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sábado, 27 de septiembre de 2025

Ulises

 
 

Umberto Saba

 

Navegué en mi juventud a lo largo

de las costas dálmatas. A flor de ola

emergían islotes donde rara vez

se posaba un pájaro tras su presa;

cubiertos de algas, resbalosos al sol,

bellos como esmeraldas. Cuando

la alta marea y la noche los abolían,

velas a sotavento se desbandaban

huyendo mar adentro de la asechanza.

Hoy mi reino es esa tierra de nadie.

El puerto enciende para otros sus luces,

pero a mí me empuja mar adentro

un espíritu no domado aún

y de la vida el doloroso amor.

 

 

Ulisse

 

Nella mia giovanezza ho navigato

lungo le coste dalmate. Isolotti

a fior d’onda emergevano, ove raro

un Uccello sostava intento a prede.

Coperti d’alghe, scivolosi al sole

belli come smeraldi. Quando l’alta

marea e la notte li annullava, vele

sottovento sbandavano più al largo,

per fuggirne l’insidia. Oggi il mio regno

è quella terra di nessuno. Il porto

accende ad altri i suoi lumi, me al largo

sospigne ancora il non domato spirito,

e della vita il doloroso amore.



Versión: Pedro Marqués de Armas


jueves, 25 de septiembre de 2025

El gato intelectual



Luciano Erba



Explora todas las cajas

patrulla todos los cajones

curiosea para descifrar,

es el gato hermenéutico.

Su pensamiento fuerte es maullar

de noche entre los pararrayos del techo

su pensamiento débil pero magistral

roncar frente a la chimenea.

 

 

Un gatto intellettuale

 

Esplora tutte le scatole

perlustra tutti i cassetti

curiosare per decifrare

questo è il gatto ermeneutico.

Il suo pensiero forte è miagolare

di notte tra i parafulmini sul tetto

il suo pensiero debole ma sapienziale

ronfare davanti al caminetto.



Traducción Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas


martes, 23 de septiembre de 2025

Veneciana

 

Pedro Marqués de Armas 

 

En el mundo supermodelado y vacío

con perdón de la cita

al filo de la mañana

entre lánguidos turistas

un hombre buey

modelo de Tiziano

tirando el carretón de la basura

de puente en puente

los emuntorios de la ciudad

en tonos y matices

con todos sus pigmentos

                        trin

                               tran

           un puente y otro               

                           trin

                                   tran

                 un puente y otro

 

contra lo que no puede el Comune

pese a sus mil y una normativas  


No es normal -dijiste

que ese hombre

uno

         -único-

él solo

Vulcano mismo

haga esa labor



sábado, 20 de septiembre de 2025

El futuro del ojo



 

 Joseph Brodsky

 

 El ojo es el más autónomo de nuestros órganos. Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados en exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a mismo. Es el último en cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza. Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar. Ilustremos esta idea esta idea; por ejemplo, por ejemplo con una joven doncella. A cierta edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela, pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones. Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con el consejo del oído, el ojo puede conocer sus identidades (que se acompañan de nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, ¡ay!, sus descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la respuesta es que la belleza es siempre externa; también, que ésa es la excepción a la regla. Eso -su localización y su singularidad- es lo que determina que el ojo oscile salvajemente o -en términos de humildad militante- vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su autonomía, sólo es inferior a una lágrima.

 En este sitio, se puede verter una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Es la degradación desde la velocidad mayor a la menor lo que moja el ojo. Debido a que uno es finito, una partida de este lugar siempre se siente como final; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque partir es un destierro del ojo a las provincias de los demás sentidos; en el mejor de los casos, a las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente, la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. Tal como va el mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.

 

 Traducción de Horacio Vázquez Rial

 

 Marca de agua: apuntes venecianos, Edhasa, Barcelona, 1993.


viernes, 19 de septiembre de 2025

Ni tumbas ni lápidas



  Predrag Matvejevic

 

  Cementerio canino

 

 En el jardín del palacio que hoy ocupa el Museo de Arte Moderno se encuentra un diminuto cementerio canino. La dueña enterraba allí a sus perros. Los quería y los lloraba. En una lápida de granito están grabados sus nombres y apodos, con la fecha de su nacimiento y de su muerte. Una persona anónima deposita rosas y las recoge cuando empiezan a marchitarse. El museo es público, el cementerio privado. Muchas personas pasan por delante sin verlo. No he logrado descubrir dónde entierran a sus perros los venecianos, ni si tan siquiera los entierran. En el lazareto viejo, en el lugar donde antes se alzaba la pequeña iglesia de Santa María de Nazaret, hay un refugio para perros vagabundos, perdidos o abandonados, pero no hay ni tumbas ni lápidas. La propietaria del palacio Guggenheim afirmaba que para los habitantes de esta ciudad, los entierros sin lágrimas no son verdaderos entierros. Venía de lejos. La enterraron cerca del palacio en el que vivió con sus perros, que tan fieles y leales le eran.

   San Servolo

 

 En la pequeña isla de San Servolo había antaño un hospital psiquiátrico. Lo han trasladado a otro lugar. En la isla ya no hay enfermos, pero sus huellas perduran. Por este sendero caminaba el furioso Anzolo, llamado Ciabatta (Chancleta), por aquel, el orgulloso Zorzi, sin apodo alguno. En el cruce, al lado del pozo ceñido por una vera, se reunían y charlaban un buen rato mirando hacia Santa Elena y Giudecca. La brisa era el único testigo de sus encuentros. Nunca consiguieron atraer a nadie aunque lo desearon ardientemente. Los habitantes de esa casa, según las crónicas, se reprochaban mutuamente no estar en su sano juicio y se burlaban unos de otros. Cada enfermo buscaba a otro más enfermo que él, cada loco a otro más loco. La historia de Venecia recoge estos episodios también fuera de la isla. Las viejas gaviotas, que con grandes esfuerzos consiguen volar hasta su cementerio, al oeste de la Laguna, cerca de los pantanos, llamados de Los Siete Muertos (Fondi dei Sette Morti), se comportan de manera diferente. Cada una permite que la otra sufra y muera en paz.

 

 Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek

 

 La otra Venecia, editorial Pre-textos, 2004. 


jueves, 18 de septiembre de 2025

Zattere


 Philippe Sollers

 

 Estamos en pleno Sud. El sol sale amarillo por la izquierda y se pone rojo por la derecha. A menudo, con buen tiempo, la luna y el sol se ven juntos en perfecta simetría. Venus brilla, la estrella de los enamorados.

 En frente, la Giudecca y el Redentor. Un poco más a la izquierda, San Giorgio. Es sábado, entran los grandes transatlánticos.

 El muelle, amplísimo, se construyó por decreto del 8 de febrero de 1516. En 1640, se ordenó descargar allí toda la madera. Como los troncos descendían por flotación (zattera), arrastrados por la corriente del Piave desde los bosques de Cadore hasta Venecia, el largo muelle recibió el nombre de "Zattere". Se extiende desde la punta de la Aduana hasta la estación marítima. Cualquier viajero un poco experimentado sabe que este es el lugar más hermoso del universo.

 Viví allí, semanas y semanas, para respirar y escribir, durante cuarenta años, completamente de incógnito. De un barco a otro, de una a otra terraza sobre pilotes, muy temprano por la mañana, al mediodía, por la noche. He cruzado mil veces el Puente de la Humildad, el muelle de los Incurables, el del Espíritu Santo. He perdido la cuenta de los cafés que tomé al sol contra el agua centelleante y su batir regular bajo los tablones. La Linea d'ombra ha desaparecido, Aldo también, Gianni, La Calcina y La Riviera están allí. Cada día, mañana y tarde, se dice y repite la misa en los Gesuati, Santa María del Rosario. Pasajero, o paseante, enciende aquí una vela por mí. Soy incurable, pero tal vez el Espíritu Santo me proteja. La Humildad debería hacerme perdonar mis errores. Y como dijo alguien mejor que yo, avanzando al frente escenario, para significar el final de la historia: Let your indulgence set me free.


 Dictionnaire amoureux de Venise, Éditions Plon, 2021, pp. 85-86.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

Barón Corvo: blasfemo y aspirante a Papa



  Pietro Citati

 

 Frederick Rolfe, el encantador y monstruoso demonio que amaba presentarse bajo el nombre de Barón Corvo, ejercitaba una grandísima fascinación sobre aquellos que lo conocían. Frecuentaba una familia: por ejemplo, los Pirie-Gordon. Toda la familia se enamoró de él, y por un verano entero estuvo invitado a su casa de campo. Rolfe vestía un esmoquin de terciopelo color topo, que le permitía aparecer como un personaje misterioso y elegante en los almuerzos y en las cenas de los Pirie-Gordon y en las de sus vecinos. Los invitados quedaban impresionadísimos con su personalidad: no tanto por su cultura, que podía ser caprichosa y superficial, como por su intensidad personal que despertaba un vasto enamoramiento interior. “Había en él algo muy atractivo y a la vez algo repelente, pero la atracción predominaba, cuando él quería”, agrega un canónico que lo conoció en aquella ocasión.

 Casi siempre la astucia del Barón Corvo era doble: por un lado, fingía la ternura, la multiplicidad, la afectuosidad y el amor por la mentira de un joven de dieciocho años: por otro, ostentaba conocimiento y artes misteriosas como si fuese un demonio oculto en un cuerpo humano, parecido a Fausto o a Don Giovanni. Narraba con gracia aquello que había leído ávidamente en el British Museum o en la biblioteca más recóndita. Todo aquello que tocaba se volvía arcano o sacro: con particular competencia, trazaba horóscopos, vaticinando incluso cuándo sería oportuno realizar un viaje o una especulación. Los nuevos amigos pendían de sus labios. Frederick Rolfe no solo tenía un nombre y un apellido, también un sobrenombre misterioso, inventado por su megalomanía narcisista: “Barón Corvo”, heredado según él, de una noble familia italiana.

 Rolfe no se complacía con ser amado y admirado: quería ser mantenido suntuosamente, como un cortesano italiano del Renacimiento o un gentilhombre francés del siglo XVII; solo así sus amigos podían pagarle por el genio que él poseía y ellos no. En este punto, se producía un derrocamiento absoluto. Apenas se sentía amado y homenajeado, Rolfe sostenía, en contra de toda evidencia, haber sido “provocado, difamado, calumniado, malignamente abusado, tergiversado y falsificado”: echando a rodar un gigantesco complejo de persecución, mitad voluntario, mitad inconsciente.

 Así nacía, en él, la vocación de ofender: arte en el que se convirtió en supremo maestro. Lleno de un desprecio satánico, se consideraba en guerra contra innumerables enemigos envidiosos de su talento. El complejo de persecución se transformaba en complejo de superioridad: la lengua se afilaba, se volvía cáustica, perversamente concisa, pronta a apresar y deformar las múltiples caras de sus enemigos. Prisionero de la obsesiva psicología que él mismo había construido, podrido miserablemente en sus propias cadenas: la vida se limitaba a lanzar una mirada desde la luneta de su cárcel y pasaba de largo: una coraza de gélida indiferencia o de activo disgusto lo circundaba: ninguno se esforzaba en penetrarlo; y él mismo impedía que nadie lo penetrase.

 Según Rolfe, su vida descansaba sobre una triple escena arquetípica: la conversión al catolicismo, ocurrida cuando tenía veintisiete años (en 1886); la admisión en el colegio católico de Oscott, en 1887, como seminarista, del que fue expulsado dos meses después; y la nueva admisión como seminarista en el colegio escocés de Roma, marcada cinco meses más tarde por una nueva expulsión. Cuál fue el motivo preciso de esta expulsión no lo sabemos. En Desiderio e la ricerca del tutto, Nicholas Crabbe (la sombra de Rolfe) dice que “fue expulsado de improviso, con toda la carga de maltratos y de indignidad; lo arrojaron fuera, en el corazón de la noche, expuesto a la penuria y al hambre”. Por esto, reitera Rolfe: “Siento un desesperado terror por los católicos: nunca he conocido uno (con una sola excepción) que no fuese un calumniador o un opresor de los pobres o un mentiroso”; “Odio a todos los católicos y no me fío de ellos”.

 Rolfe sostenía que la llave fundamental de su vida era la sacra Vocación al sacerdocio. Obedeciendo a esta vocación, proyectaba órdenes monásticas, constituidas, organizadas y consagradas, en las costumbres medievales, al servicio de Dios y en busca de la sapiencia. Pero mentía, aun cuando, probablemente no sabía mentir, pues la mentira habitaba profundamente y se escondía dentro de él.

 No poseía ninguna vocación religiosa: en todos sus libros, aun cuando habla el papa, no existe una sola palabra que ofrezca un verdadero acento religioso. No poseía siquiera una vocación diabólica: o, al menos, su profundo instinto demoníaco no logró jamás presentarse al revés, como espíritu religioso de cualquier otra tradición. Rolfe amaba solo una cosa: la recitación religiosa; las gemas del rito católico; los ritos de la Semana Santa, que Nicholas Crabbe saboreaba como los baños en la laguna.

 Rolfe tenía un sueño supremo: ponerse las sotanas blancas del papa; y representó su propio deseo en el más famoso (no el más bello) de sus libros: Adriano VII (1904: Superbeat, Neri Pozza, traducción de Aldo Camerino), donde George Arthur Rose, el portavoz de Rolfe, se convierte en papa luego de un accidente inverosímil ocurrido durante el Conclave. Entre Rolfe y Rose existía una fisura, a través de la cual Rolfe miraba a su doble con amor, exaltación y desprecio: como si fuese a la vez un santo y una máscara, un actor trágico genial y un canalla. No olvidaremos nunca la voz del papa: la voz proterva y balbuceante, desvergonzada, irreverente, caprichosa, deslumbrante, que da un movimiento teatral al libro. Escondido detrás de la figura de Adriano VII, Rolfe no logra contener su propio goce: mientras escribe el libro, siente ser el papa: vive su libro; y se divierte locamente en hablar y en oficiar como un papa, aparecer en el balcón del Vaticano a bendecir a la multitud, encender cigarrillos en el apartamento pontificio, recorrer Roma a pie, promulgar edictos y encíclicas, escribir cartas públicas a los pueblos y a los reyes, con un candor y una megalomanía casi conmovedoras. 


 En dos lugares, Rolfe se revela: “En verdad, me gustaría amar sin ser amado, pero hasta ahora he estado solo, solitario, y creo que habré de continuar así hasta el fin”. Cuando un sacerdote le pregunta: “Hijo mío, ¿amas a Dios?”, del silencio emana la respuesta: “No lo sé. En verdad no lo sé”. No habla nunca de amor, como le impondría su condición de papa. Habla casi exclusivamente, volublemente, de política exterior, en primer lugar de la pasión revolucionaria que está por abrumar a Rusia, Francia y el mundo civil. Ante la amenaza del socialismo y de la revolución, Adriano VII corre a los refugios. De un lado renuncia al poder temporal de la Iglesia: pero, del otro, se convierte en un Pontífice autocrático, un nuevo y más inflexible Bonifacio VIII, venido a traer orden y jerarquía, y a diseñar una nueva carta geográfica de la tierra. Así, proclama un nuevo imperio romano: con dos emperadores, uno del Norte y uno del Sur, Guglielmo de Prusia e Vittorio Emanuele III de Italia; y considera a este último, no se sabe bien porqué, uno de los “cuatro hombres más inteligentes de la tierra”. Especialmente esta parte suscita en el lector italiano una incontenible hilaridad: pero no debemos olvidar que Rolfe toma el propio libro terriblemente en serio, como testamento político-religioso de la Europa moderna.

 En agosto de 1909, Rolfe partió para Venecia junto a R.M. Dawkins, director de la Escuela británica de arqueología de Atenas. Puso todas sus pertenencias y manuscritos en un cesto de lavandería, cerrado con una barra de hierro y un candado; llevaba en el cuello un crucifijo de plata grande y pesado. No tenía dinero: esperaba vivir a costa del amigo arqueólogo. Pero este abandonó Venecia, dejándole algunas libras esterlinas. Rolfe alquiló unas sandalias y aprendió a remar maravillosamente a la veneciana, como si siempre hubiese sido un gondolero.

 “Me bañaba tres veces al día –escribió Rolfe– comenzando al alba hasta que el crepúsculo envolvía toda la laguna con llamas de amatista y de topacio. Me levantaba muchas veces en plena noche y me deslizaba silenciosamente en el agua para zambullirme por una hora en la reverberación de una gran luna dorada, o al trémulo palpitar de las estrellas. Imagínate un mundo crepuscular de cielo sin nubes y de mar sereno, un mundo todo hecho de heliotropo, de violeta y de lavanda… Había algo de sacro, algo solemnemente sacro en aquel silencio nocturno que hubiera querido no fuese turbado ni aun por el leve ruido de un remo… Tan indeciblemente bella era la paz de la laguna, que nació en mí el deseo de no hacer nada más que estar sentado absorbiendo mis impresiones, inmóvil”.

 Muy pronto todo se precipitó: Rolfe quedó completamente sin dinero: los amigos ingleses le habrían enviado dinero si hubiese regresado a casa; pero se negó a regresar y cubrió de injurias a sus amigos. No quería dejar su paraíso terrenal, aquel paraíso de agua y luz, ahora que finalmente lo había encontrado. Se le veía por doquier con una inmensa pluma estilográfica y con sus extraños manuscritos: empeñaba sus cosas, una tras otra, al Monte di Pietà. En el otoño-invierno de 1909-1910, vivió en el rellano de una escalera de servicio. Más tarde anidó en una isla deshabitada de la laguna, en una barca que hacía aguas, toda cubierta de hierbas y mejillones acumulados en el verano: tan pesada que no lograba casi moverla con los remos. Si se quedaba en medio de la laguna, la barca podía hundirse; y él corría el riesgo de ser devorado vivo por los cangrejos que con la baja marea bullían entre el fango del fondo. Si echaba el ancla hacia la isla, debía permanecer despierto toda la noche, porque en el instante en que cesaba de moverse, lo asaltaba una banda de ratas nadadoras, que en invierno eran tan voraces que atacaban hasta a los hombres, y les mordían los dedos de los pies.

 Se pasaba sin comer hasta seis días seguidos, o con dos panes (de tres céntimos) al día. De vez en cuando lograba que lo aceptasen como gondolero privado. Se hundió en la vileza y en el vicio: corrompía jóvenes, seducía inocentes, los vendía a sus cómplices. Cuando murió, el 25 de octubre de 1913, en su habitación de casa Marcelo, se encontró una gran colección de cartas y fotografías obscenas.

 Escrito en los últimos años de vida, Il Desiderio e la ricerca del tutto (Longanesi, traducción de Bruno Oddera) es la única obra maestra de Frederick Rolfe: de una maravillosa libertad, riqueza, vastedad de ecos y profundidad simbólica. Como en el Adriano VII, hay muchas páginas inspiradas en el rencor y la manía de persecución: es necesario recortarlas con la mente, abolirlas, olvidarlas, dejando transpirar el luminoso “deseo del todo” y la tiernísima “búsqueda”. Lo singular es que en el periodo más abierto de la vida de Rolfe haya generado este libro profundamente puro, nacido de un aliento platónico. Recordemos una frase de Kafka: “Ninguno canta más puramente que aquellos que habitan en el más profundo de los infiernos: aquello que tomamos por el canto de los ángeles es su canto”.


 Nacido bajo la constelación de cáncer, Nicholas Crabbe, la nueva contrafigura de Rolfe, era un cangrejo: durísimo por fuera, con su fría y desconcertante coraza y las tenazas listas a cerrarse, y a aferrar y herir a los otros; y, dentro, mórbido, tierno, dulce, una red de ramificaciones nerviosas más finas y sutiles que la de una telaraña, y más dolorosas al contacto de la carne viva. Como en el mito platónico del Simposio, él buscaba la propia mitad: la mitad perdida, la arrancada de él en una vida anterior. Esperaba al otro: el divino amigo, el David de su Goliat, el Patroclo de su Aquiles, la Eva de su Adán y, en torno, la patria, la familia, la amistad, la casa, el mundo finalmente recuperado. “Del todo abierto -escribe Rolfe- era su corazón, y extendidos los brazos, y desnudo el pecho, mientras con cada fibra del cuerpo y del alma bramaba, inflamado del ávido deseo de unirse al compañero que junto a él habría formado el Uno, al fundirse y disolverse en él”. El amor, mudo en Adriano VII, renació; y se cumplía y alcanzaba la propia cumbre.

 Entre los restos de un pueblo calabrese destruido por un terremoto, Nicholas Crabbe salvó a una muchacha adolescente, Zilda, casi asexuada, blanco como leche y miel, con espesos y cortos cabellos castaño claro, ojos verde azulados, un rostro inexpresivo, sin pasiones, cándido e inocente. Zilda era el andrógino del mito y de la literatura. Reunía el misterio, la tranquilidad y la robustez del gato, el esplendor de la estatua griega de oro y marfil, lo suavidad de la virgen rafaelesca con los rubores y palideces de su ligera piel de miel. Crabbe adoptó a Zilda como hijo, gondolero y esclavo: su naturaleza homosexual lo impulsaba a amar en el otro al muchacho, ocultando sus rasgos femeninos; Zilda debía convertirse en la más dócil de las ceras, enteramente modelada y plasmada por sus manos.

 La parte final del Desiderio repite la suerte de Frederick Rolfe. Sin un lecho, sin una lira, con un pan viejo de tres céntimos en el bolsillo. Nicholas Crabbe caminaba por las calles y los puentes de Venecia: caminaba sin rumbo toda la noche, bajo la lluvia y la nevisca, mientras en el cielo castaño resonaban las horas. Si se tendía sobre la playa abierta del Lido, una hora bastaba para impregnar sus huesos de escarcha. Durante el día vagabundeaba de una iglesia en otra: o delirando lleva flores a las tumbas del Camposanto. Después de ocho días sin comer y cinco sin dormir, solo el agua lograba saciarlo. Si bien su cuerpo desmejora y la mente languidece, presentaba todavía al mundo un rostro desdeñoso y ofensivo.

 En estos capítulos conclusivos, donde alienta la imitatio Christi, la abyección de Rolfe se transforma en una extraordinaria nobleza poética y moral. Así el libro conoce un encanto negado hasta el final a su autor. Nicholas Crabbe logra alcanzar la estancia cálida y fragante, el nido de amor de Zilda, y encuentra en él a la mujer que había rechazado conocer. Las dos mitades separadas se abrazan. “Oh mía, querida mía, mi querido, te he buscado toda la vida”. Los labios se funden y los ojos miran a los ojos largamente. Los pechos se aprietan y un corazón bate sobre el otro. Las mitades, que se han encontrado, se disuelven una en la otra.

 La otra gran criatura amada e idolatrada, la criatura en la cual fundirse y disolverse nos parece una unión natural e imposible, es Venecia: esta Venecia de canales cerrados y mar abierto, de techos y de terrazas, esta Venecia de barcas ligeras y veloces, de la cual todos conocemos las horas, los colores, los perfumes, las lluvias, las nieves, las noches, los veranos sofocantes y los clamorosos días primaverales. Alguna vez reencontramos los crepúsculos, las lavandas y las lunas muertas de Turner y de Ruskin. Pero es solo una nota. La Venecia de Rolfe es todavía la Venecia antigua, paralizada en el tiempo, radiante, vital, triunfal, azul y violeta. La ciudad de Tiziano y de Veronese, que aparece por última vez a un hombre que está por hundirse en la muerte.


 Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas

 

 “Barón Corvo: Ensayista blasfemo y aspirante a Papa” apareció en el Corriere della Sera, el 14 de mayo de 2014. Potemkin ediciones, núm. 9 octubre-diciembre 2014. 


domingo, 14 de septiembre de 2025

Lealtad y herejía de Venecia

 

  Jorge Mañach

 

 Sí, tienen razón los gondoleros. Venecia pertenece al pasado: las lanchas de motor en los canales son una herejía -casi tanto como estos turistas que hormiguean por la plaza de San Marcos un poco sonsos, un poco embriagados de la fragancia añeja.

 Sería muy deplorable que Venecia no se resignase a ese destino de cosa pretérita, detenida en el tiempo, como parece amagarlo cierto plan de expansión que vi, muy ilustrado, en un periódico de Roma. Si tales proyectos de corte americano se llevan a cabo, si la villa acuática se empeña en seguir echando estribaciones de cemento sobre la tierra firme, acabará por perder esta concentración y unidad maravillosas que hoy tiene. San Marcos dejará de ser su corazón trajinado de palomas; las calles aledañas, de tan aristocrática intimidad, se tornarán arrabaleras; los palacios de color de malva, de color de miel, que levantan del agua misma sus fachadas de esmalte y filigrana, ya no serían más estas reliquias vivas, habitadas, que hoy son, sino pura arqueología de mirar. La gracia actual de Venecia, su gracia eterna, consiste precisamente en esta compenetración orgánica de lo vital y lo estético, en este ser habitación museal, donde la gente sale, como si tal cosa, de su zaguán vetusto a unos peldaños de lamido musgo, y de los peldaños a la góndola, y de la góndola no se imagina uno a qué.

 ¿De qué vive, en efecto, esta ciudad, como no sea de los recuerdos hechos sustancia, o de su agua y aire propios, como una flor lacustre? ¿Qué significa en ella ser abogado, obrero, corredor de bolsa, periodista? Las únicas profesiones que aquí se conciben son esas que están a la vista: el guía, el vendedor de tarjetas postales, el mercader de cueros o de cristales y encajes opulentos, el pintor, el sacerdote… Claro que hay un hinterland de negocios y política; pero afortunadamente no está a la vista: la ciudad hasta ahora ha sabido disimular esas servidumbres modernas. Sabe que su encanto consiste en una suerte de primitivismo exquisito, en aquella conjunción de lo bello y lo espontáneo que le hacía decir a una turista americana, al contemplar los residuos sólidos que flotaban en el agua de un canal:

 -Oh, it’s so nice and dirty!

 Sí, tan linda y sucia a la vez; tan viva y decrépita; tan severa y risueña. Bien ha hecho en desplazar sus frivolidades más modernas al otro lado del lago, al Lido. Esos hoteles, esas playas, esos americanos en trusa, esos cocteles bajo los parasoles, también deben ser como una concesión lejana y discreta a la modernidad; aquí, en las isletas clásicas del Rialto, hubieran sido como pistolas a un Cristo. Esta ciudad -la de más placenteros lujos en Europa hace un siglo- ya no tiene derecho a divertirse, porque los nuevos estilos de frivolidad no se avienen con su tradición augustamente sensual. El nilón ha sustituido al terciopelo. Los caballeros son atléticos y nada sutiles; las damas de hoy, tan esquemáticas en su desnudez, hubieran repugnado al Ticiano.

 Mucho me desazonó ver, en la esquina de una iglesia fastuosamente barroca, un cartel de propaganda comunista, convidando a no sé qué arrebatos del camarada Togliatti. Pero se percibía que eso no era más que un episodio, como el de la huelga de los gondoleros. En cambio, toda el alma de Venecia parecía volcarse esos días en las grandes banderolas que señalaban, al otro lado del Gran Canal, una exposición retrospectiva de Tiépolo.

 Porque no es alma de agitación, sino de contemplación, de éxtasis sensual, el alma de Venecia. Sus pintores nunca nos convencen cuando pintan batallas o ceremonias, ni cuando se meten en aventuras celestiales. Todos sus grandes artistas -Giorgione, Ticiano, Sansovino, Tintoretto, Paolo Veronese, Palladio, Tiépolo mismo-, son plásticos de la luz, del color, del ritmo, sin más complicaciones. Aquí, en estos primeros templos renacentistas, se quebró definitivamente la fuga mística del gótico. Son templos, a la verdad, con más lujo que recogimiento. En las fachadas seculares, el gótico perdura, como se sabe, pero con la austeridad ya diluida en orgías de color. Y ni en San Marcos le costó trabajo a Venecia coquetear con las filigranas terrenales del bizantino. Ese interior embriaga, pero no anonada.

 Más ya veo que me estoy poniendo descriptivo -descubriendo el Mediterráneo. Librémonos de esa tentación barata y digámosle adiós a Venecia desde está góndola que nos lleva, con su lentitud de siglos, a la herejía de su estación moderna.


 Diario de la Marina, 14 de septiembre 1951.


viernes, 12 de septiembre de 2025

Epitafio para un diente



 

Italo Svevo

 

Aquí yace el diente más laborioso de mi miserable boca

Masticó durante 34 años de infatigable actividad

Bovinos enteros preparados de diferentes formas

Dulces italo-germanos, ensaladas, conservas

Fruta de Oriente y Occidente, maduras e inmaduras

Carcomido ya y convertido en cera

Hubiera atenuado, pero no suspendido

La actividad para la que nació

Quiso el cruel destino que por celos

A las tenazas su amo lo sometiese 

 

En el celibato próspero y sereno

El matrimonio lo mató

 

 

Epitaffio per un dente

 

Qui giace il dente più laborioso della mia grama bocca

Masticò in 34 anni d´indefessa attività

Bovi interi preparati in vario modo

Dolciume italo-germanici insalate conserve

Frutta d´Oriente ed´Occidente mature ed immature 

Gia bacato e mutato di cera

Avrebbe attenuatta ma non sospesa

L´attività cui era nato

Volle ilfato fero che per gelosia

Alle tanaglie il suo padron lo sommettesse


Nell celibato prospero sereno

Il matrimonio l´uccisse 

                                                                                                    1896


Traducción: Dolores Labarcena




martes, 2 de septiembre de 2025

Trieste



Umberto Saba

 

Atravesé toda la ciudad.

Subí después la cuesta,

al principio poblada, luego solitaria,

rodeada por un muro bajo:

un rincón donde me siento

a solas; y donde parece acabar

también la ciudad.

 

Trieste tiene una gracia

hosca. Si gusta

es como un chiquillo áspero y voraz,

de ojos azules y manos demasiado grandes

para regalar una flor,

como un amor

receloso.

Desde la cuesta descubro cada iglesia,

cada calle, si lleva a la playa, ardua,

o a la colina en donde, en la punta,

pedregosa, una casa, la última,

se aferra.

 

En torno

circula en cada cosa

un aire extraño,

un aire tormentoso,

el aire nativo.

 

Mi ciudad, tan viva en todas partes,

tiene ese rincón para mí, para mi vida

absorta y esquiva.

 


Trieste


Ho attraversato tutta la città.

Poi ho salita un'erta,

popolosa in principio, in là deserta,

chiusa da un muricciolo:

un cantuccio in cui solo

siedo; e mi pare che dove esso termina

termini la città.

 

Trieste ha una scontrosa

grazia. Se piace,

è come un ragazzaccio aspro e vorace,

con gli occhi azzurri e mani troppo grandi

per regalare un fiore;

come un amore

con gelosia.

Da quest'erta ogni chiesa, ogni sua via

scopro, se mena all'ingombrata spiaggia,

o alla collina cui, sulla sassosa

cima, una casa, l'ultima, s'aggrappa.

Intorno

circola ad ogni cosa

un'aria strana, un'aria tormentosa,

l'aria natia.

 

La mia città che in ogni parte è viva,

ha il cantuccio a me fatto, alla mia vita

pensosa e schiva.




Versión: Pedro Marqués de Armas


Lord Dunsany: Bethmoora

 


Diario de la Marina, 10 de octubre 1926. 



domingo, 24 de agosto de 2025

DECÍA LURIA

 

Rolando Sánchez Mejías

 


decía Luria

que según S.

las palabras tenían texturas

 

y peso

                    y color

                                        y sabor

 

y decía

que la mente de su paciente

era una mente infinita

donde cada palabra

producía una imagen singular

sólo comprensible para él

 

decía Luria

que decía S.:

 

las palabras son peligrosas

una vez coloqué “lápiz” junto a una verja

y el lápiz se fundió con la verja

lo mismo me pasó con “huevo”

coloqué la palabra “huevo”

en un fondo de pared blanca

y se fundió con la pared blanca

 

y a veces

también coloco las palabras

en un sitio oscuro

 

como ve Dr.

las palabras y la realidad

son equivalentemente peligrosas

 

decía Luria

que S. tenía una memoria infinita

 

rememoraba largas series de cosas y palabras

y que sin embargo era incapaz de argumentaciones lógicas

 

y que para no perderse en el espacio

colocaba imágenes

a lo largo del camino

 

           a) a veces una calle de su ciudad natal o el patio de su casa

 

           b) o alguna calle de Moscú que recorría con frecuencia

 

           c) por ejemplo la calle Gorki empezando por la Plaza Maiakovski

 

 

y avanzaba despacio calle abajo

 

                                  colocando imágenes

 

                                             en casas y portales

 

                                                        y escaparates de las tiendas

 

 

 

decía S.: “usted Dr.

me pregunta por un caballo

y yo sólo trato de seguir el hilo”

 

 

es decir

una cosa mental

en el sentido de sueño

 

 

 

* * *

 

 

 

y yo

yo ¿cómo sigo el hilo?

 

pregúntame por un caballo

y te diré cualquier cosa