lunes, 23 de junio de 2025

Los errantes

 

 De Jean Lorrain


 I

 Sombríos exasperados, bebedores de ilusiones, cazadores extenuados de quimeras enervantes, ¿a dónde corréis así, hijos malditos por vuestras madres, con esos negros coágulos de sangre en vuestros harapos?

 II

 Y en la sombría estepa, presa de las visiones, la banda de los proscritos de trazos patibularios, responde, designando los cielos crepusculares: marchamos hacia allá abajo, hacia los postreros rayos solares!

 III

 ¿Y hacia dónde corréis vosotras, pálidas vírgenes moribundas, fijando un sueño ausente de vuestros ojos agrandados; y vosotras, vosotras que parecéis sombras sepulcrales, mujeres de pies sangrantes y de mamas agotadas?

 IV

¿Hacia dónde corréis en banda a la caída del día, sobre esta tierra inculta y estas hierbas mustias? Y el tropel mudo y triste responde en sordo coro: ¡Ay, ay!... Nosotras vamos hacia el amor, hacia el amor para el que nacimos, y que, sin embargo, no conocemos todavía!

 V

 Sobre sus pasos, medio ocultos en la sombra de los cálicen los hábitos, con los dedos del pie desnudos, con los ojos ardientes bajo la cogulla oscura, la plegaria en los labios, sobre el ritmo pesado y áspero de la marcha al suplicio, avanza un tropel de monjes flagelantes.

 VI

 -Vosotros, que en el sufrimiento habéis puesto vuestro goce, que despreciáis? el amor y condenáis los cálices de las flores, los besos de las mujeres y los senos blancos!

 VII

 ¿Qué hacéis en la derrota humana, monjes que desdeñáis el vino, la carne y el oro? Sobre el paso de los proscritos, y entre el aire tibio todavía del desfile amoroso de las mujeres; junto a los flotantes mechones de aulagas, batidos cruelmente por el viento del Norte, ¿qué hace vuestro odio? ¿Qué hacéis vosotros mismos, tan lejos de vuestras celdas?

 VIII

 ... Y los monjes, alejándose en el frío crepúsculo, exclamaron con voz llena: Nosotros vamos marchando hacia la muerte!

 IX

 En mitad de las filas, tres mujeres llevan un crucifijo de plata velado de negro, y cada una agita en la sombra un incensario, y cada una desgrana místicas palabras...

 X

 Tal desfila el cortejo... Yo le veo aún moverse, y serpentear largo tiempo, muy largo tiempo, entre las hierbas locas. Y no hay una sola aureola sobre esas frentes descarnadas! ¡El Cristo de plata no derrama una sola claridad sobre la interminable noche de LOS ERRANTES!


 Traducción de José Manuel Poveda 


 El Pensil, 15 de octubre 1909. 


 Una de sus primeras traducciones. Poveda decidió convertir las diez estrofas del poema de Lorrain, en una prosa poética dividida en diez partes. He aquí el poema: 


 LES ERRANTS

 

« Sombres Exaspérés, Buveurs d'illusions,

« Chasseurs exténués d'énervantes chimères,

« Où courez-vous ainsi, fils maudits par vos mères,

« Avec de noirs caillots de sang sur vos haillons? »

 

Et dans la morne steppe, en proie aux Visions,

La bande des proscrits aux traits patibulaires

Répondit, désignant les cieux crépusculaires :

« Xous allons tout là-bas, vers les derniers rayons !

 

— Où courez-vous ainsi, pâles vierges meurtries,

« Fixant un rêve absent de vos yeux agrandis,

« Et vous, vous qui semblez des cadavres verdis,

« Femmes aux pieds saignants, aux mamelles taries,

 

« Où courez-vous en bande à la chute du jour

« l'ar cette lande inculte et ces herbes flétries ¡ »

Et le troupeau muet des femmes amaigries

Me répondit en chœur : « Nous allons vers l’Amour! »

 

Sur leurs pas, engloutis dans l'ombre des calices

Et des frocs, orteils nus, avec des yeux ardents

Sous la cagoule obscure et la prière aux dents,

Sur le rythme àpre et lourd des marches aux supplices,

 

S'avançait un troupeau de moines flagellants :

» Vous qui dans la souffrance avez mis vos délices,

« Qui méprisez l'Amour et damnez les calices

« Des fleurs et les baisers des femmes aux seins blancs !

 

« Que faites-vous ici dans la déroute humaine,

« Moines qui dédaignez le vin, la chair et l'or,

« Sur les pas des proscrits et dans lair tiède encor

« Du passage amoureux des femmes, votre haine?

 

« Dans les touffes d'ajones battus du vent du Nord.

« Que faites-vous ici, loin de votre cellule? »

Et les moines debout dans le froid crépuscule

Répondirent en chœur : « Nous allons vers la Mort.»

 

Au milieu de leurs rangs trois femmes en étoles

Portaient un crucifix d'argent voilé de noir,

Et chacune agitait dans l'ombre un encensoir

Et chacune égrenait de mystiques paroles.

 

Leur cortège passa : Je le vis se mouvoir

Et serpenter longtemps parmi les herbes folles,

Mais leurs fronts décharnés n'avaient pas d'auréoles

Et leur Christ argenté n'éclairait pas le soir !



 L'Ombre Ardente, Poésies, Paris, 1897, pp. 27-29.

 

domingo, 22 de junio de 2025

Un crimen desconocido: relato de un bebedor de éter

  

   Jean Lorrain


                                  A Antonio de La Gandara

                Tenga cuidado, señor, con la cosa inmunda 

                                    que se pasea de noche

                                             El Rey David

 

 -Lo que puede suceder en un cuarto de hotel una noche de martes de carnaval, créanme, ¡supera todo lo que la imaginación puede inventar de horrible! -Y, habiendo llenado su vaso de chartreuse, un vaso grande de soda, de Romer lo vaciaba de un trago y comenzaba:

 "Fue hace dos años, en lo más fuerte de mi desequilibrio nervioso. Yo estaba curado de la eteromanía, pero no de los fenómenos mórbidos que engendra: problemas en el oído, problemas en la vista, angustias nocturnas y pesadillas. El solfanol y el bromuro habían aplacado los trastornos físicos, pero las angustias persistían. Persistían sobre todo en el departamento en el que había vivido con ella tanto tiempo, rue Saint-Guillaume, frente al río, y en el que su presencia parecía haber impregnado las paredes y las alfombras de no sé qué deletéreo hechizo: en cualquier otra parte mi sueño era regular y mis noches calmas. En cambio, apenas atravesado el umbral de ese departamento, el turbio despecho de los antiguos días corrompía la atmósfera alrededor de mí; terrores sin razón me helaban la sangre y me asfixiaban a cada paso. Sombras bizarras se amontonaban con hostilidad en los ángulos, pliegues equívocos se formaban en las cortinas repentinamente animadas de una vida espantosa y sin nombre. La noche era especialmente abominable. Un ente de horror y misterio vivía conmigo en ese departamento, un ente invisible, pero que yo intuía agazapado en la sombra, acechándome; una forma hostil de la que, por momentos, podía sentir el aliento sobre mi rostro, y casi a mi lado su innombrable roce. Les aseguro que era una sensación espeluznante, y si me fuera dado revivir esa pesadilla, creo que preferiría... pero sigamos.

 "Así llegué a ya no poder dormir en mi departamento, incluso a no poder vivir en él. Teniendo todavía un año de alquiler, me decidí a alojarme en un hotel. No pude permanecer en el mismo sitio; dejé el Continental por el Hotel del Louvre, y este por otros aún más ínfimos, devorado por una inquietante manía de locomoción y de cambio.

 "¡Cómo, después de ocho días en el Terminus, en medio de todo el confort deseable, me induje a descender a ese mediocre hotel de la rue d'Amsterdam, Hotel de Normandía, de Brest o de Rouen, como se llaman todos en torno de la estación Saint-Lazare!

 "¿Era el movimiento incesante de las llegadas y partidas lo que me había seducido más que ninguna otra cosa?... No sabría decirlo. Mi habitación, una vasta habitación iluminada por dos ventanas y situada en el segundo piso, daba sobre el patio de llegada de la place du Havre. Yo estaba instalado desde hacía tres días, desde el sábado de carnaval, y me sentía muy bien.

 "Era, repito, un hotel de tercera categoría, pero de apariencia honesta, hotel de viajeros y de provincianos, menos desorientados en la vecindad de su estación que en el centro de la ciudad un hotel burgués, vacío de un día para otro y sin embargo siempre completo.

 "Por lo demás, me importaban poco los rostros que encontraba en la escalera y en los pasillos. Eran la menor de mis preocupaciones y sin embargo, al entrar en la recepción ese día hacia las seis de la tarde, en busca de la llave (cenaba en el centro y volvía a cambiarme) no pude dejar de mirar más curiosamente de lo debido a dos viajeros que allí se encontraban.

 "Recién llegaban. Una valija de viaje en cuero negro se encontraba a sus pies y, frente a la oficina del gerente, discutían el precio de las habitaciones.

 "-Es por una noche -decía el mayor de ellos, que parecía además el de más edad, cualquier habitación que fuere estará bien.

 "-¿De una cama o de dos? -preguntaba el gerente.

 "-¡Ah, por lo que dormiremos! Apenas nos vamos a acostar. Venimos al baile de disfraces.

 "-De dos camas -intervenía el más joven.

 "-Bien, una habitación de dos camas. ¿Hay alguna disponible, Eugène? -y el gerente interpelaba a uno de los empleados que recién llegaba. Después de ponerse de acuerdo con él, continuó:

 "-Lleva a los caballeros a la 13, en el segundo piso. Estarán muy bien allí, la habitación es grande. ¿Los señores suben? -Y, tras un signo negativo de los viajeros: ¿Los señores comen? Tenemos cocina.

 "-No, cenaremos afuera -respondió el más grande-. Volveremos hacia las once a vestirnos. Que suban la valija.

 "-¿Fuego en la habitación? -preguntó el empleado.

 "-Sí, fuego a las once. -Ya habían girado los talones.

 "Me di cuenta entonces de que había permanecido allí boquiabierto, con el candelero encendido en la mano, observándolos. Enrojecí como un niño sorprendido en falta y subí rápidamente a mi habitación; el empleado estaba haciendo las camas de la habitación contigua. Se había dado la 13 a los recién llegados y yo ocupaba la 12. Nuestras habitaciones estaban pegadas, y eso no dejaba de intrigarme.

 "Volví a la oficina del gerente, y no pude dejar de preguntarle quiénes eran los vecinos que me había dado.


 "-¿Los dos hombres con la valija? -me respondió. Dejaron sus fichas, vea! -Y leí rápidamente, de un golpe de vista: Henri Desnovels, treinta y dos años, y Edmond Chalegrin, veintiséis años, residencia Versalles, ambos carniceros.

 "Para ser jóvenes carniceros, eran bien elegantes de aspecto y de vestimenta, mis vecinos de habitación, a pesar de sus sombreros de hongo y sus gabanes de viaje; el mayor me había parecido cuidadosamente enguantado y con un aire especial de altura y aristocracia en toda su persona. Por otra parte, había cierto parecido entre ellos. Los mismos ojos azules, de un azul profundo casi negro, muy rasgados y de largas pestañas; los mismos largos bigotes rojizos subrayando el perfil contrariado; pero el de más edad, mucho más pálido que el otro, con algo muy vago de ahíto y de aburrido.

 "Al cabo de una hora dejé de pensar en ellos. Era martes de carnaval y las calles brillaban, llenas de máscaras. Volví a medianoche. Subía mi habitación. Ya a medias desvestido, iba a acostarme cuando una voz en la habitación contigua. Eran mis carniceros que volvían.

 "¿Por qué la curiosidad, que ya me había mordido en la oficina del gerente, volvía irrazonada, imperiosamente? Contra mi voluntad, no pude dejar de prestar atención.

 "-Entonces no quieres disfrazarte, no vienes al baile -sonaba la voz del mayor-. ¿Y para eso nos molestamos en viajar? ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo? -Y mientras el otro permanecía en silencio: ¿Estás ebrio?

 "Entonces la voz del otro respondía, empastada y doliente: "-Es tu culpa. ¿Por qué me has dejado beber? Siempre termino mal cuando bebo ese vino.

 "-¡Bueno, ya está bien! Acuéstate -tronaba la voz estridente. -Ten tu pijama. -Escuché el ruido del cierre de la valija que se abría.

 "-Y tú, ¿no vas al baile? -se arrastraba la voz del borracho. "-¡Grato placer el de andar por la calle solo, disfrazado! Voy a acostarme yo también.

 "Lo oí zurrar rabiosamente su colchón y su almohada, luego oí cómo las ropas caían a través de la habitación: los hombres se desvestían. Yo escuchaba anhelante, descalzo, junto a la puerta de comunicación; la voz del más adulto cortaba nuevamente el silencio: "¡Qué lástima, con tan bellos disfraces! -Y se oía un roce de telas y satines.

 "Acerqué el ojo a la cerradura, pero la vela encendida me impedía hacer oscuridad y distinguir algo en la pieza vecina. Al apagarla, pude ver la cama del más joven, ubicada exactamente frente a mi puerta. Él estaba junto a ella, echado en una silla, sin moverse, extraordinariamente pálido y con ojos extraviados, la cabeza deslizada del respaldo de la silla y colgando sobre la almohada. Su sombrero estaba en el suelo; el chaleco, desabotonado; su camisa, entreabierta, sin corbata; tenía la apariencia de quien sufre asfixia. El otro, a quien sólo percibí luego de un esfuerzo, daba vueltas en ropa interior alrededor de la mesa repleta de telas claras y satines bordados.

 "-¡Mierda! Al menos quiero probármelo -tronó sin preocuparse de su compañero y, parándose derecho frente al armario, esbelto, elegante y musculoso, se puso un largo dominó verde con muceta de terciopelo negro, cuyo efecto era a la vez tan horrible y tan bizarro que debí contener un grito, de tanto que me afectó.

 "Ya no lo reconocí, agigantado como estaba con esa funda de seda verde que lo hacía todavía más flaco y el rostro oculto tras una máscara metálica bajo la capucha de terciopelo negro. Ya no era un ser humano quien estaba allí, sino la cosa inmunda y sin nombre, la cosa de espanto, cuya presencia invisible envenenaba mis noches en la rue Saint-Guillaume, que ahora había tomado contornos visibles y vivía en la realidad.

 "El borracho, desde la esquina de su cama, había seguido la metamorfosis con mirada extraviada; un temblor se había apoderado de él y, con las rodillas chocando de terror y los dientes apretados, había juntado las manos en un gesto de plegaria, estremeciéndose de pies a cabeza. La forma verde, espectral y lenta, giró en silencio hacia el centro de la habitación, a la luz de dos velas encendidas, y bajo su máscara sentí sus ojos terriblemente atentos. Acabó por ponerse justo frente al otro con los brazos cruzados sobre el pecho, intercambió con él una inenarrable y cómplice mirada, bajo la máscara. Entonces el más joven, enloquecido, se derrumbó de su silla, se echó sobre el parqué y, buscando estrechar el disfraz entre sus brazos, hundió su cabeza entre los pliegues, balbuceando palabras ininteligibles, la es puma saliéndole de los labios, con los ojos revueltos.

 "¿Qué misterio podía haber entre esos dos hombres, qué irreparable pasado habían evocado, a los ojos del loco, ese vestido de espectro y esa máscara helada? ¡Esa palidez y esas manos tendidas, como de torturado, tirando extáticas de los pliegues desenvueltos de un vestido de larva! ¡Escena de aquelarre en el ambiente trivial de una habitación amueblada! Y mientras el ebrio desfallecía, con la desesperación de un largo grito estrangulado en su boca abierta, la forma se alejaba dando un paso atrás, arrastrando en su movimiento la hipnosis del desgraciado tendido a sus pies.

 "¿Cuántas horas, cuántos minutos dura ya esta escena? La vampiresa se detiene. (1) Apoya su mano sobre el corazón del hombre tendido a sus pies y luego, tomándolo entre brazos, lo sienta otra vez en la silla pegada a la cama. El hombre queda allí sin movimiento, la boca abierta, los ojos cerrados, la cabeza torcida; la forma verde entonces vuelve sobre la valija. ¿Qué busca allí, con ardor febril, a la luz de uno de los candeleros de la chimenea? Encuentra algo; aunque ya no la veo, la escucho mover frascos, y un olor conocido, un olor que me sube al cerebro y me embriaga y me enerva, se expande en la habitación: olor a éter. La forma verde reaparece. Se dirige a pasos lentos, siempre silenciosa, hacia el hombre desmayado. ¿Qué lleva con tanto cuidado entre sus manos?... ¡Horror, es una máscara de vidrio, una máscara hermética sin ojos y sin boca, llena hasta los bordes de éter, de veneno líquido! Entonces vuelve sobre el otro sin defensa, allí ofrecido, inanimado, le aplica la máscara sobre el rostro, la asegura firmemente con un pañuelo rojo, y una risa parece sacudirle las espaldas bajo en capucha de terciopelo negro.

 “-Tú sí que no hablarás más -creí escucharle murmurar."

 “El carnicero entonces se quita el disfraz. Da vueltas otra vez en ropa interior a lo largo de la habitación, ya sin su espantosa ves menta. Vuelve a su atuendo de ciudad, se pone su gabán, sus guantes de piel de clubman y, con el sombrero puesto, ordena cosas en silencio, quizás un poco afiebradamente. Con los dos disfraces de mascarada y sus frascos ya en la valija de empuñadura niquelada, prende un habano, toma la valija, el paraguas, abre la puerta y sale... Y yo no he dado ni un grito, no he hecho sonar la campanilla, he llamado al timbre".


 -Has soñado, como siempre -dijo Jacquels a de Romer.

 -Sí, soñé tan bien que hay todavía hoy en Villejuif, en el asilo psiquiátrico, un eterómano incurable, del que nunca se supo la identidad. Consulta si quieres el registro del hospital: encontrado el 10 de marzo, en el hotel de... rue d'Amsterdam, nacionalidad francesa, edad presunta veintiséis años, presunto nombre Edmond Chalegrin.

  


 "Un crime inconnu. Récit d'un buveur d'éther", publicado originalmente en Sensations et souvenirs, París, Charpentier et Fasquelle, 1895; luego en Histoires de masques, París, Ollendorff, 1900. Tomado de Antología del decadentismo. Perversión, neurastenia y anarquía en Francia; selección, traducción y prólogo de Claudio Iglesias. Buenos Aires, Caja Negra editora, 2015. (1) Goule: demonio femenino folclórico que ataca a los viajeros, los degüella y bebe su sangre, sin equivalente exacto en castellano. [N. del T.)


sábado, 21 de junio de 2025

Los jueces estériles


  José Manuel Poveda 


 Con inquietante frecuencia oigo pedir críticos, y precisamente a críticos, sin duda porque estos mismos no ignoran que en Cuba no tenemos crítica. (Con inquietante frecuencia oigo pedir de todo, y a todos, seguramente porque cada uno sabe que en Cuba carecemos de todo). Cierto optimismo muy dulce, y no menos dulce que ligero, al punto que se percata de las necesidades, no vacila en acudir, para remediarlas, a la propaganda. Nosotros lo resolvemos todo por medio de la propaganda. Estamos muy hechos a la política casera, y le atribuimos mucha trascendencia a la asamblea de barrio. Solemos decretar, en un comité, la creación del derecho, la agricultura, la novela, el teatro y la poesía nacionales. Es extraño que no exista todavía una comisión "Por la crítica cubana." Lo cierto es que si consideráramos cada problema en toda su importancia, mediríamos mejor los obstáculos, y nos daríamos cuenta de que la obra es más difícil y el esfuerzo debe ser, en cada caso, mucho más largo y más rudo. En este problema de la crítica, en este asunto de la desoladora carencia de escritores que consagren, profesionalmente, sus actividades, a formar los gustos del público, controlar la atención del público, dirigir a los sub-productores de arte y explicar las diferentes aspiraciones artísticas; en este asunto de la crítica, os digo, los dos primeros obstáculos con que vamos a tropezar, deben, por sí solos, destruir todo entusiasmo y resolvernos a no organizar ninguna pueril propaganda. Esos obstáculos consisten, y he de decirlo con la viril sequedad que me es grata, en que no hay arte ni hay público. Perdonad la frase bien ruda y amarga, tan ruda y tan amarga por ser demasiado cierta. Ya en uno de mis artículos del Heraldo de Cuba, yo repetí, con motivo del nacionalismo, lo que ya antes había dicho en EL FÍGARO con motivo del modernismo: "esta" generación no ha encontrado nada hecho, nada "organizado." El ayer gimió largamente, sin palabras, bajo la dominación española, y estaba aprendiendo a leer y escribir cuando resolvió sacrificarse por la libertad. Eso es sublime, pero no es más que "eso". Luego, no hemos tenido sino ensayos, individualidades mediocres, tanteos aislados, aficiones, esperanzas, gérmenes. Los mejores se malograron, su obra quedó incompleta, su enseñanza no dejó discípulos: Mitjans, la Cruz, Martí, Casal. Nuestras figuras más notables de hoy carecen de autoridad, de popularidad; el mercado librero cubano, muy considerable, no cuenta en absoluto con los productores nacionales. No existe un público que se preocupe, en grado alguno, de las pequeñas cuestiones literarias del país, y respecto de las altas cuestiones estéticas, que se preocupe de las de ningún país. Profunda, lógica y tercamente ignorante en esa materia, nuestro público desdeña muy en especial lo que atañe a la patria, y a fe que en esto no le falta juicio. Servíos colocar un crítico temperamental, un verdadero y severo crítico, en este ambiente; colgadlo entre esos dos vacíos. Y decidme premiosamente, con honradez, si creéis que puede subsistir. Decidme si tendrá elementos de vida, razón de ser y objeto, frente a una producción literaria anodina, que consiste en croniquerías banales, versos retrasados, ninguna novela, ninguna obra histórica y Calibán rex del infatigable señor Ramos. Decidme si tendrá motivo para existir y una misión que cumplir, frente a un público que no se cuida de arte ni de orientaciones artísticas, sobre el cual no llegaría a ganar ascendencia porque comenzaría por no ganar lectores. Aquí se practica algo parecido a la crítica. Aquí hay varios críticos. Ojalá que alguno de éstos supiera cuál es su esfera de influencia, cuál es el público que le rinde acatamiento, cuál es el que, para formar juicio de las cosas, no se pasa sin él. Infortunadamente, yo estoy cierto de que todos carecen de ese público, y también estoy cierto de que no hay nada que ahonde tanto el problema como esa certidumbre. Pero no venimos a asustarnos de la verdad, sino a saberla; como tampoco a sonreír del mal, sino a curarlo. Un genuino artista, consagrado honestamente a su arte, no suele tener muchas prisas, ni grandes vanidades. No es capaz de utilizar la crítica para hacer creer que hay arte. Le gusta abordar positivamente a las realidades; nunca se satisface con fingirse a sí mismo que ha llegado, mediante un gesto elegante o una frase presuntuosa. Si nos será imposible hacer crítica mientras no hagamos arte y público, deberemos empezar por esas tremendas faenas preliminares. Todos los llamamientos no podrán ir, entretanto, más allá de nuestra actual pseudo crítica. El estéril ministerio ha de ser, en ese lapso de tiempo, doblemente estéril. Cuando no estorbe el paso a los novadores, ejercerá pequeñas funciones de policía, frente a la poetambre. Servirá de antemural a las consagraciones falsas, que temen ser derribadas del sitial que detentan. Protegerá muchos despechos y ocultará muchas impotencias. Será escabel subrepticio de hueras reputaciones, y escudo de intereses creados, tímidos nombres hechos y frágiles órdenes de cosas. Y todo esto sin que pueda dar nada, porque no tendrá de dónde tomarlo. Así, hasta el momento en que nosotros la dignifiquemos. A los creadores, a los artistas recientes toca que la dignifiquemos. Un día tendremos literatura, y nosotros la habremos creado. Un día habrá quienes lean, porque habrán encontrado qué leer, y nosotros lo habremos escrito. Ese día los jueces estériles no serán más fecundos, pero serán ricos de nuestra riqueza. Tendrán entonces las orientaciones que nosotros les habremos dado; podrán formular cuerpos de doctrina con los elementos de que nosotros les habremos provisto. Si se deciden a emprender las interpretaciones creadoras, teoría Wilde, podrán disponer de nuestras propias fuentes de belleza. Cuando excomulguen, disciplinen, censuren, lo harán en nuestro nombre, y apoyados en nuestra obra, contra los que no nos hayan comprendido y aceptado, y contra los que, muy legítimamente, aspiren a realizar una labor distinta. Es el proceso tan sabido, el auténtico papel de la crítica, y su trascendencia, en todos los tiempos. E insisto en que, a la hora actual, nada de eso es posible. Entre las realizaciones que dependen de la juventud novadora de hoy, esa es la que necesita más largo plazo. Pero respondemos, respondo yo personalmente, de que sonará la hora de la crítica, como ya ha sonado la hora del poema, como ha de sonar oportunamente la hora de cada género. Y respondemos de que toda otra cosa que surja, mientras tanto, podrá ser parrafada muy ceremoniosa, reclamo muy vibrante, efigie muy pulida para que la propaguen los diarios, pero todavía no será la Crítica.

 

  El Fígaro, 14 de junio 1914. Imagen: La Ínsula Barataria, Rafael Blanco. 


domingo, 15 de junio de 2025

El estanque muerto

 




Traducción de José Manuel Poveda

El Pensil, Año II, Núm. 17, 31 de agosto de 1910, p. 195; José Manuel Poveda. Obra poética, Letras Cubanas, 1988, p. 257. 



jueves, 12 de junio de 2025

Senderos hacia Milita



 Pedro Marqués de Armas 

 

 La mujer de Poveda, la hembra-macho de nuestros campos, no quería que Poveda escribiera.

 Si lo veía escribiendo, le decía: Así que otra vez haciendo versitos. Y Poveda respondía: No, Milita, son cosas del Juzgado.

 La mujer del hombre importante, del abogado en que el poeta se había convertido, lo tenía amarrado. Casi que lo apartó de las drogas.

 Por eso, cuando el poeta se fue del aire, a vuelo de sapo, la viuda entró en un duelo rabioso. Y Dios la castigó de nuevo llevándose a uno de los hijos.

 Cada vez que abría el armario y veía la levita colgando, le daba un ataque, sobre todo si era sábado (porque Poveda murió un sábado).

 Ya no volvía de los pueblos: Media Luna, Maffo, Matías. Únicamente merodeaban los curiosos. Que si había sido un gran hombre, que si un gran poeta, que Dios lo tenga en la gloria.

 Y Milita se sentía cada vez más rabiosa.

 Antes entraba un salario y no faltaba de nada.

 Un sábado, porque era sábado, sacó los cajones donde había echado la papelería del difunto y los llevó al patio.

 Encendió una hoguera y fue arrojándolos uno tras otro. 

 Un cuaderno “así de grande” que, se supone, era la novela que escribía de noche, la Amante, como decía Milita con malicia, en la que llevaba doce años trabajando.

 Nadie supo muy bien de qué trataba Senderos de Montaña, anunciada una vez como “novela histórica" o de la "emancipación nacional". 

 Tres cuadernos medianos que, según conjeturas, eran sus diarios y donde, además de anotar sus visiones, sueños y lecturas, registraba con escrúpulo las dosis de morfina.  

 Otros, más pequeños, en que se veían algunos caracteres chinos y que tal vez se correspondan con sus últimos y ya átonos poemas.

 Cartas, dibujos, acuarelas del amigo Boti, un diploma de Derecho.

 Y, finalmente, la traducción completa de Rimes Byzantines de Augusto de Armas, su ídolo parnasiano. 

 Todo eso ardió.

 Cuando acabó de incinerar el último papel, Milita sintió una extraña paz y se tendió a la sombra de una algarroba. Pero no le duró mucho. A la noche intentó quitarse la vida empinándose un frasco de arsénico. 

 Curioso que, habiendo obrado con fuego, no se diera candela.


jueves, 5 de junio de 2025

La mujer que cantaba

 

 José Manuel Poveda

 

 Todas las noches, a la misma hora, era el mismo grito. Hace ya varios años de que no lo escucho, y lo siento vibrar todavía en mis oídos, y hoy como siempre me estremece el alma. Precisamente las noches en que el silencio es más profundo, aquellas en que nos parece que ninguna palabra humana va a ser oída por los hombres, son las que me recuerdan con mayor intensidad la voz sin palabras.

 Era en mis días de desastre, los que pasé oculto entre los palmares y los vegueríos del Anama, asustado de mi suerte y seguro de que no podría sobrevivir a mis desgracias. Estaba avergonzado de mi vida, comprendía lo vulgar de mis caídas, y trataba de estar solo para recobrar algún dominio de mi alma, el control de mi pensamiento, fuerzas inesperadas que me sirvieran a mí mismo para dominarme el corazón rebelde. Escribía durante la noche estrofas enfermizas; trazaba largas páginas de prosas creadoras, más fuertes que mis brazos y más altas que mi frente. Entonces trataba de curar con remedios de inteligencia los males instintivos, y me hacía un poco mejor para salvarme de un descenso irreparable.

 Siempre estaba solo, y nunca escuchaba a nadie. Me creía conocedor de todos los secretos de los hombres, y mi interés no estaba en descubrir verdades ya sabidas, sino en expresar los pensamientos y los sentimientos de todos aquellos incapaces de expresarlos con sus labios ni con sus manos.

 Estaba completamente solo. No tenía más compañeros que los aceros y los maderámenes de la vivienda rústica, construida contra los vientos del mar del sur; no miraba nada ajeno que no fuera los paisajes estrechos, iguales e invariables, de las vegas cercanas y de las palmas tísicas, tranquilas y calladas como las aguas del Ariguanabo.

 Pero una voz de mujer, una voz lejana y vibrante, llegó hasta mi soledad como un pájaro perdido que lanzara por mi ventana la tormenta. Era la voz de una mujer que cantaba, todas las noches y a la misma hora; una mujer desconocida, que sólo por su canción podía interesarme, y a la cual no había visto nunca; que no fue ni ha sido nunca para mí otra sino “la mujer que cantaba”.

 Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda, traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito.

 Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos, modulados, medidos, alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos, melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras eran mudas. No se quejaban, no protestaban; no hablaban de amor, ni de olvido, ni de engaño, ni de desesperación, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me parece que lo escucho todavía. 

 Aquella canción única llegó a ser para mí, una noche tras otra, tanto como una compañera. Voz de mujer, aquella voz traía a mi soledad una mujer. Voz de ansiedad, traía sílabas ansiosas a mis labios. Yo podía hablar por ella y expresarla. Ella levantaba pensamientos míos anulados, deseos casi extinguidos. Revivía en mí pasiones muertas. Yo me sentía, mientras aquella mujer cantaba, acompañado dentro de mí mismo por un alma nueva dentro de mi alma, como si mi propio espíritu quisiera decir palabras suyas que jamás hasta entonces pudo descubrir. Y así necesitaba de aquella voz nocturna como se necesita a una compañera, la que acaricia, comprende, consuela, y que nos expresa con su boca nuestras ansias. Y yo me preguntaba cómo era posible que encontrara elocuencia, verdad y un alma viva, en una voz tan igual siempre y tan sin palabras, que no era en realidad otra cosa que un grito. Yo me lo preguntaba, pero nunca quise contestarme.

 Una noche (¡qué noche, qué recuerdo imborrable en mi vida!) esperé la cantata nocturna con una ansiedad extraña. Estaba intranquilo, como el que teme que la Esperada no va a llegar, que la promesa jurada no va a ser cumplida. Y cuando resonó el canto de siempre, yo sonreí con la felicidad del amante que, tras una larga espera, ve llegar a su querida.

 Mas aquella noche (¡qué noche; qué recuerdo imborrable en mi vida!) la canción fue más breve que nunca. La voz era exacerbada, violenta y sin ritmos. Parecía una voz loca, un canto de desastre, un grito de auxilio o de alarma; un aviso de catástrofe. La encontré rara como nunca, incomprensible. No era la misma voz, la que tanto me hizo soñar, recordar, presentir. Aquel era otro grito distinto, un grito de muerte, de sobresalto, de blasfemia, de despedida para siempre. Un grito de madre a la que se le muere un hijo; un grito de hembra a la que le matan a su hombre; un grito desesperado de quien se siente herido el corazón. Yo estaba agitado, inquieto, mientras la voz cantaba. Después hubiera querido buscarla, responderle, interrogarla, y gritar yo también a su lado.

 Pero de pronto se escucharon otros gritos, otras voces extrañas. Ya no era sólo su voz: era otra voz de multitud que se congrega. Después fue su voz muda: ya había cesado el canto y se escuchaba un clamor de muchedumbre en pánico. Yo vi por la ventana reflejos de incendio: la claridad de una llamarada. Salí entonces a la calle, exasperado. Y vi que: un rancho pequeño, a varios metros de distancia, estaba ardiendo, y que muchos hombres corrían hacia él. Después no vi sino un montón de yaguas quemadas y un cuerpo de mujer, en el suelo; un cuerpo quemado, con las ropas quemadas, con el cabello quemado. Vi la cara ennegrecida por el fuego y la boca abierta, como si cantara. Era el cuerpo de la mujer que cantaba. Yo quise verla más cerca, más cerca, para levantarla, besarla, salvarla. Quise verla más cerca, pero ya no pude ver nada.

 

 Orto, Manzanillo, X, n. 28, p. 4, 30 de septiembre de 1921. 

 

lunes, 2 de junio de 2025

Tomás de la Peña

 

 José Manuel Poveda

 

 Al amanecer me han traído la noticia de que Tomás de la Peña ha muerto. Y aun cuando la muerte de un amigo es cosa que, por lo general, me interesa muy ligeramente, esta vez no he podido evitar una brusca sacudida nerviosa. Sentí que cinco dedos cosquilleantes presa, de ansiedad y de miedo me apresaban la garganta, y solté a seguidas una irrespetuosa carcajada. Los grandes choques emotivos tienen estas contradicciones. La imagen del enjuto constructor civil, alargándose en mi retina, con su ropilla maltrecha de bohemio, con sus bigotes sarcásticos y con su ojo izquierdo en derrota, dentro de una caja negra, me hizo reír en medio de la más profunda consternación. El suceso era inesperado, ya que Peña me había prometido morir después que yo, y él no solía faltar a su palabra. Razones de mucho peso y muy regocijadas debían haberle privado de la vida, pues de otro modo él no se hubiera decidido a ofrecer el espectáculo de una capilla ardiente. Cuando entré a verle, y levanté el lienzo con que le cubrieron el rostro para esquivar las moscas, me hizo sin reservas una perfecta mueca cómica, por entre su lóbrega solemnidad de difunto. Estaba alegre, y se burlaba lógicamente, con la sana alegría de un cadáver bien informado, sin preocupaciones. A pesar de éstas, su vida entera fue una explosión de hilaridad. Como colgado de un cordel, en las mesas de los cafés, en las bocacalles y en los burdeles, su mímica y su verbo eran lo cómico, lo caricaturesco y lo barroco. Le tropecé en todos los cubiles de bajas pasiones, en el tráfico de las tabernas, en la agitación de los prostíbulos, o bajo el sol inclemente, o en los atardeceres lánguidos. Y su rostro era siempre el de un diablo drolático, brusca y obstinadamente risueño sobre todo lo más cruel y amargo de la vida. Reía, y propagaba la risa como un redoble a lo largo de trescientas bocas, sin descansar. Tuvo por misión ahogar el silencio en torno suyo, aturdir el pesar y estrangular el hastío. Sin embargo, aquel buen humor perenne carecía de salud y de bondad. Yo os lo digo, ahora que ha muerto, para que la posteridad no se equivoque al juzgarlo. Su ojo izquierdo en derrota parpadeó siempre con vaga malevolencia. Su boca tenía un rictus enfermizo. Su frente delataba sombrías reservas. Yo aseguro que su corazón no estaba en paz. Desde aquella carátula aristofanesca, espiaba la agresión. Debajo de sus párpados estaba en acecho la diatriba. Por entre las comisuras de sus labios, sangraba la ironía. Mascullaba horribles verdades al mascullar su tabaco, y escupía el oprobio lleno de nicotina. Hombre, una injusticia social lo maltrataba. Artista, la impotencia de crear le hería. Alma, los dolores del mundo lo agriaban. Escogió el reír, como un modo de agredir. Su gozo era rebeldía. Su carcajada sonaba como un clamor sedicioso. Las alegrías colectivas que provocaba, parecían asonadas. Y si a veces lloraba, si a veces se enrojecían sus ojos y le ahogaban los sollozos, para los demás, como para él mismo, aquél no era sino un nuevo, terrible modo de reír. Cubierto de polvo, casi harapiento, así se arrastró el bohemio jadeante, de una danza a otra, de un tráfago a otro, ebrio de veinte embriagueces, fuera de sí y como exacerbado y rencoroso. Por último ha querido urdir una postrera trama burlesca, acaso una última protesta, quizás un simple chascarrillo efímero, y con ese objeto se ha muerto. Ahora está quieto entre sus compañeros afligidos, y en realidad parece que a él mismo le ha hecho mucha gracia haber perdido la existencia, puesto que se está riendo con una risa mejor. De alguna cosa que ignoró siempre, aun cuando debió interrogarla sin tregua, se ha enterado el difunto. Con las piernas y los brazos tan estirados, con la cabeza tan echada hacia atrás, está viendo sin duda algo enteramente nuevo y satisfactorio. Se siente cómodo en su ataúd barato, no echa de menos la agitación de otras horas y sonríe con una sonrisa más pura y más dulce que la de un santo. Consternado, empiezo por estremecerme, y acabo por sentirme gozoso de que Tomás de la Peña se haya muerto. Pienso que cuando ese cadáver se ríe tan buenamente, razones muy profundas debe tener para ello. Nunca yo, hombre interior, he puesto en duda la sinceridad de un muerto. Este antiguo cazador de palomas salvajes, que comprendió la vida para coronarla de una alegre corona de panfletos, posee una nueva convicción cuando ahora ríe con una risa tan ingenua. Yo me he refocilado con el bienestar que emerge de ese ataúd, con la confianza y la dicha que se alongan, vestidas de negro, entre sus cuatro cirios. Por debajo del bigote sarcástico, la boca entreabierta sonríe, y sobre ella el zumbido de una mosca finge el leve soplo de la risa. Bajo su epidermis bronceada parece un Satán yacente que se burla de los hombres. Hemos acompañado, en la cruel caminata postrera, a Tomás de la Peña, algunos poetas y varios cazadores, al frente de un nutrido grupo de descalificados. Tumultuariamente agrupados alrededor del féretro, aquel cortejo subversivo, muerto, semejaba un tropel de niños locos que que lo ajetreaba sin recordar que dentro iba el jugaran al entierro. Vertimos sobre la primera paletada de tierra un litro de ron, e hicimos numerosos chistes acerca de la desaparición eterna del amado compañero. José Manuel Poveda, taciturno poeta de elegías, pronunció el panegírico de aquel terrible humorista que, todavía en el ataúd, y contra la tradición que prescribe la seriedad a los cadáveres, continuaba riéndose de su propia muerte, con tan amable insolencia. Y concluimos por alejarnos, bajo los pinos, largas filas de caricaturas llorosas, en la tarde lamentable, completamente muda y sinceramente desesperada.


sábado, 31 de mayo de 2025

Horta con Darío

                                                                    

 Yo seguí habitando la misma casa de la calle Faubourg Montmartre y cuando regresaba por las madrugadas, solía entrar a cenar a un establecimiento situado en mi vecindad, y que se llamaba Au filet de Sole. En uno de esos amaneceres llegué en compañía de un escritor cubano, Eulogio Horta. Estábamos cenando en uno de los extremos del salón del café. Había un nutrido grupo de hombres de aspectos e indumentarias que yo no sabía conocer aún, alemanes en su mayor parte, y franceses. Casi todos ostentaban sendos alfileres y anillos de brillantes y estaban acompañados de unas cuantas hetairas de lujo. Espumeaba con profusión el cordon rouge, y al son de los violines de los tziganos, algunas parejas danzaban más que libremente. De pronto entró una joven, casi una niña, de notable belleza; se dirigió a uno de los hombres, rojo, rechoncho, de fosco aspecto, con tipo de carnicero, habló con él algunas palabras... La bofetada fue tan fuerte que resonó por todo el recinto y la pobre muchacha cayó cual larga era... A Eulogio Horta y a mí se nos subió, sobre los vinos, lo hispano-americano a la cabeza, y nos levantamos en defensa de la que juzgábamos una víctima; pero la cuadrilla de rufianes se alzó como uno solo, amenazante, lanzándonos los más bajos insultos... Y lo peor era que quien nos insultaba más, con la cara ensangrentada, era la moza del bofetón... No nos pasó algo serio porque el gerente del establecimiento, que me conocía desde Buenos Aires, salió a nuestra defensa, habló en alemán con ellos y todo se calmó. Luego vino a nosotros y nos advirtió que nunca se nos ocurriera salir a la defensa de tales gourgandines”. (“Autobiografía”, OC, vol. 15, 1917, p. 187.


                              

 -Es, -me contestó Gómez Carillo-, el vizconde Austin de Croze, literato y ocultista.

-¡Oh!-, exclamé.

 -Es íntimo de Huysmans, -añadió.

 -¡Ah! -contesté-. Y fui a contar todo eso a un mi amigo cubano que quería ver misas negras, el escritor Eulogio Horta.

 En efecto, el vizconde cultivaba las ciencias ocultas. Tenía fama de embrujador. Publicaba un calendario diabólico, ilustrado de signos, damas desnudas. Hacía versos. Hacía artículos de periódicos. Andaba siempre con un cartapacio y con la cintita morada de las palmas académicas. Un día, cuando la época de los duelos mosqueteros, se empeñó en que yo me batiera con Enrique. Yo temblé ante la primera sangre, ante los padrinos en Calisaya, ante la posible fotografía ... “¡No!”, exclamé con la más absoluta convicción.

 

 “En Bretaña” (fragmento), La Nación, 4 de agosto 1907, p. 6. En Crónicas desconocidas: de Rubén Darío: 1906-1914; edición crítica y notas de Günther Schmigalle, Academia Nicaragüense de la Lengua, 2011, pp. 85-99.


viernes, 30 de mayo de 2025

Cábala



  José Santos Chocano



  Los hombres de ojos verdes son sugestionadores:
tienen algo felino que en la sombra chispea...
Por eso cuando te oigo, solo digo "así sea"; 
y dejo que tu sierpe se arrastre por mis flores.

  Me hablas de cosas llenas de miedos y temblores; 
y en tu espíritu negro mi espíritu bucea 
y saca a luz, a veces, la perla de una idea 
en que se cuaja un brillo de llantos interiores.

  ¡Qué sé yo si eres grande; pero sé que eres raro! 
Hay en tus ojos, plenos de sol, un verde claro 
que habla de los antiguos y nobles amuletos...

  Y así eres como un héroe de extrañas latitudes, 
digno de ser cantado, por tus siete virtudes 
y por tus siete vicios, en catorce sonetos.

                    

  La Habana, 6 de julio de 1908


 
  Letras (La Habana, 1908); Apolo: revista de arte, 1908. p. 304; El Mundo: seminario ilustrado, 1908, p. 217. 


miércoles, 28 de mayo de 2025

Eulogio Horta pretidigitador


 Ahora me interroga Soto Hall. Me pregunta: ¿Usted conocería a Eulogio Horta?

 Sí, señor. Una mañana, hace ya muchos años, en un banquete a los hermanos Carbonell, directores de Letras en el Hotel Telégrafo. A los postres, y cuando creíamos agotado ya el tema de los brindis, se puso en pie aquel hombre un poco enigmático en su figura que hablaba con cierta dificultad. Era Eulogio Horta. Todos esperábamos aburrirnos con paciencia durante minutos. Él nos deleitó a todos ennobleciendo el ambiente vulgar del ágape con una charla amenísima en la que vibraban los motivos clásicos bien tamizados al través de los libros y de los cenáculos de París.

 Ciertamente, así era Eulogio Horta. Una alta mentalidad, olvidada demasiado pronto aquí en Cuba, según creo. No se le ha dado el lugar que le corresponde. Y si su labor literaria no es tenida en la estima que merece, ¿qué decir de la obra revolucionaria de este hombre extraordinario que solía realizar las más grandes empresas sin quitarse del ojal del alma la flor de su sonrisa, equivalente en lo espiritual a la gardenia que vivió siempre presa en la "boutoniére" de su levita? 

 Eulogio Horta aprendió la prestidigitación para recaudar fondos con el objeto de engrosar los de la revolución de Cuba. Y se convirtió en un prestidigitador notable.

 El fue un ocultista también.

 El ocultismo fue su gran pasión.

                                                                                                                               L. F. M.

 

 "A propósito de Eulogio Horta", Diario de la Marina, 6 junio de 1926.


domingo, 25 de mayo de 2025

Ocultismos

 

  Eulogio Horta


 EL París actual es teatro de una resurrección de antiguas doctrinas y sectas, que llaman poderosamente la atención pública y seducen a los ánimos libres y curiosos. Un escritor de gran talento, Jules Bois, se ha encargado de dar a conocer en forma amena y espiritual la organización y trabajos de los novísimos magos y apóstoles de la magia, la teosofía y el ocultismo. Sin embargo, no hay que fiarse de lo que acerca de esas recreativas y estupendas novedades digan los blagueurs de la prensa, dispuestos en todo momento a ridiculizar lo más respetable y a buscarle con admirable diligencia su lado cómico y alegre.

 El asunto ha trascendido hasta la vida mundana, que le da participación en medio de sus elegancias y frivolidades encantadoras. Es una nota nueva en los salones, que estimulará por algún tiempo el paladar estragado del espíritu francés, claro y sobrio, sí, pero veleidoso e inconstante como descocada mujerzuela.

 Entre los magos modernos los hay de todas clases. Unos se dedican a escudriñar los secretos de la naturaleza y las leyes que rigen sus diversas transformaciones; otros, menos ambiciosos, pero más prácticos, fundan centros y grupos de iniciados, que se creen en posesión de los más grandes arcanos. Stanislas de Guaita, Popus, Peladan pertenecen a este número. Después de haber debutado brillantemente en algunos cenáculos literarios, estas inteligencias exquisitas han hecho voto de recogimiento, apartándose del mundo y de sus luchas vanas, con la mira de regenerarse y alcanzar el mayor dominio de la voluntad sobre los sentidos.

 No faltan magos dilettantes que como el citado Popus lleven a la vida diaria y callejera sus estudios y su ciencia. Este mago, de figura simpática y fisonomía nada despreciable, atraviesa los boulevares leyendo el porvenir en las manos de las mujeres bonitas, y traza horóscopos en Le Figaro y el Echo de Paris por cuarenta céntimos.

 No es posible dejar de mencionar al referirnos a la kábala y ocultismo modernos a la aristocrática duquesa Pomar, cuyo palacio del Pozzo di Borgo en la avenida de Wagrân es un verdadero templo consagrado al culto de la grande Isis, que ha descorrido su velo ante las princesas y ante los sabios que concurren afanosos a las fiestas del mercredis ofrecidas por la ilustre dama.

 Lo que es innegable es el influjo de estas tendencias y de estas ideas en el teatro y en la literatura, al extremo que hasta los escritores más apartados por sus antecedentes de estas cosas, han obedecido al predominio de la moda y echado su cuarto a espadas. Tal es el caso de Gilbert, Augustin Tierry, Anatole France. Paul Adam, Julio Lermina y tantos otros que firman notables trabajos en los diarios y revistas parisienses.

 Por lo que a mí toca declaro francamente que no atribuyo gran mérito a este género literario, que ni reproduce observación, ni plantea tesis, ni pinta escenas de la vida. El ocultismo llevado a la novela resulta una especie de Mil y una noches, en que todo es arbitrario y ocurre fuera de las condiciones normales del mundo. Como no hay que observar leyes ni lógica, todo el mérito depende de la fantasía más o menos hermana del autor, pues de Poe, Bulwer Lytton, Villiers de l'lsle Adam y en la actualidad Jean Lorrain, la magia en la novela y en la poesía sólo han producido obras medianas y de poquísima enjundia. El carácter impresionable y propagandista que caracteriza al pueblo francés, basta para explicar la boga que momentáneamente disfrutan las publicaciones del género a que hacemos referencia. Un pueblo histérico, nervioso, solicitado por múltiples anhelos, que ha agotado todas las sensaciones y pedido al placer su última palabra, es natural que se refugie en el ocultismo y en la kábala, de igual manera que esos crapulosos sin estómago que buscan los manjares menos fuertes y copiosos.

 Los que han entendido la biblia en este belén son los editores, muchos de los cuales han realizado pingües ganancias a costa del bolsillo de los crédulos y entusiastas.

 A Cuba no ha llegado todavía el ambiente ocultista. Ni Dios lo quiera. ¡Figúrense los lectores de EL FIGARO las cosas que saldrían por ahí si la moda ocultista penetra en nuestra anémica literatura!

 ¡Ni la guerra!

                                                                                              Diciembre, 1895

 

  El Fígaro, 29 de diciembre de 1895 p. 580.


sábado, 17 de mayo de 2025

La muerte de Joseph Conrad


  Jorge Mañach


 Joseph Conrad, uno de los grandes maestros de la literatura inglesa contemporánea, uno de los más nobles escritores de nuestro tiempo, un conquistador, en vida, de la "gloriola" clásica, acaba de morir hay dos semanas apenas. Prematuramente y sin embargo, ¡con qué cuajado merecimiento! ha entrado ya al clasicismo definitivo, al clasicismo de los muertos.

***

 El trópico casi no se ha percatado de esta muerte ilustre. Es el rubor inevitable de siempre. Acaso lo que más apesadumbra y desalienta en esta materialidad e inmediación de nuestro vivir es su lejanía de todo acontecimiento, de toda peripecia, de todo gozo o dolor en las comarcas del alto esfuerzo. Hay pueblos que, entregados tenazmente a la consecución materialista, logran, sin embargo, mantenerse al tanto de las vibraciones civilizadas.

 Los Estados Unidos son uno de esos pueblos; la Argentina -para no citar sólo un ejemplo consabido- es otro. En lo alto de sus torres humeantes, hay siempre antenas para recoger el clamor de los mundos. Y la vida burda es más llevadera en ellos, porque no han dejado fenecer sus simpatías. Y porque no están completamente solos en su aislamiento, porque son como emigrantes de la plenitud ideal que reciben, con cada correo, letras y estímulos para su nostalgia.

 Nuestra insularidad, ¡qué desoladoramente absoluta! ¡Cómo ignoramos, en la beatitud de nuestras pequeñitas vanidades, en la histeria y bullicio de nuestras menudas bregas locales, cómo ignoramos el ebullir más hondo de los continentes!

 Los raros hombres que reciben y leen periódicos de fuera, van por esas calles cargados de alucinación y como de una irreprimible petulancia. Parece que vivieran dobles vidas y que nos compadecieran un poco a los demás por ensimismarnos en nuestro barrio... Debemos darles la misma impresión que nos produjeran aquellos pasmados guajiros de la Ciénaga, insensibles a los mosquitos, curtidos a la miasma inhóspite e ignorantes del [ilegible] post-colonial.

 Alguna revista alerta nos trajo, empero, esta nueva, la muerte de Joseph Conrad. ¿Cuándo habrá una que nos entere de esas gloriosas existencias antes del R.I.P. que atolondra al mundo?

***

 Joseph Conrad era polaco de nacimiento. Tenía un patronímico eslavo y absurdo que había estilizado sabiamente -"Conrad"- al dedicarse a las letras. Hasta los diecinueve años no habló una sola palabra de inglés. Conocía, en cambio, casi todas las lenguas continentales, que había aprendido en sus largas andanzas de marino por todos los mares de Asia y de Europa. Ya en la adolescencia andariega, su camarote era una menuda biblioteca; el grumete aprovechaba las "bajadas a tierra" para demorarse en las otras, en las más grandes de las ciudades litorales y cursaba, entre escalas, olas y cielo, una ruda experiencia que había de ser la veta más fecunda de su producción literaria.

 A los cuarenta años, enfermo, Conrad tuvo que abandonar la navegación. Quedóse en Inglaterra, cuyo idioma ya dominaba, y empezó a escribir para vivir. Hizo más de veinte obras, dechados de imaginación, de vigor, de dramaticidad, de estilo; a las primeras, Albión le atacaba ya como a un maestro, e igual que el cuitado de Reading Gaol, pudo haberse proclamado a sí mismo lord de la lengua inglesa.

 ¡Maravillosa opulencia de ritmos y vocablos la de su prosa! Espléndida diafanidad, certero tino, ponderada economía! Parecía un latino, escribiendo; pero un latino anti-retórico, sin búsquedas de elocuencia ni alardes de énfasis: un latino de los "de guante blanco", o lo Renán, Fogazzaro o Valera que, además, cuidara del matizado moderno. Conrad consiguió para la prosa inglesa aquella "suavidad" de estilo cuya falta general les reprochaba ha poco Pedro Henríquez Ureña, (en amable y reciente coloquio habanero) a los modernos escritores sajones.

 Estuve a punto de decir que logró esa manera lustral "a pesar" de ser extranjero, de no ser el inglés su lengua de cuna. Pero acaso fuera precisamente por eso. El mejor inglés siempre se ha escrito al través de una disciplina extraña a él, o inspirándose en dechados y dictados latinos.

 Wilde ¿no hizo su maravillosa Salomé primero en francés? Roberto Luis Stevenson también latinizó; y Lafcadio Hearn, y en general, todos los estilistas contemporáneos de Inglaterra. Por lo que a los Estados Unidos hace, quizás la prosa inglesa más elegante, más rica y más equilibrada que allí se ha escrito en los últimos años, fue la del ensayista español Jorge Santayana, profesor que fue de Filosofía en Harvard.

 El fenómeno parece comprensible. El inglés es, predominantemente, un idioma de percusiones, de acentos. En cambio, las lenguas latinas (¿acaso también el polaco?) se modulan a base de ritmos, de enlaces, de cadencias. Imaginaos un herrero que supiera música. Ya no nos desagradaría tanto el batir del macho sobre el yunque. La prosa de Conrad tiene esa que pudiéramos llamar cadencia percusiva.

***

 "¿No son demasiado cortas nuestras vidas para llegar a esa plenitud de expresión que es la mira constante de todo nuestro balbuceo? Yo ya he renunciado a la esperanza de esas últimas palabras cuyo timbre, si pudieran ser pronunciadas, agitaría los celos y la tierra. Nunca hay tiempo para decir nuestra última palabra -nuestra palabra de amor, de anhelo, de fe, de insurgencia."

 Esto había escrito Conrad en "Lord Jim", uno de sus más bellos libros. Esto había escrito, y así fue. Tampoco él tuvo tiempo para su decir pleno. Tras largos años de dolencia estoica (alguien cuenta que su casa era "un verdadero arsenal de medicinas"), la muerte le ha abatido cuando se disponía a escribir la vigésima-quinta de sus obras: en el mismo momento en que la anunciaba en el coloquio de su retiro de Kent, el esputo final cortó la oración en su boca y los ojos vidriados imaginaron por última vez entre los olmos de su jardín, los viejos y fecundos panoramas de sus mares amados.

 El día que se traduzca a nuestra lengua alguna obra de Joseph Conrad -Youth, Lord Jim, The Rescue, pongamos por preferidas-, comprenderemos nosotros por qué esa muerte ha traído una vasta melancolía a tantos ánimos en lo demás del mundo.

 En la obra de Conrad se casaron la aventura y la reflexión. Él supo enlazar con arte inefable esas dos maneras de contenido, esas dos actitudes literarias cuyos alicientes se distribuyen en dos épocas de nuestras vidas: para la niñez, el drama azaroso; para la madurez, el drama reflexivo.

 ¿No habéis soñado vosotros alguna vez en esa conjunción que os retrotrajera a la edad ingenua, sin obligaros a abdicar de las prevenciones peritas que da el largo vivir? Hace tiempo, cuando estuve en Madrid, quise hacerme la ficción de revivir los años párvulos, y compré, en el viejo kiosco de Recoletos que mi niñez rondó, novelitas de Salgari y de Dick Navarro y de Nick Carter y de aquellos más que habían espeluznado mis veladas a hurtadillas... Fue un doloroso desencanto. Aquello me aburría ya: aquello ya no sacudía los resortes gastados del ánimo hecho a la duda y a la represión y al juicio.

 Y releía Conrad, que me curó un poco de la decepción. Sus bergantes, sus mares, sus piratas, me hicieron vibrar con la vieja inquietud, y, en las pausas del drama, la parte más empedernida de mi espíritu se regodeaba en la ironía amarga del gran escritor. Es que hay en cada uno de nos otros un infante que quiere complicar la vida, y un hombre que quiere comprenderla: un instinto de brava conquista y otro de sereno dominio. Conrad supo escribir a la vez para el salvajuelo y para el civilizado que todo prójimo lleva en sí. Los dioses le hayan en cuenta esa riqueza de comprensión.


 “Glosas”, Diario de la Marina, agosto 27, tarde, 1924, p. 1.