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martes, 30 de mayo de 2017

En el Polo de Klondike





 El burro te persigue en el Circo, y el detective que no da pie con bola, y la risa del público que no entiende. Pero el león te respeta, ¿o te desdeña pensando que nada vale la pena? Estás solo, Charlie, solo en el Polo de Klondike, y en la ciudad confusa, y en el campo, solo con la gente sola, solo.
 
 Eres tal vez el hombre actual, en medio de las máquinas, trastabillando en la tierra de donde Dios emigró. Como él, tú ni lloras ni ríes, si acaso te sonríes a veces, con extraña sonrisa ingenua, asombrada, y cuando por amor, renuncias al amor, te sientas sobre una caja vacía, en el campo vacío, mientras se marcha el Circo, y te quedas allí, tú solo, como siempre estuviste.

 Con tu bastoncito ridículo, con tu sombrerito ridículo; solo, y después sales andando, sin rumbo (porque todos los rumbos son en el fondo iguales), sin palabras, sin gestos, sin risas ni llanto. Hablan en ti tan sólo tus zapatos, torcidos hacia arriba, vueltos desesperadamente hacia arriba, como las catedrales.


 L.R.E

Evocación de Luis Rodríguez Embil



 José María Chacón y Calvo

 ... Mi primer recuerdo de Luis Rodríguez Embil es de hace 37 años. Ya era un escritor de vasto renombre. Había publicado dos novelas: "Gil Luna, artista" (de carácter ensayístico) y "La Insurrección", de acento histórico y exaltadora de nuestra última Guerra de Independencia. Había publicado también ensayos, novelas cortas, cuentos y muchos versos en revistas de Cuba y del extranjero. Trabajaba yo entonces en un puesto de abogado en la Secretaría de Justicia. Era en un departamento que tenía una bella vista sobre el mar. Nunca encontré después en ml no corta vida burocrática un lugar que fuera, como ese tan "cobdiciadero para orne cansado".
 Luis Rodríguez Embil me llevaba su cordial adhesión para un homenaje que rendíamos en esos días a Alfonso Hernández Catá, el gran cuentista de "Los frutos ácidos". Pudo haber sido aquella una de tantas visitas corteses y gratas. Pero al hablar con el amigo que conocía en esos momentos y que sentía, sin embargo, como una vieja y segura amistad, encontré en sus palabras no sé qué inusitado acento, qué tono transido de pura espiritualidad, que aquella tarde de la primavera de 1917 fue una fecha esencial en mi vida.
 Me hablaba de Bergson, me hablaba de su filosofía espiritualista, y todo tenía en su conversación el tono de serenidad, de sosiego, de paz, y a un tiempo de honda vida interior, que yo me sentí unido al nuevo amigo por algo tan profundo, tan entrañable que sentí desde entonces aquella amistad como lo que no puede quebrantarse ni aminorarse, cualesquiera que sean las contingencias de la vida.
 No volví a ver a Rodríguez Embil en muchos años, pero cuando pensaba en la pura amistad, la imagen del autor de "El soñar de Segimundo" se levantaba en lo íntimo de mí. Por eso uno de mis primeros ensayos sentimentales, el de "Castilla y Lanuza", publicado en 1920, tuve necesidad de dedicarlo al amigo, cuya muerte reciente es un hondo duelo de las letras cubanas.
 En 1930 volvimos a vernos. Había publicado nuevos libros: "El imperio mundo", con el nítido recuerdo de la primera guerra mundial que mereció altos elogios de don Enrique José Varona; "La mentira vital", una preciosa colección de cuentos, muchos con raíz filosófica, que Blanco Fombona llevó a una de sus colecciones de Madrid, la que llevaba el gran nombre de Andrés Bello.
 Ya había sentido Rodríguez Embil ese dolor profundo, que en los espíritus que propenden al misticismo, tiene una transcendencia imponderable... Y fue entonces cuando me habló de su más íntimo libro: "Las poesías de Asoka-Anansar".
 Volvimos a separarnos. El volvía a su Consulado de Hamburgo; yo a un puesto subalterno en nuestra Embajada en Madrid.
 A poco vivía Cuba una de sus crisis políticas. Al término de una, o en uno de sus paréntesis más propiamente, el gran cubano don Cosme de la Torriente, a la sazón Ministro de Estado, ascendió a Rodríguez Embil a Ministro Plenipotenciario y le confirió nuestra regentación en el Uruguay.
 Entonces viene una de sus etapas más fecundas. Publica primero, "El soñar de Segismundo", un ensayo filosófico sobre la finalidad de la vida, con muy puras esencias poéticas. Algunos años después, su biografía de José Martí. "El Santo de América", obtiene la más alta recompensa en el concurso internacional, convocado oficialmente en Cuba en 1939.
 Regresa entonces a Cuba, acompañado de su esposa, a la que amó con indecible ternura. Y fuera de tres años en que tuvo nuestra representación en Venezuela, ya vivió siempre en Cuba, en medio de un casi total apartamiento, como desasido en todo lo que le es dable al hombre de la terrestre ligadura, desde la muerte de Helen, su esposa amadísima.
 Fue en esta última década cuando pude conocer en su más pura luz el corazón magnánimo, forjado en la bondad, del amigo entrañable.
 En su discurso de ingreso en la Academia de Artes y Letras, leído en marzo de 1945 y que versa sobre Jesús Castellanos, hay una expresión incidental que define al escritor, Habla de la generación del insigne novelista de "La Conjura" y del agudo exégeta de José Enrique Rodó y afirma "que vivía desorientada".
 ¿Cómo vivía desorientada una generación que tenía maestros de la calidad de un Enrique José Varona? ¿Qué quería decir Rodríguez Embil con esta expresión negativa?
 Aquí está la vida interior profunda del poeta ¿traductor?... creador de Asoka-Anansar. Estaba desorientada esta generación, por qué con raras notorias excepciones, vivía bajo el signo exclusivo del positivismo. Es decir, que no tenía un criterio orientador acerca de la vida perdurable del hombre, de su final destino, de su razón íntima de ser.
 Se ilumina con esta sola frase la vida noble, generosa y austera del gran meditativo de "El soñar de Segismundo".
   Tuve mucho tiempo un libro -inédito aún- del fraternal amigo que esclarece esta fase de la obra y la vida de Rodríguez Embil. Me hablaba no sólo de un maestro de las letras, vino de un hombre de bondad creadora y de serenidad resplandeciente. Una de sus poesías con su místico fulgor, quedó en mi memoria. La decía para mí mismo mientras velaba el sueño postrero de mi amigo. Me iluminaba y me hacía pensar que la infinita misericordia del Señor abriría su reino a quien con humildad acataba el mandato divino. Siéntala conmigo el lector:
 "Para la hora de la muerte y de la vida: -Heme aquí. Haz de mí lo que plazca a tu Santa Voluntad -concédeme humildad- para que pueda-si oso algo pedirte- a un tiempo obedecerte y bendecirte- Si puedo hacer Tu voluntad la mía- será mi gratitud y mi alegría- cual los ángeles pura-claras cual del amanecer la albura. Cielo es ser sólo en Ti, que sólo eres infierno en no querer lo mismo que Tú quieres- y saber que eres Tú, y en lo ilusorio- viviendo en continuar el Purgatorio... -Largo tiempo vagué lejos de Ti-y pequé, y aprendí- que cualquier senda que mi vida emprenda- a Ti ha de conducirme toda senda. Morir o vivir hazme: será justa tu decisión augusta- Conmigo haz lo que quieras, y de mí- 'Heme aquí...'
 Y en otra parte del libro leemos:
 "¿Fuera esta vida, oscura tolerable, -sin la claridad del misterio- que irradia de su centro oscuro?".
 "Claridad del misterio", ¿no sentimos traspasada de luz la vida del amigo inolvidable? 'Que lo haya acompañado, ahora que está tan cerca de esa "misteriosa claridad", y que él sintió tan profundamente a lo largo de su vida, generosa, austera, fecunda'.


 Diario de la Marina, 7 de mayo 1954; y Revista de la Biblioteca Nacional, mayo-junio 1954. 


lunes, 29 de mayo de 2017

Luis Rodríguez Embil: Un alma



 Gastón Baquero

 Luis Rodríguez Embil, hombre de silencio, de meditación, de melancolía serena, cerró ayer los ojos a la luz externa del mundo.
 Un meditador, que es lo contrario de un gesticulador, deja una obra que con toda su luminosidad y sus pruebas de cultura, no da la medida de esa densidad e intensidad de espíritu que fueron características de Luis Rodríguez Embil. A la manera de los viejos sabios orientales, echaba al mundo una mínima parte de sus meditaciones, y conservaba para el lento e inacabable examen y encantamiento espiritual, las mejores y las más amplias conquistas de su inteligencia. Hay el autor volcado que arroja en el libro todo lo suyo y queda exhausto al final de cada obra; y hay el autor contenido, dosificado por sí mismo, que sólo se desprende de un poema, de un relato, de un ensayo, cuando lo ha gestado en forma tan intensa y durable, que entrega al exterior un fragmento del cuerpo espiritual morosamente alimentado. A los autores éstos les queda siempre un mundo por descubrir dentro de sí mismo, una zona de misterio, de contemplación, de ensimismamiento, que en realidad es el fermento y la raíz de la más depurada producción.
 Luis Rodríguez Embil fue, entre nosotros, un rarísimo modelo de escritor vivíparo, -meditaba lo suyo por años y años en suave silencio, en penumbra, y sólo salía a decir algo, a publicar una página cualquiera, luego de producirse en él ese "punto de saturación" que las ideas alcanzan igual que los seres vivos. Sólo publicaba lo que había elaborado sin precipitación, más en el taller del espíritu que en el arte de la estilística, porque al mencionarse el término "elaboración", tan peligroso y lleno de confusión junto a la manera productiva de Luis Rodríguez Embil, debe subrayarse que él elaboraba por dentro, calladamente, en ese diálogo mudo que el creador de vocación mística emplea para enseñorearse de su propio mundo. El recogimiento mental, la suprema ponderación, la discretísima entrega de sus frutos hacían de Luis Rodríguez Embil un aislado, un escritor que casi no parecía pertenecer a esta legión de trepidantes llamativos, exhibidores hombres que son los escritores hispanolatinos.
 Desde muchos años atrás, acaso siempre, vivió de espaldas a los feos quehaceres rutinarios de una "personalidad literaria"; retratos, bombos intercambiados, artículos elogiosos por compromiso que se traiciona en cuanto se contrae, difamación del colega, autovaloración cínica, formación de capillas para la oportuna "defensa de los intereses comunes" y demás martingalas que el escritor ambicioso de ese asco que llaman "posición pública y fama indiscutible" debe manejar un día tras otro. Rodríguez Embil era el revés del parlero y del suficiente; con profundo saber, parecía no saber casi nada. En él se realizaba a la perfección el porqué de ese dual valor de la palabra jocundia, jocundia es alegría, pero también es apacibilidad. Mesura, sentido del tiempo trascendente y del tiempo físico, ironía sin hiel para contemplar el frenesí de los cambios, de las novedades, de esas mutaciones que los hombres sin quicio cultural agitan como verdaderos mundos recién creados, y frecuentemente tienen... diez o doce siglos de olvido.
 Porque Luis Rodríguez Embil conocía a la perfección el "antes" de las cosas, permanecía inmutable, levemente sonreído, humanísimo y comprensivo, ante las más audaces pretensiones de descubrimiento y de supremacía. Era el criollo domado por la cultura, rehecho a una imagen alta y pura del humano, luego de cercenarse con el ver y el vivir de lo grande y lo hondo, los provincianismos, las pequeñeces, las tristes negaciones que a la personalidad no culta imprime el ancestro. Luis Rodríguez Embil se veía como un ido, como un soñador, en los tiempos negados a ese irse hacia lo alto que es el ido rilkeano. Soñar junto a los insomnes a fuerza de no tener sueños, es ya un heroísmo.
 Quien esto escribe le quería mucho a lo lejos, sin comunicárselo. Alguna vez, brevemente se hablaba de música, de la poesía oriental, de ésta o de aquella costumbre en país extranjero. Y siempre volvía su voz reposada, su exquisita consideración para el interlocutor, a sumirnos en el trascuerpo suyo, en la seguridad de que aquel hombre callado, aislado, ido, estaba lleno de una fuerza quieta, sosegada, apaciguadora. Si se nos preguntara por éste que ayer cerró sus ojos a la luz que no ilumina, responderíamos con un solo calificativo, con una denominación precisa, breve, humilde, desusada hoy y casi exótica: Luis Rodríguez Embil, diríamos, fue un alma, nada menos que un alma.
 Ya se ha ido, de una vez, a sus trasmundos, a sus ensueños infinitos. Vivió en paz con el mundo y consigo mismo. Desde la muerte, en la muerte, hará eterna ya su jocundia, su ensimismada y a ratos afligida jocundia, la que va más a lo apacible que a lo alegre, la que es exacto espejo de esa larga meditación aseída, de ese ensimismamiento inespacial e intemporal que es el Alma.


 Diario de la Marina, 30 abril 1954; y Revista de la Biblioteca Nacional, mayo-junio de 1954.

sábado, 27 de mayo de 2017

El cerdo de Rodríguez Embil


     Pedro Marqués de Armas

 No fue un buen poeta pero dejó cuentos y crónicas excelentes. Como viajó medio mundo, casi siempre en calidad de cónsul, desarrolló eso que pocas veces ofrecen los escritores cubanos: un estilo confortable.
 En La mentira vital (que no se publicó sino mucho más tarde) recogió sus primeros relatos, casi todos breves, que merecieron el elogio de Unamuno.
 Le fascinaban el antiguo Egipto, Schopenhauer, Blavatsky y el budismo. De ahí su atracción por lo animal, por la “psicología de las almas” y el contraste entre lo reflexivo y lo insólito.
 Su novela La insurrección (1910), sobre la gesta de independencia, carece de sorpresas y se enreda cuando intenta trazar caracteres; su biografía de Martí dista de las mejores.
 Pero en De paso por la vida, donde describe a los chinos y judíos de Nueva York, y capta, a su paso por Viena, Italia y Francia, la ansiedad que precede a la guerra, hay páginas valiosas.
 Su crónica El Imperio Mudo, sobre el ocaso Austro-Húngaro, es mejor literatura que la que hacen sobre Europa algunos escritores exiliados. Junto a Del casco al gorro frigio, de Gonzalo de Quesada, y Un viaje a la Rusia Roja, de Sergio Carbó -los tres publicados en 1928- conforma, como diría Mañach, la trilogía cubana de la guerra.
 En Gil Luna, artista y otras narraciones incluye relatos sobresalientes. Un cerdo figura entre los mejores escritos por un cubano. Está narrado en primera persona, sin demasiado énfasis, como una crónica más salpicada de comentarios y citas sobre el pueblo francés: “el más material del mundo…. y probablemente, por lo mismo, el más artista”.
 Mientras se dirige a la feria de Neuilly con un amigo, sigue con la vista, desde el espléndido automóvil en que se desplaza, a los transeúntes que vuelven el rostro y van quedando atrás; y entonces especula sobre lo antiguo y lo moderno, sobre la velocidad y la poesía, y sobre el dinero.
 Llega a Neully, y circula por callejuelas pintarrajeadas y bulliciosas. Se topa con bailarinas, gente disfrazada de legionarios romanos, y con una multitud que observa cómo un doctor intenta hipnotizar a una mujer de aspecto espantado. A poco descubre una barraca vacía, hacia la que su dueño, casando de no tener éxito (aunque anunciaba “las maravillas del mundo”), avanza trabajosamente con un cerdo entre los brazos. Los chillidos convocan a la muchedumbre, que presencia una “actuación” que consiste en chillar y revolcarse.
 Cuando más tarde, agotado, el cerdo se desploma, la masa, también cansada, se disipa. En ese momento tiene lugar en el “rudimentario cerebro” del animal una “revolución muda”. Al rato no se sabe si el cerdo mira, o, si por el contrario, solamente es mirado. “Pelado, rapado, casi rojo”, el narrador se retira con esa imagen clavada en la memoria, y la certeza de que un “espasmo de dolor supremamente bufo” lo iguala a cualquier artista.
 Rodríguez Embil es hoy un escritor olvidado. Tal vez lo presentía. En sus últimos años regresó a Cuba y se sumergió, tras la muerte de su esposa, en un prolongado silencio. Cuenta su amigo Ricardo Riaño Jauma que nada le motivaba. Un día se animó a consultar la Historia de la Nación Cubana, de Ramiro Guerra y Emilio Santovenia, que no llevaba mucho de publicada: quería ver qué se decía allí de su obra. Volvió a su habitual sopor y pocas semanas después falleció.
 Si se hiciera una antología marginal del cuento en Cuba habría que incluir “El cerdo” junto a piezas realmente insólitas en su época como “Julio Ramos”, de Tejera, “El antecesor”, de Miguel Ángel de la Torre, y “La tragedia de los hermanos siameses”, de José Manuel Poveda. 



miércoles, 24 de mayo de 2017

La Austria-Hungría de Rodríguez Embil


 Jorge Mañach 

 Luis Rodríguez-Embil. 
 -El Imperio Mudo". 
 –Agencia Mundial de Librería. 1928.


 Otro libro cubano sobre la Guerra. Gemelo del de Gonzalo de Quesada ("Del casco al gorro frigio") y pariente del de Carbó ("Un viaje a la Rusia roja") recién saludados en estas páginas. Los tres coinciden en el tiempo y enfocan por igual una mirada americana —es decir: joven y con algo de la irónica mirada filial a Noé embriagado— sobre paisajes accidentados de Europa. 
 Pero de la Rusia de Carbó a la Austria-Hungría de Rodríguez Embil, pasando por la Alemania de Quesada, se extiende una gama espectral, roja y negra en sus fajas externas, con el gris teutónico al centro. Y estos matices del espectáculo se reflejan naturalmente en las tres versiones: pasión, aquiescencia, elegía. 
 El libro de Rodríguez-Embil es luctuoso, condolido. El autor —diplomático cubano en Viena durante el primer bienio de la Guerra— vio la tragedia europea desde su ángulo más oscuro y patético: allí donde no hubo ni grandes esperanzas ni gloriosas exultaciones. La doble nación era un "imperio mudo", hecho a sufrir, a acceder, a callar, a sufrir. 
 "Encoje el corazón —escribe el autor libro adentro— este espectáculo de un pueblo fuerte, de cualidades altas y capacidad, ilustrado... e inutilizado por un régimen terrible. Es un ejemplo de lo que puede hacer del hombre más fuerte y apto la carencia de libertad". 
 Las páginas iniciales, que ahondan en este estado de ánimo de un pueblo reducido a la impasibilidad por el escepticismo, nos preparan para la versión de las melancolías de Viena desde 1914 hasta la caída de Francisco José: lo entonan todo en un gris de fingimiento, de pánico, de miseria, de muerte. 
 Sobre ese fondo, va esbozando el autor meditaciones de un pesimismo no menos oscuro a veces; otras, claras de sentido ideal, de análisis, de protesta humanitaria. 
 Poemas anecdóticos glosan la actualidad doliente o desahogan generosas invectivas. Alguna estampa con frescura de acuarela alegra el desfile, inevitablemente monotonizado por la misma grisura que copia. Y otra vez nos interesa y alegra ver cómo puede levantarse con vuelo crítico sobre más latos horizontes una mirada insular, una mirada nuestra, —y. Mch.


  Revista de avance, 15 de enero, 1929, p. 186.

lunes, 22 de mayo de 2017

En Viena




 Luis Rodríguez Embil

 DE DÍA

 Viena es, en mi opinión, en conjunto, y después de París, la más hermosa de las grandes ciudades que hasta ahora conozco. Y es, asimismo, en sus costumbres, tal vez la más provinciana de las grandes ciudades europeas. El enunciado de estas dos verdades, puestas una al lado de la otra, podrá sorprender a quienes tan sólo conozcan a Viena a través de la leyenda, en absoluto falsa, creada en el mundo por la voluptuosa elegancia de los valses vieneses, por la alegría artificial de las operetas y acaso, también, por el absurdo afán de no destruir inútiles pre juicios, que atormenta a no pocos viajeros.
 En general, suele ser falso cuanto se cuenta de cada país: es esta una de las enseñanzas que aporta el viajar. Sin que sea la interrogación del todo paradójica, puede, quien no conozca un país o una ciudad sino por referencias, preguntarse ante las ideas dominantes acerca de ese país o aquella población: ¿habrá en ellas algo de cierto? Algo suele haber algunas veces, no todas; las más, son falsas las noticias, en todo, o en parte; y puede decirse que en absoluto exactas no son nunca.
 Pocas veces he experimentado lo cierto de esta afirmación que aquí hago, como al conocer a Viena. Solemos formar nuestras opiniones en el aire y, una vez formadas, ya nada las hace variar, como no sea la experimentación directa, difícil para la mayoría. De ahí la desilusión cuando llega el caso de saber, empíricamente, que es la única manera, en ciertos casos, de saber de veras. La culpa de la desilusión no es, muchas veces, del objeto observado, sino del observador que quiso que fuese aquél, no como era, sino como él se lo forjó. El objeto, cualquiera que él sea, es tal como es; no puede ser de otra manera; no es responsable de las ilusiones acerca de él forjadas. No hay que culparlo, pues.
 Pero ¿por qué obstinarnos en el error pueril? La realidad tiene también belleza, más perdurable que la otra, porque es belleza real. Ésta belleza es la que se ofrece a nuestros ojos, una vez pasado el escozor de la desilusión necesaria. Si no existe ella tampoco, tan sólo nos resta confesarlo con toda lealtad, a los demás y a nosotros mismos. Si existe, se revela poco a poco, como sepamos verla propiamente. Pero exige que la sepamos ver.
 Vuelvo a Viena. Y repito que esta gran ciudad, una de las más hermosas que conozco, es acaso la más provinciana entre todas las grandes ciudades, cualidad esta última satisfactoria para los que, sin desdeñar en modo alguno el divertirse (que es el juego, según el severo Ruskin, tan necesario como el trabajo a la vida), no cree que sea el fin último y exclusivo de la vida el proporcionarse diversiones. Y es, además, Viena, una de las ciudades en donde menor alegría verdadera existe.
 Esta falta de cordial alegría (mucho más sensible) posee, como es lógico, sus causas determinantes que, a poco que se estudien el país y las gentes que en él conviven, resaltan muy claras, y las principales de las cuales he de exponer acaso en otra ocasión con mayor detenimiento. Aquí no haré sino señalarlas: son, en mi sentir, la diferencia radical de razas (1), idiomas e intereses, mayor en este imperio que en casi ningún otro país; la pobreza del suelo; la urbanización; las costumbres, productos a su vez, en parte, de las otras causas.
 Pero el estudio, aun superficial, de aquéllas, abarca el país entero, y por ahora quiero limitarme, sucintamente, a Viena. El extranjero que viene de paso a ella, por un tiempo limitado y con dinero, puede marcharse al cabo de unos días o unas semanas, sin haber entrado de modo real en contacto con las costumbres y la atmósfera vienesas y conservando, por ello, la grata ilusión de ser Viena, simplemente, una ciudad muy amable.
 Porque exteriormente, reconozcámoslo y proclamémoslo en justicia, externamente lo es, acaso más que ninguna otra población. Se aplican los títulos con extraordinaria prodigalidad. Si en un establecimiento público cualquiera dais al que os sirva una propina que exceda de treinta céntimos, por ejemplo, (seis centavos) y el que os sirve ignora vuestra condición o título, podéis, con seguridad, al salir, oíros llamar Doctor, o, más exactamente, señor Doctor, Herr Doktor. Si la dádiva asciende, digamos, a una o dos coronas, seréis Barón. E cosí vía...
 Y así, por todas partes adonde os dirijáis. Y una vez conocida vuestra cualidad social no seréis sino ella. «El principio de la sabiduría es mirar fijamente las ropas, o aun con vista armada (or even with armed eyesight), hasta que aquéllas se hagan transparentes», pontifica el profesor Teufelsdrock, catedrático de Cosas en general, en « Sartor Resartus » …y «feliz —exclama— quien puede mirar, al través de las ropas de un hombre... al hombre mismo». Habrá, tal vez, quien se sienta elevado a sus propios ojos por el continuo reconocimiento de su título. Por mi parte, confieso que no puedo dejar de pensar en que, en tal caso, no sería yo nada si no lo tuviese, ni tampoco en que él no es sino un adorno pasajero, y, sobre todo, algo que no soy yo...
 Y la consecuencia necesaria, fatal, del sistema indicado, donde quiera que el sistema se implanta, no puede ser sino ésta: ¡ay del que no tenga ni título ni dinero! ¡Ay del que no los tenga, cuando es preciso pagar, literalmente, la propia vida, pagar por cada paso que en ella se dé, por cada acto que se ejecute, por cada necesidad que se quiera satisfacer! A este respecto, y pues que de Viena voy hablando ahora, pondré algunos ejemplos curiosos e interesantes de costumbres que, en cuanto yo, hasta el presente sé, son, todas, única y exclusivamente, vienesas.
 Hay que pagar dos propinas en todo café: al mozo que sirve, y al que cobra, destinado exclusivamente a ese oficio; tres en todo restorán: al que sirve, al que cobra y al que trae la bebida, aun cuando ésta sea agua; y en los Music-Halls de lujo (únicos lugares casi donde se concentra la vida nocturna de Viena) diez o doce. Hay que dar propina, no sólo a los cocheros y chauffeurs, sino también en los tranvías, en los ómnibus, en los cuartos de toilette, y, por último, habéis de pagar 20 céntimos (cantidad fija, obligatoria, tradicional y, por tanto, indiscutible) al portero, por entrar, si lo hacéis después de las diez de la noche, en vuestra propia casa, sin perjuicio de lo que mensualmente habréis de abonarle por el uso del ascensor. La complicación inútil, mezquina y triste de la vida tiene en parte por origen esta multiplicación de gratificaciones que en sí mismas nada representan, excepto la irritación que acaba por engendrar el estar pagando de continuo, y como por obligación, servicios muchas veces imaginarios, pero que suscitan mil pequeños inconvenientes, la necesidad de cambiar a menudo, tardanzas en casos de prisa... Y todo eso nada sería tampoco: lo más terrible, y acaso menos observado de las propinas, es que coartan, inevitablemente, la libertad. Todo el mundo siente que se le acecha, se le vigila, para ponerle el abrigo, buscarle los guantes y el sombrero, indicarle puesto, y que todo es en espera de unos céntimos. Es la mendicidad organizada, exigente é hipócritamente obsequiosa.


 La sociedad encuéntrase rígidamente dividida, no tan sólo en clases, sino en secciones y subdivisiones. Una de las más respetadas y prestigiosas es, naturalmente, la de los representantes de las otras naciones. Y puedo decir que de las más cordiales y exquisitas. En ella cuento amigos verdaderos y queridos, con los cuales pasé algunas de las mejores horas de compañía que haya pasado en Viena. 
 He de mencionar también los conciertos, para mencionar lo que de agradable tiene en Viena la vida diaria, con la imparcialidad que me sirve de norma y guía. Son los conciertos en Viena tan superiores en cantidad como en calidad, y cuesta relativamente tan insignificante cantidad el escuchar en ellos la mejor música del mundo, espléndidamente interpretada, que casi a diario, en invierno, puede uno sacudirse el polvo de las miserias de la vida y bañarse el ánimo en el agua lustral de la suprema ciencia de la música; de la música grande, sin gritos ni dos de pecho, ni pizzicati inútilmente prolongados por gargantas penosas; de música instrumental, interpretada por artistas, sinfonías de Beethoven (la sublime séptima y la divina novena entre otras, con coros esta última); profunda y sonriente música de Mozart, de pura y graciosa y acabada belleza como la de una flor; alta música de Beethoven, Mozart, Scarlatti, Chopin, del romántico Schumann..., música, en fin.
 Hay asimismo los Konditorei y los grandes hoteles, a donde se va a tomar el té. Y los establecimientos como el Volksgarten, donde se toma también el té oyendo también música. Las malinées se suceden en muchos teatros, por lo mismo que no hay vida nocturna. Por último, la animación urbana, aun durante las horas más activas del día, es limitada, excepto en unas pocas calles, y no da en modo alguno la impresión strenous life, de vida intensa que producen casi todas las demás ciudades, hermanas mayores o menores de Viena en el tamaño y el número de habitantes, hermanas menores casi todas — y lo repito con placer porque, como el resto de lo que llevo escrito, me parece ser la simple verdad— en la belleza.

 DE NOCHE

 En cuanto a la vida nocturna de Viena, en realidad no existe, según ya he indicado, como no sea en algunos bailes de sociedad y en los cafés conciertos. La inmensa mayoría de los dos y pico de millones de personas que habitan en Viena se recogen antes de las diez de la noche. Con vista de esta higiénica costumbre están combinadas y como estudiadas las demás.
 En efecto, las diversiones —teatros, incluso el de la Ópera, conciertos los que no se efectúan durante el día— comienzan, por regla general, a las siete y media en punto, y concluyen antes de las diez. Las calles más céntricas y que son las más concurridas entre seis y ocho de la noche —el Graben, Kserthnerstrasse, el Ring— quedan desiertas a las ocho y media o las nueve. Y a las diez y media están poco menos que desiertas todas. La minoría, los transnochadores, los que pueden, según frase brutalmente delimitadora, son los que después de las diez o las once se retardan por las calles, ya muchas de ellas a oscuras, o van a los ya nombrados cafés conciertos, a libar champagne (obligatoriamente) en los de lujo; a beber cerveza y ver o buscar tristes profesionales del amor, en los demás.
 Hablaré únicamente de aquéllos. Los segundos se asemejan a los de todas las grandes poblaciones. Tan sólo hay en ellos menos gente, menos alegría y menos vendedoras de amor... En cuanto a los bailes, es sabido que en todas partes se asemejan también. Los grandes cafés cantantes, a los cuales hay que asistir de smoking, son frecuentados casi exclusivamente por extranjeros, de paso en Viena. Acompañado de conocidos extranjeros, yo, extranjero también, visité dos o tres e aquellos lugares, durante mis primeros días vieneses. Son cafés como existen en muchos otros países de Europa, con mesitas, asientos y una especie de galería circular con palcos. Dos orquestas. En medio del local, entre las sillas, un tapiz. Y sobre ese tapiz, ejecutan diversos artistas números de variedades. El champaña es obligatorio, como he dicho ya; y es obligatorio también el pagar por todo más que en ninguna otra parte, y dejarse saquear estoicamente, con la sonrisa en los labios. Tedio, vulgaridad, avidez; pérdida inútil de tiempo, salud y sueño, mediante un saqueo desvergonzado y sonriente...
 Y si es una señora quien os acompaña, el saqueo es más gigantesco aún. Ofertas continuas, insistentes y casi agresivas de floristas, vendedoras de dulces, de golosinas, de frutas, se suceden, interrumpiendo toda conversación, distrayendo bruscamente la atención del espectáculo, impidiendo oír la música... Una cajita minúscula de dulces cuesta diez coronas (dos pesos). Un ramo de rosas, veinte coronas. Y no es chic protestar...
 El acto de servir una botella de champaña (bebida que, por cierto, no me ha agradado nunca) es digno de un poema en tantos cantos como actos sucesivos ejecutan, para servir aquélla, los diversos oficiantes del rito misterioso de servirla. Requiérense cinco, uno para cada uno de estos actos trascendentales: traer el trípode en el que ha de colocarse la sagrada botella; traer la botella misma y colocarla en el trípode; traer los vasos y deponerlos en la mesa; abrir la botella; por último; servir el contenido. Todo esto con el aire hierático de quien celebra una ceremonia religiosa. Y todo esto debéis fingir tomarlo en serio, aunque dignamente, mirando a la sala, charlando, riendo, pero sin perder de vista la importancia del acto que a vuestra espalda o a vuestro costado se realiza.
 Y hay, en efecto, quienes toman en serio todo esto. Y aun quienes piensan, después, haberse divertido. Porque la necedad humana es inmensa como el mundo que la contiene. Y el snobismo acaso más aún...
 Fuera, las calles bostezan, negras y vacías, como si separaran, en la sombra que parece ensancharlas, sus dos filas de casas silenciosas. Tan sólo algún que otro infeliz, abandonado como un perro callejero, taconea a trechos sobre el asfalto frío y duro como tanto corazón... Tomáis un taxi, si lo halláis —y si os quedan algunas coronas, después del musichall. Si no, seguís a pie, envueltos en el gabán, por las calles dormidas y armoniosas, hacia vuestra morada, si estáis solos... Y he aquí a Viena de noche.




 (1) Forman la población do Austria-Hungría 11.000.000 próximamente de alemanes; cerca de 9 millones de magyares; 1. 200 000 semitas; 3.759.000 latinos, es decir, rumanos e italianos, y 22.596.000 eslavos, es decir checos, polacos, rutenos, eslovacos, servo-croatas... Viena es como un resumen de esta heterogeneidad.


 De paso por la vida, SOCIEDAD DE EDICIONES LOUIS-MICHAUD,  pp. 271-84. 

sábado, 20 de mayo de 2017

El dadaísmo y nuestra época


  
 Luis Rodríguez Embil

 En una taberna de Zurich, hacia el fin de la guerra, un grupo cosmopolita de estudiantes fundó el dadaísmo. De Zurich pasó la nueva escuela a Francia y Alemania. El nuevo movimiento llamado en Francia "Mouvement Dada", ganó adeptos casi inmediatamente. No tan sólo adeptos ganó sino público, lo cual parece acaso más inexplicable, dada la carencia absoluta —y proclamada— de sentido, de objeto, de idea del movimiento mismo. En esta carencia (que constituye, paradójicamente, por otra parte, su razón de ser), se halla también su único derecho a reclamar una originalidad cualquiera.  El dadaísmo es la negación abierta de la lógica; escuela artística, la negación del arte; método nuevo, la negación del método; procedimiento de expresión, la negación de todo procedimiento, y casi, casi de toda expresión. Es enemigo de la gramática en todas sus partes; de la puntuación misma. En manos de imbéciles es sólo un instrumento de megalomanía o de impotencia, y, por tanto, en nada interesante. Pero he aquí lo estupendo: dos autores por lo menos, que yo sepa hasta ahora, dos autores que ya han hecho algo, que poseen talento, demostrado fuera del dadaísmo, se han convertido a él, súbitamente: estos dos autores, franceses ambos y a que volveré a referirme en este apunte, son Jean Cocteau y Blaise Cendrars.
 Y sin embargo, el novísimo movimiento ha proclamado en un manifiesto publicado en su órgano, "391", (título que según declaración de Francis Picabia, uno de los jefes del dadaísmo, si puede hablarse de jefes en el dadaísmo, no significa ni puede significar cosa alguna, como tampoco la palabra Dadá, lo que sigue:
  “Dada, no quiere nada, nada, nada; hace algo para que el público diga: No comprendemos nada. Los dadaístas no son nada, y de seguro no llegarán a nada.”
 El dadaísmo, pues, no es, repitámoslo, nada en absoluto. He visto en Ginebra, y en compañía de un querido e inteligente amigo y colega, Gabriel de la Campa, una llamada exposición de cuadros dadaístas: eran, en una reducida habitación de la rue du Mont Blanc, unos cuantos marcos y, dentro de ellos, algunas líneas inconexas acribilladas de incoherentes leyendas: "Ascensión hacia Dios", "apetitos sexuales", "luciérnagas", "trombones estrepitosos", "soles"... No había pintura alguna, y las líneas trazadas no representaban, ni aun con un esfuerzo grande de la voluntad y la imaginación, ninguna cosa conocida. Era algo grotesco, vacío, alucinante tal vez un segundo, como una fantasmagoría demente, y, en seguida, cansado. Nada en efecto.
 El cuarto en que estaban expuestos los cuadros se hallaba abandonado por completo a los visitantes. Contra una puerta cerrada, desnuda de todo ornamento, había un anuncio de dos publicaciones de la escuela: "391", ya nombrado, y Proverbe. Tocamos a la puerta, presentóse un muchacho tímido; era el vendedor de las revistas. Le compramos dos ejemplares de cada una de ellas, como recuerdo. Le preguntamos:
 —Sabes tú lo que representa alguno de estos cuadros?
 —Moi? non, Monsieur.
 Reímos. Ríe él también. Reímos más, ya fuera, recorriendo las dos revistas. La mayor lleva como subtítulo las siguientes palabras que traduzco aquí literalmente: "Calendario cine del corazón abstracto". ("Calendrier cinema du coeur abstrait"). Y puede verse en su texto un dibujo (cinco líneas curvas) de F. Picabia, con este rótulo: "cinismo sin escala; un poema verde", de Pierre-Albert Birot; un artículo (el solo inteligible) de B. Ribemont- Dessaignes titulado: No, único placer. Y asimismo puede leerse en el propio número unas deliciosamente exilarantes caracterizaciones, en dos líneas, de las principales figuras del dadaísmo. Por ejemplo: "Ribemont-Dessaignes: demasiado bien educado"; "Reverdy: me produce la impresión de ser un director de cárcel"; esta sobre todo: "Léger: normando; declara que es preciso tener siempre un pie dentro de la…  "Agregaré, en honor de la exactitud, que la palabra del famoso Mariscal de Napoleón se encuentra escrita, en la revista, con todas sus letras.


 No he oído ni leído, en relación con el movimiento Dadá, sino condenaciones o risas; y en efecto, lo absurdo no puede ser sino condenado o reído. Reír, ya es algo, es aún mucho, sobre todo en nuestra época sombría. Dadá lo consigue sin gran trabajo...  Fuera de eso, no es nada, él lo proclama; no tenemos derecho a dudar de su palabra, ni motivo para dudar de ella.
 Mas, una vez comprobado todo lo anterior, debo hacer una confesión sincera: sorpréndeme, en los comentarios (numerosos no obstante, comentarios uniformemente irritados o burlones) que el dadaísmo sugiere, no haber hallado hasta el presente una sola observación que relacione el movimiento mismo con los días que corren. Y sin embargo, bien sabemos todos que no existe movimiento artístico alguno (o emparentado, aun cuando sólo sea lejanamente, con el arte, aun cuando sea únicamente para negarlo) que no guarde alguna relación —y directa casi siempre o siempre— con la época en la cual— y de la cual casi siempre también surge.  El dadaísmo es, ya lo hemos visto, una negación. Y nuestra época?
 El dadaísmo surgió en los meses postreros de la guerra, y se extendió a la conclusión de la guerra —en estos días post-bélicos que no son todavía enteramente, tampoco, días de paz. El mundo vivía, hasta hace dos años, en un delirio de dolor y heroísmo, sostenido por un ideal también heroico, por una fe desesperada en el triunfo del bien, de la justicia, de la definitiva paz, de la fraternidad. Millones de combatientes, toda la juventud de Europa y parte de la de América, padecían de suerte casi sobrehumana, luchaban y morían en la convicción —sostén supremo— de hacerlo por un mundo mejor. De esa juventud, que habiendo en general perdido hace ya largo tiempo toda fe ultraterrena se asía con ansia patética a la terrena fe del bien humano, la mayor parte de los que eran los mejores desaparecieron en la tormenta. Sobrevivió una parte de ellos, y de los otros, y fue el más envidiable destino probablemente el de los que no sobrevivieron. Los que quedan han presenciado, como coronamiento de sus esfuerzos todos, el deslomarse de un mundo de hermosas ilusiones; no reina la justicia en este mundo ni parece estar próxima a reinar; la tierra se divide como antes—más que antes tal vez, más que nunca —en ricos y pobres; y los pobres— los más —írguense escuálidos y amenazantes, torcida la boca en un rictus de odio maldiciente; y los otros retienen sus riquezas, medrosos de perderlas en breve, presintiendo más o menos vagamente la catástrofe, mas sin otro pensamiento que retardarla en todo lo posible y gozar bajamente del momento que pasa; la soñada fraternidad es odio o desconfianza mutuos; la soñada justicia un bello mito que se desvanece en nieblas de oro y sangre, y guerra latente o abierta, multiforme y sin tregua la soñada paz.


 El derrumbe moral es en verdad tan formidable, tan recio ha sido sin duda el choque de millones de conciencias, que la desorientación de este instante tenía por fuerza que ser, y es, en efecto, trágica. Tal desorientación se refleja en las costumbres, en las ideas, hasta en la moda; pero sobre todo, como era fatal que ocurriese, se refleja en el arte. El arte es el más desorientado. Las almas más altas son fatalmente, también, las que más padecen. ¿A dónde, en este crepúsculo, en esta hora turbia de desencadenamiento de apetitos, tornar los ojos y buscar la luz?



 Dos actitudes son posibles para la élite moral e intelectual en circunstancias tales, y no sé si existe una tercera: o bien trascender la realidad y colocar el propio ideal y la propia esperanza más allá de ella, o bien dejarse ganar por el desencanto completo, por la completa desesperanza —cuya expresión final e inesperada puede, en algunos casos, ser la risa. En otros términos dicho: parecen imponerse, en caso análogo, el absoluto misticismo o el escepticismo también absoluto: o el pesimismo o el optimismo sin matices. El primero es en realidad un acto de fe, es todavía un acto de fe, ya sea en la humanidad (fe la más difícil quizás hoy de todas) o en un más allá, cualquiera que sea el nombre que se le aplique, o sin nombre alguno. Pero es un acto de fe, y muchos no la tienen, ni el valor de tenerla. Entonces se cae en el pesimismo negado. Entonces nace el dadaísmo. La risa entonces es un derivativo bienhechor, al menos de momento, se experimenta como liberador lo absurdo, y Jean Cocteau, artista de sensibilidad y talento, escribe El Buey en el techo, farsa guiñolesca, y Cendrars en un mismo volumen clama con magnífica desesperanza en la primera parte: "Señor, nada ha cambiado desde que no eres ya rey, el mal se ha hecho una muleta con tu cruz" (versos que recuerdan un poco otros, anteriores a ellos, de nuestra gran poetisa Dulce María Borrero), y se pone en la tercera parte a hacer calembours tontos y desprovistos de sentido:

Odile réve au bord de l'lle
Lorsqu' un crocodile surgit.
Odile a peur du crocodile.
Et, pour éviter un "ci-git",
Le crocodile croque Odile (1)

 Precisamente este libro de Cendrars, desprovisto de todo nexo, de toda unidad, de todo pensamiento fundamental, resulta simbólico. Hay en él amargura profunda y alegría grotesca de payaso, risa y lágrimas en estado, por decirlo así, primordiales, y en el fondo una negación, informulada, mas no menos rotunda por ello. Y he aquí que en estos días han caído en mis manos unos versos de Jean Carrére, donde el poeta, antes descreído, joven aun como Cendrars, va a dar al otro extremo: desengañado, a Dios. Desengañado de todo esperar terreno, después del sacrificio y de la guerra:

Voici les hommes
s'entrepillant
sous les royaumes
croulants.
Coers sans pardon,
paix ephémére:
L'Europe entiére
á I'abandon...

  ¿Cómo hallar una razón de creer y de emplear la propia actividad? "No haciendo depender la propia vida de los acontecimientos":

Le ciel immense
s'ouvre et s'émeut.
L'áme s'élance
vers Dieu,..

 Pero muchos, digámoslo otra vez —y no necesariamente de los peores, ni aun de los malos— carecen de la fuerza interior necesaria para, contra todo y a pesar de todo, realizar este acto de suprema fe. Y creyéndose convencidos hasta de la inutilidad de protestar o maldecir, tratan de divertirse con juegos de la mente, como otros se entregan al tango o al alcohol. Los primeros afirman quand méme, con sublime heroísmo; los segundos niegan, consciente o inconscientemente. El dadaísmo, que en sí mismo no es nada, en relación con la época en que nace o no es nada tampoco, o es una forma (negativa a su vez y sin duda pasajera,—esperemos al menos que lo sea, por la salud del mundo) de aquel negar. Los primeros están en lo cierto: la razón y la intuición se unen para decimos que lo están, pese a toda la tristeza horrible (y que ellos tal vez sienten más que nadie) de la hora; y es de ellos de donde puede venir la luz, porque ellos la han visto o creído verla, clara o confusamente. De los segundos sólo puede venir un bien fugitivo: la risa, o la sonrisa, bien positivo, pero impermanente, y sin mañana. El alma colectiva oscila hoy entre los unos y los otros, dolorosamente; y como todas las épocas y todos los seres se encamina, al través de todas sus angustias y sus pruebas, hacia la afirmación.

 Glion, Suiza, mayo 1920.


 (1) BLAISE CENDRARS; Du Monde Entier, dividido en tres partes: "Las Pascuas de Nueva York", "La brisa del Transiberiano" y "Panamá o las aventuras de mis siete tíos".

jueves, 18 de mayo de 2017

Un rebuzno



  Luis Rodríguez Embil

 Lo recuerdo como si lo estuviera viendo nuevamente.
 Se detuvo el burro en mitad de la calle; extendió el cuello plácido y melancólico hacia lo alto; y de su garganta, trémulo, sublime de desesperación y tristezas, brotó un prolongado, angustiador, interminable sollozo. 
 Era una queja de dolor tan infinito, tan infinito, que volví la cabeza sorprendido al escucharla. Varios vecinos, parados por casualidad en aquel momento a la puerta de sus casas, contemplaban también al animal que la lanzara, indiferentes o burlones.
 El burro, todo él distendido, como exhalando por la negra boca toda la amargura de este mundo, lanzaba al aire, y a la burla de los hombros que reían, el Miserere, no entendido de su cansancio enorme y de su pesadumbre inenarrable.
 Hizo una pausa. La Naturaleza, menos insensible que el hombre, callaba como absorta. Me pareció que contenía el aliento, ante aquel grande y cómico dolor, la brisa parlanchina. Y el cielo claro miraba con pena al infeliz animal sollozante.
 Volvió a alzarse la voz lamentosa y ridícula... Y, lo confieso: en mi corazón caían sus notas con tan abrasadora elocuencia, que me sentía casi a punto de llorar ante aquél bufo treno, como si estuviera leyendo versos de Leopardi, o el triste fin de Marianela, o el dulce y triste idilio de Efraim y María.
 ¡Yo te comprendí, pobre asno abrumado de fatigas sin cuento! Yo te escuché y comprendí tu congoja y sentí profundamente tu poema: el poema de las marchas interminables bajo el látigo estúpido y feroz, de los días eternos, bajo un sol sin entrañas, del hambre, de la sed, de la nostalgia de la hembra amorosa y querida, de todas las torturas soportadas con paciencia estoica, gravemente al parecer, con gravedad que provocaba a risa y ojos tristes, tristes, que nadie observaba... 
 Yo te comprendí, y me conmovió tu canto épico. Y cuando al fin callaste y partiste de nuevo, manso, pacífico, resignado como un budista al yugo de la vida y del hombre, las carcajadas humanas, estúpidas y crueles como el látigo de tu conductor, me parecieron más brutales. ¡Oh, sí, pobre asno abrumado de dolor y fatigas, mucho más brutales que el no entendido Miserere de tu rebuzno de cansancio enorme y de pesadumbre inenarrable!


 Prometeo. Revista Social y Literaria. Año II, Núm. IX, julio de 1909, pp. 51-52. 

martes, 16 de mayo de 2017

Tánger



  Luis Rodríguez Embil

 Llegada a Tánger, adonde vengo a pasar breves horas, en rápida visita. Barquichuelos llenos de moros rodean el Piélago, que nos ha traído. Tánger está al frente, blanco entre los montes; a la izquierda, la arena blonda; a la derecha, montes oscuros.
 Saltamos en uno de los botes. Un árabe al timón, tres remando, uno de los cuales, en disputa furiosa con otro botero que se aleja, desátase en atroces insultos musulmanes, casi babeante de furor, con las venas del cuello hinchadas, sin dejar de remar. Sonríe otro, joven, pálido, y el tercero, serio, clava sus ojos claros, sin pensamiento, en el vacío. El cuarto, grueso y maduro, en cuclillas a popa, guía el timón. 
 En Tánger. Desembarco por el muelle estrecho con barandas a ambos lados. Tendidos al sol, hombres de todos los matices, desde el negro hasta el blanco, nos ven pasar, graves y pensativos, envueltos en sus chilabas sucias, dejando ver, desdeñosamente, las piernas desnudas. 
 Entramos. Puerta estrecha; calles estrechas; anuncios en español y en inglés; población interesantísima, sorprendente, abigarrada, hasta un extremo sin semejante acaso. Pasan negros de Orán, inglesas blanquísimas en burros conducidos por muchachos; árabes más o menos puros, judíos, españoles. Se ven desde el hongo hasta el turbante, desde la americana a la chilaba, desde la bota a la babucha: todo un museo. Un negro, junto al hotel Bristol, a donde vamos a parar, baila, cantando guturalmente, sonriendo con imbecilidad, cubierto de adornos: es un mendigo que pide así limosna. Junto a él, atropellándolo, cruza el burro de un vendedor de agua. Los guías se ofrecen, a la puerta del hotel, hablando en español, sin acento casi.
 Y, ¡qué calles! ¡Qué calles inverosímilmente estrechas —aun viniendo de la vecina y morisca Andalucía—: retorcidas, sucias, llenas de cosas inesperadas !
  —¡Balak!
 Es el grito de atención de los que van en burro. Por lo demás, esta multitud heterogénea parece casi silenciosa, por la falta de vehículos urbanos. Muy pocas mujeres, cubiertas. En calles de muy poca circulación, a nuestra vista (y sabiéndonos forasteros) dos o tres de ellas se han alzado el velo, sonriendo por coquetería. Y, ¡ay de mí!, todas eran horribles...


 Un maestro, sentado en el suelo, en un cuarto o accesoria que sirve de escuela, rodeado de chiquillos, los adoctrina o enseña, haciéndoles cantar por lo bajo. Las babuchas se amontonan en la puerta. El maestro nos ve, nos hace seña, impasible, deteniendo su canto, de que avancemos. Avanzamos. Con otro gesto nos detiene en el umbral. Dice el guía:
 —Quiere unas perras, para los niños
 Tiramos las perras y, sin dar las gracias, sin mirar más, vuelve a su canto, ronco, fatal y altivo, como su raza. 
 Proseguimos. Intrigado, pregunto al guía, al distinguir a una mujer vieja, cargada, casi descubierta:  
 —Pero, ¿ aquí no hay mujeres, Fliss?
 — No hay mujeres bonitas, señor, sino en
los harenes de los ricos.
 Y, como nos sorprendemos, un poco decepcionados,
  —Las demás son feas todas, porque trabajan...

  EL AMIGO FLISS

  Fliss-ben-Harschaf es un buen amigo. Es amigo de todo el mundo: es guía. El guía, en todos los países, parece ir adquiriendo fatalmente, en razón de su cargo, esa vaga benevolencia reservada y un poquito solapada que se atribuye, con o sin razón, a los diplomáticos. Los guías suelen ser diplomáticos consumados: el amigo Filss-ben-Harschaf lo es en grado eminente. Es diplomático en su propia tierra: no emite juicio alguno acerca de la política interna ni exterior y envuelve en una igual deferencia indiferente a todas las naciones, grandes o pequeñas, representadas en Marruecos, y aun a las que no lo están, como la nuestra. Fliss-ben-Harschaf es un verdadero tangerino semi-europeizado. Habla varios idiomas —el castellano entre ellos, desde luego—, ejerce su oficio, sin preocuparse, como he dicho ya, con la política que es, sin embargo, asunto vital, en Tánger sobre todo—; no explota, sino lo necesario, al extranjero y cumple con los preceptos de su religión, en lo posible.
 Y es Fliss-ben-Harschaf un guía eficaz y amable. Conoce a Tánger maravillosamente; y sabe, no tan sólo traducir las palabras, sino también los sentimientos e ideas, y sus resultantes las costumbres, con sonriente claridad, quizás un poquito irónica, sin que él mismo lo sepa. Él es respetuoso, y es comprensivo, pues habla cinco idiomas. 


 Todo lo muestra Fliss-ben-Harschaf en Tánger, todo menos la Mezquita, prohibida al extranjero. Los tangerinos saludan a Fliss al paso con gravedad fraternal. Si el que saluda es persona conocida, Fliss nos explica: Fulano de Tal, que ocupa tal puesto en la ciudad o la mezquita. En el Zoco, discute con los mercaderes si quieren cobrarnos demasiado caro unas babuchas moriscas. Y al alquilar las muías para el paseo por las afueras, ajusta el precio con injurias sordas al mulatero, para decidirlo ano ganar sino un tanto por ciento razonable.
 Fliss-ben-Harschaf es, pues, un excelente guía y un buen amigo para el extranjero, de paso en Tánger. Le he pedido su nombre y me lo ha escrito con caracteres latinos, pues escribe también en nuestro idioma. Le he prometido recordarlo al escribir de Tánger; y como es, en suma, justo y se lo he prometido y él es, además, una de las más apreciables personas que yo conozca en Tánger, he cumplido mi oferta con placer.

 TÉ CON HIERBAS

 Atravesado el campo verde y oro de Tánger, subidas unas suaves cuestas, al paso meditabundo de nuestras muías, hemos llegado a un café moruno, cerca del Cabo Espartel, un café casi ignoto a los turistas, escondido en una peña y dentro de una rinconada, verde como los campos, y que en esta estación trasciende vagamente a azahar. En frente está el Estrecho, y muy cerca se distingue, al través de la atmósfera tranquila, el litoral de España. 
 Nos sentamos en el suelo, cerca de nuestras tazas de té, sobre la hierba florecida. A poco, tres árabes de noble ademán llegan, nos saludan y se sientan a su vez a alguna distancia. El amigo y guía Fliss-ben-Harschaf nos explica que son dignatarios del Sultán, de paso en Tánger.
 El sol africano, templado por el aliento voluptuosamente tibio de la primavera, agita los penachos de los naranjos y las palmas, y pone en el ánimo una sensación vaga de molicie y un vago deseo de amar. La civilización, nuestra civilización inquieta, atormentada de ambición, de deseos y de orgullo, está muy cerca, a una hora de camino, en la ciudad, donde ella pone cada día una nueva señal de predominio y da un paso más de avance victorioso. Allí está ella, potente y multiforme, y siempre en. marcha, como su símbolo: Ashaverus...
 Pero a este rincón de tregua y olvido no llega su voz. Por estos caminos no podrían avanzar los automóviles sin riesgo de destrozarse el ballestaje o de sufrir el estallido de un neumático. Y frente al mar inmóvil, oyendo, en el silencio de la tarde, el masticar lento de las mulas, puede saborearse, en un breve paréntesis de calma, la paz reveladora del ambiente.
 Nada raro es, en verdad, que sea ésta, tierra de ardiente misticismo. Todos los mayores profetas que han existido, en un ambiente análogo sintieron abrirse al sol de la eternidad la rosa blanca y roja de sus grandes espíritus encendidos de fe y bañados de amor. En el vagoroso ensueño en que la sume la dulzura del día casi vernal, plácese mi mente en unir en armonía inefable, en un mismo encanto de paz risueña, los nombres bellos y sonoros de Benarés, Cafarnáum y Medina. Y, más netamente que nunca, comprende la inmensa dicha que debe de ser sentir el alma toda llena de un grande ideal, desasida en absoluto de todo cuanto no sea él, y presta por él a dar la vida, estremecida y sonriente, para ser más suya aún, como una novia, con la sagrada alegría y el sagrado dolor del Himeneo.



 ...He aquí cómo son fecundos la soledad y el sueño, y cómo limpian por dentro un cielo claro, una mar quieta y un té con hierbas, servido en tazas rudas. Cerca, los tres dignatarios del Sultán, graves y serios, miran la lejanía con mirar ausente, cambiando sobrias frases. Al través de los vecinos trigales, y de mil doscientos años desvanecidos en la eternidad, dijérase que va a surgir el buen Profeta Mahoma, "lento y tozudo sobre su dromedario..." Pero tan sólo se divisa, confusamente, la silueta de una dama inglesa, sobre un solípedo triste, cuyas ancas abraza el guía afectuosamente.
 Las visiones de desvanecen en el aire, como el perfume de amor de los naranjos. Es hora de volver a Tánger, y de Tánger a Europa, y a la vida. Por el camino pedregoso vamos avanzando de nuevo. Llegamos al barrio europeo...
 Y ya en el Zoco, de vuelta, nos llena de rumores los oídos la lucha interminable, la eterna lucha de las razas, las civilizaciones, las costumbres, que en esta tierra mística y sensual ha escogido uno de sus más bellos campos de batalla.

 Tánger, mayo, 1908.

 Fotografías de Antonio Cavilla (1867-1908).