Severo Sarduy
¡No es cierto lo que dicen!
No he matado a cien personas. Sólo a unas cuarenta, y otras veinte
torturadas... es decir, veintidós, porque había dos niños, ahora que recuerdo.
Pues bien, ¿por qué no
confesarlo? Soy el mejor torturador del régimen.
Si bien es cierto que al
principio mi ejecución era algo burda, también lo es que he refinado mis
procedimientos hasta la exquisitez, ¡tras... tras! y ya están fuera los ojos.
Unos ligeros golpecitos más en el saca-uñas y las manos se vuelven veinte hilillos
de sangre. El rostro humano cobra entonces una nueva conmovedora expresión (la
palabra “conmovedora” no es la indicada, ya que sólo los primeros casos
lograron conmoverme: una niña prometió seguir mirándome aun después de no tener
ojos).
El más envidiado de mis
aciertos, lo confieso, es “la silla” que tiene un agujero en su parte anterior
para lo que sabéis. Soy esto simplemente: un fabricante de artefactos
mecánicos. No me negarán que para ello se requiere una gran dosis de talento.
Si alguno de mis inventos (cuya creación ahora me niegan los otros
torturadores) son puramente ingenuos, tales como el saca-ojos, el saca-uñas y
el corta-dedos y el corta-..., he concebido otros, con menos sentido práctico,
es cierto, donde las más tremendas facultades del espíritu humano se ponen en
juego, combinadas a la vez con la electricidad.
Pero comencemos por el
principio. ¿Quién soy, en primer lugar? ¿Cómo me enrolé en el régimen?... Bien,
salía de una sala de teatro, algo tarde en la noche... ¿Había tomado?... no lo
recuerdo exactamente. Cruzaba la calle cuando se acercó un carro perseguidora.
Me hicieron las preguntas de ritual, añadiendo algunas malas palabras, y creo
que llegaron a empujarme.
–Felipe Aguilar –le
respondí rápidamente.
–En el 265, dije algo
nervioso –en el 265 de San Francisco.
–Simplemente estudio
Medicina.
Cuando llegamos a las
oficinas del SIM, me abandonaron en una especie de antecámara, desde la cual,
después de una corta y angustiosa espera, pasé a otra más pequeña y de techo
más bajo, y luego a otra, más pequeña aún, donde conocí, o mejor dicho, vi por
primera vez a quien hoy es mi jefe.
–¡Mira! –me dijo señalando
uno de los supliciados, a quien en el momento le sacaban los ojos... Lo mismo
le haremos si no “afloja”. Sabemos que es comunista (aquí algunas malas
palabras) y lo pagará con sangre...
–No insista con esa cuchara
–solo atiné a responder–, le será imposible escindir el tendón y por lo tanto
sacar el globo ocular de su órbita.
No podría describir
exactamente la expresión de felicidad que advertí en aquellos hombres: era como
si hubieran descubierto el paraíso...
Trate, trate usted si tiene
la amabilidad, me dijo el principal de ellos con una leve sonrisilla, mientras
me daba unos golpecitos afectuosos en el hombro. Me acerqué al supliciado, tomé
una guillete que había sobre la mesa, y de un leve tajo, ligero como un rayo
(tengo sobresaliente en Disección) cercené ambos ojos. Luego, para culminar
aquel feliz experimento en medio de las carcajadas de mis admiradores, escindí
con igual gracia la yugular derecha, y casi sin derramar sangre, lo que dio
bello acabado a mi actuación, el músculo tiroideo y el homoiodeo, ambos del
cuello, di además unos rápidos toquecitos sobre la espalda...
Así me inicié en los
Servicios Represores de la República. Luego... pues no sé: diez nuevos
supliciados, confesiones, torturas, servicios en el Departamento de Confidentes
(que el asqueroso vulgo llama “chivatos”) y otros ejercicios que me valieron
ascensos y distinciones. Recuerdo aquel infundio, en casa de “la tremenda”, una
de las amiguitas del jefe: ve tú –me dijo – por si no doy la talla... toma este
chequecito...
Después, lo que todos
saben... toda la revuelta, el devenir de jóvenes de rock and roll, el caos (me
avisaron tarde, me embarcaron). Todo esto, que tiene para mí una gran
desventaja: he perdido la realización del sueño de mi vida, del más codiciado
de mis aparatos. No sé, ni me interesan (no me miren con esa cara) las
implicaciones morales del mismo. Se lo explicaré brevemente.
Alguien, quizás con menos
genio que yo, lo continuará y le pondrá su nombre. Pero no importa. Tengo mis
conceptos de la Historia. Bien, consta de una silla sobre la cual se ajusta una
especie de recámara con un hueco en el centro para la cabeza del occiso. La
recámara se va inflando lentamente por un dispositivo... pero... perdonen un
momento... me esperan... lamento no poder continuar la descripción... creo que
tengo que dar algunas demostraciones al público... pero… ¿y esas salvas?... No
las merezco, pero ¡ah! ¿Y ese paredón de fusilamiento?
Revolución. 2 (54):
14, feb. 6, 1959 [Página "Nueva Generación"] y Diario Libre.
1(149):2, jul. 5, 1959. Tomado de: Cira Romero, comp., prólogo y
notas. Severo Sarduy en Cuba 1953-1961. Santiago de Cuba: Editorial
Oriente, 2007.
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