Ramón
Pérez de Ayala
Hace ya algún tiempo, leí en la prensa inglesa
la noticia de que Rupert Brooke, un poeta muy mozo pero ya tan granado como los
mayores líricos ingleses, había muerto, víctima de la guerra. La verdad es que
yo no había oído jamás el nombre de ese poeta, ni había leído cosa alguna
escrita por él, o si la había leído, no me acordaba. Algún tiempo después, vi
en una revista norteamericana. The Outlook, un retrato de Rupert Brooke,
acompañado de una breve nota biográfica y crítica y de un soneto suyo, intitulado
«El Soldado», que hubo de impresionarme hondamente. Luego llegó a mis manos una
antología de la novísima poesía inglesa. El libro lleva este nombre: «Georgian
Poetry. 1915-1915». No sé si sabrá el lector que en Inglaterra es norma añeja y
permanente de la Historia literaria inscribirla dentro de la Historia política,
agrupando a los escritores en reinados y aplicándoles un calificativo común,
derivado del monarca que a la sazón reinase. Así se dice literatura y
escritores Isabelinos, de los que florecieron en tiempos de la reina Isabel, o
novela victoriana por el género novelesco cultivado durante la época de la reina
Victoria. “Poesía Jorgista” quiere decir la nueva manera poética que se inicia
en Inglaterra bajo el rey actual, Jorge V. La antología, abarca solo un lapso
de dos años, y de ellos ha sido de guerra un año y medio. ¡Curiosa emoción la
que nos brinda este libro! El fragor de las armas y el estruendo del combate
que de continuo nos atribulan en estos días negros, se aquieta y serena y en su
vez levántase un acento tan puro y espiritual que no parece nacer de hombres en lucha
sino de hombres en éxtasis, no de hombres a quienes la iracundia enfebrece sino
de héroes de leyenda piadosa a quienes mueve amor, que todo mueve.
Rupert Brooke figura en esta antología con varias
composiciones, que bastan, en efecto, para acreditarle como un poeta de la
casta y del estro de los mejores líricos ingleses. Y téngase en cuenta que la
lírica inglesa es sin duda la más rica, la más sutil, la más profunda y la más
arrebatada del mundo. No cometían hipérbole los panegiristas póstumos de Rupert
Brooke. He aquí lo que de él dice The
Outlook:
«El rostro de Rupert Brooke recuerda el de
Keats, si bien el del poeta antiguo era más reposado en tanto el del poeta
muerto en el Egeo la última primavera está tan colmado de entusiasmo que nos
parece que va a salirse fuera de la página. Es un rostro lleno de hermosura y
vibrante con una acción recóndita que se halla en suspenso, como remansada en
emoción imaginativa. El verso de Brooke es también semejante al de Keats en intensidad
y veneración de la Belleza; si bien en tanto Keats tiene la sencillez antigua
junto con el espíritu romántico, en Brooke hay una temblorosa modernidad de
sentimiento y una gracia peregrina para dar con la expresión objetiva de los
sentimientos subjetivos. Keats y Brooke murieron en el esplendor primero de la
mañana. Ambos participarán la fortuna de una juventud radiante e inmortal.
Rupert Brooke era, desde su infancia, un poeta y un atleta además. Vivió lo más
de su vida en estrecha intimidad con la naturaleza. Gustaba de pasear
incansable a campo traviesa, y, como Byron, gozábase en nadar de noche. Estudio
en King's College, Cambridge, donde formó un gran círculo de amigos y brilló
como uno de los estudiantes más distinguidos. Alguien que por entonces le conoció
dice que mirarle era como contemplar la juventud del mundo. Fue uno de los
hombres más hermosos de su tiempo. Viajó por el continente americano, pero
sintió muy pronto la necesidad de volver a su amada Inglaterra, el país en
donde pueden vivir los hombres de corazón
generoso. Apenas declarada la guerra comprendió toda la tremenda significación
del acontecimiento y al punió entró a servir a su patria. Formó parte de la
división naval enviada a Amberes; peleó en las trincheras, bajo la metralla
alemana, e hizo con la expedición Inglesa la famosa retirada nocturna, a través
de ciudades y aldeas incendiadas, al tiempo que rebaños de paisanos fugitivos
de sus hogares y campos natales. Más tarde partió con la primera expedición a
los Dardanelos, y allí murió, el 25 de Abril de 1915, día de San Miguel y San
Jorge. Lo enterraron, a la luz de la luna, en un monte de olivos en Seyros. “Esperaba
morir, escribió Winston Churchill, deseaba morir por su amada Inglaterra, cuya
belleza y majestad conocía muy bien. Avanzó hacia la muerte con serenidad
perfecta, con absoluta convicción de la justicia de su patria, y el corazón
desnudo de odio al enemigo”. El soneto
titulado “El Soldado”, es la poesía más noble que se ha escrito durante esta
guerra. Entre este breve poema y el llamado Himno
al Odio, cuyo autor fue condecorado por el Emperador de Alemania, hay una
distancia como del cielo al infierno. Murió de edad de veintinueve años. El
poeta que escribió:
descenderemos
con paso seguro
y
coronados de rosas, en el reino de las tinieblas,
conocía
el secreto de la magia natural, que los dioses solamente inician en aquellos a
quienes aman.
Una de las características de la poesía de Brooke
es la fruición en todas las cosas de naturaleza, aun las más humildes, (…)
atadas y feas, como partes, igualmente pulcras de la gran belleza universal, ya
que todas las cosas son anhelo o conato del tipo hacia el arquetipo y
expresiones sensibles del espíritu divino. Otra es la familiaridad serena con
la muerte, en la cual no veía sino el tránsito del tipo al arquetipo, de la
forma mudádica e imperfecta a la Idea perfecta, ecuánime e incorruptible. Esta
ansia del más allá en donde cada cosa realiza su ideal y plenitud, y todas
¡unías se conciertan en unidad suprema, la expresa Brooke ora en tono grave y misterioso
como en la composición llamada «Tiare Tahiti», ora con cierta ironía y tierna
ingenuidad, como en el poema «Cielo», que traduzco fielmente a continuación:
Un pez, abarrotado el buche
de moscas, en lo más
ardiente
del mes de junio, perezoso
brujuleando entre las aguas
embebidas de sol, al
mediodía,
cavila en la ciencia
profunda,
luz y sombra, y en cada
secreto
de temor y esperanza propios
del alma-pez.
Dice el pez: el mundo es
arroyo
y estanque. Pero ¿no ha de
haber
un Más allá? Esta vida no
parece ser el Todo,
pues si lo fuese ¡cuán
desagradable!
¿Qué duda cabe que algún
bien supremo
se guarda pan el agua y
para el fango?
Descubre la mirada
reverente
una Causa Final del mundo
liquido.
Aunque envuelta entre
sombras,
la Fe nos dice que el
futuro
no puede ser Enteramente
Seco.
¿El fango al fango y la
muerte en acecho?
Imposible.
La vida na se acaba con la
muerte
sino que existe Alguna
Parte
más allá del Espacio y del
Tiempo,
donde el agua es más
húmeda
y el limo es más limoso.
Y allí —la Fe nos dice—
está nadando Uno,
que ya nadaba antes que existiesen
los ríos,
inmerso, de alma y forma
de pescado,
omnipotente y escamoso y
bueno.
Bajo su Aleta todopoderosa
los pececillos hallarán
cobijo.
¡Oh! Nunca el cebo
esconderá el anzuelo
-el pez dice- en aquel
Eterno Arroyo,
y habrá hierbajos
ultramundanales,
y fango, de hermosura
celestial,
y rollizas orugas
abundantes,
y gorgojos paradisiacos,
y polillas y moscas
inefables,
y el gusaneo suculentísimo
y en aquel Cielo
apetecido,
donde halla saciedad todo
deseo,
no reconocerá más tierra,
—dice el pez—.
Para
terminar, ofrezco al lector la traducción del ya célebre y casi profético
soneto de Rupert Brooke, El Soldado:
«Si yo muriese, pensad solo esto de mí: que
allí donde me entierren habrá un rincón de tierra extranjera que será
Inglaterra ya para siempre. Y allí, entre los fecundos terrones se esconderá
una ceniza más fecunda aún. Fina ceniza que Inglaterra engendró, formó,
despertó a la vida de conciencia, y a la cual dio, en un tiempo, flores para
amar, caminos para recorrer, y un cuerpo que a ella sola pertenece, ya que
vivió de su aire y se refrigeró y curtió en los ríos y con los soles maternos. Y
pensad que este corazón, por la muerte purificado de toda maldad y convenido en
un pulso de la mente eterna, hará brotar allí en donde yacen los pensamientos
que Inglaterra le había dado, el rumor y la vista de sus campos, ensueños tan
sosegados como sus días, y risas, aprendidas de los antiguos, y cordialidad, en
pechos apacibles, bajo un cielo inglés».
Es verdad que de esta poesía al «Himno al odio»
hay tanta distancia como del cielo al infierno.
La
Esfera, Madrid, 19 de febrero 1916,
núm. 112, p. 19.