Julián del Casal
Antes de abrirse, la muchedumbre se agrupaba, se movía y se
empujaba con impaciencia creciente y natural curiosidad, ansiosa de saber lo
que pasaba en el interior. Cada vez que se entreabrían las hojas de la puerta,
el grupo de curiosos se abalanzaba hacia ella, tratando de ver, por el hueco
abierto, algunas de las cosas que atraían su atención. Raras veces conseguía su
objeto. Pero la simple vista de una trompa de elefante y de una cola de
caballo, o la audición de un ladrido de perro o de un mugido de fiera, bastaban
para mantenerlo estático y acrecentar sus deseos.
Mientras esto pasaba
en el exterior, dentro redoblaba sus golpes el martillo, cubría la arena el
redondel, hundíanse en la tierra las estacas, extendíanse los alambres de un
extremo a otro, preparábanse las habitaciones de las fieras, y la tela de
cúpula se abría, se estiraba y se hinchaba, hasta que adquirió la forma de
ancho cono de color de asfalto, ribeteado de rojo, sobre cuya cima hondea un
pabellón tricolor que el soplo del viento se entretiene en plegar y desplegar.
Al llegó la noche de
la apertura. Desde las primeras horas de la tarde, habían desaparecido todas
las localidades. Los que iban en busca de ellas, tenían que resignarse a volver
con las manos vacías, deteniéndose antes a contemplar los carteles rojos,
negros, verdes, azules y amarillos, pegados al exterior, donde los elefantes
bailan danzas extrañas, donde una pareja de caballos atraviesa por un aro de
barril, donde Mr. Barlow se columpia en un alambre invisible, donde Kawamura
trepa por una escalera deleznable y
donde Godfrey, el bufón de la compañía hace desternillar de risa a los
espectadores.
Abierto el circo, la
muchedumbre se desbordó, como impetuoso torrente por el interior de él,
ocupando las gradas, los palcos y demás asientos. Había cerca de diez mil
almas. Era imposible dar un paso, por lo que me tuve que detener antes las ménageries de la entrada, fijándome en
la de la izquierda, la cual se hallaba ocupada por dos elefantes, en unión de
un bisonte pequeño, encadenados al suelo, alzando incesantemente la trompa y
recibiendo las caricias de los domadores.
Pasados algunos
momentos, traté de entrar. Pero todo fue en vano. Además de la aglomeración de
gentes que contemplaban las habilidades de las bestias domadas, los movimientos
grotescos del payaso, la hermosura varonil de las écuyères, los juegos sorprendentes de los japoneses y los
ejercicios gimnásticos de los acróbatas, haciendo imposible el tránsito. ; se
respiraba una atmósfera malsana, impregnándose del polvo del suelo, del
resplandor de la gasolina, del olor de las bestias y de las emanaciones de todos
los cuerpos amontonados, que penetraba por la boca, secaba la garganta,
comprimía el aparato respiratorio, subía a la cabeza y obligaba a salir en
busca de aire al exterior.
Durante el día de
ayer, ha habido dos funciones en el Circo Oriental que no he logrado
presenciar. Había tanta gente como en noches anteriores. Yo lo siento. Hubiera
querido, si no la función entera, los ejercicios de los acróbatas, ejercicios
que deleitaban al gran Barbey d’ Aurevilly y le hacían decir: para ser verdaderamente original, hagamos
con nuestras ideas lo que los hombres con sus músculos.
Hernani
La Discusión, martes 6
de mayo de 1890, Año II, Núm. 268.
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