Julio Ortega
Reinaldo Arenas (nació en 1943) es
probablemente uno de los narradores más importantes aparecidos en Cuba después
de la Revolución. Su primera novela, Celestino
antes del alba (1967) es una excelente reconstrucción poética del mundo de
la infancia y, por lo mismo, y sobre todo, es un notable ejercicio verbal: utiliza
la técnica poética de frases casi independientes, que al sumarse van conformando
el campo fragmentario de un texto que se modifica y rehace en sucesivas
variaciones; esta técnica podría recordar el fraseo contrapuntístico del
surrealismo, si no recordara, más bien, la escritura por versículos de la poesía
tradicional, y no en vano Arenas cita profusamente este tipo de poesía. La
novela, por lo demás, se cumple en un marco fantástico y barroco, pero desde una
muy concreta correlación objetiva; su versión ficticia opera desde hechos y
experiencias cotidianos (el hambre, el castigo físico, eI desamparo, son
recurrentes); pero esos planos aparecen dotados por cierta obsesión sonámbula,
por cierta intensidad espontánea que de inmediato los amplía en una resonancia
fantástica o hiperbólica; con lo cual, sin embargo, nunca pierden esa plenitud
física que sabe comunicar como una multiplicación sensible de la realidad. Así,
la fantasía de la existencia errática y la reverberación de un mundo hostil y
mágico configuran el espacio en que la narrativa de este autor se desarrolla,
apropiándose de un mundo personal desde su primera página.
Lamentablemente, salvo una valiosa reseña de
Eliseo Diego,* es poca la información crítica, o de cualquier otro tipo, sobre
Arenas. Pero uno creería que su formación narrativa reconoce, por lo menos, dos
fuentes visibles; quizá en el uso presentativo del lenguaje (esas típicas
frases de locación, por ejemplo) haya alguna gravitación de Juan Rulfo; aunque,
más internamente, pueda verse la más importante gravitación de Lezama Lima, al
menos desde la opción por una narrativa que se cumple como escritura poética. El mundo alucinante, ** por lo demás, es
la libre recreación verbal de la vida de fray Servando Teresa de Mier,
extraordinario personaje en quien Lezama Lima (en La experiencia americana, 1957) vio una imagen arquetípica que
creaba también la realidad más rescatable, junto a otros pocos personajes del
siglo XIX hispanoamericano. En esa correlación de una existencia que sobrepasa
a la realidad, desde un destino que se configura en la imaginación modificadora,
relación característicamente formulada por Lezama, podemos ver acaso el
incentivo original, o uno de esos incentivos, para esta novela que desarrolla
esas relaciones, por cierto, ya no en el símbolo sino en la aventura.
"Esta es la vida de fray Servando
Teresa de Mier. Tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me
hubiera gustado que hubiera sido. Más que una novela histórica o biográfica,
pretende ser, simplemente, una novela", declara el autor. "Novela de aventuras",
subtitula a su texto. Así, anuncia ya la libre perspectiva ficticia con que
asume el material histórico-biográfico, que usará como correlato referencial,
siempre a favor de la ficción. Una "carta" a su personaje (desde el
comienzo el individuo histórico es ya un personaje novelesco) funciona como
"prólogo" del libro. Cuenta el autor su trabajo buscando información
sobre fray Servando: aunque los datos que finalmente reúne son muchos, hay cierta
dificultad en hallarlos y ello hace que el personaje más que público sea hasta
cierto punto un marginado dentro de la historia, o al menos preserva dentro de
ella cierto prestigio secreto, con lo cual la novela empieza a nacer doblemente
animada (para no decir justificada); el autor es alentado por un sentimiento
acaso reparador (la poesía es todavía capaz de reconocer un sentido oculto para
la misma Historia), y lo alienta también el sentimiento de recuperar esa
marginalidad heroica de un rebelde porque percibe en ella una opción central,
una vida radicalizada por la rebeldía. (Cabría recordar someramente que en el epilogo
a El siglo de las luces Alejo
Carpentier hace el recuento de la historicidad de Víctor Hugues; las fuentes
garantizan la noción de "verdad" para el origen de su texto. En El mundo alucinante las fuentes históricas
permiten, más bien, la noción de "fantasía".)
Otra perspectiva no es menos importante:
"la acumulación de datos sobre tu vida ha sido bastante voluminosa; pero
lo que más útil me ha resultado para llegar a conocerte y amarte, no fueron las
abrumadoras enciclopedias, siempre demasiado exactas, ni los terribles libros
de ensayos, siempre demasiado inexactos. Lo más útil fue descubrir que tú y yo
somos la misma persona". El autor no requiere, entonces, ceñirse a la
información histórica, y le bastará atenerse a la Autobiografía de fray
Servando, que cita a lo largo del texto, aparte de algunas otras pocas fuentes.
(Si Carpentier se enfrenta a un personaje casi completamente desconocido, Arenas
lo hace a un personaje bastante accesible que dejó, además, una detallada
autobiografía; para ser veraz, Carpentier debió "recrear" con
prolijidad, para serlo Arenas debe "rehacer",
"desrealizar", apelar a más planos de ficción.) Esta "identificación"
entre el autor y su personaje es, en el fondo, el mecanismo poético que
establecerá la norma de libertad ficticia. Esa norma abrirá, por lo mismo, el
espacio de la imaginación, donde la fantasía revoca al naturalismo verista para
transgredir las convenciones que impondrían tanto la historia como la biografía,
en lugar de las cuales el texto impondrá las suyas. Historia, biografía, novela
son así un proceso textual que, pluralmente, la escritura irá a fundir.
Novela de aventuras, requiere una estructura declaradamente espacial: los capítulos llevan el nombre de los diferentes lugares donde la "biografía" se desarrolla. Pero novela de aventuras fantásticas, esa distribución es también convencional y sólo permite diversificar la parodia o la crítica hiperbólica; y otro tanto ocurre con la cronología histórica (más de cuarenta años) recorrida. Convenciones que operan como el marco de referencia del texto porque el espacio estructural está, más bien, formado por la presencia plural de los hablantes. La primera persona (fray Servando), la segunda persona (que amplía o corrige los hechos) y la tercera persona (que da el tono de crónica y parodia al mismo tiempo), diseñan el texto a tres niveles, pero siempre como su convención narrativa ya que esos niveles no suponen diferentes versiones desligadas sino que funcionan como un permanente desdoblamiento, haciendo y rehaciendo el texto. Pero, sobre todo, ese enfoque triple formula el carácter esencialmente ficticio de la novela, equidistante por igual de la novela histórica y de la novela biográfica. Quizá la primera persona aparece como la convención formal de la "autobiografía", la segunda como la convención de la "crónica histórica", y la tercera propiamente como la convención "narrativa". Con notable habilidad técnica, Reinaldo Arenas crea este espejismo de perspectivas, que es por cierto la escritura desdoblándose en su fervor y cuestionamiento, en su crítica y su humor persuasivos.
Por otra parte, este tratamiento triple, que
rehace los hechos para multiplicarlos, confiere al texto otro carácter
decisivo: su actividad paródica. Al modificarse continuamente, al duplicarse,
los hechos se prolongan en la glosa, en la fantasía y la ironía del absurdo.
Todo verismo queda así revocado: el drama de la biografía" no requiere ser
acentuado porque el humor lo asume, sin hacerle perder su Impulso, situando más
bien los hechos dramáticos (a esa vida zozobrante e iracunda) bajo la ironía piadosa
de la desmesura. Ese humor no hace menos heroico al personaje (como es notorio
ya desde el Quijote) sino que lo hace, precisamente, un héroe moderno: no en
vano esa vida aparece recuperada por el progresivo descubrimiento de un
destino. Pero la parodia no queda allí: es claro que aparece en la misma
locuacidad, así como en los propios recursos convencionales de la aventura,
como glosa festiva de las crónicas históricas, haciendo de la prolijidad
histórica otra convención pronto convertida en hipérbole cómica. Y en esa misma
comedia de permanentes accidentes e infortunios el fuego de un destino
configura al héroe de la revolución
verdadera.
"Por enconces padecía yo mi soledad y me
refugiaba en las letras", dice el fraile en la página 31. Sus persecuciones
(sus prisiones) empezaron además (luego de su encuentro con el "mago"
Borunda) con su famoso discurso sobre la Virgen de Guadalupe, ya anterior a la
venida de los españoles, según fray Servando. Así, en el origen de sus
aventuras está su condición intelectual: es un perseguido por sus ideas, y en
el texto este hecho se hace motivación central; desde sus especulaciones antioficiales,
críticas, fray Servando se convierte en un hombre marginal, pronto perseguido y
apresado. Esa condición señalará la naturaleza de su rebeldía, y enseguida su
conciencia americanista y su opción por la Independencia mexicana y americana.
Su rebelión es anticolonialista y su protesta un estado permanente de disensión:
un revolucionario total, que el texto configura no sin fervor.
Esta perspectiva se funde en otra: aquella
fantasía trastocadora que permite un mundo alucinante. Ya en la infancia, el
personaje había sido definido ("Ahora sólo le quedaba la
imaginación"), y en plena aventura esa apertura rinde todas las posibilidades:
"Qué podría hacer por ti que ya tú no hayas hecho o imaginado hacer".
La misma intervención del autor (haciendo el texto y diciendo ese texto al
personaje) funciona en la apertura incesante del hecho y sus resonancias, en un
proceso de variaciones hiperbólicas. Por lo mismo, aquella dimensión intelectual
es también una actividad mágica: la rebelión ocupa así la realidad, actúa como
un vasto ejercicio de anarquía pura, de protesta extrema.
En la página 60 Fray Servando habla, en la
prisión, con un fraile que viene desencantado de la Revolución Francesa; él no
comparte ese desencanto: "¡Que suceda! ¡Que suceda siempre algo! ¡Eso es
lo que importa! ", exclama. "Eso lo dice porque todavía no le ha
pasado nada trascendente 'que lo conmueva de veras y le haga perder la
fe", replica el otro, y fray Servando responde: "Mi fe está siempre
encima de mis resultados." Creo, dice, "en mí, que es creer casi en
todos los demás. Por eso es que nunca seré traicionado". Esta perspectiva
integradora y totalizante proviene, por cierto, de aquella apertura
tantalizadora que lo definía temprano. Sobre ese fondo su actitud política se
diseñará como una rebeldía anárquica pero conducida por la pasión de la
justicia y cierta visión de un orden natural. En España, rechaza el papel de los
intelectuales serviles al poder, y pronto quiere matar a Godoy, al rey, al
mismo papa, y a Dios si fuese necesario. Huyendo de sus perseguidores, buscando
ser resarcido de las condenas injustas que sufrió por su sermón sobre la Virgen
de Guadalupe, pasa de París a Roma donde quiere "dejar los hábitos de
fraile y hacerse clérigo el mundo"; al salir de Francia ya una evidencia
se le impone: “Entonces vi que todo es fraude en el mundo político".
Siempre huyendo, otra vez en España, recupera el sentimiento de una experiencia,
desde sus propios padecimientos, en nombre de sus Ideas y su fuerza ganada.
Este plano de la experiencia personal finalmente irá a suscitar la precisión de
su rebeldía, luego de 30 años de vida clandestina. "Entré a esta cárcel
todavía joven y salgo para otra hecho un viejo y con la muerte encima. Lleno de
enfermedades. Mi crimen es ser americano..." Su propósito es ahora un
programa: "ver a la América libre de todas sus plagas impuestas por los
europeos, y (...) esto sólo puede lograrse a través de una total
independencia".
Pero cuando la independencia política ha sido
ganada para su país, tiene todavía que combatir a lturbide: su disconformidad crítica
lo lleva otra vez a la cárcel. "El hecho de que yo vuelva a caer preso
sólo indica que México aún no es libre", dice. "Ya en la cárcel, y a
la luz de una vela chisporroteante, comencé a escribir en su contra (de
Iturbide) y a preparar la verdadera
revolución." Al final, la burocracia intelectual rodea y alaba al
nuevo presidente Guadalupe Victoria, rodeado además por galerías de mártires y
de héroes de la patria: la república se hunde también en una irrisión grandilocuente.
No cesan los trabajos de fray Servando, si bien su sueño de la revolución total
parece ahora imposibilitado por la misma naturaleza humana, que no cede a un
ordenamiento perfecto, orden que contempla acaso insuperable en el desfile de
los astros. "Presintió que durante toda su vida había sido engañado":
su credo radical busca las últimas respuestas pero ya es tarde para él; en el
desfile público que lo consagra como un héroe de esa república naciente,
homenaje que él ignora, medita en la carencia íntima que limita a los hombres y
demora el día de la revolución real.
Ya este breve resumen muestra la trama de
historia y ficción, que no vale la pena (creo) deslindar porque opera como una mutua
ampliación, como un diálogo de ambos términos. Esa base argumental, por lo
demás, está modificada por la discontinuidad formal, por los diversos tratamientos
que conforman como la "prueba documental verdadera" de la grandeza de
fray Servando; sobre todo, hacia la segunda mitad del libro advertimos que el autor
actúa acaso reuniendo una "documentación ficticia" que precisamente
recobrará la dimensión más viva de un personaje histórico. La ficción lee así en
la historia, devolviéndole la actualidad entera de un personaje vivo: en la
ficción se cumple más esa historia ya con el poder de un destino configurado ejemplarmente.
Y en ello no es menos notable el poder crítico
de esta novela. Si El siglo de las luces
de Carpentier novelaba la destrucción penosa de la Revolución Francesa en sus
ecos antillanos, El mundo alucinante
supone el fracaso de la emancipación americana, su pronto deterioro; pero ya no
requiere novelar ese proceso porque le basta deducirlo desde la rebelión más
radical que su personaje vive. Ese radicalismo es también el reclamo de la
utopía frente a la historia, contra la política. Reclamo que no aparece
problematizado en esta novela (como sí aparecía en la de Carpentier) y que, por
lo mismo, no implica un debate ideológico sino una decidida opción poética.
Porque en El mundo alucinante la
utopía no es un sueño de la razón, sino un movimiento del deseo totalizador, un
reclamo de la naturaleza humana en contra de ella misma, o a pesar de ella
misma. La historia, otra vez, aparece cuestionada. Y rehacerla desde la
ficción, inventarla en el derroche de la palabra, es también vivirla con la
libertad posible de una plenitud que nos había sido negada, tal como igualmente
ocurre en el mismo desencanto político de Cien
años de soledad. La ficción escribe otra vez la historia en un movimiento
que es quizá típicamente nuestro, dramáticamente latinoamericano, desde las
crónicas de Garcilaso el Inca, por lo menos; porque la escribe ya no para juzgarla
o reproducirla, sino más bien para modificarla desde el deseo trastocador, que
corrige una realidad de penuria con una posibilidad de encantamiento, escritura
así doblemente crítica. Porque la actividad utópica es el doblaje crítico del
discurso, la noción de verdad deseada que cuestiona toda verdad a medias como
poco acorde con una necesidad y una fe radicales. Esa fe (la revolución, la
poesía) confiere a este libro su brillo espontáneo, su libertad apasionada.
* Eliseo Diego: "Sobre Celestino antes del
alba", Casa de las Américas, La
Habana, No. 45, nov.-dic. 1967, pp. 162-166.
** México, Editorial Diógenes, 1969.
Tomado
de Revista de la UNAM, diciembre
1971, pp. 25-27.
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