación narrativa reconoce, por lo menos, dos fuentes visibles; quizá en el uso presentativo del lenguaje (esas típicas frases de locación, por ejemplo) haya alguna gravitación de Juan Rulfo; aunque, más internamente, pueda verse la más importante gravitación de Lezama Lima, al menos desde la opción por una narrativa que se cumple como escritura poética. El mundo alucinante, ** por lo demás, es la libre recreación verbal de la vida de fray Servando Teresa de Mier, extraordinario personaje en quien Lezama Lima (en La experiencia americana, 1957) vio una imagen arquetípica que creaba también la realidad más rescatable, junto a otros pocos personajes del siglo XIX hispanoamericano. En esa correlación de una existencia que sobrepasa a la realidad, desde un destino que se configura en la imaginación modificadora, relación característicamente formulada por Lezama, podemos ver acaso el incentivo original, o uno de esos incentivos, para esta novela que desarrolla esas relaciones, por cierto, ya no en el símbolo sino en la aventura.

 "Esta es la vida de fray Servando Teresa de Mier. Tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiera gustado que hubiera sido. Más que una novela histórica o biográfica, pretende ser, simplemente, una novela", declara el autor. "Novela de aventuras", subtitula a su texto. Así, anuncia ya la libre perspectiva ficticia con que asume el material histórico-biográfico, que usará como correlato referencial, siempre a favor de la ficción. Una "carta" a su personaje (desde el comienzo el individuo histórico es ya un personaje novelesco) funciona como "prólogo" del libro. Cuenta el autor su trabajo buscando información sobre fray Servando: aunque los datos que finalmente reúne son muchos, hay cierta dificultad en hallarlos y ello hace que el personaje más que público sea hasta cierto punto un marginado dentro de la historia, o al menos preserva dentro de ella cierto prestigio secreto, con lo cual la novela empieza a nacer doblemente animada (para no decir justificada); el autor es alentado por un sentimiento acaso reparador (la poesía es todavía capaz de reconocer un sentido oculto para la misma Historia), y lo alienta también el sentimiento de recuperar esa marginalidad heroica de un rebelde porque percibe en ella una opción central, una vida radicalizada por la rebeldía. (Cabría recordar someramente que en el epilogo a El siglo de las luces Alejo Carpentier hace el recuento de la historicidad de Víctor Hugues; las fuentes garantizan la noción de "verdad" para el origen de su texto. En El mundo alucinante las fuentes históricas permiten, más bien, la noción de "fantasía".)

 Otra perspectiva no es menos importante: "la acumulación de datos sobre tu vida ha sido bastante voluminosa; pero lo que más útil me ha resultado para llegar a conocerte y amarte, no fueron las abrumadoras enciclopedias, siempre demasiado exactas, ni los terribles libros de ensayos, siempre demasiado inexactos. Lo más útil fue descubrir que tú y yo somos la misma persona". El autor no requiere, entonces, ceñirse a la información histórica, y le bastará atenerse a la Autobiografía de fray Servando, que cita a lo largo del texto, aparte de algunas otras pocas fuentes. (Si Carpentier se enfrenta a un personaje casi completamente desconocido, Arenas lo hace a un personaje bastante accesible que dejó, además, una detallada autobiografía; para ser veraz, Carpentier debió "recrear" con prolijidad, para serlo Arenas debe "rehacer", "desrealizar", apelar a más planos de ficción.) Esta "identificación" entre el autor y su personaje es, en el fondo, el mecanismo poético que establecerá la norma de libertad ficticia. Esa norma abrirá, por lo mismo, el espacio de la imaginación, donde la fantasía revoca al naturalismo verista para transgredir las convenciones que impondrían tanto la historia como la biografía, en lugar de las cuales el texto impondrá las suyas. Historia, biografía, novela son así un proceso textual que, pluralmente, la escritura irá a fundir.

 Novela de aventuras, requiere una estructura declaradamente espacial: los capítulos llevan el nombre de los diferentes lugares donde la "biografía" se desarrolla. Pero novela de aventuras fantásticas, esa distribución es también convencional y sólo permite diversificar la parodia o la crítica hiperbólica; y otro tanto ocurre con la cronología histórica (más de cuarenta años) recorrida. Convenciones que operan como el marco de referencia del texto porque el espacio estructural está, más bien, formado por la presencia plural de los hablantes. La primera persona (fray Servando), la segunda persona (que amplía o corrige los hechos) y la tercera persona (que da el tono de crónica y parodia al mismo tiempo), diseñan el texto a tres niveles, pero siempre como su convención narrativa ya que esos niveles no suponen diferentes versiones desligadas sino que funcionan como un permanente desdoblamiento, haciendo y rehaciendo el texto. Pero, sobre todo, ese enfoque triple formula el carácter esencialmente ficticio de la novela, equidistante por igual de la novela histórica y de la novela biográfica. Quizá la primera persona aparece como la convención formal de la "autobiografía", la segunda como la convención de la "crónica histórica", y la tercera propiamente como la convención "narrativa". Con notable habilidad técnica, Reinaldo Arenas crea este espejismo de perspectivas, que es por cierto la escritura desdoblándose en su fervor y cuestionamiento, en su crítica y su humor persuasivos.

 Por otra parte, este tratamiento triple, que rehace los hechos para multiplicarlos, confiere al texto otro carácter decisivo: su actividad paródica. Al modificarse continuamente, al duplicarse, los hechos se prolongan en la glosa, en la fantasía y la ironía del absurdo. Todo verismo queda así revocado: el drama de la biografía" no requiere ser acentuado porque el humor lo asume, sin hacerle perder su Impulso, situando más bien los hechos dramáticos (a esa vida zozobrante e iracunda) bajo la ironía piadosa de la desmesura. Ese humor no hace menos heroico al personaje (como es notorio ya desde el Quijote) sino que lo hace, precisamente, un héroe moderno: no en vano esa vida aparece recuperada por el progresivo descubrimiento de un destino. Pero la parodia no queda allí: es claro que aparece en la misma locuacidad, así como en los propios recursos convencionales de la aventura, como glosa festiva de las crónicas históricas, haciendo de la prolijidad histórica otra convención pronto convertida en hipérbole cómica. Y en esa misma comedia de permanentes accidentes e infortunios el fuego de un destino configura al héroe de la revolución verdadera.

 "Por enconces padecía yo mi soledad y me refugiaba en las letras", dice el fraile en la página 31. Sus persecuciones (sus prisiones) empezaron además (luego de su encuentro con el "mago" Borunda) con su famoso discurso sobre la Virgen de Guadalupe, ya anterior a la venida de los españoles, según fray Servando. Así, en el origen de sus aventuras está su condición intelectual: es un perseguido por sus ideas, y en el texto este hecho se hace motivación central; desde sus especulaciones antioficiales, críticas, fray Servando se convierte en un hombre marginal, pronto perseguido y apresado. Esa condición señalará la naturaleza de su rebeldía, y enseguida su conciencia americanista y su opción por la Independencia mexicana y americana. Su rebelión es anticolonialista y su protesta un estado permanente de disensión: un revolucionario total, que el texto configura no sin fervor.

 Esta perspectiva se funde en otra: aquella fantasía trastocadora que permite un mundo alucinante. Ya en la infancia, el personaje había sido definido ("Ahora sólo le quedaba la imaginación"), y en plena aventura esa apertura rinde todas las posibilidades: "Qué podría hacer por ti que ya tú no hayas hecho o imaginado hacer". La misma intervención del autor (haciendo el texto y diciendo ese texto al personaje) funciona en la apertura incesante del hecho y sus resonancias, en un proceso de variaciones hiperbólicas. Por lo mismo, aquella dimensión intelectual es también una actividad mágica: la rebelión ocupa así la realidad, actúa como un vasto ejercicio de anarquía pura, de protesta extrema.

 En la página 60 Fray Servando habla, en la prisión, con un fraile que viene desencantado de la Revolución Francesa; él no comparte ese desencanto: "¡Que suceda! ¡Que suceda siempre algo! ¡Eso es lo que importa! ", exclama. "Eso lo dice porque todavía no le ha pasado nada trascendente 'que lo conmueva de veras y le haga perder la fe", replica el otro, y fray Servando responde: "Mi fe está siempre encima de mis resultados." Creo, dice, "en mí, que es creer casi en todos los demás. Por eso es que nunca seré traicionado". Esta perspectiva integradora y totalizante proviene, por cierto, de aquella apertura tantalizadora que lo definía temprano. Sobre ese fondo su actitud política se diseñará como una rebeldía anárquica pero conducida por la pasión de la justicia y cierta visión de un orden natural. En España, rechaza el papel de los intelectuales serviles al poder, y pronto quiere matar a Godoy, al rey, al mismo papa, y a Dios si fuese necesario. Huyendo de sus perseguidores, buscando ser resarcido de las condenas injustas que sufrió por su sermón sobre la Virgen de Guadalupe, pasa de París a Roma donde quiere "dejar los hábitos de fraile y hacerse clérigo el mundo"; al salir de Francia ya una evidencia se le impone: “Entonces vi que todo es fraude en el mundo político". Siempre huyendo, otra vez en España, recupera el sentimiento de una experiencia, desde sus propios padecimientos, en nombre de sus Ideas y su fuerza ganada. Este plano de la experiencia personal finalmente irá a suscitar la precisión de su rebeldía, luego de 30 años de vida clandestina. "Entré a esta cárcel todavía joven y salgo para otra hecho un viejo y con la muerte encima. Lleno de enfermedades. Mi crimen es ser americano..." Su propósito es ahora un programa: "ver a la América libre de todas sus plagas impuestas por los europeos, y (...) esto sólo puede lograrse a través de una total independencia".

 Pero cuando la independencia política ha sido ganada para su país, tiene todavía que combatir a lturbide: su disconformidad crítica lo lleva otra vez a la cárcel. "El hecho de que yo vuelva a caer preso sólo indica que México aún no es libre", dice. "Ya en la cárcel, y a la luz de una vela chisporroteante, comencé a escribir en su contra (de Iturbide) y a preparar la verdadera revolución." Al final, la burocracia intelectual rodea y alaba al nuevo presidente Guadalupe Victoria, rodeado además por galerías de mártires y de héroes de la patria: la república se hunde también en una irrisión grandilocuente. No cesan los trabajos de fray Servando, si bien su sueño de la revolución total parece ahora imposibilitado por la misma naturaleza humana, que no cede a un ordenamiento perfecto, orden que contempla acaso insuperable en el desfile de los astros. "Presintió que durante toda su vida había sido engañado": su credo radical busca las últimas respuestas pero ya es tarde para él; en el desfile público que lo consagra como un héroe de esa república naciente, homenaje que él ignora, medita en la carencia íntima que limita a los hombres y demora el día de la revolución real.

 Ya este breve resumen muestra la trama de historia y ficción, que no vale la pena (creo) deslindar porque opera como una mutua ampliación, como un diálogo de ambos términos. Esa base argumental, por lo demás, está modificada por la discontinuidad formal, por los diversos tratamientos que conforman como la "prueba documental verdadera" de la grandeza de fray Servando; sobre todo, hacia la segunda mitad del libro advertimos que el autor actúa acaso reuniendo una "documentación ficticia" que precisamente recobrará la dimensión más viva de un personaje histórico. La ficción lee así en la historia, devolviéndole la actualidad entera de un personaje vivo: en la ficción se cumple más esa historia ya con el poder de un destino configurado ejemplarmente.

 Y en ello no es menos notable el poder crítico de esta novela. Si El siglo de las luces de Carpentier novelaba la destrucción penosa de la Revolución Francesa en sus ecos antillanos, El mundo alucinante supone el fracaso de la emancipación americana, su pronto deterioro; pero ya no requiere novelar ese proceso porque le basta deducirlo desde la rebelión más radical que su personaje vive. Ese radicalismo es también el reclamo de la utopía frente a la historia, contra la política. Reclamo que no aparece problematizado en esta novela (como sí aparecía en la de Carpentier) y que, por lo mismo, no implica un debate ideológico sino una decidida opción poética. Porque en El mundo alucinante la utopía no es un sueño de la razón, sino un movimiento del deseo totalizador, un reclamo de la naturaleza humana en contra de ella misma, o a pesar de ella misma. La historia, otra vez, aparece cuestionada. Y rehacerla desde la ficción, inventarla en el derroche de la palabra, es también vivirla con la libertad posible de una plenitud que nos había sido negada, tal como igualmente ocurre en el mismo desencanto político de Cien años de soledad. La ficción escribe otra vez la historia en un movimiento que es quizá típicamente nuestro, dramáticamente latinoamericano, desde las crónicas de Garcilaso el Inca, por lo menos; porque la escribe ya no para juzgarla o reproducirla, sino más bien para modificarla desde el deseo trastocador, que corrige una realidad de penuria con una posibilidad de encantamiento, escritura así doblemente crítica. Porque la actividad utópica es el doblaje crítico del discurso, la noción de verdad deseada que cuestiona toda verdad a medias como poco acorde con una necesidad y una fe radicales. Esa fe (la revolución, la poesía) confiere a este libro su brillo espontáneo, su libertad apasionada.

 

 * Eliseo Diego: "Sobre Celestino antes del alba", Casa de las Américas, La Habana, No. 45, nov.-dic. 1967, pp. 162-166.

 ** México, Editorial Diógenes, 1969.

  Tomado de Revista de la UNAM, diciembre 1971, pp. 25-27.


martes, 8 de diciembre de 2020

Necesito encontrar a un escritor...







 Fragmento de la entrevista “Conversación con Peter Lilienthal”, ABC, Madrid, 10 de abril de 1979, pp. 16-17. El cineasta judío alemán acababa de ganar el Oso de Oro en el Festival de Berlín, con su filme documental David. En la entrevista, declara su admiración por el cine español, crítica los excesos del Pasolini de Sodoma y Gomorra, y comenta sobre su próxima película. Entonces Carrión le pregunta: ¿Y después? Después. Encontrar a un escritor llamado Reinaldo Arenas... Pero Lilienthal se fue a Nicaragua a filmar la revolución sandinista, mientras Arenas seguía oculto en su país hasta que por fin pudo escapar, no de negro sino de "Arinas", por el puente del Mariel. Lo cierto es que el entusiasmo no se concretó en rodaje alguno. Años más tarde, en el exilio, Arenas escribe para Lilienthal una especie de guion sobre Paradiso, novela que aquel se proponía llevar al cine; pero el proyecto no cuajó ni de lejos, al decir del propio Arenas, por el esquema en extremo realista del director.