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lunes, 29 de mayo de 2017

Luis Rodríguez Embil: Un alma



 Gastón Baquero

 Luis Rodríguez Embil, hombre de silencio, de meditación, de melancolía serena, cerró ayer los ojos a la luz externa del mundo.
 Un meditador, que es lo contrario de un gesticulador, deja una obra que con toda su luminosidad y sus pruebas de cultura, no da la medida de esa densidad e intensidad de espíritu que fueron características de Luis Rodríguez Embil. A la manera de los viejos sabios orientales, echaba al mundo una mínima parte de sus meditaciones, y conservaba para el lento e inacabable examen y encantamiento espiritual, las mejores y las más amplias conquistas de su inteligencia. Hay el autor volcado que arroja en el libro todo lo suyo y queda exhausto al final de cada obra; y hay el autor contenido, dosificado por sí mismo, que sólo se desprende de un poema, de un relato, de un ensayo, cuando lo ha gestado en forma tan intensa y durable, que entrega al exterior un fragmento del cuerpo espiritual morosamente alimentado. A los autores éstos les queda siempre un mundo por descubrir dentro de sí mismo, una zona de misterio, de contemplación, de ensimismamiento, que en realidad es el fermento y la raíz de la más depurada producción.
 Luis Rodríguez Embil fue, entre nosotros, un rarísimo modelo de escritor vivíparo, -meditaba lo suyo por años y años en suave silencio, en penumbra, y sólo salía a decir algo, a publicar una página cualquiera, luego de producirse en él ese "punto de saturación" que las ideas alcanzan igual que los seres vivos. Sólo publicaba lo que había elaborado sin precipitación, más en el taller del espíritu que en el arte de la estilística, porque al mencionarse el término "elaboración", tan peligroso y lleno de confusión junto a la manera productiva de Luis Rodríguez Embil, debe subrayarse que él elaboraba por dentro, calladamente, en ese diálogo mudo que el creador de vocación mística emplea para enseñorearse de su propio mundo. El recogimiento mental, la suprema ponderación, la discretísima entrega de sus frutos hacían de Luis Rodríguez Embil un aislado, un escritor que casi no parecía pertenecer a esta legión de trepidantes llamativos, exhibidores hombres que son los escritores hispanolatinos.
 Desde muchos años atrás, acaso siempre, vivió de espaldas a los feos quehaceres rutinarios de una "personalidad literaria"; retratos, bombos intercambiados, artículos elogiosos por compromiso que se traiciona en cuanto se contrae, difamación del colega, autovaloración cínica, formación de capillas para la oportuna "defensa de los intereses comunes" y demás martingalas que el escritor ambicioso de ese asco que llaman "posición pública y fama indiscutible" debe manejar un día tras otro. Rodríguez Embil era el revés del parlero y del suficiente; con profundo saber, parecía no saber casi nada. En él se realizaba a la perfección el porqué de ese dual valor de la palabra jocundia, jocundia es alegría, pero también es apacibilidad. Mesura, sentido del tiempo trascendente y del tiempo físico, ironía sin hiel para contemplar el frenesí de los cambios, de las novedades, de esas mutaciones que los hombres sin quicio cultural agitan como verdaderos mundos recién creados, y frecuentemente tienen... diez o doce siglos de olvido.
 Porque Luis Rodríguez Embil conocía a la perfección el "antes" de las cosas, permanecía inmutable, levemente sonreído, humanísimo y comprensivo, ante las más audaces pretensiones de descubrimiento y de supremacía. Era el criollo domado por la cultura, rehecho a una imagen alta y pura del humano, luego de cercenarse con el ver y el vivir de lo grande y lo hondo, los provincianismos, las pequeñeces, las tristes negaciones que a la personalidad no culta imprime el ancestro. Luis Rodríguez Embil se veía como un ido, como un soñador, en los tiempos negados a ese irse hacia lo alto que es el ido rilkeano. Soñar junto a los insomnes a fuerza de no tener sueños, es ya un heroísmo.
 Quien esto escribe le quería mucho a lo lejos, sin comunicárselo. Alguna vez, brevemente se hablaba de música, de la poesía oriental, de ésta o de aquella costumbre en país extranjero. Y siempre volvía su voz reposada, su exquisita consideración para el interlocutor, a sumirnos en el trascuerpo suyo, en la seguridad de que aquel hombre callado, aislado, ido, estaba lleno de una fuerza quieta, sosegada, apaciguadora. Si se nos preguntara por éste que ayer cerró sus ojos a la luz que no ilumina, responderíamos con un solo calificativo, con una denominación precisa, breve, humilde, desusada hoy y casi exótica: Luis Rodríguez Embil, diríamos, fue un alma, nada menos que un alma.
 Ya se ha ido, de una vez, a sus trasmundos, a sus ensueños infinitos. Vivió en paz con el mundo y consigo mismo. Desde la muerte, en la muerte, hará eterna ya su jocundia, su ensimismada y a ratos afligida jocundia, la que va más a lo apacible que a lo alegre, la que es exacto espejo de esa larga meditación aseída, de ese ensimismamiento inespacial e intemporal que es el Alma.


 Diario de la Marina, 30 abril 1954; y Revista de la Biblioteca Nacional, mayo-junio de 1954.

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