Severo Sarduy
Afortunadamente, lo que me
pregunta E. S. O, de regreso de las islas, no es "¿por qué
escribes?", ya que me hubiera sido imposible responderle, ni aun dándole
mil vueltas al asunto, sino "¿cómo escribes?", a lo que, aunque con
imágenes pulverizadas, como las que suscita un ciclista multicolor poliédrico, puedo
más o menos responder.
Escribo sobre la cresta de las palabras. Sobre
el filo. El lenguaje hierve, se encrespa, como una ola de Hokusai, en cuyas gotas,
en una galaxia blanca sobre el añil, se han detectado imágenes fractales. Sobre
ese blanco, sobre esa espuma fractal siempre presta a deshacerse, a
desaparecer, mar en el mar, hay que ir, va la frase, en equilibrio, rápida, muy
rápida, lo cual implica una lentitud extrema en su ejecución: media página por
día, si el día es bueno; seis años por libro.
El que escribe, esa empecinada ficción, o ese
espejismo de "yo" que Pessoa, pulverizándolo en heterónimos, fracturó
mejor que nadie, va sobre la cresta como un funámbulo. Como un equilibrista,
como ese francés delirante que tiró una cuerda y bailó entre las dos torres
gigantes y gemelas de New York. Declaró luego que había llegado a un estado
místico, cuando comprendió que la mirada hacia lo alto e implorante que le
dirigían miles y miles de personas era la misma que se alza hacia un dios.
O como eso, que mi padre se empeñaba en llamar
la "metáfora" de un circo rural, que recorría la Cuba de los años
cuarenta, y que visiblemente correspondía con algún enano saltarín, con una
chaqueta de terciopelo rojo, constelada de monedas, que caminaba sobre la
cuerda floja, la metáfora del circo Santos y Artigas, Santiartigas en el habla
popular.
Así, pues, entre dos abismos, avanza como
puede el distraído autor. ¿Qué abismos?
Por un lado, el vértigo del sonido, la
iridiscencia de las vocales, la música pura, esa corriente alterna que asocia a
las palabras unas con otras, que quiere arrastrarte en una resaca fluvial, de
agua amazónica, siempre sonando como guitarritas llenas de cerveza, como
flautas chinas, como cascabeles roncos.
Por el otro, la coherencia, la geometría, la
esfera lúcida del sentido, eso que hace que cada frase se precipite, como imantada,
hacia su mejor definición, hacia su gravedad conceptual, sin que nada perturbe
su dibujo, como un astro sigue su órbita, su elipse, que, de sobra lo supo el
gran cordobés —y su doble insular, el gran cubano—, es a veces su elipsis.
Así va pues, con los brazos extendidos, sobre
el tamborileo de la orquestica crepuscular y de los viejos cantantes fañosos, temeroso
tanto de los aplausos y los vivas como de los silbidos y las
"trompetillas" pintarrajeadas del público, que lo distraen igualmente,
el autor saltimbanqui, muy atento bajo la cuerda al chirrido socarrón de los
monos, y arriba, allá en lo alto, al viento fuerte de la noche soplando contra
la carpa, tensa y blanca.
Así escribo, pues, sobre esa cresta. Es casi
imposible mantenerse, concentrarse en la línea incandescente del hilo, no caer de
bruces contra la tierra seca —el circo recorre las provincias, los mustios
pueblecillos, como un Kathakali venido a menos, o desprovisto de sus dioses
tutelares y benévolos—.
Así, imitando el paso, las trampas, las
truculencias de los que franquearon la pista, los antiguos clowns of words, oyéndolos
de cerca.
Ya suenan las corneticas desafinadas y
metálicas, ya se acercan los tamborileros borrachos, ya se anuncia el miserable
milagro de esta tarde. Un pie sobre la cuerda.
Uno...
Dos...
Tres..
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