Enrique José Varona
Los que pretenden explicar al poeta por el
desarrollo excesivo de una sola de las actividades mentales se pagan de una
abstracción y se exponen a que los hechos los contradigan con frecuencia. Ni lo
desmesurado de la imaginación, ni lo exquisito de la sensibilidad bastan para
caracterizar al poeta, merecedor de este alto título.
Para el psicólogo nada hay en esto de extraño.
Sabe demasiado que el espíritu humano, aunque descompuesto por el análisis para
facilitar su estudio, es un todo, cuyas funciones conspiran para dar ese
producto que llamamos un estado mental, sea esto una fugaz sensación, sea una
serie de imágenes brillantes, sea un sentimiento complejo de rica tonalidad.
La fantasía entrelaza sus mil varias raíces por
la rica y fecunda tierra de la observación. El caudal de datos adquiridos
directamente de la realidad, acumulado por los grandes poetas, es verdaderamente
pasmoso. El teatro de Shakespeare y el poema de Dante forman un mundo completo,
que no agotarían, reunidas, las representaciones de la realidad de muchos
centenares de hombres mediocres.
La extraordinaria plasticidad mental que
supone esa estupenda riqueza de observaciones, explica a sus ojos el caso,
tantas veces comprobado, de coincidir lo que el poeta ha visto con lo que
después ha escudriñado pacientemente la ciencia. Sin haber sido médico,
Cervantes ha trasladado a la divina esfera de la poesía una larga hoja clínica,
la cual apenas exigiría algunos
retoques de un especialista en neuropatías.
Ha
poco tuve ocasión de confirmar una vez más esa opinión, leyendo la teoría de
Bernheim sobre el hombre. A medida que avanzaba en la lectura, iban
reapareciendo ante mí los personajes de uno de los cuadros más horriblemente conmovedores,
en su patética sencillez, que ha sabido evocar y fijar la imaginación creadora
de un gran poeta. Volvía a presenciar conmovido el horrendo suplicio, la
callada y pavorosa agonía del empedernido Ugolino, tambaleándose sin vista
sobre los cuerpos exánimes de dos de sus hijos y dos de sus nietos, muertos a
sus pies, y uno tras otro, de hambre.
Si el poeta hubiera escrito después del sabio,
habría podido creerse que se inspiraba en sus descripciones. Pero aquí el
hombre de observación e imaginación ha precedido varios siglos al hombre de
experiencia y análisis. Hay más. Parece el cuadro trazado por Dante
como hecho para confirmar la tesis de Bernheim, en lo que tiene de más
personal. Asienta el sabio profesor que el hambre es una neurosis, y que, como
tal, cae singularmente bajo el imperio de la imaginación. Por eso los fenómenos
que se presentan en el ayuno voluntario y la inanición subsecuente son diversos
de los que caracterizan el hambre provocada por la abstinencia involuntaria.
Reléase
el admirable episodio de la muerte del conde Ugolino y sus hijos y nietos, al
comienzo del canto 33º del Inferno, y se advertirá con qué arte tan
profundamente natural está pintada desde el principio la disposición imaginativa
de los condenados. El tormento producido por las visiones de sus cerebros
excitados por lo inminente del horrible suplicio se anticipa a su realidad.
En
la noche que precede al primer día en que se les suprime el alimento, el viejo
Conde tiene el horrendo sueño “Che del futuro mi squarcio il velame”, como dice
su airada sombra; y los mancebos gimen entre sueños, y el padre, helado de
espanto, los oye dormidos “dimandar del pane”.
Ya se prevé que esas imaginaciones, aguijadas
por el horror del hambre cierta, inevitable, han de ejercer con tremenda
rapidez su obra destructora. Casi toda la vida de los cinco reos se reconcentra
en su mente poblada de espectros. Al principio, la cara desencajada del Conde,
al oír clavar la puerta de la torre, y el transporte de pavor de Anselmuccio.
Luego apenas algún súbito gesto de ira impotente, luego el estupor, el estupor
completo que los envuelve como una mortaja de piedra. El silencio profundo que
los circunda, la mudez azorada en que permanecen día tras día, producen una impresión
mucho más honda, de la que pudieran lograr las más dolorosas imprecaciones.
Pero ese efecto artístico admirable adquiere
ahora nuevo valor, viendo con qué exactitud corresponde a las observaciones
hechas por la ciencia moderna. En cambio, vamos a ver cómo puede engañarse la
historia.
Al referir el famoso cronista Villami el mismo
horroroso suceso, dice que, antes de morir, el Conde comenzó a gritar, pidiendo
confesión. Sucumbió Ugolino a los ocho días de habérsele privado del alimento
después de siete de estupefacción y al cabo de dos de estar casi ciego y exánime.
Esta es la descripción del poeta; y parece seguir paso a paso las que han hecho
en nuestros tiempos los observadores. A los ocho días de los tormentos del hambre,
¿podría conservar un anciano el espíritu y la voz tan enteros, que se oyeran y
distinguieran sus palabras a través de los muros de una torre con la puerta
clavada? Bien advertimos que el poeta resulta más cerca de la verdad que el
historiador.
Revista de la Facultad de Letras y Ciencias (La Habana), año IV, Nº 2 (1907), pp. 29-30.
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