Gastón Baquero
Luis
Rodríguez Embil, hombre de silencio, de meditación, de melancolía serena, cerró
ayer los ojos a la luz externa del mundo.
Un
meditador, que es lo contrario de un gesticulador, deja una obra que con toda
su luminosidad y sus pruebas de cultura, no da la medida de esa densidad e intensidad
de espíritu que fueron características de Luis Rodríguez Embil. A la manera de
los viejos sabios orientales, echaba al mundo una mínima parte de sus meditaciones,
y conservaba para el lento e inacabable examen y encantamiento espiritual, las
mejores y las más amplias conquistas de su inteligencia. Hay el autor volcado que
arroja en el libro todo lo suyo y queda exhausto al final de cada obra; y hay
el autor contenido, dosificado por sí mismo, que sólo se desprende de un poema,
de un relato, de un ensayo, cuando lo ha gestado en forma tan intensa y
durable, que entrega al exterior un fragmento del cuerpo espiritual morosamente
alimentado. A los autores éstos les queda siempre un mundo por descubrir dentro
de sí mismo, una zona de misterio, de contemplación, de ensimismamiento, que en
realidad es el fermento y la raíz de la más depurada producción.
Luis
Rodríguez Embil fue, entre nosotros, un rarísimo modelo de escritor vivíparo, -meditaba
lo suyo por años y años en suave silencio, en penumbra, y sólo salía a decir
algo, a publicar una página cualquiera, luego de producirse en él ese
"punto de saturación" que las ideas alcanzan igual que los seres
vivos. Sólo publicaba lo que había elaborado sin precipitación, más en el
taller del espíritu que en el arte de la estilística, porque al mencionarse el
término "elaboración", tan peligroso y lleno de confusión junto a la
manera productiva de Luis Rodríguez Embil, debe subrayarse que él elaboraba por
dentro, calladamente, en ese diálogo mudo que el creador de vocación mística
emplea para enseñorearse de su propio mundo. El recogimiento mental, la suprema
ponderación, la discretísima entrega de sus frutos hacían de Luis Rodríguez
Embil un aislado, un escritor que casi no parecía pertenecer a esta legión de
trepidantes llamativos, exhibidores hombres que son los escritores
hispanolatinos.
Desde
muchos años atrás, acaso siempre, vivió de espaldas a los feos quehaceres
rutinarios de una "personalidad literaria"; retratos, bombos
intercambiados, artículos elogiosos por compromiso que se traiciona en cuanto
se contrae, difamación del colega, autovaloración cínica, formación de capillas
para la oportuna "defensa de los intereses comunes" y demás martingalas
que el escritor ambicioso de ese asco que llaman "posición pública y fama
indiscutible" debe manejar un día tras otro. Rodríguez Embil era el revés del
parlero y del suficiente; con profundo saber, parecía no saber casi nada. En él
se realizaba a la perfección el porqué de ese dual valor de la palabra jocundia,
jocundia es alegría, pero también es apacibilidad. Mesura, sentido del tiempo
trascendente y del tiempo físico, ironía sin hiel para contemplar el frenesí de
los cambios, de las novedades, de esas mutaciones que los hombres sin quicio
cultural agitan como verdaderos mundos recién creados, y frecuentemente tienen...
diez o doce siglos de olvido.
Porque
Luis Rodríguez Embil conocía a la perfección el "antes" de las cosas,
permanecía inmutable, levemente sonreído, humanísimo y comprensivo, ante las
más audaces pretensiones de descubrimiento y de supremacía. Era el criollo
domado por la cultura, rehecho a una imagen alta y pura del humano, luego de
cercenarse con el ver y el vivir de lo grande y lo hondo, los provincianismos,
las pequeñeces, las tristes negaciones que a la personalidad no culta imprime
el ancestro. Luis Rodríguez Embil se veía como un ido, como un soñador, en los
tiempos negados a ese irse hacia lo alto que es el ido rilkeano. Soñar junto a
los insomnes a fuerza de no tener sueños, es ya un heroísmo.
Quien
esto escribe le quería mucho a lo lejos, sin comunicárselo. Alguna vez, brevemente
se hablaba de música, de la poesía oriental, de ésta o de aquella costumbre en
país extranjero. Y siempre volvía su voz reposada, su exquisita consideración
para el interlocutor, a sumirnos en el trascuerpo suyo, en la seguridad de que
aquel hombre callado, aislado, ido, estaba lleno de una fuerza quieta,
sosegada, apaciguadora. Si se nos preguntara por éste que ayer cerró sus ojos a
la luz que no ilumina, responderíamos con un solo calificativo, con una
denominación precisa, breve, humilde, desusada hoy y casi exótica: Luis
Rodríguez Embil, diríamos, fue un alma, nada menos que un alma.
Ya
se ha ido, de una vez, a sus trasmundos, a sus ensueños infinitos. Vivió en paz
con el mundo y consigo mismo. Desde la muerte, en la muerte, hará eterna ya su
jocundia, su ensimismada y a ratos afligida jocundia, la que va más a lo
apacible que a lo alegre, la que es exacto espejo de esa larga meditación
aseída, de ese ensimismamiento inespacial e intemporal que es el Alma.
Diario de la Marina, 30 abril 1954; y Revista de la Biblioteca Nacional, mayo-junio de 1954.
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