Pedro Marqués de Armas
No fue un buen poeta pero dejó cuentos y crónicas excelentes. Como viajó
medio mundo, casi siempre en calidad de cónsul, desarrolló eso que pocas veces
ofrecen los escritores cubanos: un estilo confortable.
En La
mentira vital (que no se publicó sino mucho más tarde) recogió sus primeros
relatos, casi todos breves, que merecieron el elogio de Unamuno.
Le fascinaban el antiguo Egipto, Schopenhauer,
Blavatsky y el budismo. De ahí su atracción por lo animal, por la “psicología
de las almas” y el contraste entre lo reflexivo y lo insólito.
Su novela La
insurrección (1910), sobre la gesta de independencia, carece de sorpresas y
se enreda cuando intenta trazar caracteres; su biografía
de Martí dista de las mejores.
Pero en De paso por la vida, donde describe a
los chinos y judíos de Nueva York, y capta, a su paso por Viena, Italia y
Francia, la ansiedad que precede a la guerra, hay páginas valiosas.
Su crónica El Imperio Mudo, sobre el ocaso Austro-Húngaro, es mejor
literatura que la que hacen sobre Europa algunos escritores exiliados. Junto a Del casco al gorro frigio, de Gonzalo de
Quesada, y Un viaje a la Rusia Roja,
de Sergio Carbó -los tres publicados en 1928- conforma, como diría Mañach, la
trilogía cubana de la guerra.
En Gil
Luna, artista y otras narraciones incluye relatos sobresalientes.
Un cerdo figura entre los mejores escritos por un cubano. Está narrado en
primera persona, sin demasiado énfasis, como una crónica más salpicada de
comentarios y citas sobre el pueblo francés: “el más material del mundo…. y
probablemente, por lo mismo, el más artista”.
Mientras se dirige a la feria de Neuilly con un
amigo, sigue con la vista, desde el espléndido automóvil en que se desplaza, a
los transeúntes que vuelven el rostro y van quedando atrás; y entonces especula sobre lo antiguo y
lo moderno, sobre la velocidad y la poesía, y sobre el dinero.
Llega a Neully, y circula por callejuelas
pintarrajeadas y bulliciosas. Se topa con bailarinas, gente disfrazada de
legionarios romanos, y con una multitud que observa cómo un doctor intenta
hipnotizar a una mujer de aspecto espantado. A poco descubre una barraca vacía,
hacia la que su dueño, casando de no tener éxito (aunque anunciaba “las
maravillas del mundo”), avanza trabajosamente con un cerdo entre los brazos. Los
chillidos convocan a la muchedumbre, que presencia una “actuación” que consiste
en chillar y revolcarse.
Cuando más tarde, agotado, el cerdo se desploma,
la masa, también cansada, se disipa. En ese momento tiene lugar en el
“rudimentario cerebro” del animal una “revolución muda”. Al rato no se sabe si el cerdo mira, o, si por el
contrario, solamente es mirado. “Pelado, rapado, casi rojo”, el narrador se
retira con esa imagen clavada en la memoria, y la certeza de que un “espasmo de
dolor supremamente bufo” lo iguala a cualquier artista.
Rodríguez Embil es hoy un escritor
olvidado. Tal vez lo presentía. En sus últimos años regresó a Cuba y se
sumergió, tras la muerte de su esposa, en un prolongado silencio. Cuenta su amigo Ricardo Riaño Jauma que nada le motivaba. Un día se animó a consultar la Historia de la Nación Cubana, de Ramiro
Guerra y Emilio Santovenia, que no llevaba mucho de publicada: quería ver qué
se decía allí de su obra. Volvió a su habitual sopor y pocas semanas después
falleció.
Si se hiciera una antología
marginal del cuento en Cuba habría que incluir “El cerdo” junto a piezas
realmente insólitas en su época como “Julio Ramos”, de Tejera, “El antecesor”,
de Miguel Ángel de la Torre, y “La tragedia de los hermanos siameses”, de José
Manuel Poveda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario