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lunes, 20 de agosto de 2018

Ciencia y poesía


  
  Enrique José Varona

 Los que pretenden explicar al poeta por el desarrollo excesivo de una sola de las actividades mentales se pagan de una abstracción y se exponen a que los hechos los contradigan con frecuencia. Ni lo desmesurado de la imaginación, ni lo exquisito de la sensibilidad bastan para caracterizar al poeta, merecedor de este alto título.
 Para el psicólogo nada hay en esto de extraño. Sabe demasiado que el espíritu humano, aunque descompuesto por el análisis para facilitar su estudio, es un todo, cuyas funciones conspiran para dar ese producto que llamamos un estado mental, sea esto una fugaz sensación, sea una serie de imágenes brillantes, sea un sentimiento complejo de rica tonalidad.
 La fantasía entrelaza sus mil varias raíces por la rica y fecunda tierra de la observación. El caudal de datos adquiridos directamente de la realidad, acumulado por los grandes poetas, es verdaderamente pasmoso. El teatro de Shakespeare y el poema de Dante forman un mundo completo, que no agotarían, reunidas, las representaciones de la realidad de muchos centenares de hombres mediocres.
 La extraordinaria plasticidad mental que supone esa estupenda riqueza de observaciones, explica a sus ojos el caso, tantas veces comprobado, de coincidir lo que el poeta ha visto con lo que después ha escudriñado pacientemente la ciencia. Sin haber sido médico, Cervantes ha trasladado a la divina esfera de la poesía una larga hoja clínica, la cual apenas exigiría algunos retoques de un especialista en neuropatías.
 Ha poco tuve ocasión de confirmar una vez más esa opinión, leyendo la teoría de Bernheim sobre el hombre. A medida que avanzaba en la lectura, iban reapareciendo ante mí los personajes de uno de los cuadros más horriblemente conmovedores, en su patética sencillez, que ha sabido evocar y fijar la imaginación creadora de un gran poeta. Volvía a presenciar conmovido el horrendo suplicio, la callada y pavorosa agonía del empedernido Ugolino, tambaleándose sin vista sobre los cuerpos exánimes de dos de sus hijos y dos de sus nietos, muertos a sus pies, y uno tras otro, de hambre.
 Si el poeta hubiera escrito después del sabio, habría podido creerse que se inspiraba en sus descripciones. Pero aquí el hombre de observación e imaginación ha precedido varios siglos al hombre de experiencia y análisis. Hay más. Parece el cuadro trazado por Dante como hecho para confirmar la tesis de Bernheim, en lo que tiene de más personal. Asienta el sabio profesor que el hambre es una neurosis, y que, como tal, cae singularmente bajo el imperio de la imaginación. Por eso los fenómenos que se presentan en el ayuno voluntario y la inanición subsecuente son diversos de los que caracterizan el hambre provocada por la abstinencia involuntaria.
 Reléase el admirable episodio de la muerte del conde Ugolino y sus hijos y nietos, al comienzo del canto 33º del Inferno, y se advertirá con qué arte tan profundamente natural está pintada desde el principio la disposición imaginativa de los condenados. El tormento producido por las visiones de sus cerebros excitados por lo inminente del horrible suplicio se anticipa a su realidad.
 En la noche que precede al primer día en que se les suprime el alimento, el viejo Conde tiene el horrendo sueño “Che del futuro mi squarcio il velame”, como dice su airada sombra; y los mancebos gimen entre sueños, y el padre, helado de espanto, los oye dormidos “dimandar del pane”.
 Ya se prevé que esas imaginaciones, aguijadas por el horror del hambre cierta, inevitable, han de ejercer con tremenda rapidez su obra destructora. Casi toda la vida de los cinco reos se reconcentra en su mente poblada de espectros. Al principio, la cara desencajada del Conde, al oír clavar la puerta de la torre, y el transporte de pavor de Anselmuccio. Luego apenas algún súbito gesto de ira impotente, luego el estupor, el estupor completo que los envuelve como una mortaja de piedra. El silencio profundo que los circunda, la mudez azorada en que permanecen día tras día, producen una impresión mucho más honda, de la que pudieran lograr las más dolorosas imprecaciones.
 Pero ese efecto artístico admirable adquiere ahora nuevo valor, viendo con qué exactitud corresponde a las observaciones hechas por la ciencia moderna. En cambio, vamos a ver cómo puede engañarse la historia.
 Al referir el famoso cronista Villami el mismo horroroso suceso, dice que, antes de morir, el Conde comenzó a gritar, pidiendo confesión. Sucumbió Ugolino a los ocho días de habérsele privado del alimento después de siete de estupefacción y al cabo de dos de estar casi ciego y exánime. Esta es la descripción del poeta; y parece seguir paso a paso las que han hecho en nuestros tiempos los observadores. A los ocho días de los tormentos del hambre, ¿podría conservar un anciano el espíritu y la voz tan enteros, que se oyeran y distinguieran sus palabras a través de los muros de una torre con la puerta clavada? Bien advertimos que el poeta resulta más cerca de la verdad que el historiador.

  Revista de la Facultad de Letras y Ciencias (La Habana), año IV, Nº 2 (1907), pp. 29-30.

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